La playa, el fregadero, el Bigotes y a callar. (4)
A callar
El Bigotes se hab�a licenciado hac�a ya dos semanas. �C�mo lo
echaba de menos! �Su precioso culo lleno, velludo y tierno, tan parecido al m�o!
Al final, lo hice disfrutar como so��, y acab� dobl�ndose contra mi polla
clavada hasta las pelotas casi todos los d�as que pod�amos robarle media hora a
la "defensa" del Estado. Y hasta con diez minutos escasos pudimos llegar a los
orgasmos m�s intensos: en la playa, en el dormitorio... Hasta el la mism�sima
sala de teletipos, de madrugada, cuando alguno de los dos estaba de guardia.
Pero se fue. A casarse con su novia de la infancia, que lo
esperaba ya con el ajuar completo.
S�lo me confortaba el pensar que en dos meses yo tambi�n
podr�a quemar el uniforme.
Nunca pens� que a m�, el "cachas" peludo, pudiera llegar a
ocurrirme aquel suceso denigrante, aquella amarga experiencia que me ha marcado
hasta el punto de que ya jam�s podr� volver a ser el mismo.
Era mi noche de guardia.
Ya hac�a rato que mis cansados compa�eros se hab�an metido en
sus camas: desde el recodo oscuro del pasillo me llegaban, como zumbidos
lejanos, sus ronquidos confiados. Era f�cil imaginarse el cuadro en la
habitaci�n: el de Paradas, boca abajo abrazando la almohada entre las piernas,
el culo en pompa cubierto por su eterno calzancillo amarillento. El Osuna, boca
arriba y despatarrado con su pijama de Mickey, y la mano, como siempre, metida
entre sus pelotas. Y la cama vac�a del Bigotes...
Suspir�. Y entonces un teletipo llen� la estancia de
estridentes tecleteos, r�pidos y contundentes. Me acerqu�: era un mensaje
cifrado que llenaba metros de papel continuo con consonantes, puntos, rayas, y
tachones machacados.
Al minuto, alertado por el ca�tico ruido de las techas,
apareci� el sargento de guardia, quien, para mi mal, no era otro que Don Celio.
Llevaba un pijama corto, desnudo el torso, y unas zapatillas de cuero marr�n
abiertas por el tal�n. Se inclin� a mi lado sobre el mensaje del teletipo. Deb�a
tener mucha experiencia en c�digos cifrados pues, al momento, me dijo:
-Es de Capitan�a, y es algo gordo.
Lo mir�. �l s� era gordo. Me pregunt� al verle la barriga
cu�ndo ser�a la �ltima vez que se hab�a visto la polla al mear. Era del tipo de
hombre sonrosado, con ese color de piel como de albino quemado al sol. Los
hombros cubiertos de enormes pecas y todo el torso, las piernas y hasta la
espalda, lo poblaba un ralo pelo blanco que se rizaba en peque�os caracolillos.
Se agach� para romper la cinta perforada que colgaba
largu�sima del teletipo y, al hacerlo, la raja de su enorme culo rosa asom� por
encima del borde trasero del pantal�n de su pijama.
Ya no sent� por �l ni un �pice de pena ni de ternura. La
ausencia de mi Bigotes me ten�a jodido y, si algo me provoc� Don Celio entonces,
no fue sino asco.
-Acomp��ame a mi cuarto. Tenemos que descifrar esto.
Una alarma en mi interior se puso en funcionamiento. No era
habitual en absoluto que los cabos teletipistas entraran alguna vez en el
dormitorio del oficial de guardia. De hecho, ten�amos prohibido el acceso a la
m�quina descifradora y, m�s a�n, al malet�n de las cintas codificadas.
Se fue andando hacia su cuarto con pasos firmes y r�pidos;
sus cortas piernas peludas parec�an clavarse en la moqueta, haciendo temblar sus
nalgas "souffles" como tartas de gelatina.
-�Vamos! � me grit� al notar que no iba tras �l.
Me dirig� hacia donde estaba. De pie, junto a su puerta, me
aguardaba con los ojillos clavados en mi figura, recorriendo mi cuerpo con la
mirada mientras mis pasos temerosos me acercaban hasta �l. Me detuve a una
distancia prudente de su cuerpo. �l mir� largamente mi entrepierna, esta vez,
gracias a Dios, bien tapada con una gruesa calzona de deporte. Luego subi� la
vista hasta mis ojos: me traspas� con ellos y, girando el picaporte, me orden�:
-Entra.
Pero �l no se apart� para que yo pudiera pasar. Permanec�a en
el centro del hueco de su puerta, metiendo barriga y apretando gl�teos. Por
primera vez, se le notaba el paquete bajo la tela del pijama, bastante abultado
ahora, apuntando hacia el quicio de la puerta desde un escaso medio metro. Por
ah� deb�a yo deslizar mi cuerpo, ancho y robusto como el de Goliat.
Esta vez lo mir� yo. Primero su entrepierna y despu�s, con
media sonrisa de desprecio, sus ojillos brillantes, a bocajarro, para que
comprendiera sin dudar que le�a sus pensamientos y que era repulsi�n lo que me
produc�an.
Su cara se endureci�. Sus labios se apretaron y repiti� con
autoridad:
-�Entra de una vez!
Tuve que obedecer. Para introducirme por aquel estrecho
espacio tuve que rozar sus genitales. Pero cuando lo hice, no fue como el cabr�n
se hab�a esperado. Entr� con fuerza, y con el hueso de la cadera le propin� un
medido empujonazo que lo apart� medio metro de mi camino. No s� si le doli�. No
dijo nada. Se apresur� tras de m� y cerr� con llave.
La alarma en mi interior aullaba ahora como una sirena de
urgencias. Porque con el empuj�n, el cerdo se hab�a empalmado. Aquel poll�n
cabez�n de cuerpo corto se dibujaba sin verg�enza en la tela de su pijama. Y
ahora sudaba como un cochino y respiraba como si se ahogara.
-Abre el malet�n que hay en la cama.
-Tengo prohibido acceder a los c�digos.
-�Que lo abras, co�o!
Y me dio un tremendo bofet�n con aquella regordeta mano
abierta que me hizo perder pie y caer con todo el peso de mi cuerpo de espaldas
contra la mesa. Me ard�a la mejilla y el o�do me zumbaba. Lo mir� con odio
contenido y entonces not� un hilillo dulce y c�lido deslizarse por la comisura
de mis labios: �me hab�a hecho sangre!
-�Que abras el malet�n!
Yo dudaba, entre mi miedo y mi rencor, si seguirle el juego y
someterme o arrancarle la cabeza con los dientes.
Me incorpor� y abr� aquel malet�n. Pero no era el de los
c�digos. Conten�a todo un arsenal de cipotones de goma de varios grosores y
colores y, en el fondo, un l�tigo de cuero muy bien enrollado.
No me sorprendi� en absoluto ver aquello, ni tampoco me daba
el menor miedo. Era la locura en la cara de aquel hombre lo que me hac�a pedir a
Dios que lo que hubiera de pasar, pasara pronto.
-Ahora te vas a enterar, chupapollas, de lo que es un dolor
de huevos.
Me agarr� por la nuca con la fuerza de un demente, clav�ndome
en la piel aquellos dedos porrudos, como garfios, y me arroj� sobre la cama.
Tir� de mis calzonas gritando obscenidades y, aunque me estaban bien estrechas,
logr� sac�rmelas sin dejar, con la otra mano, de apretarme la cabeza contra el
colch�n.
Mi furia, mi odio y mis ganas de empotrarlo en la pared eran
ya casi incontenibles. No s� c�mo pude aferrarme a mi sensatez para no tirar mi
vida por la borda a dos semanas escasas de mi licenciatura. Apret� los dientes y
tragu� saliva.
Sin soltarme la cabeza, sac� el l�tigo de la maleta, haciendo
saltar los gordos consoladores por todo e lsuelo de la habitaci�n.
-Maric�n come-mierda �dec�a-, te voy a dar lo que te mereces:
conmigo no hay quien juegue, calientapollas.
Usando el mango del l�tigo, separ� mis muslos lo bastante
como para meter la manota y agarrarme los cojones; tir� de ellos con fuerza,
hasta el l�mite de su elasticidad. Luego, a base de golpes de su fusta, me hizo
cerrar las piernas otra vez.
Notaba mis test�culos inflados como globos sobresalir entre
mis muslos, bajo el culo.
-Ver�s, cojonazos, lo que te voy a hacer �y me los apret� con
toda la fuerza de su mano.
Solt� un grito de dolor y me acord�, despavorido, de que las
paredes del CECOM eran de doble tabique y gruesas como muros de convento.
Don Celio resollaba tras de m�. Solt� la garra de mi cuello y
se enderez� para contemplar mi cuerpo sobre su cama. De repente, lanz� su boca
contra mis huevos y me los comi� enteritos con violencia, apretuj�ndolos con los
labios, la lengua y hasta los dientes. Me dol�a horriblemente y temiendo que en
su locura me los cortara de un mordisco, lanc� mi pu�o en arco lateral con tanto
�mpetu, que lo hize rodar por la moqueta hasta que su cabeza fue a chocar contra
una cajonera de madera. Se incorpor� como un gato y, abriendo un caj�n, sac� con
rapidez su pistola reglamentaria. No deb� haberle golpeado.
-Yo te mato, hijo de puta �me dec�a. Te vuelo los sesos,
ni�ato.
Yo lo miraba, inm�vil e impotente, medio incorporado en el
lecho sobre los codos. Se acerc� empu�ando el arma y, entonces, fue como si un
rayo me hubiese alcanzado. Manaba la sangre a chorros de mi cabeza y cre�a
morir. Pero s�lo me hab�a dado un golpe con el hierro de su pistola.
Antes de poder recuperar el enfoque de mi visi�n, sent� arder
mi piel bajo una lluvia de tremendos latigazos que me hicieron retorcer de dolor
y, por primera vez, se me escaparon las l�grimas.
Pero el gordo se cans� pronto y par� para respirar. Ten�a el
pene fuera del pernil del pijama, tieso y grueso como un ariete, con aquel
capullo casi de color azul.
-�Boca abajo! �me orden� casi ahogado por el sofoco.
-�Boca abajo!
Lo hice como pude y sent� el fr�o ca��n de la pistola
apretando duramente el agujero de mi culo.
-�brete, maric�n... Que te abras, o te lo abro yo a balazos.
Me abr� cuanto pude y entonces...
Aquel s�tiro me empal� de un solo golpe, sin piedad, y empez�
a moverse como loco aplastando su barriga contra mi culo, sin dejar de clavarme
en la nuca el ca��n de la pistola.
-C�rrete, cabr�n, c�rrete de una vez, hijo de puta �era yo el
que se lo ped�a, deseando terminar con aquello cuanto antes.
Hizo efecto. Entre alaridos e insultos, se vaci� a oleadas en
mis entra�as, aumentando el odio que me llenaba y mis ganas de asesinarlo.
Pero lo peor, lo m�s humillante de aquello, fue que not� el
principio del orgasmo bullir enorme desde el centro de mi cuerpo, subir sus
llamas imparables por el largo de mi polla, y estallar cegador, sin que yo, ni
mi dolor, ni mi odio, ni mi rencor hubiesen podido detenerlo en manera alguna.
Cuando al fin me la sac� y pudo hablar, esto fue lo que me
dijo:
-Te has ca�do en el ba�o y te has abierto la cabeza con el
lavabo �se par� para respirar.
No te quitar�s la camiseta ni para ducharte �parada de nuevo.
S� que lo vas a hacer, marica, porque me he quedado con las ganas de desparramar
tus sesos.
Y el cerdo se ri�.