El sexto mandamiento
Domingo. D�a para descansar, pasear, o simplemente disfrutar
del ocio.
Y tambi�n, d�a de misa.
Mart�n no era cat�lico ferviente. En realidad, iba a misa por
costumbre, porque su familia era muy creyente. Por esta raz�n hab�a asistido a
un colegio de curas, y en su infancia hab�a participado de cuanta actividad
parroquial hubiese. Pero claro, ahora con diecinueve a�os ya no dejaba que sus
padres decidieran por �l, y toda la agenda religiosa se hab�a reducido a la misa
de los domingos y a participar en las competencias de handball que cada tanto
organizaba el Centro Deportivo de la iglesia, en donde hab�a aprendido a jugar
cuando era un ni�o.
Le gustaba el juego, y lo practicaba a diario en un club
cercano a su casa. Requer�a mucha destreza, fuerza y una gran agilidad. Tales
exigencias lo hab�an ayudado a desarrollar una contextura f�sica envidiable, con
una musculatura marcada pero no exagerada. Esto, sumado a su 1,82 m, su cara de
ni�o bonito adornada con unos grandes ojos verdes y una sonrisa p�cara, lo
hac�an muy popular entre las chicas. Aunque esto �ltimo a Mart�n no le importaba
demasiado.
�l sent�a mucho m�s inter�s por los ejemplares masculinos que
concurr�an al club, algunos de los cuales pon�an en pie de guerra todas sus
hormonas. Especialmente en las duchas. Ver un buen cuerpo desnudo con el agua
enjabonada col�ndose por los surcos m�s deseables excitaba much�simo a Mart�n,
tanto que m�s de una vez debi� abrir r�pidamente el grifo del agua fr�a para
detener una erecci�n que crec�a descontroladamente. Claro que en algunas
ocasiones un par de ojos m�s atento a ciertos detalles sostuvo la mirada en esa
verga hinchada que luchaba por erguirse, y en ese culo duro que coronaba unas
piernas fuertes y peludas. Obviamente Mart�n no desperdiciaba tales
oportunidades, y m�s de una vez � antes de regresar a casa - hab�a terminado
cogiendo sin piedad a un adolescente novato sobre una colchoneta del gimnasio a
oscuras, o mam�ndole golosamente la tranca enhiesta en su coche a un casado
ansioso por probar cosas nuevas.
En cuanto a la misa, la asistencia era una concesi�n a su
madre. Francamente no le gustaba ir, tal vez porque cuando era chico se lo
hab�an impuesto, y esa no es la mejor manera de despertar el inter�s por algo.
Sin embargo, este domingo ten�a algo diferente.
El p�rroco de la iglesia, el padre Dami�n, dejaba su puesto
por un tiempo por razones de salud, y en su reemplazo hab�an enviado a un joven
sacerdote del que s�lo conoc�a el nombre: Juan.
Este cambio no significaba mucho para Mart�n, salvo por los
comentarios que hab�a escuchado de sus propias hermanas: el nuevo curita era un
bomb�n.
As� es que ese domingo, sentado en la segunda fila de bancos
de madera de la iglesia, Mart�n esperaba con un �nimo a medio camino entre el
desinter�s acostumbrado y cierta curiosidad por constatar si lo que se dec�a era
cierto.
La espera no se hizo larga, y la invitaci�n a ponerse de pie
sorprendi� a Mart�n at�ndose el cord�n de un zapato. Pero cuando se levant� y
mir� al frente, qued� mudo.
Ciertamente, los rumores le hab�an hecho justicia al joven
sacerdote. Tendr�a unos veintiocho a�os, y era realmente un mu�eco. Llevaba el
pelo negro muy corto, y ten�a unas facciones que hubieran hecho el deleite de
cualquier agencia de modelos. El ment�n era fuerte y muy masculino, y la sombra
de la barba reci�n afeitada daba una aspecto muy viril a su anguloso rostro. Su
voz era agradable, y cada vez que sonre�a � cosa que hac�a con frecuencia - los
ojos negros se iluminaban, y dos hoyuelos enmarcaban sendas hileras de dientes
perfectos.
Era tan alto como Mart�n, y si bien no pod�a verse mucho m�s
de su cuerpo, se adivinaba una espalda fuerte que delataba al deportista
consumado.
Pero la belleza de Juan no radicaba s�lo en el rostro. Hab�a
algo en su modo de hablar, de moverse, de sonre�r, que atrapaba y no permit�a
apartar los ojos de �l. Inspiraba ternura, algo as� como ganas de abrazarlo y
sentirse abrazado por �l.
Mart�n no reaccion� enseguida, y durante un largo rato se
sinti� incapaz de hacer o decir algo coherente. Escuch� la misa como una letan�a
lejana, aunque sin perder detalle de cada gesto de Juan.
Cuando sali� de la iglesia, se sent�a excitado, con la mente
sumida en una extra�a confusi�n. Pero hab�a algo que ten�a muy en claro: deseaba
a Juan con todo su ser.
A partir de ese d�a, y para sorpresa de sus padres, empez� a
interesarse por las actividades parroquiales, y en el tiempo libre que le
dejaban sus estudios y sus entrenamientos en el club comenz� a tomar parte en
las pr�cticas de handball del Centro Deportivo de la iglesia,
Y empez� a ver a Juan asiduamente.
Muy pronto simpatizaron, ya que por los pocos a�os que los
separaban ten�an muchas cosas en com�n, especialmente el gusto por la actividad
f�sica. Juan era un buen nadador, y en su adolescencia hab�a practicado boxeo.
Mart�n lo entusiasm� habl�ndole del handball, y se comprometi� a ense�arle a
jugar los jueves por la noche, despu�s de las pr�cticas en el Centro Deportivo.
As�, una vez por semana, Mart�n ten�a a Juan s�lo para �l. El
d�a del primer encuentro fue una dura prueba para el muchacho, porque Juan lleg�
vestido con un pantal�n corto y una remera. La ropa no era muy ajustada, pero
permit�a apreciar perfectamente la contextura trabajada del cura: las piernas
fuertes y velludas, los brazos nervudos, los pectorales muy definidos.
Mart�n sinti� que su verga comenzaba a hincharse de manera
descontrolada, por lo que r�pidamente se puso a trotar con la excusa de entrar
en calor y no quedar en evidencia ante su amigo.
Cada jueves, las pr�cticas se repet�an puntualmente. Mart�n
era un buen entrenador, y Juan un buen alumno. Ambos disfrutaban jugando. Pero
aunque Juan ni lo imaginase, Mart�n sufr�a lo indecible, porque era una tortura
muy grande estar al lado de un macho que destilaba virilidad por todos los poros
sabi�ndolo inalcanzable.
Las veces que Juan se pegaba a su cuerpo tratando de
arrebatarle la pelota se sent�a morir, sobre todo cuando sent�a el paquete del
cura apoyado en sus nalgas. Y que decir del momento en el que terminaban de
jugar y se sentaban a descansar uno al lado del otro, todos sudados, el pelo
revuelto, la ropa mojada adherida al cuerpo. Juan sonre�a como un chico feliz, y
Mart�n luchaba enormemente por no abalanzarse sobre esa boca absolutamente
deseable y comerla a besos.
Por las noches, Mart�n empez� a tener pesadillas. La mayor�a
de las veces so�aba que estaba cogiendo furiosamente con Juan en un banco de la
iglesia vac�a y en penumbras. Pod�a sentir la verga del cura dentro suyo, su
lengua recorri�ndole el cuello, y entonces cerraba los ojos para gozar
plenamente. Pero cuando los abr�a de nuevo, la iglesia estaba llena de gente y
completamente iluminada, y todas las personas � con sus padres en primera fila �
miraban con cara de incredulidad y reprobaci�n lo que estaban haciendo.
Los d�as fueron pasando, y la obsesi�n de Mart�n por el cura
se hizo insoportable. Deseaba con locura a Juan, como nunca antes hab�a deseado
a un hombre. Cada vez que lo ve�a ten�a la sensaci�n de estar caminando sobre
una cuerda, con un inmenso abismo bajo sus pies.
Y finalmente, perdi� el equilibrio y cay�.
Un jueves, despu�s del juego, los muchachos se sentaron a
descansar y se quedaron charlando m�s de habitual. El tiempo pas� volando, y
como se hizo muy tarde Mart�n se qued� ayudando a Juan a apagar las luces de la
cancha, cerrar todas las puertas y poner un poco de orden en el lugar.
La noche era muy calurosa, por lo que en un momento dado Juan
se sac� la remera. Y as�, por primera vez Mart�n pudo ver en toda su plenitud el
pecho de Juan que s�lo hab�a conocido trav�s del tacto, y disfrutar con la vista
de los abdominales delineados de su amigo que brillaban por el sudor.
Y fue demasiado.
Mart�n dej� caer la colchoneta que llevaba en las manos, se
sac� la remera, camin� lentamente hacia Juan y se par� frente a �l.
Juan, sin entender que pasaba, miraba entre divertido e
intrigado a su amigo, y a pesar de estar muy cansado le sonre�a con una de esas
sonrisas demoledoras que ten�a.
Sin pensar en nada, Mart�n tom� el rostro de Juan en sus
manos, llev� sus labios a los de su amigo y lo bes� con ardor, liberando el
deseo contenido durante tanto tiempo.
Por un instante el cura qued� petrificado, y luego reaccion�
intentando separarse bruscamente. Pero Mart�n redobl� su fuerza, puso una mano
en la nuca de Juan para evitar que se alejara, y con la otra rode� la cintura
del cura atray�ndolo fuertemente hacia �l.
A pesar de sus grandes esfuerzos Juan no consegu�a despegar
sus labios de los de Mart�n, que parec�a dotado de una fuerza sobrehumana.
Durante unos segundos forcejearon, sin que Juan cediese en su
intento de escapar del abrazo forzado. Pero entonces, Mart�n not� que la verga
de Juan hab�a empezado a crecer y a endurecerse, formando un bulto en el
pantal�n corto de su amigo que se incrustaba en su entrepierna.
Y en ese momento, Juan dej� de luchar.
Lentamente, Mart�n retir� la mano de la nuca de Juan y la
llev� a su rostro, acarici�ndolo sin dejar de besarlo. Y muy suavemente, Juan
abri� sus labios, dejando que la lengua de Mart�n buscase la suya.
Juan cerr� los ojos dejando caer los brazos, y entonces
Mart�n comenz� a recorrer cent�metro a cent�metro el cuerpo del cura.
Primero acarici� con sus labios los anchos pectorales y
mordisque� los duros pezones, haciendo que a Juan se le erizase la piel.
Despu�s sigui� el camino de vellos que bajaba hacia la
cintura, recorriendo uno a uno los pliegues de los marcados abdominales,
rodeando el contorno del ombligo y explorando su interior con la punta de la
lengua.
Luego, muy lentamente baj� el pantal�n de Juan y dej� al
descubierto una verga larga y gruesa, con las venas muy marcadas y totalmente
erecta. Entonces, con mucha suavidad comenz� a leng�etear la cabeza de ese
m�stil de arriba a abajo, chup�ndolo con deleite hasta humedecerlo por completo,
saboreando los jugos que ya comenzaba a destilar. Despu�s lo introdujo
completamente en su boca, sintiendo en sus labios las venas que lat�an muy
fuertemente ante la caricia de su lengua.
Sin sacar la verga de su boca tom� las manos de Juan, que
segu�a con los ojos cerrados, y lo fue bajando despacio hasta hacerlo recostar
boca arriba sobre el piso. Despu�s se sac� el short, y apoy�ndose en el pecho de
Juan comenz� a introducir lentamente en su anhelante culo la verga del cura, que
ya estaba suficientemente lubricada con la mamada anterior.
Cuando la sinti� completamente adentro, Mart�n comenz� a
cabalgar sobre la tranca enhiesta arranc�ndole involuntarios gemidos de placer a
su due�o.
En su interior Mart�n sab�a que, aunque ya no se resistiese,
muy probablemente Juan no deseaba lo que estaba pasando, por lo que no esperaba
ninguna participaci�n activa de su parte. Por eso se sorprendi� mucho cuando el
cura le puso las manos en la cintura, ayudando al movimiento de sube y baja
sobre su endurecido y palpitante falo. Y se sorprendi� mucho m�s cuando Juan,
sin sacarle la verga del culo, lo gir� r�pidamente hasta ponerlo de espaldas al
piso, calz�ndole su instrumento hasta la ra�z.
Mart�n deliraba de gozo, porque ahora era Juan quien lo cog�a
furiosamente y quien buscaba con avidez su boca. En cada vaiv�n pod�a sentir
encima suyo todo el peso del cuerpo de Juan, y mientras respond�a a los besos
cada vez m�s enloquecedores del cura abrazaba su ancha y musculosa espalda.
Los movimientos se hicieron cada vez m�s r�pidos, provocando
jadeos entrecortados en ambos j�venes. Poco despu�s, la verga de Juan comenz� a
latir, y Mart�n sinti� el torrente caliente de la leche de Juan derram�ndose en
su interior.
Los espasmos duraron varios segundos, y durante ese tiempo
pudo ver el gesto de infinito placer que cada trallazo dibujaba en la perfecta
cara de Juan. Entonces la excitaci�n de Mart�n lleg� al cl�max y explot� en un
orgasmo incontrolable, llenando de leche el est�mago y el pecho del cura.
Despu�s, cuando las respiraciones retomaron el ritmo normal,
se levantaron lentamente y se vistieron en silencio. Antes de irse Mart�n s�lo
murmur� un saludo, y sali� sin mirar a Juan ni esperar su respuesta.
Esa noche, acostado en su cama, Mart�n no pod�a conciliar el
sue�o. Pensaba y pensaba en lo sucedido, y por primera vez en su vida
experimentaba un sentimiento de culpa por haber provocado el deseo en un hombre.
El domingo, Mart�n dud� mucho en ir a misa. Una parte de �l
lo hac�a sentir avergonzado, incapaz de mirar a Juan a los ojos. Pero la otra
parte, la que se quemaba en el infierno del deseo encendido por el cura lo
impulsaba a ir, aunque m�s no fuera para verlo nuevamente y recordar el roce de
su piel y la furia de su verga cogi�ndolo hasta hacerlo delirar de placer. Y
siguiendo ese deseo fue a la iglesia, pero se sent� en la �ltima fila de bancos,
como escondi�ndose.
Durante el oficio Juan cruz� varias veces su mirada con la de
Mart�n, pero los ojos del joven sacerdote no delataban ni reproche, ni alegr�a.
La misa sigui�, y cuando lleg� el momento de la comuni�n,
Mart�n se encamin� hacia el altar. Era el �ltimo de la hilera de comulgantes, y
por m�s que la larga fila avanzaba lentamente, lleg� el momento en el cual
estuvo frente a Juan.
Sin saber por que cerr� los ojos, y abri� apenas la boca para
tomar la hostia.
Pero no recibi� ning�n pan bendito.
En su lugar s�lo sinti� el dedo del sacerdote, que de la
manera m�s voluptuosa posible recorr�a el contorno de su labio y el borde de su
lengua.
Mart�n abri� los ojos, y mientras ve�a a Juan ofreci�ndole
una de sus sonrisas demoledoras lo escuch� decir: "�Nos vemos el jueves? Hay
unos cuantos movimientos que me ense�aste el otro d�a que quisiera practicar de
nuevo."
Y entonces, muy adentro suyo Mart�n supo que si el cielo
exist�a, los dos habr�an de quedar definitivamente fuera de �l.