Relato: Amar el odio (II)





Relato: Amar el odio (II)

La luna de miel ella la pagó,
como todo lo demás. La gente nos tenía, a donde quiera que
paráramos, un rostro particular, una cara de compasión de
la gente de verme abrazado a ella, con mis veintiséis años
muy bien formados y sus muy entusiastas cincuenta y uno. Pero mentiría
si dijera que me importaba mucho, pues cada cual su vida sexual, lo que
sí, en veces odiaba a la sociedad por sentirse superior a mí.
¿Cómo decirlo?, de repente tenía frente e mí
a un imbécil, perdedor y muerto de hambre, un pendejo total que
ignoraba la vida que me había dado yo hasta ahora, un estúpido
que nunca en su vida había recibido una buena mamada, un cabrón
que tal vez pasa sus noches frías, o masturbándose mientras
piensa en la vecina, siempre con el bolsillo vacío, incapaz de moverse
de su terruño por tener empeñada el alma y la de su descendencia,
y ese pedazo de mierda era el mismo que volteaba a verme con lástima,
como sintiendo pena por mí, ¡Por mí que era más
exitoso y dichoso que él en todos los campos presentes o futuros!.



¿En qué medida mi
matrimonio con Jimena me puso en contra del mundo? No lo sé, pero
mi viejo teorema del fetiche se recrudeció. Antes pensaba que la
gente elegía sus fetiches particulares para acotar su deseo y exaltar
su excitación por algo particular. Ahora me parecía todo
muy confuso. De Los Cabos tomamos un crucero que recorrió toda la
península de Baja California, para luego desviarse a Hawai. Se me
hizo una tontería irnos de luna de miel a puras playas y cosas así,
pues la Baja es un sitio tan hermoso que no precisaba de mayores escenas
de mar, vaya, me hubiera gustado que nos fuéramos a París,
Praga, el Congo, algún lugar que no tuviera qué ver con la
belleza cotidiana.



Ese viaje fue muy ilustrativo, y
mis conclusiones eran que el mundo estaba hecho de odio y no de amor. Éramos
de los pocos mexicanos que podíamos pagar ese crucero, o al menos,
de los pocos en que coincidió la posibilidad económica y
el deseo de abordarlo. Los americanos jubilados que gozaban de su pensión
a bordo de ese crucero lo hacían bajo una especie de subsidio o
tiempo compartido, por lo que no era necesario que fueran ricos para ir
ahí, eran viejos muchos de ellos, en su mayoría vestían
como adolescentes de mal gusto, querían robarle a la vida algo de
juventud a punta de entusiasmo, y parece que la vida les dejaba bien en
claro que podrían jugar a la juventud, pero dejándoles en
claro que era una ilusión, que morirían, y pese a su alegría
de ojos vidriosos, tal cual si este paraíso fuese el dulce sueño
que precede al bien morir, nos miraban con desprecio, en especial a mí
por ser de raza bastante mexicana. A Jimena no la odiaban tanto porque
su porte podía pasar por el de una mujer europea, pero yo no, yo
era despreciado por ser mexicano, no lo decían, lo expresaban con
la mirada, lo hacían evitando nuestra mesa, pasándose a partes
del barco en que no estuviéramos, e incluso más de una vez,
al ir yo al baño estando en el restaurante, más de uno me
hacía señas pensando que era el mesero.



Cada cual haciendo valer sus puntos
buenos. Una vez, parecía que leyera las mentes de los comensales
en la mesa. El norteamericano sonriendo con su cara de potencia mundial,
con sus rostros blancos casi rojos de tanto sol, quemados como el dorso
de una lagartija que ha quedado atrapada de una pata por una roca, hablando
en dólares, de su heroísmo mundial, de sus negocios; un japonés
tomando el pan de una forma casi despectiva y eligiendo palillos para comer,
diciéndonos que nuestra cultura le importa lo que una cagada de
perro, qué él no pediría nada a ningún occidental,
que a sus espaldas llevaba una alma samurai que reencarnaría las
veces que fuera para fregar a nuestras almas que sólo aparecen una
ocasión en la eternidad, prometiendo que su alma viviría
muchos cruceros como éste mientras las nuestras esperarían
enterradas aguardando el burocrático juicio final, con sus ojos
rasgados de yen dejaba en claro que su país era también una
potencia pese a sus desventuras; una pareja de judíos bendecían
a su manera los alimentos y presumían que el único Dios ya
los había elegido a ellos y que todos los demás éramos
una bola de culeros que importábamos una nadedad, según se
miraban a los ojos, marido y mujer les decían a los otros que por
ser carne judía no sería tocada por ninguno de nosotros,
salvo que también fuésemos judíos; un árabe
era el que con más desdén los miraba, seguro de que tarde
o temprano los matarán a todos, con su mirada machista el pequeño
jeque echaba el vistazo en el escote de las mujeres de los demás,
por si alguna de ellas quisiera casarse con él, quien podría
incluirlas en su harem; y así. ¿Qué tenía yo
para competir? Provenía de un país bien jodido, de un país
que siempre aparece en las convenciones como si se hubiese colado en una
fiesta, un país productivo, rico en recursos y bellezas naturales,
su gente me consta que es bella, pero el mundo no lo cree así, a
mí me miraban como preguntándome dónde había
dejado el nopal y el sombrero que utilizaría para echarme a dormir
en el suelo; ninguno de los de ahí reparaba en que México
tuvo un pasado indígena glorioso, que hubo mística, que hubo
secreto, eso a todos ellos les importaba un pito, y en cierto modo era
justo, pues sólo recuerdo esas cosas cuando un extranjero me mira
despectivamente.



Durante todo el viaje le hice el
amor a Jimena con más furia, primero, por que era furia la que corría
por mis venas durante todo ese crucero abominable, y segundo, porque Jimena
aullaba como una perra atropellada, y con eso jodería a todo el
barco, las mujeres pensarían que pese a mi tercer mundo desearían
tener mi carne azteca en su cama. Luego de correrme, en vez de rezar el
padre nuestro le mentaba la madre a Dios en Nahuatl y pronunciaba "chinguen
a su puta madre cabrones". No sé en que medida toda esa ira
se debía a que yo era igual que ellos. Me histerizaba que fueran
distintos, con costumbres propias, orgullosos de su diferencia.



Otro incidente vino a marcar el
curso de mi luna de miel. Desde luego lo mío con Jimena era puro
sexo, y ello duraría lo que quisiéramos que durara. Sin embargo
no pensé que empezaríamos a astillarnos tan pronto.



En el crucero acompañaba
a un argentino una tipa pelirroja que era un hígado. Pesada en extremo,
vanidosa, altiva, despectiva. Era una pareja que tenía muy bien
identificada porque era un hecho muy raro que les hubiesen permitido subir
al crucero un perro enorme. Lo cierto es que la rubia tendría unos
veinticinco años y estaba mucho muy buena. Era delgada, sin una
sola estría ni aglutinación de grasa. Era la gracia hecha
cuerpo, sus piernas largas eran muy firmes, tenía una cintura divina
y un par de tetas algo grandes para el resto de su exquisitez, su cara
era de pura lujuria. Se la pasaban por el barco felices los dos argentinos,
que eran algo así como nuestro caso inverso, pues el argentino tendría
sus cincuenta y tantos, y la chica la mitad de su edad.



Jimena me atrapó más
de una vez mirándole el culo a la argentina, que ocasionalmente
estaba sola. Me daba de pellizcos y me comenzaba a hacer una escena de
ventriloquía sorprendente. De unos dos metros se vería que
yo tendría la cara furiosa mientras ella sonreía, pero en
realidad no estaría sonriendo, estaba haciendo la maldita ventriloquía
en que perecía que sonreía pero me recetaba todo tipo de
reproches. Esas peleas me servían en ocasiones para despegármele,
pues so pretexto de estallar en furia me marchaba sanamente aislándome
de mi esposa lapa, ya que parecía una sanguijuela pescada de mi
verga y de mi corazón.



En una de esas separaciones, la
chica argentina estaba sola, y con su culo me dijo lo rico que sería
metérsela, mientras que su mirada rasgada en un reojo me decía,
"es más posible de lo que crees". Me acerqué y
me llamaba la atención que siendo ella más o menos de mi
misma edad me trataba con una ternura inusitada, como si fuese un objeto
de su cuidado. Yo fui al grano y me paré a lado suyo mirando las
costas de la península, empecé a decirle que las áridas
tierras de Baja California me embrujaban, que la arenilla tostada por el
sol era como un inmenso par de labios resecos, que siempre había
deseado ser una boca del tamaño adecuado para besar esos labios
resecos porque me gustaba en verdad besar, que besaría mucho, y
así, seguí hablando de los besos en la boca pero el mensaje
era clara referencia a la mamada que le daría en el coño
si me lo permitía. Aquí se puede decir que hice uso de una
artimaña muy latina de hacerme pasar por un falso poeta, de halagar
a la mujer, de sucumbir a la belleza, es lo que los tercermundistas hacen
para enamorar a falta de dinero, y bueno, a algunas mujeres les da curiosidad
saber de lo que eres capaz de hacer con esa inventiva labial, pero en la
cama. La técnica funcionó. Me dijo que se había separado
de su marido por un rato, que su pretexto era sacar a pasear al perro.
Me llevó a su habitación y me dijo que la volvían
loca los gritos de mi mujer, que la curiosidad de sentir mi verga era uno
de sus pendientes en este viaje. Me pidió disculpas por el hecho
de que fuéramos a follar con un perro mirón dentro de la
habitación. Yo me hice el comprensivo, bastaba con que lo atara
bien.



Me sentía muy extraño.
Ya me había habituado al cuerpo viejo de Jimena, voluminoso, voluptuoso,
un universo de carne y calidez. Con esta pelirroja todo fue distinto. Me
tomó con mucha iniciativa, repegando su coño a mi cuerpo
de inmediato. Me mordió el cuello con ferocidad, sin miedo me fue
quitando la ropa, y así me fue mordiendo completamente, las tetillas,
las axilas, los dedos de las manos, el abdomen. Me apretaba las nalgas
mientras me mordisqueaba la parte frontal de mi abdomen. Gemía como
una gatita cachonda. Su cuerpo parecía no tomar calor nunca, seguía
fría, y eso me hizo sentir maravilloso. Al contacto de su cuerpo
frío se me erizaban los poros, apagaba mi fuego interior con su
simple tacto. Con su gélida mano derecha comenzó a masturbarme,
primero tocándome de manera muy superficial, casi sin tocarme, como
si sus manos fueran hechas de plumas de vidrio y jugaran a mi desesperación.
Luego tomó mi verga en su mano y empezó a agitar con fuerza
casi masculina.



Después empezó a mamarme
el falo, sin delicadeza, con mucha participación dental, apretándome
los testículos con el puño, dándome una que otra nalgada.
"¿Vos vas a poseerme como la bestia que creo que eres?",
le dije que sí. Siguió mamándome con una ausencia
total de fineza, como si mi miembro fuese una caña de azúcar
y ella quisiera probar toda mi aguamiel.



"Trátame mal" dijo.
Yo la comencé a magrear en una forma muy grosera y ella comenzó
a dar de aulliditos. En el fondo, el perro nos miraba en trance hipnótico.
Sus orejas, en veces caídas bajo su peso y en veces erguidas como
si hubiese divisado una rata en el campo, me dejaban en claro que el animal
entendía qué pasaba. Incluso en veces pasaba su lengua por
el hocico babeante. Se paraba y se echaba. En veces gruñía.
Yo sólo revisaba que no fuera a soltarse.



Al tratar mal a la pelirroja le
fui quitando toda su ropa. Su coño era especial, con mucho vello,
carnoso, caliente como no estaba el resto de su cuerpo, con un aroma fortísimo
a sexo. Me puso caliente pensar que esta chica se la pasaba follando todo
el tiempo y que no le era suficiente, que necesitaba mucho trozo de macho.
Con un poco de dudas acerca de la limpieza de sus partes me aventuré
a mamarle el sexo, eso como justicia, pues ella no había puesto
trabas higiénicas a chuparme a mí, aunque llevaba limpio
mi sexo, el gesto de falta de cuidado era algo que agradecí dándole
su mamada sin portarme ortodoxo. Le di una mamada profunda y voraz. Ella
gemía como una fiera. Detrás de mí escuchaba los jalones
del perro a la correa, intentaba zafarse a toda costa. Yo de vez en vez
volteaba a verle porque me daba mucha desconfianza el pequeño tubo
del cual estaba sujeto, es decir, la cadena era fuerte, pero puede que
el tubo del que se sujetaba fuese frágil, después de todo
los barcos no los hacían de cemento.



Le metía la lengua hasta
donde pude alcanzar, y luego seguí con mi mano. La argentina se
retorcía como cola de lagartija desprendida en una huída.
El perro gruñía en fea manera, lo que me distraía
bastante, dio dos ladridos ensordecedores. Luego de besarle las tetas me
perfilé a meterle mi verga completamente, sin tramite alguno, sin
escala. "Voy a tratarte muy mal", le dije. "¿Cómo
una perra?" preguntó. "Sí" contesté
no sin morbo luego de oír al perro ladrar de nueva cuenta. "Quiero
oírtelo decir" espetó. "Voy a traspasarte como
una perra" le dije, y ella sin más preámbulo se vino
en seco, sin siquiera habérsela metido. Luego le cumplí lo
prometido. Comencé a follarla en una manera tan animal que el perro
fue marcando mi ritmo, ya que jadeaba, ladraba, gruñía, y
yo la follaba lo más violento que podía.



El perro casi se ahorcaba al intentar
zafarse, y entre su intento de fuga, su pelvis pompeaba en el aire totalmente
erotizado, mientras su pene se encontraba totalmente enrojecido, sin pellejo
que lo cubriera, como el dedo anular de una bruja recién inquisidada.
Yo no quería estar en sus zapatos, pero él sí en el
mío. Su otrora noble mirada se había vuelto la de un violador.



Puse a la argentina en cuatro patas
y comencé a darle por el culo, y mientras la barrenaba en forma
inconsciente, no advertí que ya teníamos una compañía.



Parado, detrás de mí,
estaba el argentino. En su mano portaba una pistola que me apuntaba al
culo. Intenté separarme, pero dijo "¿Qué haces?,
Sigue. Si has de morir por esto has que valga la pena", supuse que
en una circunstancia así mi verga se tornaría flácida
instantáneamente, pero al contrario, se me paró como la verga
de un abejorro que sabe que luego de fecundar habrá de morir. El
argentino fue a donde estaba el perro y lo desató, tomando la correa
con su otra mano.



Lo curioso de todo esto era que
la chica no se había inmutado de ninguna forma, al contrario, parecía
que alzaba más su dilatado culo. Yo no sabía cuál
era mi posición. El argentino dijo, "Parecen un par de bestias.
Entre ustedes y este perro lo elegiría a él. Mira lo que
parecen, un par de perros cochando. No son humanos, son animales. ¿Y
sabes amigo?, los perros ya que están calientes no distinguen entre
macho y hembra, y seguro que a éste, que es un mañoso, le
urge metersela a lo que sea." Luego completó refiriéndose
a su chica "Le diría a Negro que te la metiera por infiel,
pero éste te está tapando ya el culo, así que sólo
queda el culo de este caballero. Negro quiere copular, y puesto que lo
respeto más a él que a vosotros dos, lo pondré a tu
espalda. Pobre de ti que te lo saques con las manos. Si eres perro deberás
ahuyentarlo mostrándole tus dientes de perro furioso, ladrándole,
girando la cabeza, mordiéndole si puedes, pero nada de humanidades.
Si te portas humano te mataré".



Y así, acercó al jodido
perro. Sentí un par de lamidas en el culo, sudaba de miedo. El perro
se me colocó a la espalda y me tomó fuertemente de la cintura,
raspándome con sus patas, apretándome animalmente. Su verga
no se me metía el culo, por fortuna, pero no dejaba de ser humillante
mi situación. Con el palo dentro del culo de esta pelirroja mientras
soportaba el abrazo de Negro, quien pompeaba como un energúmeno,
como un reo que encuentra tirado en el patio de su cárcel un cuerpo
de mujer culo arriba. Mi cóccix y vértebras que le seguían
sentían la baba de la verga de Negro, que se movía como una
lánguida lombriz que golpeteaba sobre mi espalda. Los jadeos del
perro y su apretón me estaban poniendo muy nervioso, estaba a punto
de pedir la muerte antes que continuar.



El argentino se pasó para
delante de la pelirroja y se sacó su verga. La pelirroja comenzó
a mamárselo con furia. El tipo dijo "Aquí todos estamos
pasándola de maravilla, sólo tu quieres echar a perder todo
esto. Más vale que pompees mínimo como Negro te atiende a
ti, de lo contrario lo pondré a él a joder a mi mujer, pero
en ese caso, al no necesitarte, tendré que matarte.". Pues
ahí me tienen, siguiendo el ritmo del perro. Vez que sentía
su polla gelatinosa en la espalda era vez que tenía que clavarle
la verga en el culo a la pelirroja.



El tipo me dijo que me pusiera de
pie sin dejar de apuntarme con el arma. Jaló al perro para que me
soltara, claro que en ese procedimiento el animal me lastimó la
cintura en fea manera. "Eyacúlale la superficie del culo y
el coño a mi mujer. Hazlo." Así lo hice. Mi verga estaba
casi verde o morada. Vertí la leche en las partes de la chica, no
recuerdo si lo disfruté. "Muévete a la cama" Me
ordenó. Puso al perro a espaldas de su mujer sin distraerse de la
mamada que le estaban dando. El perro comenzó a lamer mi semen y
a pompear al viento con mucho mayor fuerza. El hombre jaló la cadena
y repegó al perro a las caderas de su mujer y ésta con la
mano acomodó la salchicha del perro para que se le metiera en el
coño. El hombre le daba palmaditas a Negro como si fuera un buen
chico. Luego, la voraz mamada rindió sus frutos, el tipo comenzó
a venirse sobre el cabello pelirrojo de la muchacha, justo en la parte
en que le daba un poco debajo de la nuca, llenándole de leche la
parte baja de la nuca. Luego se limpió la polla con el propio cabello
y ya que la tuvo limpia se lo dio a oler a Negro. El perro comenzó
a morder la nuca de la muchacha y a sujetar en sus mandíbulas el
racimo de pelo. Lamer la lefa y morder el cabello lo pusieron más
animal de lo que era, con sus patas asió con fuerza casi estranguladora
a la chica y sus caderazos llegaban al grado de alzar del piso a la muchacha.
Así estuvieron un rato, hasta que el animal empezó a embrutecerse
completamente, ahí, el argentino le jaló la correa y lo separó
de la chica, quien pasó a tomar el miembro del perro en su mano
derecha y con la izquierda apaciguaba algún dolor que el perro comenzaba
a sentir en sus testículos. Ignoro si el perro eyaculó o
no, pero supongo que dejarlo tan a punto era bastante criminal. El hombre
sacó un filete de una bolsa y se lo dio en el hocico. El perro resistió
a comérselo. Luego se tranquilizó. Empezaron a reírse
los dos.



"Ni una palabra de esto a nadie,
pues nadie te creerá semejante pavada. Además, no será
halagador que lo cuentes a nadie, sobre todo por el motivo por el que estás
aquí. A esta chica tan linda le gustan las bestias, yo la amo pero
no soy bestia, así que si quiero sus favores tengo que traer a Negro.
Tu eres un animal, para nosotros no eres humano, eres inferior de muchas
maneras. De saber que vendrías no hubiéramos cargado a Negro.
Tu raza es una ofensa mundial, sólo sirves para esto. Deberían
colonizarlos de nuevo." Comentó, luego volteo con su mujer
y continuó "Cada día te entiendo menos, te empeñas
en caer más bajo cada vez, puta. Que te metas con negro lo comprendo,
pero con este imbécil, eso si que no lo imagino. Te dije, es un
bruto que solo le falta tener el cuerpo lleno de pelo" La chica dijo
despectiva, "Como humano no pasa y como animal le faltan bolas".



El argentino se puso filósofo
y dijo, "Los seres humanos también tienen raza como los perros,
los hay con pedigree, los hay mezclados. Mira los perros que hay en tu
país, el chihuahueño que parece el postre de cualquier otro
perro, casi una rata, y el Xoloscuintle, calvo, apestoso a más no
poder, sin dientes, hazme el jodido favor, un puto perro sin dientes y
sin pelo, todo se da mal en tu tierra, no la merecen"



"Vete" me dijo el argentino,
esperó a que me cambiara y al salir, antes de dar un portazo se
despidió, "Porque apestas". Regresé a nuestro camarote
más intragable que nunca, ahí estaba Jimena, y era como si
no estuviera. No hubo más sexo entre nosotros el resto del crucero,
pues estaba tan avergonzado de las marcas que Negro me había dejado
en la cintura que lo que menos quería era tener disputas por ello
o tener que explicarle a Jimena lo ocurrido. Me metí a bañar
enseguida ya que hedía a mil cosas a la vez, tenía el cuerpo
con sudor de perro, mi cóccix estaba chicloso de lo que fuere que
emanaba de la verga del fogoso can, mi boca me sabía amarga y me
tallaba la lengua con el cepillo de dientes hasta vomitar la lefa de perro
que seguro había probado sin querer. Dije que durante el crucero
no había habido más sexo entre Jimena y yo, pero eso no quiere
decir que no hubiera sexo, porque sí lo hubo.



Mi estancia en aquel lugar me llenaba
de confusión. Estaba ahí por ser una especie de utilizador,
una especie de gandalla y abusivo, un pillo cualquiera que le tomaba el
pelo al mundo, sin embargo, luego del incidente de Negro la vida fue muy
distinta. Parece mentira que los problemas habían empezado luego
de que salimos de aguas mexicanas, ahí donde mi nacionalidad ya
no valía tres centavos, iba con mi rostro azteca lleno de rencores,
unido a una mujer que si bien quería, me representaba la opulencia
que también me oprimía en ese instante, mi juventud tampoco
era un tesoro ahí. Para colmo, la pareja de argentinos se dedicaron
a acosarme, la pelirroja se dedicaba a chocar conmigo y apretarme la verga
cuando nadie, excepción de su marido la veía. Oculta al mundo
se metía el dedo a la boca y me mostraba cómo me mamaría
si me dejara de nuevo, se rascaba el coño o me mostraba los calzones
cuando traía. Me siguieron por todas partes. Mal momento en especial
fue una vez que estando a lado de Jimena, ella tomando el sol a lado de
la piscina, mientras yo vestía una ridícula playera para
no dejar ver lo que quedaba de los rasguños, la pelirroja me acercó
a Negro, quien me movía la cola animosamente. "¡Qué
raro!" le dijo a Jimena "Parece que el perro le tiene estima
a su marido, muy raro, le parece familiar". Jimena veía demasiada
amenaza a su propiedad privada en el minúsculo bikini de la pelirroja
como para hacerle demasiado caso, pero yo me puse especialmente colérico.



Jimena percibió algo, y durante
el viaje no dejó de recriminarme que mal nos habíamos casado
y ya la quería cambiar por una chica más joven. Yo pensé
"¿Por una chica más joven?, Si tu no eres ni chica ni
joven". Lo que no pensé es que ella se diera a la tarea de
darme celos. Para ello escogió a un muchachito de unos dieciocho
años. El chico parecía acompañar a sus aburridos abuelos,
y aunque el muchacho era muy pequeño, no se veía que eso
fuera sinónimo de inocencia. Un par de veces atrapé a Jimena
lanzándole miradas al mozalbete, y él la correspondía
en forma torpe. Para darse ella un poco de dignidad, fingía pena
al ser atrapada o fingía no ser atrapada, aunque pienso que era
voluntario que coqueteara en mi presencia y con un muchacho menor que yo.



¿De qué forma atiendes
un fetiche cuando este no se limita a una actitud amatoria sino a una condición
de sí?, ¿Cómo le da un alemán un negro a su
mujer?, ¿Cómo un viejo le da un joven a su esposa si eso
es lo que desea?, ¿Cómo le das a tu esposa judía un
luchador de sumo oriental?, ¿Cómo brindarás a tu mujer
tres centímetros de verga adicional que pide?, ¿Cómo
le das vellos si siempre has sido y serás lampiño?, pues
bueno, Jimena se puso en la cabeza que su fantasía era follarse
a un muchachito que pudiera ser su nieto. Me lo hizo ver tan descaradamente
que no pude sino tomarlo como una afrenta personal. Si ella me tentaba
a que lo haría, yo le replicaba que me importaban un comino sus
nalgas. Todo fue irracional. Yo deseaba que las marcas del abrazo de Negro
se me borraran definitivamente, en ese caso le callaría la boca
y el deseo a Jimena con mi verga.



En conclusión, ella decía
que le hacía falta brío juvenil, que le gustaría vulnerar
una inocencia, que le encantaría violar a un muchachito, cuando
lo cierto era que quería que yo me enfadara por ello y luchara por
ella, por mi mujer; yo por mi parte le decía que no me importaba
si esas eran sus fantasías, que yo estaba ahí para hacer
sus sueños realidad, que me daba lo mismo si se atravesaba a un
niñato, cuando en realidad me importaba que ella no se entregara
a otro hombre, no sólo por un orgullo machista, sino que en realidad
no quería que nadie más la tocara. Ella no deseaba al chico,
pero jugó a fingir que sí, mientras que a mí no me
daba lo mismo que se acostara con otro bajo el pretexto que fuera, pero
jugué a fingir que sí. De todo este juego de frases el único
beneficiado fue el chico con aspecto de playboy tibetano de dieciocho años.



Un día salí a cubierta
a respirar aire fresco, y a lo lejos vi a Jimena junto al chico. Me envolvieron
unos celos terribles, ¿Qué le decía?, ¿Cómo
lo miraba para dejarle en claro que quería follarselo? De eso era
de lo que me encelaba. En el fondo el cuerpo es nada, pero eso, que estuviera
ahí ofreciéndose, empinándose con la mirada, eso sí
me atormentaba. La función empezó cuando ella me advirtió
a lo lejos, sus risas se hicieron más sonoras, sus gestos más
expresivos, de rato hasta le tocaba el cabello al chico.



Lo encaminó hasta nuestro
camarote. Podría decirse que sólo cumplí mi parte
al seguirlos a distancia y llegar un poco tarde, ya que "algo estuviera
ocurriendo". Todo era una farsa, y yo por saberlo me convertía
en el cornudo que nunca había sido, tal pareciera que para eso me
había casado, para que me hicieran cabrón en mi viaje de
bodas.



Cuando llegué a mi camarote
Jimena tenía en su boca los testículos del chico, pues le
estaba dando al muchacho una de mis mamadas. Ella puso una cara muy poco
creíble de sentirse afligida por haber sido atrapada, pero no cesó
de chupar, sólo que ahora me miraba con sus enormes ojos mientras
tenía un palo enorme pero delgado en sus fauces. El chico era un
cínico, abría los brazos para marcar sus músculos
de gimnasio y con sus ojos rasgados puso cara de Kamasutra en acción.
Jimena lo mamaba con toda la gula que le había caracterizado y con
la técnica que yo le había enseñado.



El chico dijo con un español
horrible, "Qué bueno besas el palo", y Jimena le contestó
señalándome, "Él me enseñó".
El muchacho, que de inocente no tenía nada, sacó a flote
su puterío diciendo en un español ya más decente "Su
así besar la alumna, cómo besar el maestro".



"Ni lo pienses" aclaré.



El playboy estaba con su verga muy
erguida, pero algo tenso de tenerme ahí enfrente. Jimena le dijo
que ahora tendría que cogérsela, el muchacho intuyendo cualquier
loquera de mi parte le dijo, "No sé si pueda, parecer mucho
a mi abuela", y Jimena, con un humor que le desconocía le dijo,
"Pues vamos a ver que puedes hacer por el culo de tu abuelita. Esta
minga es ideal para que la metas por detrás, es delgada y curva,
ya la estoy deseando". Desde luego una mujer nunca es tan parlanchina
a la hora de follar, más sin embargo esto era una actuación
para humillarme. Jimena se puso en cuatro patas y dejó que el chico
se le trepara como un macho mosca para comenzar a aguijonearla. Las frases
que Jimena le decía al chico eran muy sugerentes, hay que admitirlo,
todas ellas le sacaban partido a la posible trasgresión que el muchacho
sentía estar haciendo sobre su propia abuela, "Encula a tu
mamá grande, toma mi experiencia, ábreme las nalgas, te encanta
follar con abuelita, mmmm". Poco faltó para que me echara a
reír.



Yo me sentía parte de una
idiotez, y veía en riesgo mi figura de respeto, si es que ésta
existía, así que salí de la habitación con
seguridad de lo que iba a hacer al regresar. No tardé mucho en volver,
cargando en mis manos lo que necesitaba para darle una lección a
Jimena y al chico tibetano.



Unos amigos me prestaron un arma
y un enorme animal que obedecía al nombre de Negro.



El guión de cómo actuar
ya lo había padecido yo en carne propia, por lo que no me fue difícil
esbozar una sonrisa casi diabólica cuando el chico, que fue el primero
en voltear abría incrédulo los ojos luego de ver mi pistola
y el Negro, sin que a mí me quedara duda que el joven temía
más al perro que al arma. Negro gruñó y babeó,
parecía que el olor de Jimena lo ponía más de punto
que el de la chica argentina.



Hice todo el espectáculo
de amenazar de muerte al muchacho, de someterlo, su sudor frío me
hacía sentir poderoso. Me preguntaba una y mil veces si el tipo
argentino había sentido lo mismo que yo cuando me vio enculándome
a su mujer y entró para soltar a Negro. Acerqué al perro
al culo del oriental y Negro se puso a olisquearle el ano, el joven, sin
disimular su nerviosismo, le dijo no sé que tontería en su
lengua natal, suponiendo que hubiese sido lenguaje lo que había
hecho con la boca. Negro comenzó a lamerle el culo, el chico no
pareció muy disgustado, pues cerró sus ojos, mismos que abrió
cuando el perro empezó a alternar lamidas con mordiscos, tal como
sí del culo del muchacho manara un manantial de pulgas bastante
acicalables por los dientes de Negro. El chico de rato ya no encontró
tan excitante que Negro le acicalara el ano, el cual estaba ciertamente
dilatado, aunque no por una vía amable. El siguiente paso era el
abrazo de Negro. Le dije al muchacho que nada más no llorara, porque
entonces sí tendría que matarlo. Jimena me desconocía
totalmente.



No verifiqué si negro cumplió
su objetivo de atravesarse al muchacho, lo que sí, éste puso
cara de que lo estaba barrenando. Sin embargo es relativo pensar en tantas
cosas, el muchacho pareció excitarse de repente, y Negro también,
y ni se diga Jimena. Los tres parecieron correrse en ese singular triángulo.



"Si eres listo no contarás
esto a nadie" le dije al muchacho. Una vez se fue no le dije nada
a Jimena. Me fui a regresar el perro a su dueña. Daba risa ver lo
dócil que era esta bestia cuando no tenía a nadie empinado
enfrente. Este perro sería un verdadero torbellino en algún
templo mahometano donde todos deben agacharse tarde que temprano.



El regreso fue más de lo
mismo, peleas, sexo no compartido, celos. Yo ya no follé con nadie
y Jimena al parecer tampoco. Habíamos subido a aquel crucero y al
bajar casi éramos enemigos. Pareció haber una reconciliación
que duró cerca de cinco semanas de mucho sexo. Lo bueno de todo
era que Jimena había dejado de ser mujer para ser mi puta particular.
La hacía como me daba la gana. Y ella obedecía. Luego ella
me violaba y eso a mí me gustaba, que me violaran, que me exprimieran
la verga pese a mi rechazo, me ponía caliente enloquecerla de esa
manera. Pese a todo, estaba harto de ella, del dinero, del sexo, todo me
parecía tan burdo.



Un día, y aprovechando que
en el pueblito de Todos Santos habría una semana cultural, tomé
las llaves de la cabaña que había por ahí, compré
una tablita de surf y me ausenté. El chiste era no avisar dónde
estaría, que pensara que la había dejado para siempre. Nunca
imaginaría que yo estuviera en la cabaña de campo, pues siempre
me comportaba demasiado citadino, sin embargo, eso no demostraba otra cosa
que lo poco que Jimena me conocía, no sabía que dentro de
mí había un instinto salvaje por la tierra y por el mar.



Continuará...



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Relato: Amar el odio (II)
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