La Adelita de mi general.
En lo alto de una abrupta serran�a
acampado se encontraba un regimiento
y una moza que valiente lo segu�a
locamente enamorada del sargento.
Adelita se llama la joven
la mujer que al sargento idolatraba,
que adem�s de ser valiente era bonita,
que hasta el mismo coronel la respetaba.
(Popular mexicana).
Nunca olvidar� la fecha exacta, el momento preciso en que
conoc� al hombre de mi vida: fue el 6 de diciembre de 1914, cuando desfilaron
triunfalmente por las calles de la capital las temidas "hordas" de Pancho Villa
y Emiliano Zapata.
El pueblo se volc� a recibir a las indios surianos de Zapata
y a los b�rbaros norte�os de Villa. Mi propia clase, la gente decente, alquil�
balcones para verlos desfilar. Es verdad que apenas unos meses antes hab�a
marchado por las mismas calles otro ej�rcito revolucionario, pero ni Venustiano
Carranza con su aire de patriarca b�blico, ni �lvaro Obreg�n, que era, sin duda,
un guapo mozo, ni los pintorescos y emplumados indios yaquis o los altos
soldados sonorenses, tostados por el implacable sol de sus desiertos, hab�an
generado ni la mitad de la expectativa que atra�an sobre s� los nuevos
triunfadores.
Yo ten�a 16 a�os cumplidos, pero para todo fin pr�ctico como
si no los tuviera: las due�as implacables, la escuela de monjas, el punto de
cruz y las barrocas delicias de la cocina poblana (donde nac�, donde naci� mi
madre) me hab�an mantenido rigurosamente apartada del mundo y sus enga�os. Del
amor s�lo conoc�a el amor rom�ntico de las novelas (hab�a le�do de eso que
llamaban "beso") y no ten�a la m�s remota noci�n del amor f�sico, al grado de
desconocer su misma existencia. De los picores que asaltaron mi entrepierna unos
a�os antes, no se hablaba: "de eso �me dijo mi madre- no debe hablarse. Son las
debilidades de la mujer. Olv�dalas, hija, y cuando sientas eso reza un rosario
tras otro, hasta que pase". Huelga decir que la obedec�.
No olvidar� ese d�a y tampoco mi madre: no terminar� de
arrepentirse de haber aceptado la invitaci�n de mis t�as, la Kikis Corcuera y la
Cuquis G�mez de la Cortina, para observar el desfile desde un privilegiado
balc�n, en las calles de Plateros. No terminar� de arrepentirse aunque salv� la
vida de los t�os gracias a lo que empez� ese d�a.
Ah� est�bamos, vestidos como para ir a misa, mis t�as y
primas, mis hermanas y yo, m�s la servidumbre que nos atend�a y los m�s j�venes
de mis primos (los se�ores estaban prudentemente escondidos en las afueras). Por
fin pas� la primera tropa bajo el balc�n: por la derecha, un centenar de j�venes
de piel oscura, delgados, de mediana estatura, vestidos con vistosos trajes
charros (la escolta del jefe Zapata, seg�n supe luego); por la izquierda, otro
centenar de jinetes, altos y g�eros, guapos j�venes casi todos, vestidos de
caqui y sombrero texano y montando espl�ndidas bestias (los famosos "dorados",
la escolta de Pancho Villa).
Tras ellos ven�an los jefes de la columna y ah� cambi� mi
vida. Eran cinco generales que ocupaban el ancho entero de la calle: junto a la
acera derecha, del extremo opuesto a mi balc�n, un espigado y rubio joven, casi
ni�o (en realidad aparentaba menor edad de la que ten�a, pero de cualquier
manera era muy joven), al que despu�s supe conocer como Rafael Buelna, "Grano de
Oro", sinaloense, como mi hombre. A su lado cabalgaba, tambi�n en uniforme, un
tipo cetrino, hosco y malencarado al que apenas mir�: el feroz general Urbina,
"el le�n de Durango".
Al centro, ataviado con un magn�fico traje charro y montando
un caballo rosillo, el general Emiliano Zapata, el indio m�s bello que en mi
vida he visto: me hubiera podido prendar de su apostura de no ver, dos lugares
m�s all�, a quien vi. A la izquierda de Zapata, haciendo caracolear a su
soberbio alaz�n tostado, el general Francisco Villa, enfundado en un sobrio
uniforme azul y altas mitazas de cuero, respond�a sonriente a los v�tores de la
multitud.
Apenas mir� a Buelna y a Urbina (cuyos nombres desconoc�a
entonces), pero observ� a Zapata y Villa con atenci�n, aprovechando que la
marcha hizo alto justo bajo mi balc�n. Fue entonces cuando sucedi�: pos� la
vista en el quinto de los jinetes que encabezaban la marcha, el que estaba bajo
mi balc�n, a tres o cuatro metros de mi.
Era un jinete admirable que hac�a reparar a su yegua blanca
s�lo para mostrar sus habilidades ecuestres. Salvo por la pistola y la
carrillera que rodeaba su cintura, hubiera pasado por un dandy en traje de
diario: vest�a un traje de calle, pantalones y americana cortados por un buen
sastre, y camisa de resplandeciente blancura y planchado impecable, abierta la
camisa y sin corbata. El corte era perfecto y le permit�a lucir su fino talle,
su bien formado torax, sus herc�leas piernas, esa "figura apol�nea", seg�n
escribi� despu�s el historiador Mart�n Luis Guzm�n; ese continente de "bestia
hermosa", como apunt� el c�lebre cronista John Reed; esa "estatuaria figura" que
describi� Nellie Campobello...
Los historiadores le han puesto adjetivos como "soberbio" y
"magn�fico"; sus enemigos, que eran muchos, le dec�an "el hermoso": alto y
membrudo, orgulloso y brutal, manejaba a su penco con una mano mientras en la
otra sosten�a un largo tabaco puro, al que daba cortas caladas. Y bajo un
elegant�simo sombrero stetson gris perla, refulg�an unos ojos que mezclaban el
color de la esmeralda con la frialdad del acero y las facciones tan hermosas y
bien proporcionadas como en�rgicas y viriles de un hombre en la flor de la edad
(ten�a 34 a�os, seg�n supe luego).
Sinti�, no hay duda, la fuerza de mi mirada porque alz� la
vista y clav� sus ojos en los m�os, su verde mirada en el azul profundo de la
m�a. La acerada expresi�n anterior, sus labios torcidos en sard�nica mueca,
dieron paso a una mirada dulce y a una sonrisa que eclips� el sol y opac� a los
dos varones m�s famosos de M�xico, que a su lado estaban.
Nos miramos unos segundos, un siglo. Sostuve su mirada,
aguant� la m�a. Dej� de sonre�r, inmoviliz� a su yegua y mil a�os despu�s una
voz remota grit� "�de frente... marchen!" Entonces, el jinete me mir� con m�s
intensidad, si cabe, llev� lentamente su mano al ala del sombrero, me salud�
discretamente y avanz� al paso de los otros cuatro generales.
Lo segu� con la mirada, bebiendo sus vientos, hasta que mi
primo Artemio, parado a mi lado, susurr� en mi oreja:
-Es Rodolfo Fierro.
�Rodolfo Fierro!, �el matarife, el dedo me�ique de Pancho
Villa!, el tipo del que se contaban haza�as sangrientas y terribles, lo mismo de
valor inaudito que de crueldad sin l�mites, el mejor jinete y tirador de pistola
del ej�rcito, el macho entre los machos.
Contradictorios sentimientos me embargaban mientras ve�a
pasar bajo mi balc�n a miles y miles de hombres llegados del norte y del sur.
Temblaba de emoci�n y miedo, sent�a su mirada posada en mis ojos. Mi cuerpo
experimentaba sensaciones nuevas e ins�litas y decid� que estaba enamorada. Pero
decid� tambi�n, que ser�a un amor plat�nico y distante, como el de mis hero�nas
rom�nticas. As� hubiera sido, pero Rodolfo, mi general Fierro, decidi� otra
cosa, gracias sean dadas a Dios.
Cuando regresamos a mi casa, al t�rmino del desfile, no
notamos que dos hombres nos segu�an a prudente distancia, dos oficiales de
Fierro, que dieron mis se�as a su jefe. Tampoco se enter� nadie a tiempo del
soborno del ama de llaves (Rodolfo repart�a oro a manos llenas) y esa noche me
enviaron a dormir como si nada hubiera cambiado, con el mismo bat�n de seda de
toda la vida. Pero todo era nuevo, yo estaba enamorada y el mundo entero hab�a
trastocado sus principios fundamentales, la pac�fica y ejemplar Francia se bat�a
a muerte con la industriosa Alemania y ac�, en M�xico, hombres rudos e iletrados
echaban del poder a los atildados y distinguidos se�ores de la v�spera. Todo
hab�a cambiado y yo estaba dispuesta a cambiar con el mundo.
Con esa disposici�n de esp�ritu tard� en conciliar el sue�o,
y llevar�a unos minutos so�ando con el apuesto general, cuando me despert� el
suave roce de una c�lida mano. Abr� los ojos sorprendida y de momento cre�
seguir so�ando, pues era �l, sin sombrero, sonriendo como unas horas antes. Me
acariciaba la mejilla, la barbilla y cuando vio mis ojos bien abiertos, clavados
en los suyos me cerr� la boca con su mano. Sigui� acarici�ndome y segu�
vi�ndolo, sin moverme, sin ganas de bajar a mi mundo. Luego de una eternidad,
dijo:
-Vente conmigo, mi ni�a.
Me levant�, sabiendo a ciencia cierta que mis fantas�as
rom�nticas eran falsas y que algo nuevo y desconocido empezar�a a pasar. El
mundo cambiaba y todas las seguridades que acompa�aron mi infancia, empezando
por el presidente D�az, se hab�an venido al suelo estrepitosamente. Nuevos d�as,
nuevos hombres llegaban... y yo me ech� un grueso camis�n encima y segu� a mi
hombre, tom�ndolo de la mano, bajando silenciosamente las escaleras de la
mansi�n, escoltados por la infiel f�mula.
En la amplia avenida nos recibi� un viento glacial. Seis
robustos mocetones, sus temibles guardias de corps, lo esperaban al pie de dos
poderosos packards. �l me gui� al primero de ellos y se sent� a mi lado. No me
hab�a soltado la mano y mil desconocidas sensaciones me inundaban. No hab�amos
dicho nada, nadie habl�. Uno de los oficiales se mont� en el auto y los otros
cinco subieron al de atr�s. Sin necesidad de recibir instrucciones march� raudo,
por la solitaria noche, al cercano palacete de los condes de M., donde mi
Rodolfo hab�a establecido su residencia y el Cuartel General de sus fuerzas.
El vest�bulo y el amplio sal�n por los que me condujo,
llev�ndome de la mano, estaban desiertos. Los oficiales se hab�an quedado fuera
y �l, con su media sonrisa, su bigote enhiesto, me condujo por la elegante
mansi�n, escaleras arriba, hasta un amplio aposento presidido por una cama
redonda y mullida. La temperatura era agradable, pues ard�a el fuego en el hogar
y en la mesa estaban dispuestas fresas y otras bayas y una botella de Champa�a
puesta a enfriar.
El cerr� la puerta detr�s de nosotros y arroj� a un rinc�n
sus botas y el cintur�n en que cargaba pistola y carrilleras. Su americana se
desliz� al suelo. A�n no hab�a pronunciado m�s palabras que la frase primera,
cuando se acerc� a mi. Yo estaba firmemente decidida a dejar que pasara lo que
fuera, a hacer todo lo que me dijera.
Camin� hasta llegar tan cerca que sent�a su aliento. Mi
coraz�n se desboc� cuando pas� su fuerte mano detr�s de mi nuca y atrajo mis
labios a los suyos. Yo nunca hab�a visto un beso (en mi medio, la gente no se
besa en p�blico), pero s� sab�a lo que un beso era (y nada m�s) gracias a mis
lecturas. Su boca recorri� mis labios, que abri� con su lengua, que h�meda,
c�lida, busc� la m�a.
Todos mis sentidos estaban fuera de s� y mi piel ard�a cuando
ese hombre, del que no conoc�a otra cosa que su fama siniestra y esa presencia
que me hab�a trastornado, abri� mi camis�n y lo hizo deslizarse al suelo y,
sobre el ligero y trasl�cido bat�n sus manos se posaron en mis pechos, esas
blancas y pesadas esferas de las que lo �nico que sab�a es que hab�a que cuidar,
que disimular con recato, que a veces me dol�an un poco y de las que, a su
debido tiempo ("cuando vivas el milagro de ser madre", me hab�an dicho),
conocer�a su raz�n de ser.
No era madre, pero Rodolfo me estaba dando a conocer, en la
pr�ctica, la existencia de las infinitas terminales nerviosas de esas blancas
bolas. Y permanec� de pie, inm�vil, muda, mientras sus manos acariciaban mis
gruesos muslos y sub�an mi batita, hasta que sali� por encima de mi cabeza y
qued� ante �l como Dios me trajo al mundo.
Sus manos regresaron a mis pechos y sus labios las siguieron.
Bes� y mordisque�, sigui� el redondo contorno con su h�meda lengua y fue bajando
sus manos a mis caderas, a mis posaderas (cuyo nombre castizo, nalgas, yo
desconoc�a). Las desconocidas sensaciones aumentaban y empec� a sentir un ansia
creciente, de or�genes ignotos...
Me levant� como a una pluma y me deposit� al borde de la
cama. Yo sent�a las piernas y el abdomen duros como piedras, sent�a que no
podr�a moverlos, que ya no eran m�os y cre� que iba a orinarme, que tendr�a que
ir al cuarto excusado pero no podr�a hacerlo. Entonces �l separ� mis piernas y
su lengua se pos� en mis secretos orificios, en mis sucias cavidades privadas...
en las dos, y en esa protuberancia cuya existencia yo conoc�a, aunque hab�a
tratado, in�tilmente, de olvidar.
Lam�a y succionaba, iba de una a otra, y cada movimiento suyo
iba acompa�ado de mayor tensi�n de mis miembros, de mayor desasosiego, de mayor
deseo de que siguiera pasando, de que pasaran m�s cosas. Sus labios atraparon mi
peque�a protuberancia y la chup�... y yo, sin darme cuenta, empec� a gemir. Uno
de sus dedos acarici� los bordes de mi ano, acarici�ndolo, hasta penetrar en �l
y moverlo en todas direcciones.
Perd� todo control sobre mi misma y mis manos, con vida
propia, agarraron su abundante cabellera, la estrujaron, y refregaron su cara
contra mis partes �ntimas, con violencia, hasta que mi cuerpo entero, cada vez
m�s r�gido, se convulsion� involuntariamente y sent� que me desvanec�a, que me
desconectaba del mundo y sus miserias.
Yo cre�, de momento, que hab�a sido todo: era un final tan
claro, tan l�gico, que pens� dejarme ir hacia el abismo del sue�o, pero Rodolfo
sigui� acarici�ndome. Sus manos subieron a mi cintura de ni�a, a mis blancos
pechos, al izquierdo, mejor dicho. Ahora me pellizcaba suavemente la nerviosa
terminaci�n de color oscuro que lo corona, el pez�n, ya se, pero entonces no
ten�a nombre. Sus labios subieron a mi seno y mi cuello. Mi cuerpo empez�, otra
vez, a pedir m�s.
Su otra mano baj� a mis muslos, empapados de un l�quido que
yo en principio confund� con orines, pero como �l no se quejara, lo dej� estar.
La tensi�n anterior empez� a regresar a mis miembros y supuse que tendr�a otra
dosis de lo mismo. Pero, por supuesto, se trataba de otra cosa que no era capaz
de intuir.
Su mano alcanz� mi �ntimo orificio, el m�s privado. Sus
dedos, ba�ados en el almizclado l�quido acariciaban partes cuyo nombre, cuya
existencia misma desconoc�a hasta entonces. Lo sent�a casi encima de mi y cerr�
los ojos, me abandon� y pronunci� la primera palabra que �l escuch� de mis
labios, la que defini� nuestra relaci�n, esa relaci�n tr�gica y deliciosa a la
que puso fin su absurda muerte, diez meses despu�s:
-�M�s!- Una palabra larga, ronca, extra�a, que yo no dije,
una palabra con vida propia, que surgi� de mi.
Sus dedos sub�an y bajaban sobre mi empapada carne, sobre la
herida que yo miraba estupefacta, sobre mi intimidad hinchada y roja, tan
hinchada y tan roja que no parec�a m�a. Sent� que un dedo, apenas la punta de un
dedo hurgaba mi cavidad y me retorc�. Mis huesos, mis m�sculos empujaron hacia
�l, hacia ese extra�o dedo invasor. Supe que a�n faltaba algo m�s.
-�M�s!
La mano que pellizcaba mis pechos dej� su trabajo y baj� al
pantal�n, que abri� mostr�ndome algo que por su tama�o, su forma, su olor, llam�
mi atenci�n. Un quinto miembro, morado y vigoroso, que emerg�a del bajo vientre
de mi Rodolfo (ya lo llamaba as� en mi interior), un afilado estilete... un arma
palpitante. Su roja punta acarici� mi orificio, haci�ndome sentir su delicada
suavidad. Y habl� por segunda vez:
-�La quieres?
Asent� muda: �la quer�a?... s�, s� porque �l me lo
preguntaba. Me agarr� fuerte de las caderas, mi instinto me indic� que apoyara
los antebrazos en la cama, mientras �l entraba en mi, mientras su palpitante
estilete se abr�a paso, poco a poco, entre mi roja herida, ante mis asombrados
ojos y mi impaciente ansia. Entraba, entraba... sent� cierto escozor y, junto
con un dolorcillo, el placer de notar como me iba entrando, llenando mis
entra�as con ese dulce ariete y como a cada envite aumentaba el gusto que me
daba, oyendo por encima de mis gemidos y suspiros, lo suyos.
Cerr� los ojos y toda yo estuve en esa peque�a hendidura, en
la protuberancia que frotaba con su cuerpo, en eso que sent�a, ardiente y dulce,
dentro de mi. Sent� otra vez la cercan�a del desmayo, la desconexi�n, la peque�a
muerte que unos minutos antes hab�a sentido.
Cuando volv� a abrir los ojos, cuando regres� a la tierra de
los hombres, Rodolfo sonre�a a mi lado. Llev� mi mano a la suave hendidura y
not� en ella viscosos l�quidos... sangre, sangre que supe m�a, fluidos
blancuzcos y densos, mis l�quidos anteriores...
-No te asustes �pronunci� su tercera frase-. Es sangre buena,
sangre que indica que ya eres mujer. Mi mujer.
La �ltima frase la dijo con tonos met�licos, de autoritario
orgullo. Volvi� a callarse y pellizc� mis pezones como hab�a hecho antes. Volvi�
a acariciarme toda. Sus dedos bajaron a donde hab�a estado ese quinto miembro y
se aposentaron ah�, un dedo, luego dos. Me acariciaba, me mord�a el l�bulo de la
oreja... me pon�a loca, loca por tercera vez en tan poco tiempo. Mis caderas
cobraron vida y se mov�an en vaiv�n hacia sus dedos, buscando mayor penetraci�n,
mayor intimidad... era suya, ser�a suya ahora y siempre, la mujer de mi Rodolfo,
mi sanguinario general: ah� estaba, a sus pies, en mis muslos, nueva sangre por
�l derramada.
Y apenas empezaba...
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