A la ma�ana
siguiente Marie se levant� tarde. No fueron a buscarla hasta el mediod�a. La
celadora que entr� en su celda vest�a pantalones ce�idos y unas botas de montar
que le llegaban por encima de la rodilla. Una blusa ancha y transparente, medio
desabrochada, que se recog�a en un grueso cintur�n de cuero, dejaba los senos,
firmes y erguidos, totalmente visibles a trav�s de la tela. Llevaba una fusta de
cuero marr�n en la mano.
Antes de
desencadenar a Marie, se inclin� hacia ella y le roz� suavemente los labios, que
Marie, d�cil, entreabri�, aunque la celadora no se dign� a penetrar en ellos.
Luego le pas� suavemente una mano por los senos y fue bajando, con la misma
suavidad, hacia el sexo, que estuvo frotando despacio con las yemas de los
dedos, casi sin tocarlo, hasta que se puso h�medo. Entretanto, con dos dedos de
la otra mano le oprim�a un pez�n. Le oprimi� luego el cl�toris con tanta
crueldad que Marie lanz� un grito. Entonces la mujer se separ� y, presionando
con la punta de la fusta en la parte interior de las piernas de Marie, la oblig�
a abrirlas del todo, pues aunque las cadenas, que sujetaban los tobillos a los
extremos de la cama, las manten�an separadas, �stas permit�an un cierto
movimiento. Le peg�, haciendo una larga pausa cada vez, unos cuantos golpes de
fusta en el interior de los muslos. Marie, esta vez, no grit�. En el fondo,
agradec�a la humillaci�n a la que era sometida. Luego la mujer volvi� a besar a
Marie en la boca y la desat�.
A una indicaci�n
de la celadora entr� Felicia, una hermosa esclava pelirroja, de pechos muy
blancos, a quien la noche anterior hab�a visto violar por dos de los amos. La
celadora le indic� que ba�ara y maquillara a Marie, cosa que hizo siempre bajo
la atenta mirada de la celadora. Durante todo este rato, ninguna de las tres
mujeres pronunci� ninguna palabra. Cuando Marie estuvo maquillada y peinada, con
el cabello recogido arriba y por detr�s, de modo que quedara bien visible su
cuello y la gargantilla de cuero que era signo inequ�voco de su esclavitud, le
pusieron el fald�n. La celadora, entonces, le uni� las manos a la espalda,
descolg� una cadena de la pared y la at� a la anilla de la gargantilla de Marie.
Luego, la hizo salir de la habitaci�n.
Mientras avanzaban
por el pasillo, laceladora tirando de la cadena
prendida al cuello de Marie y �sta con la vista baja, Marie vio como dos
muchachas, completamente desnudas, hab�an sido encadenadas abraz�ndose una a
otra. Un enorme pene artificial con dos puntas, como los que suelen usar las
lesbianas, penetraba en los co�os de las dos muchachas a la vez. Un grueso
cintur�n de cuero, que abarcaba la cintura de las dos mujeres, las manten�a
estrechamente unidas. Llevaban los ojos vendados y en la espalda, en las nalgas
y en los muslos se les notaban las marcas recientes del l�tigo. Marie imagin�
c�mo habr�a sido el suplicio de las dos mujeres, esclavas como ella. Habr�an
compartido el dolor y el orgasmo, una mezcla al mismo tiempo horrible y
deliciosa. Al recibir una de ellas un latigazo, las contorsiones de su cuerpo
habr�an hecho penetrar el consolador m�s profundamente en el sexo de su
compa�era de suplicio. Cada una de ellas habr�a notado en su carne el terror y
el placer de la otra, habr�an mezclado el sudor de sus cuerpos y, sobre todo,
habr�an compartido su indefensi�n, su dolor y su verg�enza. Marie pens� que
quiz� alg�n d�a ser�a ella la v�ctima de aquel suplicio, y, a pesar del horror
que sent�a, se sinti� colmada de felicidad.
Atenta a esta
visi�n, Marie no se dio cuenta de la presencia del hombre que la observaba hasta
que �ste le introdujo la mano por la falda entreabierta y palp� su sexo. Cuando
dos dedos penetraron bruscamente en ella, Marie gimi�, pero no se atrevi� a
alzar la vista, m�s que por miedo al castigo, al que ya estaba acostumbrada y en
el que incluso, en algunos momentos, encontraba placer, por la verg�enza a la
que nunca hab�a aprendido a sustraerse y que, sin embargo, le produc�a una
deliciosa excitaci�n. Marie not� c�mo su sexo se humedec�a ante la violenta
caricia de aquel desconocido. Pronto el hombre la solt� y pas� repetidamente,
con suavidad, los dedos h�medos por entre los entreabiertos labios de Marie.
Ella, con los ojos cerrados, lami� con la punta de la lengua aquellos dedos que
acababan de penetrarla y que estaban h�medos de los jugos de su propio cuerpo.
El hombre, entonces, se march�, y las dos mujeres reanudaron su marcha.
.Marie fue
conducida a una habitaci�n desocupada que ella desconoc�a. Entonces la celadora
llam� a una de las esclavas que estaban de servicio en la zona y le orden�
quitar el fald�n a Marie. Luego le junt� las manos y las at� a una anilla que
colgaba de la pared, por encima de su cabeza. La at� de cara a la pared, la
oblig� a abrir las piernas y le indic� que permanecer�a en esta postura hasta
que se le indicase lo contrario. Luego le vend� los ojos.
Marie nunca supo
si permaneci� sola en esta postura o si alguien la estuvo observando durante
este tiempo. Hubiera preferido mil veces ser azotada o violada que soportar esta
situaci�n de verg�enza a la que nunca se acostumbrar�a. Sin embargo, era esta
misma verg�enza la que excitaba su sexo.
Permaneci� un
tiempo indefinido en esta situaci�n. De pronto oy� unos pasos de hombre que se
pararon justo detr�s de ella. Oy� tambi�n un chasquido de dedos y unos pasos de
mujer que se alejaban; o sea, que alguna de las mujeres la hab�a estado velando
durante este tiempo.
El hombre la
desat�, le uni� las manos a la espalda, la tom� por los pechos y la condujo a
una cama, donde la oblig� a tumbarse boca abajo. Permaneci� durante largo rato
acarici�ndole el culo y los muslos, sin llegar nunca a tocar el sexo de Marie,
que permanec�a excitado entre las piernas abiertas. Al cabo de un rato la
oblig�, siempre sin pronunciar palabra, a juntar las piernas. Le solt� las manos
y, �l mismo, le coloc� los brazos extendidos cayendo a ambos lados de la cama.
Marie, con los ojos vendados, ignoraba ante qui�n se encontraba abierta y
humillada. Fue entonces cuando sinti� lo que hac�a rato que present�a. El l�tigo
de tiras de cuero, aquel que se usaba para golpear, pero sin marcar, a las
esclavas, empez� a golpear una y otra vez las nalgas y la parte posterior de los
muslos de Marie. Ella hab�a aprendido a contener sus gritos. Mientras el hombre
la estuvo azotando apenas si lanz� unos cuantos gemidos, lo que pareci� que
excitaba al hombre, que cada vez imprim�a sus golpes con mayor frecuencia y
precisi�n, cambiando constantemente el lugar del castigo. Marie, llorando bajo
la venda que le cubr�a los ojos, ignoraba en qu� parte de su cuerpo iba a caer
el pr�ximo golpe. Cuando, por fin, el hombre consider� suficiente el castigo,
tom� a Marie por los pechos y la oblig� a ponerse de rodillas sobre la cama. En
esta postura, la bes� largamente en los labios. Luego sus caricias descendieron
por el cuello de Marie hasta llegar a los pechos, cuyos pezones mordi�
ligeramente, casi con suavidad. S�bitamente, de un manotazo, la oblig� a
inclinar el cuerpo hacia delante, al tiempo que la sujetaba por la cintura.
As�, pues, Marie
qued� con el pecho y el rostro apoyados sobre la cama y el sexo y el culo
ofrecidos al extra�o. Marie not� como el pene del hombre se introduc�a en su
co�o h�medo y sacud�a brutalmente su interior, al tiempo que, con las palmas
de las manos, la pegaba fuertemente en las nalgas. Marie hac�a rato que estaba
excitada y no tard� en correrse. El hombre se dio cuenta de ello y aceler� su
ritmo. Marie sinti� un segundo orgasmo al tiempo que el desconocido se derramaba
en su interior.
Entonces, con
suavidad, �l tumb� a Marie boca arriba y la bes� profundamente en la boca.
Durante un rato le estuvo acariciando los pechos y el vientre hasta que, por
fin, le quit� la venda que le cubr�a los ojos. Marie se encontr� entonces con la
mirada del muchacho que la noche anterior la hab�a estado observando fijamente,
aunque sin tocarla. El mismo muchacho que, ante todos los presentes, hab�a
forzado por el trasero a Felicia, ante los in�tiles lamentos de ella y las risas
de todos los presentes. �l le pas� suavemente la yema de los dedos por los
labios y Marie le sonri�.
Permanecieron un
rato en silencio hasta que el muchacho habl�:
-Te has portado
bien, putezuela. Hoy estar�s a mi servicio. Durante todo el d�a permanecer�s
encerrada en esta habitaci�n, atada cuando yo no est� contigo, y te dedicar�s a
darme placer cuando yo te lo exija. Por la noche te azotar�, ante todos, en el
sal�n. Ahora tomar�s mi pene y lo chupar�s hasta que tragues mi semen.
Marie, obediente,
se desliz� entre las piernas del muchacho, introdujo todo el pene en su boca y
empez� a moverse con suavidad. Not� c�mo aquel miembro, que acababa de
derramarse en su sexo, se endurec�a de nuevo llegando casi a ahogarla. El hombre
desliz� las manos hacia sus pechos y, con las yemas de los dedos, le oprimi� los
pezones con crueldad. Entonces habl�:
-M�s despacio,
puta. Quiero prolongar mi placer y tu suplicio -y retorci� con renovada
crueldad los pezones de Marie.
Ella obedeci� la
orden sin atreverse a mirarlo.
Entonces �l,
quiz�s fascinado por la sumisi�n de Marie, a�adi�:
-Ll�vate la mano
al co�o y acar�ciatelo. Quiero que te masturbes mientras me la chupas. Obedece.
Marie, temblando
de verg�enza, pero excitad�sima ante la situaci�n, empez� a masturbarse. Su co�o
estaba incre�blemente h�medo, y not� c�mo se mezclaba el placer de su sexo con
el dolor de sus pezones, que el hombre segu�a torturando.
No se acabaron
aqu� sus exigencias:
. -Ahora te
llevar�s la otra mano detr�s y te introducir�s un dedo en el culo. Obedece,
puta!
Marie, m�s sumisa
que nunca, obedeci�. En esta situaci�n grotesca se sent�a m�s avergonzada que
nunca. El hombre, entonces, toc� una campanilla que hab�a al lado de la cama.
A su llamada
acudi� Gina. Gina era italiana, muy alta, y sus grandes ojos destacaban en un
rostro de facciones perfectas enmarcado por una hermosa cabellera negra.
Al ver a Marie en
esta postura grotesca le lanz� una mirada no exenta de ternura con sus grandes
ojos negros, visiblemente excitada ante el modo como se ofrec�a a aquel amo. Se
arrodill� junto a la cabecera de la cama y, con la vista baja, esper� �rdenes.
El muchacho (m�s tarde Marie se enterar�a de que se llamaba Michel) le orden�
traer una cubitera con hielo. Gina, levantando ligeramente su fald�n a la altura
de las rodillas con las yemas de los dedos y siempre con la vista baja,
desapareci� por la puerta de la alcoba. Entretanto, Michel coloc� a Marie boca
arriba, con los brazos unidos a la espalda por medio de las anillas de los
brazaletes y la oblig�, con dos palmadas, a abrir las piernas, orden�ndole que
permaneciera en esta postura. Marie se encontraba realmente inc�moda. Entonces
�l, desnudo como estaba, se dirigi� hacia la ventana. Marie no se atrevi� a
seguirlo con la mirada y fij� �sta en el techo, ausente de lo que suced�a a su
alrededor.
Por el chasquido
del encendedor adivin� que �l encend�a un cigarrillo. Instantes despu�s lleg�
hacia ella el aroma de tabaco rubio. En este instante volvi� a entrar Gina,
llevando entre sus manos lo que el hombre le hab�a pedido. Michel le mand� dejar
la cubitera junto a la mesita, al lado de Marie. Gina dirigi� una r�pida y dulce
mirada a Marie mientras cumpl�a la orden. Luego, siempre con la vista baja,
volvi� frente al hombre y se arrodill� ante �l con los brazos semidoblados a lo
largo del cuerpo y las palmas de las manos hacia arriba. Esperaba que el amo
dispusiera de ella alguna cosa o que le ordenara marcharse. �l la observ� casi
con indiferencia mientras consum�a el cigarrillo, luego se inclin� sobre ella,
la tom� por los pezones y, sin decir palabra, la oblig� a incorporarse. Gina
cerr� los ojos y volvi� el rostro hacia un lado, mientras el hombre la conduc�a
frente la cama donde se encontraba Marie, atada e inm�vil.
-Qu�tate el
fald�n -orden� a Gina.
Era f�cil hacerlo.
Gina desabroch� los cierres que hab�a a ambos lados de las caderas y la ropa
cay� al suelo. �l le dio la mano para que la muchacha saliera de entre las
ropas. Marie vio lo prietas que eran las carnes de la italiana mientras el
hombre, asi�ndola por detr�s, le deslizaba las manos por los pechos y las
caderas.
-Toma un cubito
-le orden�.
Gina as� lo hizo.
El hombre le tendi� la mano y ella se lo entreg�.
-Esta es Marie,
�la conoces?
Gina asinti� con
la cabeza.
-Bien, esta
putita no sabe lo que se puede hacer con unos cubitos de hielo. T� s� lo sabes,
�verdad?
Ella volvi� a
asentir
Mientras Michel
hablaba, pasaba el cubito por la piel de la muchacha. Gina no pod�a evitar un
continuo estremecimiento, aunque, como todas las muchachas que eran esclavas en
el castillo, hab�a aprendido a contener sus gritos. Marie pens� que Gina estaba
hermosa con el rictus mezcla de sufrimiento y de placer que reflejaba su rostro.
Por un momento, hubiera querido ser ella quien sometiera a Gina a este suplicio.
-Abre las piernas
-orden� el hombre a la muchacha.
Gina obedeci�.
Entonces Michel llev� el cubito hacia el sexo de la muchacha y empez� a
refregarle el cl�toris con �l. Entonces Gina grit�. Esto era sin duda lo que
esperaba el joven, porque, a partir de este momento, empez� a hurgar en el sexo
de Gina sin miramientos hasta introducirle totalmente el trozo de hielo. Gina se
revolcaba de dolor mientras Michel, agarr�ndola por la cintura con un brazo,
manten�a la otra mano sobre la entrepierna de la muchacha para evitar que
expulsara el hielo. S�lo cuando �ste se hubo derretido y ces� el suplicio de la
mujer, Michel la solt�. Le orden� que recogiera sus ropas y que se marchara.
Luego se volvi� hacia Marie.
-Bien, peque�a,
ahora te toca a ti. Sin embargo, contigo no ser� tan sencillo...