Relato: La casa de hu�spedes - mulato Mario destacaba r�pidamente en la casa de hu�spedes por su
don de gentes, manifiesto en su trato agradable y sencillo, que le pintaba a
menudo una sonrisa en el rostro, sin que llegara jam�s a estallar en carcajada.
Siempre estaba dispuesto a escuchar, y pon�a una gran atenci�n en lo que se le
estaba diciendo. Su mirada no era agresiva sino todo lo contrario. Incluso
cuando estaba de malhumor sus ojos no perd�an el aire de una mirada suave. Jam�s
le v� con el ce�o fruncido. Su rostro estaba enmarcado por una cabellera negra,
con el pelo encrespado que siempre al salir del ba�o formaba caprichosos rizos
sobre la frente. Sus dientes blanqu�simos contrastaban con el color moreno del
rostro, pr�cticamente lampi�o. Y esas cejas tupidas creaban un arco perfecto
para sus ojos claros, d�ndole un aire tan masculino.
Se notaba en el color de su piel la sangre negra que corr�a
en sus venas, pero en el tono de sus ojos verdes brillaba una chispa de la raza
europea, herencia de un abuelo distante. Era un mulato precioso con el cuerpo
digno de una estatua romana. Alto, muy bien formado, con pectorales y m�sculos
abdominales que sab�an del ejercicio cotidiano. Una fina l�nea de vellos bajaba
por su vientre, pero los brazos y las piernas estaban desprovistas de pelos,
raz�n por la cual sus m�sculos se notaban brillantes cuando sudaba. A menudo
andaba entre nosotros con un calz�n de ba�o negro que cubr�a un poco sus muslos,
pero no pod�a ocultar la dimensi�n de sus genitales y la curvatura de sus
gl�teos.
Entre nosotros hab�a una amistad muy cercana. Siempre me
apoyaba en las discusiones que se armaban sobre cualquier asunto en la casa de
hu�spedes, y yo le apoyaba a �l, que no era muy ducho en pol�micas. Prefer�a
rehuir las confrontaciones.
A pesar de nuestra cercan�a, nunca hubiera sospechado que
pudiera existir entre los dos nexos m�s �ntimos, que iba a gozar de experiencias
inolvidables entre sus fuertes brazos oscuros, que nuestras pieles iban a
confundirse en el frenes� de la pasi�n desbordada.
Esto empez� una noche calurosa en la casa de hu�spedes, en la
despedida de fin de cursos, despu�s de habernos tomado unas cuantas cervezas. La
casa de hu�spedes se hab�a quedado con la mitad de la poblaci�n, unas cuatro
gentes en total, ya que los dem�s se hab�an retirado a sus lugares de
procedencia un d�a antes, al finalizar las clases. Recuerdo claramente que
estaba algo pasado de copas, as� que me qued� en el cuarto de Mario, en tanto
los otros dos compa�eros de casa se pasaron a la habitaci�n contigua. Mario se
desvisti� para dormir, qued�ndose en un slip de un blanco deslumbrante, a�n bajo
la suave luz de una l�mpara displicente que alumbraba tenuemente la escena.
Luego me pregunt� si yo iba a dormir con la ropa puesta. Yo tra�a una playera de
algod�n con botones que olvid� desabrochar, con la emoci�n de ver su cuerpo casi
desnudo tan cerca del m�o. Burl�ndose de m� se acerc� todav�a m�s para ayudarme
con la prenda. La proximidad de su cuerpo a cent�metros de m� hizo que temblara.
Mi coraz�n golpeaba las paredes del pecho tan fuertemente que tal vez �l pod�a
escuchar mis latidos. Qued� tambi�n en ropa interior, con un slip cuyo color ya
no recuerdo, pero que seguramente realzaba mis gl�teos, de tal forma que �l se
qued� viendo mi cuerpo por unos momentos, pero no dijo nada. Se limit� a echarse
sobre la cama vecina, con una pierna asomando del borde, sin cubrirse con la
s�bana ni nada. All� estaba, a s�lo unos pasos, ese cuerpo de gladiador del
circo romano, esa estatua de m�rmol oscuro cincelado prodigiosamente. Hab�a
apagado la l�mpara, pero del pasillo entraba por la ventana una luz muy d�bil,
que sum�a toda la habitaci�n en una penumbra ligera. Durante varios minutos
estuve mirando de reojo su cuerpo todo sobre la cama, muy quieto, con el bulto
reposando bajo ese calz�n blanco n�tidamente destacado sobre las sombras. Ese
punto se convirti� para m� en algo obsesivo que no me dejaba fijar la vista en
otro sitio. Miraba su calz�n, y cre�a adivinar alguna incipiente erecci�n en ese
miembro oculto bajo la delgada tela. Su abdomen, visible desde mi puesto de
observaci�n, bajaba y sub�a con un ritmo suave pero potente. Me incorpor�, y
roc� apenas su pie que sobresal�a. El no dijo nada. Me acerqu� hasta donde
estaba, sent�ndome en el borde de su cama, y lentamente, con movimientos muy
suaves, pos� mi mano sobre la punta de ese iceberg n�veo que destacaba en la
penumbra. El estaba despierto, pero no se movi� un cent�metro. Su respiraci�n se
hizo m�s r�pida y su cuerpo tembl� bajo mi mano. Empec� a sentir como crec�a
debajo de mi palma un volc�n ardiente que pugnaba por romper la tela de algod�n
que a�n le cubr�a. Mi mano se movi� lentamente sobre la mata de vellos p�bicos
ensortijados que rodeaban ese bulto, y me deslic� en la grieta abierta de su
slip, provocada por la altura que hab�a alcanzado su miembro. Lo saqu� de su
envoltura, y se irgui� cu�n largo era, apuntando hacia el techo como el m�stil
firme de un velero. El se dejaba hacer, tolerante de mis movimientos. S�lo un
murmullo sordo escapaba de sus labios gruesos y entreabiertos, denotando el
placer que estaba sintiendo.
Era una verga gruesa y morena, de unos 18 cent�metros. Pero
no s�lo era el tama�o lo impresionante de aquel falo, sino el extraordinario
calor que emit�a, junto con la humedad pegajosa que empapaba mi mano. Para
lubricarlo todav�a m�s le di unos leng�etazos que hicieron que Mario se
estremeciera de placer y soltara por primera vez un gemido claramente audible.
Yo, que jam�s hab�a hecho semejante cosa, estaba ah�,
empujado por una ansia febril, tomando la iniciativa, desnud�ndolo por completo.
Mi frente empez� a perlarse con un sudor fino, refrescante, que aumentaba el mar
de emociones desbordantes de esa noche.
A mi lado Mario segu�a sin moverse, mientras yo palpaba toda
su virilidad. Sus m�sculos estaban duros, convertidos en piedra. Recorr� con la
otra mano libre su vientre, acarici� su pecho y sus hombros, sus tetillas
enhiestas como su miembro. Su cuerpo era digno de cualquier emperador en los
tiempos en que aquellos usaban efebos para complacerse. Mejor no lo hubieran
esculpido los artistas griegos y romanos que retrataban desnudos a sus dioses.
Acarici� sus test�culos grandes y redondos y volv� a recorrer cent�metro a
cent�metro la altura de su m�stil, que volvi� a trepidar en mi mano,
ensanch�ndose todav�a m�s.
Me quit� el slip y me acomod� de espaldas a su cuerpo.
Lubriqu� mi orificio con un poco de saliva, e introduc� un dedo para ponerlo a
punto. La excitaci�n crec�a en m� a pasos agigantados. No sab�a si aquella
enorme verga pod�a caber en esa posici�n dentro de m�, si no me lastimar�a, si
podr�a clavarme en esa punta inmensa. Coloqu� aquel poste en el ojo de mi
trasero, y me dej� ir suavemente. Mi culo cedi� al primer impulso y sent� c�mo
se tragaba ese cilindro de carne firme. Sub� un poco y luego me dej� caer. Y
luego de nuevo.
Cada ca�da me causaba un poco de dolor, pero mucho menos del que hubiera
pensado. Y cada vez que bajaba sent�a la presi�n de su cabeza sobre mis
adentros. Y el coraz�n amenazaba con estallar. Y mi cabeza daba vueltas, como si
hubiese estado en el centro de un hurac�n sostenido �nicamente por aquel eje
gigantesco, duro y a la vez suave.
El no soport� m�s, y se incorpor�. Sin decir una sola palabra
se sali� de m�, pero aferr�ndose a mi cuerpo me coloc� boca debajo de la cama y
levant� en�rgicamente mi pelvis, enfocando de nuevo su sexo contra mi culo.
Volv� a sentir la penetraci�n, pero esta vez hasta el fondo de m�, hasta sentir
sus ingles chocar contra mis gl�teos, hasta el cl�max total. Empez� a moverse y
a bombear con potencia contra mi trasero, y por momentos sent�a que empujaba tan
hondo, hasta donde no pod�a meterse m�s. Se quedaba all� por unos segundos,
suficientes para que yo apreciara la dureza de su miembro clavado profundamente
en mis carnes, y luego retroced�a un poco para volverse a clavar. Un tiempo
interminable dur� ese mete y saca, esos momentos de gloria. Sus movimientos poco
a poco se aceleraron, y una serie de jadeos cortos, de gemidos ahogados de
placer, anunciaron que pronto se vendr�a. Sus manos se aferraron m�s fuertemente
a mis caderas, y detuvo todo su vaiv�n. Se aferr� a mi miembro, que estaba a
mil, y yo sent� que estallaba todo mi ser coordinadamente con el suyo. En un
abrir y cerrar de ojos est�bamos viajando juntos a un para�so plet�rico de
sensaciones placenteras, que nos erizaban la piel y nos hac�an entrecerrar los
ojos, mientras nuestros gemidos se confund�an. Sus fuertes brazos enlazaban mi
torso desnudo, y su verga en mi culo descargaba sus �ltimos efluvios, mientras
yo me derramaba sobre la s�bana.
Por unos momentos permanecimos as�, hasta que �l deshizo el
abrazo amoroso y se dej� caer a mi lado, extenuado. Yo me acurruqu� sobre su
vientre, oliendo el intenso aroma que emanaba a�n de su sexo que poco a poco iba
calmando su furia. El vendaval hab�a terminado.
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Relato: La casa de hu�spedes - mulato
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