Relato: Carta a mi prima Luna



Relato: Carta a mi prima Luna

Querida prima Luna:



Esta noche he vuelto a mirar las
fotos que nos hicimos este verano. Las veo cada noche, antes de acostarme,
y luego, me dedico a revivir los momentos que pasamos juntos, en la casa
de la abuela. Y te añoro, y me imagino nuevas situaciones para estas
navidades, si sigues amándome como me prometiste antes de partir.



Ya sé que tu nombre no es
luna, pero te llamaré de esta forma para evitar que nos relacionen.
No comprendo como una chica de veintidós años se puede fijar
en un chico de dieciocho. Quiero pensar que, a pesar de tu carrera de psicología
reciente acabada, por tu timidez te costaba acercarte a chicos mayores,
quiero pensar que precisamente por tu timidez decidiste pasar el verano
conmigo, al que conocías desde siempre, aunque no profundamente.



Es cierto que ese año yo
había cambiado mucho, pero casi seguía siendo un chico barbilampiño
y tú me sacabas la cabeza. Mi piel era blanca a pesar del verano,
mi cabello oscuro, e igual que en la barba, apenas tengo pelos en el pecho,
aunque sí en las piernas. Era como esas criaturas que persiguen
a las musas en la mitología griega, me decías.



En cambio tú, castaña
clara, de pechos reducidos pero más de lo que nunca tuve en mis
manos, que se hacían notar desafiantes bajo la camiseta siempre
blanca , con esos ojos marrones claros, esos labios carnosos en tu cara
ovalada. La nariz recta. Siempre ibas con esos pantalones cortos vaqueros
deshilachados que dejaban ver unas piernas casi al completo totalmente
depiladas. Tú sí que te ponías morena. Estabas muy
morena este verano.



Qué puedo decir de la primera
vez que me invitaste a salir contigo esa noche de mediados de julio, ya
que ambos nos encontrábamos tan solos en el pueblo, veraneando por
imposición paterna, que ellos sí, los cuatro habían
aprovechado para hacer un largo crucero a través del mundo.



¡Qué tranquilos se
quedaron al encerrarnos en este asqueroso pueblo! Me dijiste esa noche,
mientras paseábamos juntos por la plaza y las callejuelas. Me ponías
nervioso cuando te acercabas tanto a mí que casi te cruzabas en
mi camino. Me gustabas. No podía ser de otra manera. Tú me
hacías sentir importante, me escuchabas a pesar de la diferencia
de edad. Me miraste al final de la noche y me sonreíste, junto ante
la casa de la abuela, y me aseguraste que lo habías pasado muy bien
conmigo. Me besaste en la cara. Yo no lo esperaba. Fue una sorpresa.



Te metiste en mi cuarto para preguntarme
si quería ir a la piscina al día siguiente. No te esperaba.
Había estado pensando alguna cosilla curiosa y además estaba
a punto de meterme en la cama, en calzoncillos. No podía ocultar
mi empalmadura más que dándome la vuelta, pero entonces te
enseñaba el trasero.



Sabía que te habías
dado cuenta. Me dijiste que tenía un culito muy redondito y muy
bonito. ¡Qué vergüenza me dio al principio! Luego me
pareció graciosa la cosa y hasta me sentí orgulloso de haberte
mostrado mi excitación. Pero por la mañana, durante el desayuno,
al verte la cara, al verte sonreír pícara pero amablemente,
volvió a entrarme una vergüenza espantosa.



Me dediqué a pasear durante
toda la mañana, pensando en si iríamos o no a la piscina
por la tarde. Salí de dudas después de comer. Me dijo que
me preparara porque después de la digestión iríamos.



Hablamos durante el camino como
si nada hubiera ocurrido. Pronto llegamos al vestuario y tuvimos que separarnos
para cambiarnos en el vestuario. Casi se me cortó la respiración
cuando te vi aparecer con aquel bikini negro. Qué tremenda estabas.



Dejamos las toallas sobre la hierba
y nos dirigimos al agua. La piscina no tenía mucha gente. Nadaba
detrás de ti, observando tu espalda casi desnuda y tu trasero tapado
por aquel triángulo negro, que dejaba asomar una estrecha raya de
carne rosa para dar paso a tu piel dorada por el sol.



Jugábamos a ver quien pillaba
antes a quien. Me diste una ahogadilla, hundiéndome la cabeza en
el agua. Entonces echabas a nadar y yo iba detrás. Confieso que
no fue sin querer el que te agarrara de la parte de abajo del bikini para
que no te escaparas. Quedaron tus cachetes al desnudo. Pronto te alzaste
el bañador. ¡Cómo nos reíamos!



Estabas en la zona que cubría,
muy cerca cuando te metiste bajo el agua y sentí que estirabas de
mi bañador hacia abajo. Tú sí que hiciste un pleno,
pues sentí el bañador a la altura de la rodilla. Tras ponerme
el bañador salí nadando detrás tuya. Te acorralé.
Eras mía, pero no sabía qué hacer contigo. Te tenía
en una esquina de la piscina, rodeada por los brazos que se agarraban a
los bordes.



Fue una sorpresa sentir que metías
tus manos dentro de mi bañador y me agarrabas el pito con las manos.
Mi pito estaba empequeñecido por el agua, pero lo sentí crecer
por momentos. Me eché mano al bañador y aprovechaste para
escaparte y salir de la piscina y tumbarte en la toalla.



Estaba realmente confuso. Tardé
en salir de la piscina, y al tenderme en mi toalla te encontré como
dormida, mirando al sol, con los ojos cerrados. Te observé largamente,
y presentía que tú sabías que te miraba. Me excité
al pensar en lo ocurrido en la piscina, al recordar la sensación
de tus dedos finos cogiéndome el pito.



Por la noche volvimos a nuestro
paseo por el pueblo. No se me puede olvidar que al volver a la casa de
la abuela fuiste tú la que me cogiste de la mano a mí. Tu
mano carecía de la firmeza con que me cogían la mano otras
personas, como mis padres. Mas bien deseabas ser conducida por mí.
Nos soltábamos rápidamente cuando tropezamos con la tía
de Aurora. Me volviste a coger de la mano al poco rato. Eso fue revelador
para mí, pues significaba que no buscabas una relación de
parentesco conmigo, sino un romance.



Recuerdo al entrar al zaguán
de la casa de la abuela. Ibas a golpear la puerta, pero te arrepentiste
súbitamente para decirme que tenías que decirme algo, y al
yo preguntarte el qué, me plantaste un beso en la boca. Yo me quedé
extasiado, y aunque aquel beso me resultó eterno, quería
que durara más. Pero tú llamaste al timbre y la abuela apareció
dicharachera y alegre, como siempre.



Pero aquella noche, cuando te cercioraste,
por sus ronquidos, de que la abuela dormía profundamente, te presentaste
en mi cuarto y me sorprendiste tumbado sobre la cama, descubierto y vestido
sólo con unos calzoncillos, en los que había metido la mano
para agarrarme el pito, convertido en un considerable cipote. El glande,
la cabeza, asomaba por el filo del calzoncillo, junto al ombligo.



Disimulé como pude la empalmadura
que ella me había precisamente producido. Llevabas puesto un corto
camisón, que dejaba ver tus muslos y además, era escotado
y de sólo una tira por los hombros, En la oscuridad de la noche
se percibía bajo tu camisón transparente, la blancura de
las bragas, por esa misma razón supuse que no llevabas sujetador.



Te sentaste a mi lado y pidiéndome
que guardara silencio comenzaste a hacerme cosquillas en la barriga y luego,
volviste a rematar lo que dejaste a medio hacer en la piscina. Me agarraste
el pito y con suavidad, comenzaste a pasar tu mano por todo su extensión.
Me tocabas cada vez con más fuerza e ibas haciéndolo cada
vez con más fuerza. Tuve que decirte que yo no era una vaca. Te
guié por primera y última vez. Te pedía suavidad te
llevaba tu mano con la mía.



Tengo que reconocer que aprendiste
bien a hacerlo. Me tembló la voz al sentir que mi pito se convertía
en un volcán que desparramaba su lava por mi barriga. Me sorprendí
metiendo los riñones y poniendo rectas las piernas, como haciendo
fuerza contra un objeto inexistente y me tranquilizó sentir tu respiración
entrecortada entre la mía.



No separaste tu mano de mi pito
e incluso la aplastaste contra mi vientre para llenarte de mí, mientras
me besabas en la boca de nuevo, pero esta vez sí que largamente.
Luego te fuiste y yo me dormí tras pensar lo ocurrido y si habría
una segunda vez.



Al día siguiente viniste
a desayunar con el camisón puesto. Te dio igual que la abuela no
viera aquello con buenos ojos, por que decía que "me ibas a
sacar de mis casillas", a mí, tan serio, tan caballerete.



Levantabas la mirada y me sonreías
pícaramente, y sólo con verte reír así volvía
a empalmarme. La abuela salió a comprar y nos dejó así,
sentados a la mesa. Yo estaba confuso, pero necesitaba saber si tú
me habías utilizado esa noche o estabas dispuesta a continuar la
aventura por más tiempo. Me abrí la bragueta del pantalón
y me saqué la minga del pantalón y los calzoncillos.



Comprendiste en seguida lo que pretendía
cuando te ordené que te metieras debajo de la mesa. Pronto sentí
tu mano de nuevo alrededor de mi pito. Aparté la silla de la mesa
para ver mejor lo que me hacías. Te veía las tetas por el
escote, y los pezones oscuros y bien definidos. Me atreví a bajar
unos de los tirantes y a extender mi mano hasta tu seno caliente. Sólo
en mi imaginación había pasado algo igual.



Como ya te he dicho, eres muy buena
alumna, y me hiciste eyacular rápidamente. El chorrito de semen
pegó un pequeño salto que te llenó el brazo en parte.
Limpiaste todo con la mano, excepto lo del brazo, que te llevaste a la
boca y después me comentaste que te había parecido bueno.
Me dijiste que estaba dulzón. Me pareciste una cochina. ¡Cuánto
placer me ha proporcionado tu glotonería traviesa después!



Fuimos a la piscina todos los días
desde entonces. Aunque recordarás que no siempre acabamos allí.
Recuerdo aquel día, no muy lejos del principio de nuestra aventura.
Era lunes y la piscina estaba vacía, por que a la gente le gustaba
ir el domingo, y en consecuencia, no iba los lunes. Estábamos los
dos en el agua metidos, en la zona en que hacíamos pié. Te
había perseguido enardecidamente por toda la piscina, en especial,
por el deseo de que fueras mía. Te acorralé como siempre
contra el bordillo, y como el primer día, sentí tus dedos
suaves sobre mi miembro, que se iba excitando al contacto con tu mano.



Me dijiste que me ibas a premiar
por haberte atrapado. Sentía tu cara húmeda contra mi cara.
El agua evitaba que nadie te viera manipular mi miembro, ni cómo
me rodeabas mi cintura con tus piernas, y así de captor me convertí
en capturado. Te agarré entonces de las nalgas. Fue la primera vez
que te sentí mía, aunque el que estaba a tu merced era yo.



Cada vez estaba más atrapado
contra ti, y ya sentía los muslos tuyos en mi abdomen. Tus manos
me sobaban con más viveza cada vez y no tardé en eyacular.
Recuerdo haberte dicho palabras confusas, sin sentido, mientras tú
seguías agarrada a mí y tocándome hasta tener la certeza
de que estaba totalmente ordeñado.



Me creí siempre un chico
con poco carácter, pero no fue hasta este verano en que me he dado
cuenta lo mucho que me gusta dominarte. Soy bastante tímido, como
me decías, pero confieso que a tu lado, me volvía un mandorrotón
dominante.



Empecé a exigirte, acuérdate,
que no te pusieras aquellos pantaloncitos para salir de noche. Te miraban
los viejos y los no tan viejos, y me ponía celoso. No entiendo por
qué me hacías caso. Aún no me creo que te gustara
que yo tuviera alguna ascendencia sobre ti. Me decías que te excitaba
enormemente que yo te mandara, que dispusiera de ti a mi voluntad.



No entendía, por lo demás
en qué podía consistir aquello de la excitación en
una mujer. Me lo explicaste con palabras muy técnicas, que si el
clítoris, que si la vagina que si el orgasmo. Yo no conocía
bien mi propio sexo y pretendías que conociera el tuyo.



Así que recuerdo aquel día.
Volvimos de la piscina y la abuela faltaba de la casa. Te metiste en el
cuarto de baño y me percaté, por la forma de mirarme, que
no pensabas cerrar el baño. Entré al rato de escuchar caer
el agua de la ducha. Tu me esperabas sin duda, porque no te inmutaste al
verme. Era la primera vez que veía una mujer desnuda y era tan hermosa...



Comenzaste a sobarte los pechos
delante mía. No me pasó desapercibido el cambio que experimentaron
tus pezones, que crecieron en tamaño y en especial, su punta. Te
vi que te metías la mano entre las piernas, debajo del vello púbico.
Inconscientemente me acercaba, sin perder el oído en la puerta de
la calle o cualquier otra cosa que pudiera delatar la presencia de la abuela.



Tu sexo era como el de las chicas
de las revistas. Era como si debajo del pelo existieran dos almohadillas
y en medio una raja, y en mitad de esa raja, esa rayita de carne que debía
ser el clítoris.



Cómo meneabas la mano entre
las piernas, cómo te pellizcabas el pezón. Me acerqué
a tocarte los senos tímidamente y no pude evitar hacer algo que
no hacía desde hacía dieciocho años, que era llevar
mi boca a tu pecho. Sentía en mi boca la dureza de tu pezón,
en contraposición a la piel menos tersa del resto de tu seno.



Me asustó un poco al oírte
esos quejidos que no sabía muy bien a qué eran debido y al
sentir que tu cuerpo se conmocionaba, pero tras permanecer algunos segundos
observándote, comprendí qué te pasaba y que te gustaba
aquello.



Deseaba tocar yo mismo tu rajita,
para saber como funcionaba tu sexo. No me atreví a pesar de que
durante todo el paseo nocturno por el pueblo estuve deseando decirte algo,
lo mismo que lo desea el chico que va a declararse a su chica y no le salen
las palabras. Por eso, esa noche, fui yo el que fue a visitarte a ti en
lugar de dejar que vinieras como las otras veces.



Te sorprendió mucho verme
en tu cuarto. A decir verdad, creo que te asusté. Pero más
te sorprendió cuando al preguntarme la razón por la que estaba
allí, recibiste por respuesta un "quiero que te masturbes delante
mía". Pero no lo dudaste, y aunque no te quitaste el camisón,
vi en la claridad de la luna las bragas fuera de tu cuerpo.



Pude observar tu vello en tu entrepierna
porque abriste tus piernas descaradamente mientras te subías el
camisón casi hasta la cintura y entonces volvió a comenzar
el festival. Se bajó un tirante del camisón y comenzaste
a acariciarte los senos a la par que te tocabas el sexo. Estabas sentada
sobre la cama y reposaste tu cabeza contra el cabecero de la cama.



Me acerqué a ti y me coloqué
entre tus piernas. La textura de tu piel era tan diferente entonces a la
que sentía al tacto en la piscina. Tu cuerpo estaba tan caliente,
la suavidad era tan distinta. Aproveché para agarrar tus bragas
que estaban cerca de mi mano. Eran unas bragas de una tela suave, como
tu piel.



Me reclinaba contra ti para lamer
de vez en cuando tus senos y los endurecidos pezones. Los lamía
con la misma saña con los que tú los pellizcabas. El ruido
de los grillos en el patio ahogaba tus placenteros gemidos. Me abalancé
sobre ti para besuquearte la cara y susurrarte un "te quiero, te quiero,
te quiero". Respirabas profundamente mientras te lo decía.
Me volvías la cara, pero agradecías mis besos en el cuello,
en la mejilla y en tus sienes.



Me fui de la habitación,
pero me llevé tus bragas. Me preguntaste por ellas al día
siguiente. No te las quise dar hasta no haberlas mal lavado, pues me dediqué
a olerlas en el lugar donde tu sexo reposaba. Olía a avecrem, a
mar, a salado. Me masturbé pensando en ti, y no encontré
nada mejor para no manchar las sábanas, que tus bragas. No era lo
cierto. Lo cierto es que me masturbé en tus bragas, porque era lo
más cercano de ti que tenía.



Me obsesioné con tu sexo
al día siguiente. Deseaba tocarlo a cada momento, como un chico
inexperto que era. Tú encontraste una solución. Íbamos
a la piscina como siempre. Llevabas esos pantaloncitos vaqueros deshilachados.
Me explicaste que habías pensado que podíamos darnos un paseo
y después meternos en la piscina. No reparamos ninguno de los dos
en el calor.



Dejamos la piscina a un lado y seguimos
por el camino que se internaba en los olivares. Decidiste ir a la vieja
casita en ruinas, de la que sólo quedaban los muros medios derruidos.
Nos metimos dentro de ella. Te apoyaste contra la pared y me llamaste.
Me llevé una sorpresa al darme la vuelta y descubrirte con los pantalones
bajados y sin bragas. Me explicaste que tus bragas habían desaparecido
la noche anterior.



Me tomaste la mano y la dirigiste
sabiamente. Aprendí a separarte los labios del sexo y a tocarte
el clítoris, y cómo se excitaba y cómo crecía
cuando era acariciado. Ya aprendí yo luego a alternar las caricias
suaves con las caricias llenas de pasión. Tuve muchos reparos cuando
me pediste que te metiera un dedo en el sexo. Me mirabas con cara de corderito.
No sabía que hacer, y confieso que tuve tentaciones de salir corriendo.



Tu sexo estaba húmedo por
dentro. Parecías asustada cuando, una vez con el dedo dentro comencé
a moverlo de arriba abajo y desde adelante hacia detrás, pero ya
te conocía lo suficiente como para saber que era un falso no.



Parece que el no estar en casa de
la abuela te hacía sentir más libre. No ponías reparos
en llamarme amor y en decir mi nombre, mientras tu cuerpo entero se movía
al ritmo que tu batuta te imponía, dentro de tu sexo. Me abriste
la cremallera del pantalón y me sacaste la picha por la bragueta.
Los dos nos masturbábamos mutuamente.



Sentí que me corría
al notar que tu mano, que me había terminado de desabrochar el pantalón,
se metía en mis calzoncillos y me agarraba tiernamente de los testículos.
Comencé a querer llegar con mi dedo en lo más profundo de
tu sexo. No puedo decir que nos corriéramos a la vez, pero me atrevería
a decir que pudo tanto en tu orgasmo el sentir la violenta profanación
de mi dedo, como el percibir en mi aliento entrecortado la inminencia del
orgasmo.



Desde aquel día deseé
masturbarte a cada momento. Confieso que sentía además, la
necesidad de dominarte. Fue algo que apareció poco a poco. No sólo
te perseguía en la tibia agua de la piscina. Te perseguía
por la casa cuando no estaba ni la abuela ni Petra, la mujer de la limpieza,
que iba a limpiar a la casa una vez a la semana, y cuando te alcanzaba,
mis manos se dirigían siempre, tras un largo periplo alrededor de
tu cuerpo, a tu sexo. A veces te escapabas, y seguíamos con la cacería,
pero siempre acababas dejándote alcanzar, y entonces comenzaba a
masturbarte, y no tardabas en responderme con caricias semejantes.



Nos inventamos extraños juegos
en el cual, el ganador era siempre yo y el premio era pasar una noche contigo.
Nos esperábamos uno a otro en los dormitorios, y allí recibía
mi premio.



Qué callado te tenías,
a pesar de nuestra relación lo mucho que sabías. Estábamos
en la discoteca. No pude evitar mirar a la chica que había sido
mi primer amor. Te percataste de ello y te pusiste celosa, así que
te pusiste a bailar, provocando a todos los chicos del pueblo. Pronto no
fuiste capaz de controlar la situación que inconscientemente habías
provocado.



Tuve que enfrentarme con chicos
mayores que yo, y ahora creo, que no me partieron la cara por tío,
porque sabían que era tu primo y que en realidad, ellos hubieran
hecho lo mismo por un familiar. Me puse violento Me enfadé.



Quisiste darme una explicación.
No te hablaba. Quería una compensación, así que te
exigí que esa noche te acostaras conmigo. Te negaste en rotundo.
Te grité. Permanecías callada. Los vecinos escuchaban tras
de las puertas. Me acosté cabreado, y hasta lloré.



A mitad de la noche te vi aparecer
por mi cuarto. Tú también debiste de llorar. Comenzaste como
siempre a meter la mano en mis calzoncillos para sacarme el pito. Pero
hiciste algo que no esperaba. Te lo llevaste a la boca. Mi enfado desapareció
inmediatamente. Me apretabas mucho, así que te susurré que
por favor lo hicieras más suave mientras te acariciaba la cabeza.



Era delicioso sentir tus labios
en mi glande. Me acariciabas entre tanto los testículos, y tu lengua
apuntaba cada vez más certeramente. Eyaculé en un tiempo
record, nada más tocar tus senos, que en aquella posición,
caían de tu cuerpo en toda su extensión. Se me antojaste
una cabra a la que podía ordeñar. No se me ocurrió
que te tomaras todo mi semen. No sabía si apartar mi pito de tu
boca, pero tu me impediste cualquier otra cosa que no fuera derramarme
en ella.



Desde aquel día no acepté
ninguna otra forma de masturbación que tu boca. Te hacía
venir con el camisón, a cuatro patas, o desnuda, y mientras engullías
mi miembro, que se alzaba sobre mis piernas, yo te amasaba las tetas. Luego,
cuando estaba a punto de correrte, oprimía tu cabeza contra mi vientre,
para que no pudieras escabullirte.



Me inquietó tu negativa en
redondo a acostarte conmigo. Te pregunté repetidamente sobre ello.
Me alegró saber que no eras virgen. Sinceramente, no creo que tuviera
valor para quitarte la virginidad. No dijiste que no mantenías relaciones
con hombres porque te había impresionado lo que te dolió.
Me explicaste que desde entonces y hasta hacía bastantes años,
tuviste sólo una relación, y fue con una chica.



Imaginarte haciendo el amor con
otra chica era ya superior a mis fuerzas. Te dije que no te creía.
Que me lo tenías que demostrar. Te engañé. Todo lo
hice por verte, por saber si serías capaz de darme ese placer.



Sinceramente, no pensé que
fueras capaz. Todos sabíamos lo que se decía de aquella mujer,
Petra, que venía a limpiar la casa de la abuela una vez a la semana.
Aquella mañana. Sabíamos que la abuela iría a la capital
a ver a su amiga. Me metí en el armario de tu cuarto. Ella no tendría
que abrirlo para nada, y la madera estaba tan vieja y reseca que desde
las grietas hechas podía verse lo que ocurría en la cama.



Permaneciste acostada en la cama,
sin la sábana, con aquel minúsculo camisón. Le dijiste
a aquella mujer de unos treinta y cinco años, muy morena, de pelo
y de piel, agitanada, que me había ido a acompañar a la abuela.
No dejaste de menearte mientras te miraba. La pobre no podía disimular
su deseo por ti. Un cuerpo hermoso se ocultaba, sin duda bajo aquellas
ropas pobretonas.



Te pidió varias veces que
te estuvieras quieta mientras tu abrías tus piernas y le enseñabas
tu sexo desnudo, bajo el camisón. Hasta los tirantes bajaron hasta
el sitio justo que le permitían verte los pezones deliciosos.



Petra comenzó por tocarte
la pierna, pero mientras te besaba la boca, su mano comenzó a avanzar
peligrosamente hacia tu sexo. Tu le respondías ofreciéndole
tu boca y esperando serenamente que su mano se hiciera dueña del
interior de tu sexo. Sin duda, era cierto lo que de Petra se decía.



Petra se desabrochó la camisa
y se sacó un seno, que lo puso sobre tu cara, y mientras te hacía
el amor con su dedo, te amamantaba, con un pecho que tú no rechazabas.
Al verte correrte deseé estar en el sitio de Petra. Pero aprendí
bastante de Petra. Después de aquello, la mujer se puso entre tus
piernas. Tú sabías lo que iba buscando, pues no te extrañó
ver su cara a la altura de tu sexo, pero para mí aquello volvió
a ser otra sorpresa.



Petra hundió su cara en tu
sexo. La movía como si un niño hubiera hundido su cara en
una tarta y quisiera comerse toda la nata que hubiera en ella. Pude ver
los demoledores efectos que te producían aquella manera despiadada
que tenía de mantener tu clítoris entre sus labios. Estallaste
después de sentir su mano en tu seno, y la manera en que te pellizcaba
los pezones.



No pudimos repetir otra vez la escenita
con Petra, pues realmente fue una coincidencia. Pero Petra seguía
viniendo a limpiar, y te miraba de una forma tan especial que te ruborizaba,
y a mí me excitaba.



Me decías que jamás
me perdonarías lo que te había hecho, pero de hecho, al final
me confesaste que te había gustado, y que no paraste de pensar en
mí, con amor, mientras ello sucedía. Igual que yo. Hubieras
deseado que hubiera sido mi boca la que te tomó aquella mañana.



Desde ese día volvimos más
de una vez a la casita derruida que había por el camino que seguía
más allá de la piscina. Me gustaba hacerte andar y que llegaras
empapada de sudor. Entonces te ordenaba, de una manera más o menos
imperiosa que te bajaras el pantaloncito. Luego yo mismo te bajaba las
braguitas.



La primera vez que probé
tu sexo me costó desenmarañar todo aquel vello rizado que
cubría tu clítoris, pero el contacto de mi lengua con aquella
deliciosa cresta, su sabor, la sensación de dominio que me proporcionaba
sobre ti, que de pié, me dejabas hacer, era maravilloso. Descubrí
el placer de besarte largamente la entrepierna, las ingles, los cachetes...
antes de dedicarme de lleno a tu raja. Yo mismo me masturbaba mientras
te tomaba con la lengua.



Me gustaba agarrarte de las manos
y devorarte así, a pesar de que la resistencia que tú me
imponías era mínima.



Otras veces te agarraba del pelo
y te ponía directamente de rodillas, y te obligaba a que me hicieras
una lamida. Cuanto menos estuvieras preparada, cuando más de improviso
te pillara, más me gustaba. Y a ti también.



Seguro que te acuerdas el día
que acababas de salir de la ducha, y estabas cubierta con tan sólo
una corta toalla. Cómo irrumpí en el cuarto de baño,
y me senté sobre la tapa del inodoro, y tú te sentaste sobre
mis piernas. Te tomé la de cintura y devoré tus pechos. Mi
miembro rozaba tu sexo, y mi semen se quedó pegado al vello que
cubre tu monte de Venus. Tú sabías, como yo, que deseaba
hacerte el amor plenamente, por eso, desde hacía días guardaba
celosamente un preservativo que había adquirido en un expendedor
automático.



Pero tuve que esperar casi al final
del verano para conseguirlo. En las fiestas, ya se sabe que mucha gente
pierde la cabeza. Para nosotros, las fiestas no eran nada especial, pues
aunque había más gente que de costumbre, no la conocíamos.
Pero había posibilidades de diversión.



Nos montamos en alguna atracción.
Era increíble verte, con tus veintitantos años, gritar despavorida.
Luego nos montamos en los coches locos. Me divertía ver la cara
que ponías cada vez que recibías un topetazo. Bebimos un
poco. Ya sabes, un pinchito moruno y una cerveza, otro pinchito y otra
cerveza. Un chico que con dieciocho años no bebe, no aguanté
tres cervezas. Tú tampoco.



Íbamos alegres por la calle,
con más gente que de costumbre, pero aprovechamos cualquier zona
sin gente para besarnos, y abrazarnos.



La abuela nos había preparado
algo de cenar, pero no nos apetecía demasiado. Estuvimos los dos
sentados en la mesa, picoteando. Ninguno quería irse a dormir. Cerca
de la cocina había una alacena, es decir, una estancia relativamente
amplia que hace las veces de despensa. Era el sitio más escondido
de la casa.



Me metí allí. Esperaba
pacientemente que tu dieras un paso. Preguntaste qué hacía.
Te llamé. La alacena estaba oscura. Viniste y te metiste. Comenzamos
los besuqueos. Antes de que te dieras cuenta estabas sin bragas y te acariciaba
el sexo. Tu me quisiste sacar el pito, pero yo no te dejaba.



Te bajé la cremallera del
traje que llevabas. Como eran las fiestas, te pusiste traje. Te bajé
los tirantes del traje y quedaron al descubierto tus senos blanquecinos.
Tú me desabrochaste la camisa y me la arrancaste. En pleno revolcón
te obligué a darte media vuelta y te obligar a clavar tu culo contra
mi vientre. Luego te hice creer que lo que se hacía paso entre tus
muslos era mi dedo. Cuando te diste cuenta del engaño, mi pene estaba
lo suficientemente dentro de ti como para introducirse dentro de un empujón



Sentí que tu lomo se erizaba,
pero ya era inútil que te opusieras. Petra me había enseñado
que tenía que alternar la suavidad con la dureza. Te tranquilicé,
informándote de que me había puesto un preservativo. Me comencé
a mover lentamente, agarrándote de las caderas, suavemente al principio,
y luego, casi con violencia. Tu apoyabas las manos contra la pared y echabas
tu culo contra mí, y eso me animaba a darte más caña.



Mi picha se salía de vez
en cuando, pero la volvía a meter rápidamente. Entonces te
incorporaste y me llevaste hasta una mesa de madera, donde te tendiste.
Me puse frente a ti y te la introduje de nuevo. Esta postura era más
cómoda y te la podía meter entera. Además, sentía
tus piernas y muslos agarrándome alrededor y te veía la cara
de circunstancias.



Te llevabas la mano a la boca y
te la mordías para reprimir unos chillidos que tal vez hubieran
delatado a la abuela. Tus tetas se bamboleaban ante el empuje de mis embestidas.
Nos avisamos mutuamente de la proximidad de nuestro orgasmo. Yo me corrí
antes, pero no dejé de moverme hasta que estuve completamente vacío.
Tú no tardaste en hacerlo, aunque yo casi había acabado.



Te volví a follar el día
antes de que te fueras. Aunque no fue tan emocionante como la primera,
técnicamente estuvo mejor.



Te estoy esperando con deseos locos
para la noche de fin de año. Te adoro. Tu Sol.



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Relato: Carta a mi prima Luna
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