SANTIAGO de CHILE
Era una fría mañana de invierno
en Santiago de Chile, hacia el oriente la Cordillera de los Andes se asomaba
majestuosamente con sus cumbres nevadas. La ciudad poco a poco comenzaba a despertar,
con el habitual ajetreo de las grandes Metrópolis del mundo.
Hace algunas semanas había cumplido
los 18 años y era constantemente asediado por las muchachas de mi círculo
social, pero yo era distinto, no me importaba sentirme querido por una mujer,
ante el asombro de mis amigos que ejercían una presión social
hacía mi.
Esa mañana, como muchas de aquel año,
había decidido faltar a la Facultad, en donde estudiaba Sociología,
me abrigué lo mejor que pude y comencé a caminar por Av. Providencia,
una de las principales arterias de Santiago. En las calles la gente caminaba
sin mirarse, sin saludarse, grises, vestidos uniformemente. Parecía que
estaba en un país europeo y no en uno Latinoamericano. Crucé la
avenida hacia el río Mapocho y me interne, ya al llegar a Plaza Italia,
al Parque Forestal. Me encontraba descansando del largo trayecto, frente a la
entrada del Museo de Bellas Artes, levanté mi vista y vi un cartel que
anunciaba una exposición del pintor español Joan Miró.
Me incorporé y decidí entrar al museo. El museo estaba casi vacío,
ya que era un día de semana. Comencé a descender por las escaleras
que llevaban a las salas subterráneas, en donde por razones de seguridad
se exponían las obras maestras de Joan Miró. Sólo los cuadros
y dibujos eran iluminados por fugaces luces, el resto del recinto permanecía
en la oscuridad. Creyendo que estaba solo en aquella sala me acerco a un cuadro
que me interesó mucho llamado "La Nuit", cruzando la línea
de seguridad, cuando siento que una mano me toca el hombro. Sobresaltado me
doy vuelta y veo a un joven de unos 22 años, alto y de apariencia mediterránea,
que me dice con un acento extranjero:
- Veo que te interesa mucho Miró - identifiqué por el acento que
era español. Si, mucho - le contesté, observando sus atractivos
ojos grises.
Nuestra conversación siguió por
más de una hora. Me contó que vivía en Chile hace algunos
meses cuando a su padre lo designaron el un cargo diplomático. De repente
miro el reloj:
- Ya es muy tarde, debo irme - le dije.
- Yo también - me dijo - ¿Adonde
vas?, si quieres te puedo llevar.
Acepté su invitación. Durante
el camino nuestras miradas se cruzaron más de una vez. Íbamos
por la Av. 11 de Septiembre a más de 100 kilómetros por hora:
- Para, te pueden infraccionar - le dije.
- No pueden - me dijo - es un auto con patente
diplomática.
- Podemos tener un accidente - señalé.
- Por qué piensas eso, no confías
en mi - me dijo - A propósito: ¿Tienes novia?.
- No - le dije - ¿Y tú?
- No, tenía novio pero terminamos -
señaló con toda naturalidad.
Me quede callado. Esa confesión me había
dejado atónito. Alguna vez yo había tenido sentimientos extraños
hacia amigos, pero nunca me preocupé de profundizar en ellos, aunque
tenía amigas, nunca había tenido una novia ni me interesaba tenerla.
- ¿Por qué te quedaste callado?
- me dijo - acaso eres el típico chileno que no acepta la diversidad
sexual.
- Estaba pensando - le dije.
- ¿ En qué?
- Creo que soy gay.
Estacionó el vehículo, me miró
a los ojos, acercó su cara a la mía y rozó sus labios con
los míos. Fue algo superior. Era el primer beso que me daban en mi vida
y me lo había dado un hombre. Por fin asumía mi sexualidad. Me
sentí libre. Nos acercábamos a mi casa en Providencia, llegamos
frente a ella, paró el motor, sacó un lápiz, escribió
un número telefónico.
- Llámame - me dijo.
- Esta bien - le dije
Acercó su cara a la mía y me
dio un beso en la mejilla. Me baje del auto, él hizo partir el motor
y sacó su cara por la ventana.
- Adiós - me dijo.
- Chao - respondí.
Continuará ...
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