Relato: La decadencia del imperio romano





Relato: La decadencia del imperio romano

Ya no quedan hombres en Roma como mi t�o Cornelio, es decir,
hombres honestos y honrados, austeros, buenos patriotas y no dir� castos pero s�
moderados con los placeres. Fueron varones as� los que hicieron de una aldea
italiana la capital del mundo civilizado y es su escasez hoy la que puede
llevarla a la ca�da, porque el pueblo y, aun m�s, la aristocracia han olvidado
la moderaci�n y la dignidad.


�ste es el discurso que defiende en p�blico mi incansable t�o
desde su condici�n de senador. En privado es m�s audaz y culpa de todo a los
emperadores corruptos y soberbios, y siente nostalgia por una Rep�blica que
expir� oficialmente cuando �l era apenas un chiquillo.


No ha conseguido convencer a la aristocracia romana y me temo
que tampoco a su sobrino favorito, que se inclina cada vez m�s por los placeres
de la vida f�cil y desenfrenada... Me refiero a m�, por supuesto. �l sabe que,
aunque apenas he pasado de la veintena, conozco ya tanto las calles del poco
honorable barrio de Subura como las casas de los personajes m�s desinhibidos de
la alta sociedad. A pesar de todo nuestra relaci�n es cordial porque s� ha
logrado ense�arme a apreciar a Homero y a Plat�n, y porque es uno de los mejores
hombres de Roma; aprecio mucho a mi aburrido pero entra�able t�o.



Fue despu�s de participar en una de esas org�as que tanto
disgustan a mi t�o en casa de Catulo, y de la cual ahora hablar�, que me decid�
visitar su villa. Me sent�a realmente agotado y mareado por los excesos. Mi t�o
dice que la urbe de Roma hiede a vicio e inmoralidad: el hombre que quiera
recuperar la cordura necesitar� respirar el aire del campo, donde el aroma es de
virtud y salud.


Algo de raz�n tiene porque necesitaba restablecerme de la
resaca del d�a despu�s, disfrutando de unas horas de verdadero descanso en su
hermosa villa. Charlamos tranquilamente durante la ma�ana y luego comimos bajo
la sombra del patio interior alrededor de un estanque. La comida era frugal:
algo de pescado, pan y aceitunas, y me sent� realmente bien despu�s de devorar
los sofisticados, car�simos e indigestos platos que nos hab�a servido Catulo en
su casa la noche anterior.


El tal Catulo se hab�a convertido en uno de los personajes
m�s escandalosos de Roma desde que regres� de Antioquia con una nueva esposa.
Divorciarse para casarse de nuevo era una costumbre cada vez m�s frecuente, pero
no para desposar a una siria, una extranjera. �l dice que es la hija de alg�n
reyezuelo oriental pero nadie puede creerlo de una mujer que es toda
desverg�enza. Ella es veinte a�os menor que �l, que ronda por los cincuenta, y
sigue los c�nones de belleza de los orientales: pelo negro, piel cetrina y
formas curvas y generosas. Sus ojos oscuros y descarados, sus labios gruesos y
su nariz prominente le dan un aire tan excitante como vulgar (no existe
necesariamente conflicto entre las dos cosas) de mujer dominada por los bajos
instintos. Baste decir que era la �nica mujer "respetable" en la fiesta de
Catulo, porque ninguno de los invitados hab�a pensado siquiera en llevar a su
esposa como compa��a (aunque esto realmente ha cambiado en la actualidad). As�
era la mujer de Catulo y todav�a hab�a de descubrir m�s sobre ella. �Y pensar
que Julio C�sar no se atrevi� a desposar a la reina de Egipto porque era una
extranjera y tem�a el esc�ndalo!



En casa de Catulo tampoco com�amos en duras banquetas sino
c�modamente reclinados sobre nuestros triclinios, y el vino era puro y no aguado
[entre los romanos era costumbre mezclar el vino con agua], y lo serv�an j�venes
desnudas, una manera de ir entrando en calor. Nos serv�an mientras no perd�amos
ocasi�n de ir metiendo un poco de mano... Deb�a haber hecho algo de efecto el
vino cuando le di un buen pellizco a una en las nalgas mientras me serv�a m�s. A
pesar de nuestro descaro no perd�an la compostura y hac�an como si no las
pellizc�ramos o coment�ramos sus encantos entre nosotros. Digamos que eran s�lo
un aperitivo antes de la sorpresa que nos hab�a prometido Catulo. No hab�a
dejado de hacerse el interesante con aquella promesa especial, y por mucho que
pregunt�bamos a nuestro anfitri�n de qu� se trataba, se limitaba a sonre�r y a
pedirnos paciencia. No importaba: era el depravado y extravagante de Catulo y no
nos defraudar�a.


El vino no pudo evitar que notase c�mo me observaba su mujer.
�Qu� descaro hab�a en sus ojos imp�dicos! Su cuerpo se recostaba sobre el
triclinio perezosamente, como si fuera incapaz de cualquier ejercicio f�sico y
su �nica funci�n es que un hombre detr�s de otro montase aquellas enormes
caderas y metiera su pene en el enorme co�o que de seguro hab�a debajo de su
t�nica...


Pensando en cosas tan castas lleg� la promesa de Catulo:
bailarinas de Gades [actualmente C�diz]. "�Qu� sorpresa tan excelente!" dijo uno
de los invitados y ten�a toda la raz�n. Gades, al sur de la Hispania B�tica,
fundada por los fenicios y arrebatada luego por Roma a Cartago, tiene la fama de
sus bellas y habilidosas bailarinas. Yo las he visto y doy fe de que esa fama es
merecida. Juzgue el lector: doce muchachas j�venes y realmente encantadoras, de
cuerpos delgadas y morenos. Nos descubr�an sus pechos proporcionados y firmes,
porque no llevaban otra cosa que sus cr�talos y sus pulseras y collares de metal
en tobillos y caderas que sonaban con sus movimientos. Me es imposible describir
la gracia de sus cuerpos fibrosos y de los ojos negros y seductores.


Est�bamos encantados pero a�n ten�amos que verlas bailar.
Hab�a visto muchas bailarinas de distintos rincones del imperio pero era
maravilloso ver c�mo mov�an tobillos, caderas y brazos... Sus cuerpos desnudos
se agitaban y las pulseras y cr�talos produc�an un ruido constante e hipn�tico:
era imposible quitarles la vista de encima mientras se nos pon�a bien dura
debajo de la t�nica.


Pronto deseamos hacer algo m�s que mirarlas y se nos
acercaron sabi�ndolo y sin dejar de moverse, para que pudi�ramos tocarlas.
Agarr� el fibroso culo de una y los pechos de otra, suficiente para comprobar
que era carne dura y excelente. Nos sonre�an como si aquello fuera un juego,
invit�ndonos a m�s, provoc�ndonos.


Fue Mario el primero que no pudo resistir y se baj� la t�nica
para apoderarse de las caderas de una de ellas y empujarla hasta echarla sobre
una mesa. Sencillamente la foll� mientras observ�bamos. Se hab�a acabado el
control y yo no esper� a que acabase Mario su faena. Agarr� el cuello de una de
las bailarinas y la bes� mientras otra se agachaba para hacerme una felaci�n.
Cuando me cans� de besarla la puse a ayudar a su compa�era y con sus dos lenguas
me daban el doble de placer. No tard� en correrme y lo hice repartiendo ecu�nime
mi semen por sus caras. Ellas re�an como si recibieran una lluvia fresca en
verano mientras se derramaban los grumos blancos por todo su rostro. Despu�s se
lamieron las caras una a la otra para recoger todo el semen. Ver c�mo cada una
pasaba la lengua por mejillas, nariz y labios de su compa�era para limpiarse,
fue suficiente para recuperar la excitaci�n y agarr� a la bailarina que ten�a
m�s cerca y la coloqu� a cuatro patas en uno de los triclinios. Follamos a lo
perro: empujaba aquel culito duro y fibroso para penetrar su co�o mientras gem�a
de una forma encantadora. Aquellas chicas eran graciosas hasta para gemir.


Despu�s de correrme y dejar sus nalgas goteando semen no
recuerdo mucho m�s de manera clara. Estaba agotado y borracho. La carne juvenil
y exquisita, los gemidos y risas de todos los participantes, y los besos y
caricias, se mezclan en mis recuerdos. Luego s�lo recuerdo el fr�o suelo y unas
manos que agarraron mis mu�ecas y tobillos para llevarme a otra habitaci�n.
Ser�an los esclavos que me llevaban a alg�n lecho para reposar antes de irme...
pero la noche todav�a no hab�a terminado.



Despert� mareado y desnudo en un lecho. Delante de m� estaba
la siria, tambi�n desnuda, y riendo de mi aspecto.


- Vamos, espabila, que ahora me toca a m� - me dijo.


La miraba muy sorprendido y, a pesar del sue�o, observaba con
atenci�n su cuerpo desnudo que me parec�a enorme sobre m� con sus anchas caderas
y sus tetas, imposibles de disimular con ninguna fascio pectoralis [el
sujetador romano], que se mov�an de una forma que aumentaban aun m�s mi mareo.
Tampoco me hab�a equivocado respecto a su co�o, realmente enorme. Aquella mujer
s�lo pod�a haber sido princesa en un burdel...


Me acerc� una copa. Era una de esas infusiones que se toman
para soportar m�s tiempo en una org�a. No me agrada tomarlas porque producen
malestar despu�s, pero en ese momento yo quer�a follarla como fuera y apur�
todo.


En cuanto not� que mi pene volv�a a estar r�gido quiso
sentarse sobre m� y aquella enorme obertura que ten�a entre las piernas se lo
trag� como si nada. Ella se mov�a sobre m� y agarr� sus tetas para tenerlas en
mis manos. Pero lo que m�s me fascinaba era su cara, su lengua que asomaba por
sus labios y su expresi�n feroz pero muy excitante.


- �Te gusta enga�ar a Catulo? � me pregunt�.


Realmente era una mujer tan despreciable como excitante en la
cama.


- Catulo es un cornudo... y su mujer es una puta.


Mi respuesta debi� encantarle porque estall� en carcajadas.
Aprovech� para cambiar la posici�n y ahora ella era la que estaba bajo m� y yo
quien se encontraba sobre sus tetas...


- Ahhh... � gem�a como un animal en celo.


- Puta, cerda de burdel... � le susurraba yo. Le gustaba que
le dijera obscenidades y le di el gusto porque realmente me las inspiraba.


Mi verga se hund�a en ese pozo ancho y profundo que era su
co�o hasta que no pude m�s y me corr�. No hab�a acabado de derramarme cuando
ella se levant� y se cubri� apenas antes de salir de la habitaci�n.


- Ha sido magn�fico � me dijo y me dedic� una sonrisa
obscena.


Supongo que ir�a a consolarse con otro. Desde luego si Catulo
cre�a que se contentar�a con acompa�arnos en la org�a, estaba muy equivocado.
Aunque tengo dudas de que Catulo no hubiera previsto que follara con los
invitados: �habr�a estado observ�ndonos? Pero en aquel momento no pens� nada, me
dej� caer y repos� apenas algunos minutos antes de que entraran mis dos esclavos
y me ayudaran a vestirme. Luego hubieron de ayudarme tambi�n a caminar hasta mi
casa...



Y ahora yo estaba tan tranquilamente en la villa de mi t�o,
apenas unas horas m�s tarde. Hablando con �l no dej� de pensar que ten�a raz�n:
hab�a llegado la decadencia del imperio romano. Pero bien val�a esa decadencia
por el placer que nos daba. �Que jam�s vuelvan los tiempos sobrios y castos de
la rep�blica! �Viva la decadencia del imperio romano!


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