- El empleo es suyo
Cerró la carpeta con un golpe
seco, la dejó encima de la mesa y apoyó ambas manos sobre
ella.
- De todos los candidatos usted
ha sido el que mejor ha superado todas las pruebas. Creemos que el puesto
de jefe de la sección de ventas le vendrá como anillo al
dedo. Pero recuerde que en esta empresa somos un equipo. Las individualidades
no están bien vistas porque...
Bla, bla, bla. Siempre el mismo
cuento. Cada vez que entras a trabajar en una empresa te sueltan las mismas
tonterías. ¿Tendrán alguna grabación debajo
de la cama diciendo lo mismo todas las noches para aprendérselo
de memoria?
El caso es que mientras el encargado
de personal no dejaba de hablar, yo me sentía inmensamente contento.
Aquel puesto era el más importante que había tenido que desempeñar
hasta entonces. Era la primera vez que me asignaban un despacho propio
y secretaria personal. Iba a tener a mis órdenes a toda una plantilla
de empleados, y lo único que debía de hacer para ascender
en la empresa era aumentar en un 10\% el nivel de las ventas.
Pocos minutos después, me
dirigía hacia lo que para mí era la culminación de
una vida de estudios y malos tragos. Había tenido que renunciar
a muchas cosas para estar allí. Había pasado por trabajos
de mala muerte con el fin de conseguir experiencia y un curriculum. Pero
al final lo había conseguido. Cuesta mucho entrar en el mundillo,
pero una vez dentro, lo único que puedes hacer es seguir subiendo.
Ni siquiera la historia que me habían contado sobre el señor
Diez, mi antecesor en el cargo, podía ensombrecer mi ego en aquellos
momentos. Según decían, a los pocos meses de estar trabajando
allí, el estrés pudo con él. Un día no se presentó
a trabajar, y en su lugar envió una nota diciendo que se iba a realizar
un viaje por el mundo. Dejó su empleo, a su mujer y a sus tres hijos
y nadie le había vuelto a ver.
Mi secretaria no estaba en su sitio.
Tenía un pequeñísimo despacho a las puertas del mío,
así que nadie podía pasar dentro sin que ella le diera permiso
para hacerlo. Pero si no estaba allí, no podría cumplir ese
encargo. No quería comenzar siendo duro con ella, pero le daría
una pequeña regañina en cuanto pudiera. A los empleados hay
que demostrarles la fuerza de carácter de uno. Tienes que causar
respeto para que te respeten.
Mi despacho no era enorme, pero
desde luego era mayor que cualquier otro sitio donde hubiera trabajado.
Incluso era mayor que aquella habitación de mi anterior trabajo
donde estábamos metidos siete personas durante todo el día.
Miré por el ventanal. La vista era relajante y tranquilizadora.
A lo lejos podía distinguir...
- Buenos días
Aquella voz me sobresaltó.
Me volví para encontrar a una atractiva mujer de unos treinta años,
alta, morena y con un rostro inquietante. Iba vestida con la corrección
que aconsejaba la empresa. Una blusa blanca de manga larga, botones abrochados
hasta el cuello, falda oscura por encima de las rodillas, medias negras
y zapatos de tacón, aunque sin exagerar.
- Buenos días - respondí
- Supongo que usted debe de ser...
- ... su secretaria. Mi nombre es
Laura. Lamento no haber estado aquí cuando ha llegado usted, pero
tenía que hacer unas copias. y mi fotocopiadora se ha estropeado.
La excusa era correcta. No me pareció
oportuno reñirla tan pronto, así que opté por ser
amable con ella.
- No se preocupe. En lo sucesivo
le agradeceré que me avise cuando tenga que ausentarse de su puesto.
No soy una persona exigente. Creo que seremos buenos amigos. - a los empleados
siempre les gusta que les digan estas cosas - Lo único que deberemos
de hacer es trabajar como un equipo.
Cuando me di cuenta de que estaba
a punto de recitarle el rollo que me acababa de soltar el encargado de
personal, sonreí levemente.
- Bien, señorita Alvarez...
- Laura, por favor.
- De acuerdo, Laura. Por favor,
póngame al día.
Resultó ser una empleada
muy eficaz. Cumplía todos mis encargos de manera rápida y
eficiente. Se amoldó muy bien a mi forma de trabajar. Lo único
que yo exijo a mis subordinados es que puedan leerme el pensamiento. Y
ella casi lo conseguía muchas veces. Sabía exactamente cuando
necesitaba una taza de café. Nunca repetía dos veces la misma
excusa a la misma persona. Cuando tenía que quedarme a trabajar
hasta tarde, casi siempre se quedaba conmigo para ayudarme. Se adelantaba
a mis deseos cuando le pedía información, e incluso cuando
no se la pedía. Parecía disfrutar con su empleo. Era correcta
en su trabajo y en su forma de ser y de vestir. Nunca llevaba pantalones.
Las faldas las prefería cortas. Las medias siempre negras, y los
zapatos con un cierto tacón. Me pregunté como una mujer como
ella no ascendía en la empresa. Me informé. Llevaba ya varios
años trabajando allí, pero parecía estar un tanto
gafada. Todos los jefes que le asignaban, al poco tiempo desaparecían,
abandonaban la empresa o eran trasladados, así que no pasaba el
tiempo suficiente con nadie que pudiera recomendarla para un ascenso.
Una noche, muy tarde, éramos
ya las únicas personas trabajando en la empresa. Tenía una
operación importante entre las manos y no podía dejarla pasar.
Me encontraba cansado, pero al día siguiente tenía que presentar
un informe y no podía permitirme el lujo de irme a casa. Como siempre,
ella adivinó mis pensamientos y me trajo un café, muy caliente
y con dos terrones de azúcar. Mientras lo tomaba noté un
cierto sabor agridulce, pero lo achaqué a mi nerviosismo. Aparte
de eso, estaba delicioso. A los pocos minutos me encontré cansado.
Muy cansado. Terriblemente cansado. Apenas podía mantener los ojos
abiertos. La visión se me nublaba por momentos, hasta que mi cabeza
cayó sobre los papeles que abarrotaban mi mesa. Lo último
que recuerdo fue la borrosa figura de mi secretaria mirándome fijamente
desde la puerta del despacho.
Después, la oscuridad.
Cuando desperté estaba solo.
Eran las siete de la mañana. Mi cabeza parecía una bombona
de butano a punto de explotar y mi visión era un tanto borrosa.
Como pude, revisé los papeles. El trabajo estaba ya muy adelantado.
La noche anterior lo había dejado casi terminado antes de dormirme.
De dormirme. Sí. Eso fue.
El cansancio había podido conmigo y me había dormido. Lo
que no entendía era porqué no me había despertado
Laura.
Pero eso ya no importaba. Tenía
que terminar el informe para llevarlo a gerencia. Me apresuré a
ello y en menos de un par de horas lo dejé en la mesa de Laura con
una nota para que lo entregara en cuanto llegara. Ya más tranquilo,
me senté en mi sillón y me permití el lujo de dar
una pequeña cabezadita.
- Buenos días.
Tenía la maldita costumbre
de sobresaltarme. Abrí los ojos y me incorporé sobre el sillón
para que no se diera cuenta de que me había dormido.
- ¿Ha dormido bien? - Una
amplia sonrisa de complicidad se dibujó en su rostro.
- ¿Porque no me despertó
anoche?
- Comprobé que el informe
ya estaba muy adelantado y no lo consideré necesario. Lleva muchos
días trabajando en esto sin descansar, así que decidí
dejarle dormir. ¿Hice mal?
Su voz sonaba como la de una niña
pequeña cuando quiere ser perdonada por algo que ha hecho y que
sabe que no está bien.
La verdad es que, habiendo terminado
el trabajo, la cosa ya no tenía mayor importancia.
- No se preocupe, Laura. Ahora lo
único que quiero es descansar un poco.
Me sentía enormemente cansado,
como si en vez de dormir, me hubiera pasado la noche descargando camiones.
Intenté desperezarme. No era algo que soliera hacer delante de mis
subordinados, pero por algún motivo, no me importó hacerlo
delante de ella. Una pequeña molestia en un costado me impidió
hacerlo completamente a gusto. Toqué por allí y encontré
un pequeño moretón, como si me hubiera golpeado. No era muy
grande, pero dolía horrores. El golpe debió de ser muy fuerte,
pero no recordaba haberme dado ninguno.
- Cerraré la puerta e intentaré
no pasarle llamadas durante un par de horas. Si quiere echarse un rato
en el sofá, le despertaré si viene alguien.
Se dirigió hacia la puerta
con unos increíble e insinuantes movimientos de cadera. ¿Siempre
se había movido así? Nunca antes me había dado cuenta.
La miré de arriba a abajo. Vestía como siempre, elegantemente,
con falda y medias negras. Sus piernas, envueltas en maravilloso nylon
negro. ¡Dios mío! ¡Que piernas!. Y sus zapatos. Eran
maravillosos. Negros, con un tacón de aguja más propio de
una fiesta que de unas oficinas. ¿Porqué nunca antes me había
fijado en aquellos zapatos? ¿Como había podido no haberme
fijado en ella de aquella manera? Con cada movimiento de caderas que realizaba,
una palabra se dibujaba en mi cerebro: fóllame, fóllame.
Cada paso que daba, cada taconazo que sonaba en el suelo, me parecían
los sonidos más maravillosos que pueden provenir del cuerpo de una
mujer. Se detuvo en la puerta. Me miró. Sonrió enigmáticamente
y la cerró.
Me quedé solo.
Solo con mis pensamientos.
Y en mis pensamientos solo estaba
ella.
Me quedé solo con ella.
¿Que diablos me estaba ocurriendo?
Ella no era más que una subordinada.
La empresa prohibía tajantemente las relaciones entre sus empleados.
Pero aquellos zapatos...
¿Zapatos? Yo nunca había
sido un fetichista. Me gustaban las piernas de las mujeres, claro, y más
aún cuando están envueltas en nylon. Pero de ello a lo que
había sentido cuando miraba sus zapatos...
De todas las partes del cuerpo de
una mujer los pies no eran mis preferidos a la hora de excitarme. Sin embargo,
noté que mi pene estaba completamente dispuesto para la batalla.
Lo había estado desde que miré sus zapatos.
Me acosté sobre el pequeño
sofá que había en el despacho. Intenté dormir, pero
no lo conseguí del todo. No podía quitarme aquellos maravillosos
zapatos negros de la cabeza.
Medio adormilado, me encontré
a mi mismo masturbándome mientras pensaba en ellos.
Me despertó el teléfono
un par de horas después. Era Laura para decirme que el gerente quería
verme para discutir mi informe. Todavía no había acabado
de colgar el teléfono cuando ella entró en el despacho con
una pequeña bolsa de aseo en sus manos.
- Aquí encontrará
todo lo que necesita para afeitarse y acicalarse un poco. No puede ir a
ver al gerente así. Tiene una pinta horrible.
Me miré a mi mismo y comprendí
que tenía razón. Toda mi ropa estaba arrugada, e imaginé
mi rostro dejando entrever la primera barba de la mañana.
- La ropa no será problema.
Si se pone la chaqueta y procura estar de pié el menor tiempo posible,
no se darán cuenta. Acérquese al cuarto de baño y
aféitese.
- ¿De donde ha sacado esto?
- Su predecesor, el señor
Diez, también solía quedarse dormido en el despacho muchas
noches.
- ¿Fue usted la secretaria
del señor Diez?
- Si. Hasta que se marchó.
Ya sabe...
- Sí. Ya lo sé.
Nadie me había dicho que
ella fuera su secretaria. Supongo que pensaron que no tenía importancia.
Yo tampoco se la di. Me afeité,
me acicalé un poco y fui a la reunión con el gerente.
La cosa salió estupendamente.
Mi primer trabajo de importancia había sido un éxito. Incluso
el gerente me invitó a comer. Pasamos toda la tarde discutiendo
el informe y bien caída la noche me felicitó y nos despedimos.
Estaba contento. Casi eufórico cuando llegué a mi despacho.
Era Viernes, aquella noche ya no tenía que trabajar, el gerente
me había felicitado y tenía todo el fin de semana por delante.
La vida me sonreía.
Me sorprendí al encontrar
allí a Laura. Apenas quedaba ya nadie trabajando.
- ¿Todavía no se ha
ido a casa? - pregunté mientras me dirigía a mi mesa y me
sentaba en mi sillón.
- Quería saber como le había
ido.
Había un tono de sinceridad
en su voz. Parecía como si le importara realmente que yo triunfara.
Enablé una enorme sonrisa de satisfacción y la miré.
- Me ha felicitado.
- ¡Lo sabía! La verdad
es que se lo merece. Ha trabajado mucho en este proyecto como para que
no se lo reconocieran.
Mientras hablaba, se acercó
a la mesa, la bordeó y se colocó en la parte de atrás,
donde yo me encontraba.
- Me gustaría celebrarlo.
¿Quiere venir mañana a cenar a mi casa? Soy una buena cocinera.
Le aseguro que no le decepcionaré.
¿Cenar en su casa? ¿Se
había vuelto loca? ¿Quien se había creído ella
que era?
- Verás, Laura, el caso es
que yo...
- No puede negarse. Ya lo tengo
todo preparado.
Me molestó el casi imperceptible
todo de condescendencia de su voz. Parecía una madre intentando
razonar con su hijo pequeño. En un acto de confianza inconcebible,
se sentó en la mesa, dejando en alto sus hermosas piernas... y sus
zapatos.
- La empresa prohibe expresamente...
prohibe... la empresa...
No conseguía concentrarme.
El incesante balanceo de sus pies me tenían casi hipnotizado. Aquellas
maravillosas piernas, culminadas con los más increíbles zapatos
que habían visto nunca.
- No te preocupes por la empresa.
Nadie tiene porqué enterarse, ¿no crees?
- Yo no... puedo... no...
- ¿Te gustan mis zapatos?
La pregunta me dejó helado.
Se había dado cuenta de que la miraba. Intenté recuperar
mi compostura pero no pude apartar mis ojos de aquellos maravillosos zapatos.
- Me parece que sí que te
gustan, ¿no es así? Pues tengo algo mejor aún para
enseñarte.
Con un movimiento dejó caer
al suelo sus zapatos. Sus pies aparecieron radiantes, cubiertos también
por el oscuro velo de las medias negras. Sin darme tiempo a reaccionar,
los acercó a mi cuerpo y comenzó a tocar mis piernas con
ellos.
- Ya veo que te gusta mucho mirarme.
¿Te gusta también que te toque?
No podía casi moverme. Notaba
que mi cuerpo no quería obedecerme. Haciendo un esfuerzo increíble,
conseguí levantar la vista, para darme cuenta de que lo que ahora
me atraía eran sus pechos. La blusa que llevaba puesta era transparente.
Durante todo el día había ido enseñando el sujetador
a través de la suave tela blanca. Pero ahora no llevaba. Se lo había
quitado. Bajo el velo de la tela aparecían radiantes sus oscuros
pezones. La forma de sus pechos era claramente visible desde donde yo estaba.
Menos de un metro me separaba de ella. Sus pies seguían jugueteando
con mis piernas. Levantó uno de ellos y lo colocó sobre mi
vientre. Al hacerlo, mis ojos volvieron a verse irremediablemente atraídos
hacia ellos.
¿Que demonios me estaba ocurriendo?
Yo no podía estar allí, mirando los pies de mi secretaria
como si fuera un colegial enamorado de su profesora. ¡Ni siquiera
me gustaban los pies!
- ¿Estas seguro de que no
quieres venir mañana a mi casa?
Una perversa sonrisa cruzaba su
rostro cuando deslizó su pie hacia mi ingle. El contacto de su pie
con mi pene a través de la tela del pantalón me causó
un efecto inmediato. Noté la presión de mi sexo sobre los
pantalones, intentando liberar sus energías. Laura también
lo notó. Incrementó sus juegos ayudándose del otro
pie y presionando como si fuera una verdadera profesional. Me estaba masturbando
con sus pies, y lo peor de todo era que yo la estaba dejando hacerlo.
- ¿Te gusta esto, mi duro
jefe?
De todo lo que estaba ocurriendo,
el oír mi propia voz no fue lo que menos me sorprendió.
- Ssssssi
- Quieres que siga con ello, ¿verdad?
- Sssi, pppor favvvorr
- Pues entonces tendrás que
venir mañana a mi casa.
¿Porqué estaba tan
empeñada en aquello? ¿Para qué diantres tenía
que ir a su casa? ¿Creía realmente que podía obligarme
a ir?
- De acuerdo, de acuerdo. Iré,
pero no paressss...
¿Había dicho yo aquello?
Me horroricé al comprobar que así había sido. No podía
dejar de mirar sus pies mientras realizaban su placentero trabajo con mi
sexo. Cada vez me sentía más y más excitado.
- Muy bien, así me gusta.
Te has portado bien, y voy a darte tu recompensa. Vas a correrte, como
nunca antes en toda tu vida te habías corrido. Te gustan mis pies
y vas a correrte gracias a ellos, y cuando lo hagas, tu vida nunca volverá
a ser la misma. Vas a correrte... ¡ahora!
Justo en el instante en que ella
lo dijo, los espasmos comenzaron a recorrer mi cuerpo. El placer era increíble.
Nunca antes había sentido un orgasmo como aquel. Mientras me corría,
sus pies seguían presionando sobre mi pene, al ritmo de las convulsiones,
causándome aún más goce, si eso era posible. Después
de cuatro o cinco sacudidas, mi cuerpo quedó sin fuerzas, exhausto
en el sillón. Yo seguía mirando sus pies como un pajarillo
hipnotizado por una serpiente mientras notaba como una mancha húmeda
aparecía en mis pantalones. El semen había quedado todo en
mi ropa interior y comenzaba a dar muestras de su existencia.
Con la voluntad rota y mi cuerpo
sin fuerzas, como una marioneta, la miré mientras sus hermosos pies
volvían a introducirse dentro de sus increíbles zapatos,
y sus más aún hermosas piernas la llevaban hacia la puerta
del despacho.
- A las ocho y media. Tienes mi
dirección sobre tu mesa. Hasta mañana, jefe.
Con una diabólica sonrisa
en su boca, cerró la puerta y me dejó solo con mi angustia,
y con mis pantalones mojados de semen.
Cuando estaba a punto de llamar
al timbre me pregunté, por enésima vez en la noche, el motivo
por el que mi cuerpo se había dirigido allí. Era como si
mi mente no tuviera ya el control de mis músculos, o como si, inconscientemente,
fuera impulsado por una fuerza misteriosa y me viera impelido a realizar
cosas contra mi voluntad. Haciendo un último esfuerzo, intenté
no tocar el timbre de la puerta, pero fue en vano. La odiosa campanilla
sonó cuando mi dedo presionó sobre el botón.
Pese a todo, no estaba preparado
para la visión que me esperaba cuando se abrió la puerta.
Una mujer me miraba con cara de odio. Le devolví la mirada, pero
con temor en mis ojos, mientras me daba cuenta de que llevaba los pechos
al aire. Dos tiras de cuero se cruzaban entre sus pechos para desaparecer
tras su espalda. No llevaba pantalones, ni falda, ni siquiera bragas. Solamente
un liguero negro, unas medias del mismo color, y unos inconcebibles zapatos
negros con un tacón de aguja de más de 10 centímetros
de altura. Pero lo que más me sorprendió fue que los ojos
que con tanto odio me miraban eran los de Laura, la eficaz secretaria que
de alguna forma me había hecho ir hasta su casa, después
de proporcionarme el mejor orgasmo de toda mi vida.
- ¡Entra, cerdo!
Sus palabras se clavaron en mí
como cuchillos, mientras comprobaba asustado como mi pene reaccionó
a aquel insulto con una casi inmediata erección. Aunque intenté
rebelarme con todas mis fuerzas, entré en la casa como un cordero
que sabe perfectamente que la puerta que cruza le conduce hasta el matadero.
Escuché como la puerta se
cerraba detrás de mí cuando súbitamente me di cuenta
de que el suelo ascendía vertiginosamente hacia mi cara.
Tumbado en el suelo comprobé
que me habían empujado sin miramientos.
- A partir de este momento, solo
te pondrás de pie en mi presencia cuando yo te dé permiso,
¿entendido?
Aquella mujer estaba loca. Cerré
mis ojos y comencé a desear con fuerza: esto no me está ocurriendo,
esto no me está ocurriendo...
Un fuerte dolor sacudió mi
costado, obligándome a arquearme sobre mi mismo, cuando ella me
golpeó con su pié.
- ¿Es que no me has oído?
- Ssssi, ssi.
- Te he dicho que solo te pondrás
de pié cuando te dé mi permiso. ¿Entendido?
- Sí.
No quería que volviera a
golpearme, así que decidí seguirle la corriente.
- Muy bien, no te muevas de aquí.
tengo algo que hacer.
Y me dejó tendido en el suelo,
con un enorme dolor en el costado, y llorando como un niño pequeño.
Pero nada de aquello me preocupaba
más que el que mi pene estuviera en continua erección desde
que ella me había abierto la puerta.
Al cabo de unos minutos escuché
el sonido de sus tacones contra el suelo. Entreabrí los ojos para
mirar como se sentaba en el sillón que había en medio de
la habitación. Llevaba una cadena en la mano. Siguiendola con la
mirada comprobé estupefacto que terminaba en un collar que se encontraba
alrededor del cuello de un hombre semidesnudo. Apenas llevaba unas tiras
de cuero sobre el cuerpo, similares a las de ella, y un par de tiras más
alrededor de las piernas. Estaba arrodillado, casi como si estuviera a
cuatro patas. Aparte de eso, la única peculiaridad que podía
observar en él era que su pene estaba tan erecto como un cuchillo
de cocina dispuesto a trinchar un pavo.
- ¿No saluda a nuestro invitado,
señor Diez?
Laura no se dirigía a mí,
sino al hombre que tenía a su lado, atado con una correa como si
fuera un perro.
- Hola - fue la escueta respuesta
del hombre
¿Diez? ¿Había
dicho señor Diez? ¿Mi predecesor?
Se suponía que ese hombre
se había visto afectado por el estrés y se había ido
de viaje.
Ella debió de ver la estupefacción
en mi rostro, y con la misma eficacia que me leía el pensamiento
cuando estábamos trabajando, lo hizo también en esta ocasión.
- Sí. Es el señor
Diez. Y aquellos de la esquina son sus otros predecesores.
Miré hacia donde me había
señalado. Acurrucados, a cuatro patas, desnudos excepto por las
tiras de cuero como las del señor Diez, habían tres hombres
más. No reconocí sus rostros, pero sí que reconocí
la erección que todos tenían. Al parecer todos los hombres
en aquella casa tenían... teníamos la misma capacidad de
permanecer en erección durante largo tiempo.
- Tengo los zapatos sucios. ¿No
te apetece limpiármelos?
¿Limpiar sus zapatos? Claro,
¿porqué no? Con tal de que no me pegara cogería un
trapo y los limpiaría. Me arrastré hacia ella y comencé
a limpiárselos. No fue hasta algunos segundos después cuando
me di cuenta de que no estaba usando ningún trapo, sino ¡mi
propia lengua!.
- Muy bien, muy bien. así
me gusta. Eres muy obediente.
¿Como podía estar
limpiando los zapatos de una mujer con mi lengua? No podía comprenderme
a mi mismo. De cuando en cuando, algunos de mis lametazos se salían
de los zapatos e iban a parar a sus pies, cubiertos por la fina tela de
las medias. El sabor de la piel de los zapatos, unido al del nylon de las
medias, en lugar de repugnarme, me llenaba de una extraña excitación.
Mi pene seguía erecto como nunca, llegando a producirme un cierto
dolor cuando me movía. Laura, de nuevo, leyó mi mente.
- ¿Te aprietan los pantalones?
Eso tiene fácil solución, querido. ¡Quítatelos!
¿Se habría creído
esa loca que me iba a quitar los pantalones delante de ella?
¡Ni hablar!
Noté una especie de liberación
cuando mi pene consiguió salir del aprisionamiento de mis pantalones
y mis calzoncillos. Antes de darme cuenta, sin saber el motivo por el que
lo había hecho, me encontraba desnudo de cintura para abajo. Mi
pene parecía querer alcanzar el cielo, apuntando directamente al
cuerpo de mi secretaria.
- ¿Te alegras de verme, corazón?
- Una cínica sonrisa convertía su rostro en el reflejo mismo
de la depravación - Demuéstramelo. ¡Mastúrbate!
Esta vez no me cogió por
sorpresa el encontrarme a mi mismo obedeciendo su orden. Comencé
a jugar con mi pene, con suaves movimientos al principio, aumentando el
ritmo a medida que mi voluntad desaparecía mientras mis ojos no
podían apartar la vista de sus pies. No conocía el motivo,
pero a cada minuto que pasaba, me sentía más y más
excitado por ellos.
- ¿Sientes curiosidad de
saber lo que te ha pasado, querido?
¿Lo que ha pasado? Si, si.
Quería saberlo. Quería que me explicara porqué no
podía controlar mis impulsos, porque me estaba masturbando delante
de ella y de cuatro hombres más.
- Es muy sencillo. Todos los hombres
sois unos cerdos. Os aprovecháis de las mujeres en la vida y en
los negocios. Nos tratáis como esclavas. Tan solo nos permitís
ser vuestras secretarias, en lugar de vuestras compañeras o vuestras
superiores. Tú y todos ellos - señaló a los otros
- habéis pasado de ser mis jefes a ser mis esclavos.
Desde el fondo de mi alma conseguí
fuerzas para hacer una simple pregunta.
- Pero... ¿como...?
- Es muy sencillo. Una pequeña
cantidad de cierta droga en el café, y quedáis indefensos.
Primero notáis somnolencia, pero es algo más que eso. Dejáis
la consciencia, aunque sin entrar directamente en el sueño. La droga
causa un efecto narcótico que actúa sobre el centro de voluntad
del cerebro. Una vez drogados, sois muy susceptibles a la hipnosis. Cualquiera
con unos mínimos conocimientos puede haceros pasar del sueño
de la droga al trance hipnótico. Después, unas simples sugerencias
post-hipnóticas os convierten en mis esclavos. Como animales que
sois, la primera muestra de humillación es el amor que sentís
hacia mis pies. Adoráis mis pies, y no tenéis más
remedio que obedecer mis órdenes cuando los estáis mirando.
Después, ya es fácil jugar con vosotros. Una vez en mi casa
ya sois míos completamente. Nunca más volverás a salir
de esta casa, al menos sin mi permiso. Escribirás una carta a la
empresa despidiéndote. El estrés causado por la necesidad
de acabar el informe de ayer pudo más que tú. Todavía
no he decidido a donde vas a decir que te has escapado, pero seguro que
algo se me ocurrirá.
Mientras ella hablaba, yo seguía
masturbándome con todas mis fuerzas. A medida que sus palabras iban
entrando en mi cerebro, el deseo iba consumiendo los últimos restos
de mi voluntad. Sus pies salieron de sus zapatos para juguetear de nuevo
con mi pene, aunque en esta ocasión, el suave tacto del nylon de
las medias directamente sobre la piel de mi órgano más sensible
me produjo unas inmensas oleadas de placer.
- ¡No te corras! Todavía
no te he dado permiso.
Mis testículos estaban a
punto de estallar, pero me encontré sin fuerzas para correrme. Ella
lo había ordenado y a pesar de que mis manos se movían frenéticamente
sobre mi pene, no podía llegar de ninguna manera. El placer de la
masturbación, unido al dolor de mis testículos, creaban unas
sensaciones que no había sentido en toda mi vida. Sentí como
una de mis manos cogía su pié y lo restregaba sobre mi pene,
mientras que mi otra mano seguía frenéticamente intentando
obtener lo que se me había prohibido.
Mientras tanto, ella se reía
ruidosamente. Sus carcajadas tan solo me hacían sentir más
placer. Todo lo que ella hacía o decía incrementaba mis sentidos
hasta límites insospechados. El calor de su piel llegaba a mi mano
y a mi pene a través de la suavidad de sus medias. Apenas podía
mirar a otra parte que no fueran sus pies. Tenía delante de mis
ojos la gloriosidad de su sexo totalmente al descubierto, abierto completamente
el tener que mantener uno de sus pies sobre mi sexo y el otro apoyado en
el suelo. Adivinaba sus pechos moviéndose seductores al ritmo que
yo agitaba su pierna con mis bruscos movimientos intentando usar su pie
para llegar al orgasmo. Pero a pesar de todo, yo no podía apartar
mi vista de aquellos maravillosos y deseables pies. Sabía que mi
sentimiento era forzado, que no era más que una sugerencia post-hipnótica
que ella me había implantado. Pero nada tenía ya importancia.
Tan solo la necesidad de llegar al orgasmo.
Mi pene comenzaba a resentirse de
los esfuerzos a los que le estaba sometiendo. La fricción sobre
mi piel empezaba a dolerme. Ella seguía riendo. En una huidiza mirada
conseguí verla, exuberante, riéndose de mí mientras
usaba su mano para masturbar al señor Diez, cuyo rostro reflejaba
una felicidad absoluta y una gratitud sin límites por usarle a él
para darse placer a sí misma.
- Muy bien, creo que ya estas listo.
Cuando yo te diga, te correrás. Y cuando lo hagas, con cada gota
de semen que salga de tu polla, tu voluntad desaparecerá por completo.
Te convertirás en mi esclavo, en mi perro personal, en un animal
de compañía, dispuesto siempre para mí, con la polla
siempre a punto para mi placer. Jamás pensarás en darte placer
a ti mismo si no es para proporcionármelo a mí. Tu vida no
tendrá ningún otro sentido más que amarme, obedecerme
y servirme. Nada será más importante que yo.
Cada una de sus palabras era un
cuchillo que perforaba el centro del placer de mi cerebro. No importaba
lo que decía, tan solo deseaba correrme, llegar al orgasmo e irme
de aquella maldita casa para siempre. Irme. Correrme. Tocar sus piernas.
No volver nunca. Besar sus pies. Salir de allí. Lamer sus zapatos...
- Ya puedes correrte.
Fue como si un invisible tapón
fuera apartado de la punta de mi pene. El semen comenzó a salir
con una presión extraordinaria. Mis manos, el suelo, y sus pies
se vieron inundados por oleadas de mi líquido blanco, causándome
un placer mayor incluso que el de la noche anterior. Con el primer espasmo,
mi mente comenzó a pensar en la forma de salir de allí. Con
el segundo, pensé que tenía tiempo para pensarlo. No tenía
prisa. Con el tercero, el más fuerte, no me importaba estar allí
hasta el día siguiente. El cuarto y quinto espasmos fueron cortos,
y el sexto casi inexistente. Cuando acabé de correrme, casi sin
fuerzas, contemplé el espectáculo que había causado
con mi orgasmo, pero de todo lo que vi, tan solo me importaba una cosa:
su pie estaba completamente manchado con mi semen.
Una vez más, Laura leyó
mi mente.
- ¡Límpialo, esclavo!
Sin dudar ni un solo instante, contento
por la posibilidad de que mi lengua volviera a tocarla, comencé
a lamer su pie. La suavidad del semen se confundía con el sabor
agridulce de las medias. No era algo tan desagradable el beber semen. Al
fin y al cabo, era mío. Con el rabillo del ojo contemplé
como el señor Diez se corría a la orden de Laura y su pene
perdía fuerza y erección, tal y como me había pasado
a mí. Pero al comprobar mi propio órgano, contemplé
como cada vez que lamía el pie de Laura, volvía poco a poco
a la posición de erección original, increíblemente
a punto para lo que fuera necesario. Perdido en mis observaciones, no me
di cuenta de que ya no quedaba semen en el pié, a pesar de que yo
seguía lamiendo como si hubiera pasado varias semanas sin comer.
- Ya está bien, esclavo.
Ahora ven aquí y lámeme el coño.
Aquella orden me complació.
Contento y con nuevas energías, me acerqué a ella. Lo único
que tenía en la cabeza era cumplir su orden, darle placer. Lejos,
en el fondo de mi cerebro, una pequeña, minúscula idea intentaba
no morir aplastada por el peso del deseo. La idea de escapar era ya tan
minúscula que no me di cuenta ni de que se desvanecía en
el olvido absoluto. Cuando desapareció, ni una sola parte de mi
cerebro lo lamentó. Del fondo de mi alma, reflejando mis verdaderos
anhelos, mis únicos deseos de servir a aquella mujer, salieron mis
siguientes palabras.
- Gracias, ama.