Relato: El Superdotado (01)





Relato: El Superdotado (01)


AMORES Y AMORIOS


DE UN


SUPERDOTADO







A�O 1.923






Al nacer, mis berridos se unieron al estampido del �ltimo
ca�onazo de la Primero Guerra Mundial, aquella in�til matanza que, en todos los
campos de Europa, dej� centenares de miles de muertos, inv�lidos y
desaparecidos.


Me han dicho que nac� en un barco en 1.918; que mi madre
muri� de fiebres puerperales durante la traves�a desde Cuba a Espa�a y que su
tumba est� en alg�n lugar del Atl�ntico; que nos marchamos de La Perla del
Caribe porque estall� la insurrecci�n de los macheteros y los negros quer�an
matar a mi padre; que mi hermana Irene, una chica preciosa catorce a�os mayor
que yo, estuvo muy enferma por la pena que le caus� tener que abandonar a su
novio cubano.


En el decurso de los a�os descubr� que todo esto era mentira.


Pero ser� mejor que empiece por el principio, y, �ste
principio, naturalmente, comienza con mi primer recuerdo a la edad de cinco
a�os, y, por lo tanto, ocurri� en 1.923 durante el verano; s� que era verano
porque hac�a un calor que hasta sudaban las bombillas.


La enorme casa del Pazo de Quiroga, a veinte kil�metros de
Lal�n, Pontevedra, estaba silenciosa, aunque afuera, en la arboleda, chirriaban
las cigarras compitiendo entre ellas en estridencia. Oyendo su monocorde
sinfon�a acostumbraba yo a dormir la siesta. Aunque la habitaci�n estaba en
penumbra, entraba la suficiente claridad por las entornadas contraventanas para
darse cuenta de que fuera luc�a un sol de justicia.


Despert� sudando, pese a estar desnudo sobre las s�banas.
Abr� los ojos y vi la blanca pared de la habitaci�n tan conocida como mi propia
mano; me gir� hacia el otro lado. La sorpresa me hizo abrir los ojos como
platos, parpadeando a causa de la impresi�n que recib�.


Concha, la chacha que me cuidaba, una garrida moza de
diecinueve a�os, pelo negro, ojos negros, carnes blancas, prietas y macizas,
estaba acostada a mi lado como todos los d�as. Ten�a los ojos cerrados, la
faldilla en la cintura y no llevaba bragas. Los blancos y macizos muslos al
aire, separados casi en comp�s, me dejaban ver un panorama tan extraordinario
que por poco me da un soponcio.


Una de sus manos se mov�a suavemente sobre los negros rizos
de su pubis. Las aletas de su nariz se dilataban de cuando en cuando, se mord�a
los labios y levantaba el trasero como si debajo de �l tuviera un acerico. Con
la otra mano se acariciaba un hermoso y erguido pez�n oscuro del blanco pecho
que sobresal�a de su corpi�o.


No supe por qu� mi pirul� comenz� a levantarse y a ponerse
duro y berroque�o como el granito. No sab�a entonces explicarlo, pero si sab�a
que mirar su desnuda entrepierna de negros rizos me la pon�a tan tiesa que hasta
me dol�a.


Me sent� en la cama y, al o�rme, abri� los ojos y me mir�.
Sus manos se detuvieron y suspir�. Luego, sin cambiar de postura, separ� las
manos de su cuerpo, mir� mi tiesa verga y me sonri�. Animado por la sonrisa, me
inclin� sobre lo que m�s llamaba mi atenci�n: los negros rizos que cubr�an su
carnosa herida. Los acarici� enredando mis dedos en ellos.


Ni se movi�.


Volv� a mirarla, segu�a con media sonrisa en los labios, y
aquello quer�a decir que mi curiosidad no la molestaba y que pod�a seguir
adelante.


Ten�a los muslos lo bastante separados como para que pudiera
apreciar todo su sexo n�tidamente. Los abultados labios de su vulva me incitaron
a tocarlos. Se abrieron al jugar con ellos, dejando al descubierto una carne
rosada y brillante que humedeci� mis dedos cuando la toqu�.


Tampoco s� por qu� tuve deseos de chupar aquella tierna y
h�meda carne, pero mi posici�n lateral no era la adecuada para hacerlo como
quer�a. La mir�, segu�a sonriendo levemente, de modo que pas� por encima de su
muslo, coloc�ndome en medio de ellos.


Entonces si que pude hocicar mi boca sobre aquella parte de
su cuerpo que tanto me excitaba. Ten�a un olor que me encantaba: el de la playa
en la bajamar cuando la marea deja al descubierto las algas sobre las rocas. Lo
chup�. Su sabor me record� de inmediato al percebe, especie marina que me gusta
con delirio. Lo lam� de arriba abajo y de abajo arriba.


Se estremec�a cada vez que mi lengua tocaba un duro bot�n de
carne, pero yo, demasiado inocente, no supe darme cuenta. Fue ella la que me
oblig� a detenerme sobre el bot�n de marras, sujet�ndome la cabeza con las
manos. Entonces si que comprend� r�pidamente que all� radicaba su deseo; el
deseo que se lo chupara. Y as� lo hice, aspir�ndolo con fuerza y lami�ndolo con
toda la lengua. Sus muslos se estremecieron sobre mis mejillas, sus manos
oprimieron mi cabeza contra su sexo, y sus caderas se levantaban ofreciendo a mi
boca toda su vulva abierta. Yo ten�a la barbilla hundida en lo que m�s tarde
supe era la entrada de la vagina.


De pronto not� su mano oprimiendo mi dura verga. Tiraba con
fuerza de la piel del prepucio hacia abajo y me hac�a da�o, pero mi excitaci�n
era tanta que hubiera soportado el doble de dolor sin quejarme. Mi capullo qued�
al descubierto y el roce de su mano en sitio tan delicado y protegido, me hizo
estremecer de gusto.


Justo en ese momento la puerta se abri� de golpe. Est�bamos
tan entretenidos que no la o�mos caminar por el pasillo.


-- Pero... � qu� es esto? - su voz sonaba at�nita y furiosa.


Concha me dio un empuj�n envi�ndome contra la pared y
poni�ndose de pie mientras se arreglaba el vestido. Mi hermana, mordiendo las
palabras y trat�ndola de usted, resopl�:




-- Haga el favor de recoger sus cosas y desaparecer de
esta casa inmediatamente. Y no la hago detener por la Guarida Civil porque
es usted menor de edad y por no darle un disgusto a sus padres. �Fuera de
esta casa ahora mismo!




Concha sali� disparada de la habitaci�n sin decir palabra.
Por desgracia, no volv� a verla nunca m�s � L�stima grande!


Alg�n psiquiatra o psic�logo dir� que aquella primera
experiencia marc� mi mente infantil de forma indeleble y de ah� mi posterior
comportamiento sexual. Posiblemente tendr� raz�n, pero yo no lo considero muy
probable. De la mujer, como del cerdo, me gusta todo. Nunca me han gustado las
lentejas, y no por eso tengo visitar al psicoanalista.


Cuando Concha desapareci�, mi hermana se encar� conmigo.


-- Y a ti � no te da verg�enza hacer esas guarradas, marrano?


-- No, � por qu�? � Es algo malo? A m� me gustaba, Nere - por
aquel entonces yo dec�a Inere, en vez de Irene y a �sta le qued� Nere para el
resto de su vida.


-- Pero habrase visto el muy... - movi� la cabeza con enfado
- Si se lo digo a tu padre te mata.


--�Se lo vas a decir? - pregunt� asustado y haciendo
pucheros. Sab�a que Nere no pod�a verme llorar y explotaba esa debilidad suya
cada vez que me conven�a. Tambi�n esta vez dio resultado. Si Nere le hubiera
dicho a mi padre todas mis jugarretas, no hubiera llegado a viejo, porque me
hubieran enterrado antes de cumplir los seis a�os. Mi padre era una bestia, alto
como un chopo y ancho como un tonel. Me parec�a tan viejo, con su barba y
leonino pelo gris, como los ancianos patriarcas de los cuadros que colgaban de
las paredes de la biblioteca.


-- No llores, por favor, cari�o. Si me prometes que nunca m�s
volver�s a hacerlo, no le dir� nada. Adem�s, bien mirado, la culpa no es tuya �
murmur� acun�ndome entre sus brazos.


Inmediatamente pens� si ella tambi�n tendr�a entre los muslos
lo mismo que Concha. Claro, me dije, es una mujer y debe tenerlo m�s bonito
todav�a que el de Concha, porque tambi�n es much�simo m�s guapa.


Me mir� la erecci�n y volvi� a mover la cabeza, � Jes�s! -
exclam� asombrada.


Ya la hab�a visto en el mismo estado m�s de una vez, pero
siempre pon�a la misma cara de asombro y soltaba el Jes�s de marras. Supe m�s
tarde que todo se deb�a a la capacidad de intumescencia de mi miembro viril, que
era asombrosa. Tanto es as� que, a los cuatro a�os, cuando por las ma�anas la
ten�a empinada con las ganas de orinar, no pod�a abarcarla entera con la mano.
Ni Nere tampoco, pese a tener casi diecisiete a�os.


Aquella tarde, Nere me llev� al cuarto de ba�o y me dio una
ducha de agua fr�a que, poco a poco, logr� reducir mi verga a su estado normal.


Pocos d�as despu�s de que Concha desapareciera de mi vida
apareci� Elisa. Era mucho mayor que Concha, pues, por lo que recuerdo de a�os
posteriores, quiz� rondar�a los veinticinco o veintis�is a�os.


Pero sus deberes para conmigo ya no fueron los mismos de
Concha. Ten�a prohibido entrar en mi habitaci�n, vestirme, desnudarme y ba�arme.
A partir de aquella tarde todo esto lo hac�a Nere. Elisa s�lo me preparaba la
comida, la ropa, los zapatos y me sacaba a pasear por los jardines para que
jugara, aunque siempre a la vista de la casona del Pazo. Tambi�n a partir de
aquel suceso, Nere consider� necesario que yo deb�a comenzar a estudiar.


En la gran casa del Pazo hab�a cuatro mujeres sin incluir a
Nere. Manuela, la cocinera, que ten�a unas cachas que se bamboleaban al caminar
como una barca sobre las olas; Marisa, la doncella de Nere, bastante guapa y
joven y con unas piernas casi tan bien torneadas como las de mi hermana; Elisa,
que hubiera sido muy atractiva de no tener el car�cter de una virago y ser tonta
del culo, y, finalmente, Pepita, peque�a y vivaracha como una ardilla. Cada vez
que la ve�a caminar, su trasero me parec�a el p�ndulo acelerado de un reloj. Yo,
a los cuatro a�os, le llegaba a las tetas bastante prominentes por cierto. Se
las pellizcaba en cuanto se descuidaba un poco. Claro que, seg�n dec�an, yo
ser�a un gigante a�n m�s alto que mi padre, si segu�a creciendo como hasta
entonces. No se equivocaron, a los diecis�is a�os media un metro noventa y
cuatro, diez m�s que mi progenitor; y esa es mi estatura desde entonces.


Fuera de la casa del Pazo, pero dentro de los muros que
circundaban los jardines y el parque, estaba la casa de los guardas. All� viv�a
Teo, Te�filo, un gigantesco negro cubano tan alto como mi padre, que hac�a de
ch�fer, jardinero, portero y cuantos otros oficios le ordenara el d�spota que
ten�a por amo. Teo nos vigilaba como un halc�n cada vez que el ogro sal�a de
casa para cazar o para alguno de sus negocios. Nunca me gust� Teo, creo que era
por su forma de mirar a mi hermana. Se exced�a en su labor de vigilante en
ausencia de mi padre, se aprovechaba para estar siempre cerca de ella,
comi�ndosela literalmente con los ojos cuando cre�a que nadie lo miraba.
Afortunadamente, ten�a prohibido entrar en la casa del Pazo.


Teo viv�a con su mujer, Margot, una espigada mulata de la
Martinica, de prominentes senos y curvadas nalgas, que a m� me parec�a preciosa.
Viv�an en la casa de los guardas, a escasos metros de la verja de entrada.
Margot, al rev�s que su negro esposo, pod�a entrar en la casona del Pazo siempre
que tuviera motivo para ello. Por alguna raz�n desconocida para m� en aquel
entonces, excepto mi padre y yo, en la casa del Pazo s�lo pod�an entrar mujeres.
Mi padre le daba los �rdenes a Teo por el tel�fono interior, del que dispon�an
todas las habitaciones y dependencias del Pazo. Hasta en las cuadras de los
caballos y en los graneros hab�a ese interfono. La centralita la ten�a mi padre
en su habitaci�n y, de hecho, no necesitaba salir de ella para dirigir a todo el
personal del Pazo. Gracias a Dios, el poco tiempo que estaba en casa se
encerraba en su habitaci�n revisando cuentas con mi hermana e imparti�ndole
�rdenes sobre las cosechas y las plantaciones.


Una vez a la semana y muy de madrugada Teo enganchaba las
mulas al carro y regresaba despu�s de anochecer cargado de v�veres, abonos y
enseres para el Pazo y para los labradores de la aldea cercana que cuidaban o
ten�an arrendadas nuestras tierras. Era una aldea de peque�as y viejas casas de
piedra de cuyas min�sculas chimeneas sal�a el humo tanto de d�a como de noche.
En realidad era menos que una aldea, pues no habr�a m�s de seis o siete casuchas
desperdigadas a un tiro de piedra de los muros del Pazo.


No tard� en darme cuenta de que, invariablemente, el mismo
d�a en que Teo sal�a con el carro y las mulas, mi padre sal�a tambi�n a media
ma�ana con la escopeta en bandolera, pero sin perros y sin caballo. No regresaba
hasta bien entrada la tarde para encerrarse de nuevo en su habitaci�n.


Cierto d�a, picado por la curiosidad, me las ingeni� para
seguirlo a distancia escondi�ndome entre los �rboles del parque. Lo vi traspasar
la verja de entrada y mirar a derecha e izquierda. << Bueno - me dije
desilusionado -, ir� a las perdices >>


Iba a regresar a la casa, cuando tuve que esconderme
r�pidamente al ver que se giraba en redondo. Me lat�a el coraz�n como el de un
p�jaro atrapado en una red. << Se habr� olvidado algo en la casona - pens� -
pero, si te ve, vas a tener un serio disgusto, Toni >>


Esper� o�r sus pasos sobre la gravilla del camino y como no
o�a nada, volv� a asomar la cabeza con mucho sigilo con el tiempo justo de verlo
entrar en la casa de los guardas donde viv�an Teo y Margot. Esper� durante un
tiempo para verlo salir, se me hac�a tarde, y si Nere notaba mi ausencia tendr�a
que darle una raz�n plausible de mi escapada, y no se me ocurr�a ninguna. Con
las mismas precauciones regres� a la casona, col�ndome por la puerta trasera
hasta mi habitaci�n.


Poco despu�s de entrar Elisa en la casa lleg� Megan Reynols,
una inglesa rubia, con unos ojos azules incre�bles, p�mulos altos y labios que,
sin necesidad de carm�n, estaban siempre rojos. Ten�a la dentadura m�s perfecta
y blanca que yo haya visto nunca en mujer alguna, excepto Nere, y su risa era
tan contagiosa como la viruela. Al principio cre� que era de la misma edad de
Nere, pues ten�a el mismo tipo y la piel tersa y nacarada como mi hermana.
Luego, para gran sorpresa m�a, supe que era cuatro a�os mayor. Nadie lo hubiera
dicho. Verdaderamente era guap�sima, casi tanto como Nere.


Cuarenta a�os m�s tarde, cuando por primera vez vi la
pel�cula V�rtigo interpretaba por Kim Novak, cre� que alucinaba: Megan
clavadita. Incluso llegu� a interesarme por la ascendencia de la actriz. No, no
ten�a nada que ver con Megan.


Me enamor� de Megan nada m�s verla. Ten�a un cuerpo capaz de
poner derecha la torre de Pisa, unas piernas de delirio y una risa que, al
o�rla, se re�a hasta el caballo del Ap�stol Santiago. Excuso decirles mi alegr�a
cuando Nere me dijo que ser�a mi profesora. Bueno, pues, con todo, mi hermana
Nere a�n era m�s guapa y su cuerpo y sus piernas... �Bueno! Hasta el famoso
Babieca se habr�a encabritado si hubiera podido echarles una ojeada.


Nere hab�a encargado a una agencia de Vigo la contrataci�n de
una profesora (los hombres estaban prohibidos en la casona), a poder ser
licenciada, que pudiera encargarse de la educaci�n y ense�anza, al nivel de
primaria y secundaria, de un ni�o de cinco a�os y que adem�s de espa�ol, pudiera
ense�ar ingl�s y franc�s. As� fue como apareci� Megan. Durante once inolvidables
a�os fue mi tutora, mi profesora de ingl�s, franc�s, espa�ol, lat�n y catorce
asignaturas m�s. La que me prepar� para examinarme por libre hasta que entr� en
la Universidad para cursar la carrera de medicina. Fue la primera que se dio
cuenta de que yo ten�a una memoria fotogr�fica y, seg�n su test de inteligencia,
un coeficiente mental de 176. Ella le dijo a Nere que ten�a un genio por
hermano; Nere se hinch� de orgullo como un pavo real. Las dos se hicieron muy
amigas.


La verdad es que yo pon�a tanto inter�s en congraciarme con
Megan y en hacer todo lo que me ped�a que a los dos meses le�a el peri�dico de
corrido, y seis meses m�s tarde me defend�a bastante bien con The Times o
Le Monde, peri�dicos a los que mi padre estaba suscrito. Antes de cumplir
los seis a�os sab�a las cuatro reglas, ra�z cuadrada, regla de tres,
multiplicaba por cuatro n�meros casi de memoria y divid�a por dos o tres de la
misma forma. Esta facultad m�a admiraba a la misma Megan. La verdad es que yo
s�lo necesitaba leer los libros una sola vez para acordarme p�gina por p�gina de
su contenido. En fin... est� mal que lo diga yo, pero... �qui�n lo va a decir
sino?


Con el tiempo me enter� de que Megan estaba divorciada, no
ten�a hijos, y que sus padres hab�an muerto en un accidente de aviaci�n. Los
abuelos maternos viv�an en Exeter, ciudad al sudoeste de Inglaterra donde Megan
hab�a nacido. De sus abuelos paternos nunca quiso decirme nada.


Durante un tiempo, que por aquel entonces me parecieron a�os
y a�os, me despertaba por las ma�anas pensando en Megan y me dorm�a pensando en
Megan. Ten�a unas piernas que me hac�an sudar, mir�ndole las cachas, bizqueaba,
si le miraba las tetas me acordaba del biber�n, e imaginando su entrepierna
deseaba convertirme en bragas. Un esc�ndalo. Durante las clases, mis suspiros
eran tan profundos que ten�a que aguantar las hojas del libro con las manos. Los
primeros d�as Megan cre�a que ten�a hipo. No tard� en comprender lo que me
pasaba, pero como tambi�n me pasaba lo mismo, o peor, con Nere acab� por tomarme
a cachondeo, revolvi�ndome el pelo y ri�ndose cada vez que me o�a suspirar.


Megan me ten�a embobado y Nere turulato. Y es que Nere no
ten�a desperdicio, a�n era m�s guapa que Megan y estaba m�s cachonda, si es que
ello era posible. Y lo era.


Aquel a�o pocas cosas m�s ocurrieron dignas de menci�n. En
realidad, sin las mujeres de la casa, la vida hubiera sido aburrid�sima para m�.
Por eso era yo tan inteligente.



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