Relato: Marcela (III) Una tarde del verano pasado, como todas las
tardes de todos los domingos de
verano desde hace muchos años, subí al tren en Plaça Catalunya
y me acerqué
a la playa nudista de Sant Pol. Busqué mi lugar de siempre, donde ya
estaban
los mismos vecinos de siempre. Extendí la toalla como siempre y, como
siempre, fui a darme un chapuzón en un mar que estaba tan tranquilo como
siempre. Como siempre, me adentré en el mar y desde allí, como
siempre, di
un vistazo a toda la playa. En ese momento reparé que en la zona de rocas,
a
la que tan solo se puede acceder desde el mar, había dos mulatas preciosas,
dos travestís sin duda ninguna, que estaban tumbadas desnudas al sol.
Dando un rodeo, salí del agua junto
a ellas y al momento reconocí a Marcela.
Me acerqué, me presenté y les pregunté si podía
hacerles compañía, a lo que
accedieron entre sonrisas. Fui a buscar la toalla, me hice un sitio entre
las dos y comenzamos a charlar. La amiga parecía divertida, pero Marcela
estaba prodigiosamente empalmada y yo no podía quitar la vista de encima
de
aquella columna oscura y brillante por el aceite de coco, que apuntaba
amenazadora al cielo como un misil de largo alcance. Con aquella visión
empecé a tener mucho calor, así que aunque todavía no me
había secado,
decidí volver a bañarme. Antes de entrar en el agua, me agaché
en la orilla
para mojarme la cara, cuando oí un silbido a mis espaldas y un piropo
dedicado a mi culo. Intenté serenarme un poco nadando en el mar, sin
embargo, todos mis esfuerzos fueron en vano, en cuanto llegué nuevamente
a
mi sitio y me rocé la polla con la toalla, empezó a enderezarse
instantáneamente.
Cuando me tumbé entre las dos, vi que
la amiga también había decidido unirse
al sindicato de erecciones, así que cuando estuvimos los tres juntos
sobre
nuestras toallas, por un instante se pudo ver nuevamente a las tres torres
gemelas alzándose desafiantes junto al mar. Marcela, sin decir palabra,
me
puso un buen chorro de aceite de coco en la polla, la cogió con las manos
y
empezó a masajearla con dulzura. La amiga se levantó, situándose
delante de
mi se arrodilló, de tal forma que su polla oscura, rígida y maciza,
entro en
mi boca y empezó a moverse follándome sin parar, mientras yo le
masajeaba
los huevos chorreantes de sudor. Para tener un mejor equilibrio me aferré
con las manos a sus nalgas lustrosas y empecé a masajearlas hasta que
mis
dedos resbalaron hasta la frontera de su culito abierto. Ella cogió mi
cabeza y me ayudó, acompañando el movimiento de balanceo. Mientras
tanto,
Marcela se estiró sobre las toallas y se metió casi toda mi polla
en su
boca. Succionando con maestría y habilidad, me separó las piernas
con su
mano, lanzó sobre mis huevos otro chorro de aceite y comenzó a
masajearlos
en círculos que se fueron ampliando. Su mano llegó hasta mi ano,
empapado de
aceite y sudor, y deslizó uno de sus dedos, que se coló dentro
sin esfuerzo.
Metió un dedo y después otro hasta que tuve tres entrando y saliendo
de mi
culo.
El sol se estaba poniendo sobre el mar, sin
embargo aún calentaba. Estaba a
punto de correrme y tenía un calor insoportable. El sudor de la amiga
de
Marcela, se deslizaba por su vientre, empapaba su vello púbico y caía
sobre
mi cara en gruesas gotas. El aroma de aquella polla mulata, bañada en
su
propio sudor y mi saliva, deslizándose entre mis labios y sobre mi lengua,
golpeando el paladar rítmicamente, era embriagador. Marcela se incorporó,
me
levantó las piernas que quedaron atrapadas bajo los brazos de su amiga.
Apoyó el inicio de su desmesurado pollón contra mi ano y presionó
con
suavidad. Su verga, dura, ardiente y rígida como una viga de acero al
rojo
comenzó a abrirse paso dentro de mí. Por un momento sentí
un dolor y un
escozor indescriptibles mientras mi cuerpo se abría, desgarrándose,
dejándose penetrar. Pero, el dolor fue momentáneo, enseguida sentí
una
oleada de placer celestial cuando pude notar como su tranca inexorable
entraba una y otra vez en mis entrañas y sus huevos golpeaban contra
mi
culo.
Ensartado por la boca y el culo, notaba como
la polla de Marcela penetraba
profundamente en mi interior mientras me asfixiaba de placer tragándome
la
polla de su amiga. Todo lo que podía ver si levantaba la vista eran un
par
de enormes pechos siliconados, bañados de transpiración, lanzando
sobre mi
cara una lluvia de sudor. Tenía la sensación de que con la fuerza
con la que
embestía, y el tamaño descomunal de su tranca, en cualquier momento
podría
partirme en dos. Mi polla, sin ninguna ayuda, también estaba a punto
de
explotar, sentía como si estuviese reteniendo la lava de un volcán
a punto
de estallar. No obstante, no quería correrme tan rápido, así
que aparté con
suavidad a la amiga. Me incorporé, puse a Marcela a cuatro patas, tomé
el
bote de aceite de coco y empecé a jugar con su ano para preparar la
introducción de mi polla. Ella tomó su propia verga dura como
el acero y
empapada en el aceite que se deslizaba desde su culo y empezó a
acariciársela. Era una visión divina, delante de mí, sobre
sus piernas
musculadas, sus nalgas, dos órbitas perfectas de piel morena, entre ellas
se
podía ver su ano, abierto de par en par, y debajo, tras unos huevazos
inmensos que formaban una esfera oscura, la mano de Marcela deslizándose
a
lo largo de su columna de brillante azabache. Me apoyé en su culo, y
después
de un par de intentos conseguí que se deslizará dentro sin esfuerzo
y empecé
a arremeter con pasión.
La amiga, que había seguido mi movimiento,
se situó detrás de mí y a su vez
empezó a embestirme a mí. Al sentir que me volvían a encular,
sin poder
contenerme, me corrí dentro del culo de Marcela. Y cuando aún
no había
acabado de salir toda mi leche, la amiga se corrió dentro de mi culo.
Marcela al oír nuestros gemidos, también descargó su semen
sobre las
toallas. En su orgasmo, pude sentir los espasmos de su ano sobre mi polla,
exprimiendo los últimos restos de placer de mi cuerpo. Estuvimos aún
unos
minutos unidos los tres, sin decir una palabra, mientras nuestras pollas se
deshinchaban dentro de los otros. Después nos dimos un baño, nos
vestimos y
fuimos a cenar a la terraza de un restaurante de Caldetes. Aquella noche
decidimos pasarla los tres juntos en el Hotel Colón. Pero esa es otra
historia, sin duda mucho más excitante.
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Relato: Marcela (III)
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