Relato: Gemelas incontinentes



Relato: Gemelas incontinentes


El trabajo en la caja del supermercado ha sido duro ese d�a, lo que, sumado a las clases de danzas que recibe desde su ni�ez, la han dejado exhausta, pero estas se han convertido en una especie de b�lsamo para su �nimo desde que su madre muriera, especialmente porque se agota practic�ndola como un homenaje a quien hiciera tanto por ella a lo largo de sus veintitr�s a�os
Conciente de que es una incongruencia gastar dinero en esas clases cuando escasamente le alcanza para vivir y que la validez de saber tanta t�cnica cl�sica ha sido saboteada por su exuberancia f�sica, lo que le ha impedido ser admitida formalmente en ning�n ballet, cruza el umbral del solitario departamento.
Reci�n al darse vuelta para cerrar la puerta, se da cuenta del sobre que est� en el suelo. Extra�ada porque aparte de sus padres no tiene pariente alguno y sus amistades se reducen a un peque�o grupo de personas, en su mayor�a mujeres de la escuela de danzas y del trabajo, recoge el sobre y ve en �l el nombre de una prestigiosa escriban�a.
Acuciada por la curiosidad, deja sus cosas en el sof� cercano y tomando asiento en �l, rasga cuidadosamente el sobre como si se tratara de un objeto fr�gil y delicado, pero su ansiedad no se ve correspondida por el contenido de la carta, ya que s�lo se trata de una breve citaci�n para que visite la escriban�a al d�a siguiente.
La �nica causa probable es que pueda estar relacionada con alguna diligencia sucesoria de sus padres, pero ella cree haber terminado definitivamente hace meses con esos tr�mites. Rehaci�ndose de sus dudas, deja la carta sobre la mesa y se dedica a preparar la comida, tras la cual se acuesta r�pidamente pero su subconsciente agitado y, por qu� no, alarmado, rebulle en su cabeza hasta que el cansancio la hace dormir.

Al otro d�a, y tras mostrarle la citaci�n a su jefe, sale antes del trabajo parra dirigirse a la escriban�a y ante la imponencia del vetusto pero lujoso edificio del Estudio, se da cuenta de que sus padres no pudieron tener relaciones legales con este.
Un poco apichonada por las circunstancias y el lugar, se anuncia en la recepci�n y es prontamente introducida a un despacho en el cual un amabil�simo abogado la recibe calurosamente e indic�ndole un sill�n frente al escritorio, se sienta y le tiende un sobre, aclar�ndole que despu�s de su lectura satisfar� sus inquietudes.



Inquieta y curiosa, despliega el papel que resulta ser una carta de un tal Helmut Krause, quien sin demasiado protocolo se anuncia como su verdadero padre, refiri�ndole sucintamente el romance que viviera con su madre y del cual quedara embarazada. Al ser ilegal y por causas de Inmigraci�n, fue deportado sin m�s a su pa�s, donde, sin trabajo y empobrecido, hab�a dejado transcurrir el tiempo
Sin embargo y a trav�s de algunos compatriotas, se hab�a enterado que la mujer hab�a fallecido y que sus hijas hab�an sido adoptadas por familias distintas. Recientemente, veinti�n a�os despu�s, hab�a conseguido informaci�n precisa y por eso le mandaba esa carta junto con datos de su otra hermana, cuyos padres adoptivos hab�an emigrado a la Argentina.
Junto con sus disculpas y la certeza de que cuando ella recibiera la carta �l estar�a muerto, aunque no era rico, le enviaba el dinero necesario para que viajara a Sudam�rica a buscar a su hermana, aclar�ndole que, si bien eran gemelas, no eran id�nticas, de tal forma que mientras ella luc�a el renegrido ondulado de su madre, su hermana heredara el cabello rubio casi blanco de �l.

Esa noche le da vueltas al asunto, entristecida porque aquella mujer a quien siempre amara como su verdadera madre no lo hubiera sido. Tambi�n sopesa su situaci�n, el estado de su econom�a y hasta el mandato p�stumo del alem�n. Considerando que no tiene nada que perder y s� en cambio recuperar a la �nica persona de su propia sangre, se aboca a la venta del departamento heredado de sus padres y d�as despu�s parte rumbo a la Argentina.

Tanto ella como la hermana desconocida, no pod�an saber lo que es pertenecer al fascinante mundo de los gemelos, esa jugada del azar que nunca deja de asombrar y que suscita una curiosidad morbosa sobre misteriosas correspondencias f�sicas. Tampoco sab�an que el no ser iguales las colocaba fuera de la minor�a pero las igualaba con los id�nticos en eso de compartir los mismos genes, gustos, sensaciones y deseos. Tambi�n desconoc�an que sus reacciones sirven a la ciencia para descubrir qu� cualidades y f�sicas y mentales son forjadas por los genes y cuales por la crianza, la educaci�n y el medio.
Ignaras de su condici�n, hab�an vivido esos a�os sin comprender el por qu� de extra�os desarreglos f�sicos y an�micos, al no saber que en los gemelos las dolencias f�sicas son las mismas, id�nticas y simult�neas, al punto de que si a uno le sale una caries, al otro tambi�n y en el mismo diente. Si uno goza con los placeres del sexo, el otro tambi�n y en las mujeres, sufren las menstruaciones sincr�nicamente, compartiendo hasta los dolores del parto y hasta hay correspondencia en la forma de vestirse, preferir colores, peinarse, usar joyas y adornos, comprar id�nticos modelos de las mismas marcas de autom�viles de igual color e incluso elegir para sus hijos los mismos nombres, disfrutando o sufriendo, tanto el autoritarismo como la mansedumbre y hasta las fantas�as u obsesiones sexuales.


Nom�s llegar al pa�s y a despecho del cambio de horarios y estaci�n, extra�as sensaciones f�sicas y ps�quicas comienzan a manifest�rsele, haciendo que en su mente empiece a considerar seriamente aquella leyenda de los hermanos corsos, atribuible a su condici�n de gemelos. Con los vagos datos de una familia italiana cuyo nombre puede haber sido modificado por Migraciones, inicia una b�squeda que pronto la desanima, ya que el imperfecto sistema filiatorio del pa�s no le permite conectarse con esa familia y el rastro se pierde con el fallecimiento del matrimonio en una localidad del conurbano.
No desea cesar en la b�squeda, ya que esas sensaciones que la desasosiegan se multiplican d�a a d�a, dando certeza a aquel mito gen�tico. Como el dinero p�stumo de su padre no es inagotable y ella carece de experiencia laboral en el pa�s, sumado a su casi total desconocimiento del idioma, tiene que elegir el �nico y universal lenguaje de la m�sica y la danza para sobrevivir.
Desgraciadamente, tampoco existe una actividad rentable que le permita demostrar sus condiciones de bailarina cl�sica y, a rega�adientes, termina haciendo un casting para el reducido ballet de un club nocturno. Tiene entonces que aceptar el hecho de que, entre salida y salida, deber� alternar con los clientes, aunque eso no la obliga a tener relaciones sexuales.
Por otra parte, ella ignora que su hermana trabaja tan s�lo a pocas cuadras. Criada en un barrio pobre de los suburbios, s�lo la belleza de Luc�a y el excepcional color de su cabello dorado le han permitido salir de aquella miseria, aceptando sin demasiados remilgos el trabajo de acompa�ante de lujo.

Luc�a se mueve en el ambiente selecto de los grandes hoteles y es famosa por lo heterog�neo de su repertorio sexual. Esa tarde, casi en el atardecer, mientras permite que su ocasional amante la despoje del elegante vestido y en tanto aquel se engolosina acariciando su cuerpo firme, siente que realmente disfruta del sexo y aun se excita como si fuera una adolescente.
Obsesionado por las proporciones de su cuerpo, el hombre la empuja suavemente hacia la cama y obedeci�ndolo, se deja caer sobre el lecho con los pies apoyados sobre la mullida alfombra, dejando que aquel le separe las piernas.
Los largos y torneados muslos fascinan al hombre, quien se aplica en acariciarlos, besarlos y lamerlos. Manos y boca van ascendiendo a lo largo de esa columna escult�rica, haciendo que en el vientre de la consumada hetaira que es Luc�a, comiencen a agitarse las alas inquietantes de los p�jaros que el deseo inventa para hacerle disfrutar del sexo como si fuera su primera vez.
Al llegar a su destino en el v�rtice desnudo, el aspecto de la vulva seduce al hombre; rasurado prolijamente, el sexo luce pulido y brillante a causa de esos humores que exudan las zonas er�genas femeninas. Fusiforme y abultado, es atravesado verticalmente por una delgada rendija cuyos bordes oscurecidos han adquirido una inicial relajaci�n, mediante la cual es dable observar en su interior los delgados frunces de los labios menores y en su parte superior, el nacimiento de un rosado tri�ngulo carnoso.
Cuando acerca la lengua tremolante al centro de la vulva para que explore los palpitantes labios, Luc�a se estremece por el deseo y deseando satisfacer al hombre para que este la satisfaga, toma entre sus manos los muslos para encoger las piernas abiertas hasta que las rodillas rozan sus senos.
El aspecto es maravilloso y comprendiendo las alusiones indirectas de la muchacha, el hombre deja que la lengua escurra hasta la gran hendidura rodeada por los s�lidos muslos para encontrar el fruncido haz rosadamente oscuro del ano.
Vibrante y el�stica como la de una serpiente, la punta afilada se agita sobre los tejidos y como en un reflejo condicionado al est�mulo, los esf�nteres se dilatan mansamente, permitiendo que la lengua incremente su tremolar e inicie una leve penetraci�n que enardece las ansias de Luc�a.

Distrayendo su tarde y con los horarios cambiados, no s�lo por el diferente huso horario con Italia sino tambi�n por su nuevo trabajo que la lleva a transformar la noche en d�a, Ana recorre los amplios salones de un exclusivo shopping, m�s con intenci�n de pasar el tiempo que de comprar. En justamente cuando est� revisando distintos modelos de blusas que, al inclinarse, una rara picaz�n instala un cosquilleo desconocido en su ano.
Sorprendida por lo que ella supone una necesidad escatol�gica, busca con la mirada la puerta de un toilette pero, inopinadamente, el cosquilleo se convierte en una sensaci�n que no s�lo le es grata sino que le da placer, lo que la hace recostarse paralizada contra una columna.

Tras la excitaci�n al ano y en tanto deja que un dedo lo estimule delicadamente, el hombre hace que la lengua se deslice por el sensible perineo hasta arribar a la entrada a la vagina, cuya abertura dilatada parece latir como la boca desdentada de un ser alien�gena. En tanto separa con �ndice y pulgar los labios mayores para apropiarse de los menores a los cuales restriegan entre ellos, la lengua va introduci�ndose al oscuro antro para agitarse en procura de abrevar en los jugos mientras los labios se aplican a succionar el introito como una voraz ventosa.
Luc�a ya est� en la cresta de su excitaci�n y es entonces que, apoyando los pies sobre la cama, inicia un suave meneo p�lvico en tanto una de sus manos soba concienzudamente sus pechos, deja a la otra estimular en apretados c�rculos al cl�toris.
Mientras murmura gozosas incoherencias, �ndice y mayor de la mano separan los ennegrecidos bordes para que los labios atrapen a los retorcidos frunces carnosos que rodean al �valo. Introduci�ndolos en la boca, el hombre los aprieta contra el interior de los dientes como si los exprimiera para luego chupetearlos intensamente hasta que la degustaci�n inunda sus papilas.
De esa manera recorren perezosamente los pliegues hasta que arriban al hueco detr�s del que se oculta la cabeza del pene femenino, cuya presencia se adivina y entonces, la lengua se esmera en socavar el sitio, consiguiendo el desarrollo del glande hasta abultar como la punta de una bala.
Conseguido ese objetivo, la boca toda apresa la carnosidad y los dientes se complementan con labios y lengua en la estimulaci�n, en tanto que dos dedos, tras escarbar cuidadosamente en la entrada a la vagina, van penetr�ndola en toda su extensi�n. Los largos dedos buscan delicadamente en la cara anterior del canal vaginal y, encontrando r�pidamente el bultito de almendrada forma cuyo roce la enloquece, inician un suave restregar que la abundancia de mucosas hace m�s placentero y escuchando los insistentes asentimientos de la muchacha en el sentido de que ese es el sitio, fricciona cada vez con mayor presi�n hasta que el bombeo de la pelvis le dice que ya est� lista; sin cesar en las martirizantes succiones al cl�toris, los dedos encorvados comienzan con un profundo vaiv�n que, conforme la muchacha puja instintivamente contra la boca, adquirieron un movimiento oscilante que los lleva a recorrer todo el interior.



Despeg�ndose trabajosamente de la columna pero complacida por ese extra�o picor que martiriza placenteramente su zona rectal, con las piernas envaradas juntas en esa posici�n que las mujeres adoptan cuando est�n orin�ndose, Ana camina con discreta lentitud hasta que en determinado momento, el escozor se ubica definitivamente en su sexo para estremecerla como si le transmitiera diminutas pero en�rgicas descargas el�ctricas. Ayuna de sexo desde hace meses, comprende que este se manifiesta espont�neamente con acuciante necesidad y que esta s�lo podr� ser satisfecha con una vigorosa masturbaci�n.
Tomando un vestido cualquiera, se dirige a la zona de probadores que, a esa hora y en d�a de semana, est�n desiertos. Bendice que el buen gusto y el af�n de dar privacidad a los clientes, haya hecho de estos verdaderos camarines y que sea posible cerrar la s�lida puerta de madera desde adentro, no dejando ver si est�n ocupados o no.
Encerr�ndose en el cub�culo y mientras ve su imagen multiplicada en los tres espejos que cubren las paredes, se deja caer en la butaca para alzar la falda hasta la cintura y despojarse de la bombacha.
Abri�ndose de piernas, contempla como nunca la imagen repetida de su entrepierna; los musculosos muslos de bailarina en los que se destaca el vigor de los aductores confluyendo hacia las ingles, le dejan examinar la comba s�lida de la vulva y el pubis, cuyo pelambre ha mantenido cuidadosamente recortado y que forma una especie de velo negruzco sobre el Monte de Venus y rodea los labios mayores como un delicado bigotito.
Tambi�n vislumbra como de estos ha brotado un casi imperceptible flujo que se desliza por las carnes para fluir a la hondura del agujero vaginal. La irritaci�n se ha trasladado a todo su cuerpo y ya los pezones manifiestan un s�bito endurecimiento en tanto que por su espina dorsal un rayo fulgurante sube para estallar en la nuca y desde all� se propaga hasta el vientre.
Un dedo experto rasca distra�damente el casi inexistente vello p�bico para luego recorrer la canaleta de la ingle y por ella se desliza hasta donde se alza la colina carnosa de la vulva. Casi remisamente, sube la prominencia hasta sentir en la yema la tibieza del flujo y us�ndolo como lubricante, se escurre a todo el largo de la raja en una caricia que la hace vibrar.
Bramando roncamente, Ana hace resbalar perezosamente los dedos por la vulva que ya muestra su grosera dilataci�n. Los dedos cumplen una doble funci�n; cuando bajan desde el cl�toris hasta los oscuros frunces del ano, lo hacen deslizando las yemas acariciantes sobre los fragantes humores pero, al retroceder, se curvan en una garra y las u�as se convierten en afilados rastrillos que surcan dolorosamente los delicados tejidos.
Ese sufrimiento controlado es el que solivianta su deseo y las carnes sometidas a esa flagelaci�n provocan en sus entra�as sensaciones que contribuyen a exaltar una excitaci�n muy parecida al masoquismo. Introduci�ndose dentro del �valo, los dedos separan los labios que ya muestran todo el esplendor de su hinchaz�n, deleit�ndose durante unos momentos en la friega a esa cuna nacarada para aplicarse luego al estregamiento del largo tubo carneo que aloja al pene femenino.
Aquel parece responder al hostigamiento con su turgencia y mientras los dedos se dedican a apretarlo, retorcerlo y rascarlo entre ellos, la otra mano explora �vidamente las proximidades de la vagina. El movimiento basculante de la pelvis contribuye a esa uni�n y los dedos comienzan a aventurarse hacia la apertura que, dilatada, espera su invasi�n. Delicadamente, los dedos levemente curvados van penetr�ndola hasta que est�n dentro, iniciando un remol�n ir y venir que contribuye aun m�s a la dilataci�n.



Finalmente, el hombre acomoda a Luc�a en el centro de la cama y, arrodill�ndose entre sus piernas, introduce el erguido pene en el sexo. Conociendo las dimensiones del falo de su cliente y sabiendo la habilidad de aquel para utilizarlo, la muchacha ronca de felicidad y rodea con sus piernas los gl�teos masculinos, contribuyendo a la violencia del coito.
A pesar de la anterior dilataci�n obtenida por la boca y los dedos, los esf�nteres se muestran reacios a ceder y soporta firmemente la dolorosa penetraci�n hasta sentir a la punta golpear m�s all� de donde nadie ha accedido jam�s.
El falo destroza tejidos y lacera las carnes expuestas y, aun as�, un regocijo desconocido la embarga cuando el glande traspasa el cuello uterino para raspar en las mucosidades del endometrio, sinti�ndolo como si golpeara en su mismo est�mago. Comprendiendo que el placer supera el sufrimiento de la muchacha, el hombre hamaca su cuerpo y pronto, ambos se encuentran empe�ados en una c�pula tan satisfactoria como violenta. Asiendo sus piernas para colocarlas de costado, �l le hace encoger una de ellas y alzando la otra para apoyarla en su pecho, se da envi�n para incrementar aun m�s la hondura de la penetraci�n, provocando indisimuladas quejas mezcladas con alborozados gemidos en la joven.
Paulatinamente, la en�rgica fuerza del hombre va modificando su posici�n e, impensadamente, se encuentra de rodillas con la cara y los senos restreg�ndose en las s�banas mientras su grupa se eleva en oferente exhibici�n. Acomodando mejor las piernas para incrementar el �ngulo de apertura, Luc�a recibe complacida el embate de la verga. Cubierto por la abundancia de sus mucosas internas, el canal vaginal soporta pl�cidamente el transito del miembro. Asi�ndola por las caderas, el hombre apoya uno de sus pies sobre la cama y eso lo provee del arco necesario con que hamacar su vigoroso cuerpo. Sintiendo el l�quido chasquear de sus nalgas contra la pelvis del hombre, ella misma se da impulso para acompasar su cuerpo al ritmo de la penetraci�n, pregunt�ndose cuando descargar� la melosa carga seminal.
Verdaderamente, el hombre tiene una potencia extraordinaria y, sin sacar el miembro del sexo, va recost�ndose en la cama hasta quedar boca arriba. Sostenida por �l, queda ahorcajada sobre la verga y cuando reinicia el golpeteo de la pelvis contra la suya, comprende la intenci�n; acomod�ndose con las rodillas juntas, se yergue e inicia instintivamente un suave galope. El �ngulo con que el falo socava su interior va conduci�ndola a un estado casi de desesperaci�n. Con las manos apoyadas en las rodillas de �l, no s�lo sube y baja la grupa sino que tambi�n le imprime un movimiento atr�s y adelante que incrementa la satisfacci�n de sentir esa enorme masa musculosa dentro de ella.
Casi con dulzura, el hombre va deteniendo esos movimientos para hacerla girar ciento ochenta grados sin sacar el miembro de la vagina. Ella ha aprendido que esos cadenciosos meneos la llevan a experimentar sensaciones desconocidas y, no s�lo aumenta la flexi�n de las piernas junto las caderas de �l para ahondar aun m�s la penetraci�n, sino que suma a los movimientos anteriores oscilantes giros e inconscientemente, su cuerpo se sacude en una obscena danza del vientre.
La verga entera se mueve aleatoriamente dentro de ella, llegando a regiones que un simple coito jam�s alcanzar�a. A la intensidad de la penetraci�n en que ella misma se inmola, se suman las no satisfechas ganas de orinar y, mordi�ndose los labios para contener los gritos de contento, comienza a amasar los pechos oscilantes y el contacto de sus dedos pellizcando fren�ticos los pezones la encaminan a la obtenci�n del orgasmo.
Tirando de su cuerpo, �l la aproxima al pecho y, aferr�ndola de la nuca, se posesiona de su boca en tanto que aumenta la intensidad de los remezones con que la penetra. Agradecida por tanto fervor y en medio de los besos y lambetazos, le pide, le suplica y le exige que la lleve al cl�max. Agit�ndose vehementemente, Luc�a experimenta las dentelladas de las bestias que carcomen sus m�sculos para arrastrarlos hacia el caldero de las entra�as y as�, en medio de gritos, gemidos y bramidos de satisfacci�n, siente como la catarata de sus jugos internos invade la vagina para desde all� escurrir en sonoros chasquidos a lo largo del falo que continua macerando su sexo.
Abraz�ndola apretadamente, el hombre no cesa de besarla con la misma intensidad que al principio y, mientras su cabeza descansa sobre el recoveco del hombro izquierdo de �l, aquel la aferra por el hueco detr�s de la rodilla para hacer que la pierna encogida quede apoyado de lado contra parte del pecho, con lo que la intrusi�n del miembro cobra un sesgo placenteramente distinto.



Mojada abundantemente por su saliva, la mano que sojuzga al cl�toris emprende un vehemente restregar circular complementario a la penetraci�n hasta que la furiosa excitaci�n le hace abandonar esa tarea y traslad�ndose hacia las nalgas, se hunde en la hendedura a la b�squeda del cerrado ano. H�medo ya por las mucosas que fluyen de la vagina, el apretado haz de esf�nteres no opone resistencia a la presi�n del dedo mayor y este se pierde lenta y placenteramente dentro del recto.
El doble sometimiento enardece las ansias de Ana quien, entremezclando ronroneos complacidos con ayes de dolor, se revuelve en el asiento para quedar arrodillada y con la cara y los hombros soportando su peso, encuentra m�s comodidad para las penetraciones. Acelerando la acci�n de los dedos dentro de la vagina, acompa�a al solitario dedo mayor en el ano con el �ndice, haciendo que ese movimiento en sus dos oquedades se convierta en algo deliciosamente placentero.


Arrodillada en cuatro patas, Luc�a espera con ansiedad el momento de ser sodomizada por el hombre y cuando aquel lo hace dejando caer en el nacimiento de la hendidura abundante cantidad de saliva, utiliza el glande como un burdo pincel para desparramarla y, sin hesitar, va hundiendo muy lentamente la verga en la tripa.
Al contrario de cualquier mujer, la sodom�a compite con ventaja sobre el sexo tradicional, incluyendo el oral. Sabiendo que tras el intens�simo sufrimiento vendr�n esas oleadas de placer que la remiten a las m�s salvajes sensaciones de la hembra primigenia, se estrecha aun m�s contra �l y, cuando el prodigioso miembro se hunde en el ano hasta que los test�culos golpetean contra su sexo inflamado, no puede evitar que junto a las jubilosas exclamaciones de placer emita el grito angustioso del sufrimiento al tiempo que clava sus dientes en la arrugada tela de las s�banas.
Jam�s hubiera supuesto la magnitud de ese torturante goce que aquella tremenda verga le provoca. Con el rostro ba�ado por l�grimas, baba y saliva, proclama acongojada el placer que experimenta y, al tiempo que le pide por m�s, el hombre vuelve a introducir su miembro en la vagina.
Ahora s�, las sensaciones y el martirio son fenomenales, sin parang�n alguno y sollozando la hist�rica necesidad que tiene por la eyaculaci�n en sus entra�as, incrementa el ritmo de su hamacar, sinti�ndose transportada a otra dimensi�n del placer. Como bajo el influjo de alguna droga, su personalidad se desdobla y cuanto m�s �l incrementaba la fortaleza del coito, en su mente se entremezclan en r�pida y aleatoria sucesi�n, las im�genes confusas y borrosas de ella sosteniendo el mismo sexo con otra mujer.
Lejos de provocar un natural rechazo en su inconsciente, la casi s�lida consistencia de las im�genes la complace de tal manera que, haciendo que su cuerpo act�e como si se tratara de una largamente ensayada coreograf�a, multiplicando sus esfuerzos al tiempo que, entre sollozos, jadeos, l�grimas y baba que escurre de su boca desmesuradamente abierta, le reclama una pronta eyaculaci�n y, cuando siente derramarse en recto y vagina la bienhechora tibieza de la simiente masculina, es tan intensa la respuesta de sus entra�as que se desploma desmayada sobre el lecho.



Sabi�ndose sola, la joven italiana da rienda suelta a su satisfacci�n y en tanto que el cuerpo cimbra y se menea al comp�s de la masturbaci�n, de su boca no s�lo surgen los gemidos y clamores del goce sino que las maldiciones se ven matizadas por un l�brico asentimiento con el que autocalifica la bajeza de sus instintos. Penetr�ndose por ambos agujeros casi con sa�a, se abisma en un goce infinito hasta que la fervorosa vehemencia crece al l�mite de la exasperaci�n y al sentir jubilosa la explosi�n del orgasmo, se derrumba sobre el asiento, disminuyendo paulatinamente el ritmo del sometimiento hasta que los convulsos sacudones del vientre van sumi�ndola en un manso letargo.


Rato despu�s, y aun confundida por el suceso, se asoma a la puerta del vestidor y tras comprobar que nadie parece haberse percatado de su presencia, sale tranquilamente para dejar la tienda.
El trabajo en el local nocturno la distrae y al otro d�a parece haber olvidado el suceso, pero inconscientemente no deja de sentir como sus zonas er�genas manifiestan sensaciones ignoradas hasta el momento que la mantienen en una constante excitaci�n.

Tres d�as m�s tarde, otro de sus clientes invita a Luc�a a conocer una nueva bailarina europea que ha recalado en un cabaret cercano. A pesar suyo, debe reconocer que esa nueva mujer que se ha instalado en la noche la conmueve por su espectacular belleza y el buen gusto con que maneja la complicada coreograf�a de su depurado estilo.
Durante todo el d�a siguiente no puede sacar de su mente a la hermosa bailarina y, a pesar de que ella no es lesbiana, aunque por su trabajo haya debido complacer a m�s de una mujer, se siente atra�da por la muchacha y esa noche concurre sola al local. Terminada la actuaci�n de Ana, Luc�a se desliza discretamente hacia los m�seros camarines. Encontrando el de la muchacha, comprueba que esta es italiana y como ella misma lo es, aquello parece ahondar aun m�s la inmediata empat�a que se ha establecido entre ambas.
Ana es la m�s conmovida por la visita de su compatriota, ya que su sola presencia coloca en su cuerpo sensaciones extra�as que el contacto de sus pieles al darse la mano convierte en gratas y, como si la conociera de toda la vida, invita a Luc�a a sentarse para extenderse verborragicamente en una conversaci�n que el hecho de hacerlo en su idioma convierte en un acontecimiento. A Luc�a le sucede lo mismo pero decide no espantar a la mujer que, aparentando ser de su misma edad, es evidente que est� fuera de lugar en ese trabajo nocturno. Dici�ndole que pueden considerarse colegas, ya que ella ejecuta el mismo trabajo pero con sutiles diferencias, la invita a visitarla en su departamento la tarde siguiente.
Se ha establecido entre ellas el v�nculo natural al que desconocen por ignorar que son hermanas pero, aunque se resisten a ello, no pueden dejar de sentirse atra�das rec�procamente y, a pesar de ser Ana la iniciadora, ambas se sumergen en pensamientos que las llevaran a saciar su insatisfacci�n.
Ya en su habitaci�n, Ana no admite conscientemente la atracci�n f�sica que siente por Luc�a pero s� la alegr�a de haber conocido a alguien de su misma nacionalidad que comprende su situaci�n laboral y que, posiblemente, podr� ayudarla a buscar aquella hermana perdida.
Dando una �gil voltereta de contento, cae desplomada sobre la cama aun cubierta por la colcha y revolc�ndose con alborozada concupiscencia, va dirigiendo el accionar de las manos hacia zonas espec�ficas; como �giles mariposas, los cuidados dedos la despojan h�bilmente de la ropa hasta disfrutar de su cuerpo desnudo para recorrer en suaves toques casi imperceptibles la rotunda consistencia de los senos, juguetear en el surco que divide el abdomen, explorar el cr�ter del ombligo y finalmente recalar sobre la alfombra del vello p�bico.
No es que Ana sea libidinosamente lasciva ni padezca de alg�n furor o fiebre ven�rea sino que, simplemente, es joven y la promesa inconsciente de lo que pueda suceder al otro d�a con Luc�a, la estimulan a esmerarse en la auto satisfacci�n.

Luc�a conoce al dedillo la hondura de la sensibilidad en cada trozo de su cuerpo y las manos buscan los pechos bajo la camiseta que oficia de in�til camis�n para que los dedos comiencen a sobar la masa carnosa que ya muestra cierto endurecimiento. El manoseo va cobrando intensidad y pronto, el duro estrujamiento levanta quejumbrosos ronquidos satisfechos en su pecho, clavando sus peque�os incisivos sobre la carnosidad de los labios. Entonces, los �ndices y pulgares de ambas manos se apoderan de los pezones, iniciando sobre ellos un lento retorcimiento que va increment�ndose tanto en velocidad como en presi�n.

Toda Ana responde a esos est�mulos y las piernas dejan de moverse aleatoriamente en nerviosas contracciones para hacer que los pies se apoyen firmemente sobre la cama, posibilitando al cuerpo un movimiento ondulatorio que evidencia en su arqueamiento la intensidad del goce. Los dedos aprietan rudamente las mamas y, sin dejar de retorcerlas, tiran del seno hasta que esa acci�n despierta un grado de sufrimiento distinto.
El cuerpo envarado se alza hasta que s�lo los pies y los hombros dan sustento a todo su peso y, en tanto que la pelvis se menea en simulado coito, las u�as cortas y afiladas se clavan impiadosamente en la carne del pez�n, apretando hasta que el martirio levanta ayes desesperados en su boca.


En lo m�s hondo de ambas mujeres, una ansiedad pre�ada de sensaciones nunca experimentadas las mantiene en una tensa crispaci�n que parece inundarlas como un b�lsamo m�gico cuando al abrir Luc�a la puerta de su departamento, sus miradas se encuentran y, como subyugadas por una fascinante atracci�n, se encaminan sin siquiera cambiar palabra hasta el largo sill�n que preside el grupo acomodado en un rinc�n del living.
Confundidas pero codiciosas, dejan que los ojos se fundan unos en los otros para expresar sin palabras lo que carcome sus entra�as y sus mentes. Temblorosas, intentan ambiguos movimientos inquietos de sus manos hasta que, finalmente, la m�s experimentada en esas lides como lo es Luc�a, roza con el reverso de los dedos la mejilla de Ana. La presi�n contenida parece descargarse en el hondo suspiro que aquella emite y entonces, la mano se desliza por el rostro hasta que los dedos aprisionan el ment�n, atray�ndola hacia s� en tanto se inclina para permitir que los labios apenas se rocen.
Titubeante, ambas boquean su ardoroso aliento mientras los labios resbalan en contenidos remedos a besos pero sin concretar nada. Sin embargo, son las manos las que parecen moverse independientemente, desprendiendo rec�procamente botones, cierres y ganchos y eliminando prendas, hasta que los hermosos torsos quedan totalmente desnudos y ahora s�, las bocas se abren para que las lenguas inicien un lento pero lascivo movimiento por el que mojan los labios de la otra para luego aventurarse dentro de la boca en t�midas exploraciones.
El mareante leng�eteo se prolonga un m�nimo tiempo en el que las manos recorren acariciantes los abd�menes, arriban cuidadosas a los senos estremecidos y suben a los hombros hasta que, en un arranque casi iracundo, ci�en mutuamente las espaldas para estrecharse en un apretado abrazo y entonces las bocas se abren para ensamblarse en furiosos besos que, paulatinamente, van calm�ndolas.
Acezando fuertemente y en medio de susurradas palabras de apasionado contento, van dej�ndose caer sobre el asiento hasta que la propia Luc�a es quien establece una especie de tregua. Acostada sobre la mujer de quien ignora ser la hermana, restriega juguetonamente sus senos contra los de Ana, quien es la m�s conmovida por aquel contacto y la que le expresa roncamente la in�dita sensaci�n de calentura que invade todo su cuerpo tan s�lo por la proximidad de su cuerpo.
Abraz�ndola fuertemente y en tanto hunde su nariz en el rubio cabello de su hermana, va confes�ndole que jam�s ha tenido contacto sexual con mujer alguna y que si ha aceptado hacerlo con ella, es porque por alguna raz�n desconocida, un irrefrenable deseo inconsciente la impulsa irremediablemente a eso.
Luc�a comprende que realmente aquella muchacha es tan virgen como una adolescente, pero que alg�n deseo oculto, un arcano sexual la compele, como le sucede a ella, a satisfacerse en y con la otra. Decidida a volcar en ella todo el conocimiento ven�reo que la aproxima a la perversi�n pero sin hacerle sentir que est� siendo sometida como una cualquiera sino en una entrega amorosa de ambas, hace levantar del asiento a su hermana para conducirla de la mano al dormitorio que, como todo el de una prostituta que se respete, est� tenuemente iluminado estrat�gicamente por luces ros�ceas que destacan el tama�o de la enorme cama cubierta por s�banas de sat�n, reflejada en los espejos que cubren la pared del respaldar y parte del techo sobre la cama.
Sin necesidad que Luc�a le explique nada, Ana comprende la verdadera profesi�n de la rubia muchacha pero, lejos de disgustarla, las fragancias delicadas que flotan en el aire le hacen comprender que por fin est� llegando a una meta que ni siquiera se hab�a propuesto alcanzar.
Sin que Luc�a deba indicarle nada y casi en amorosa ofrenda, tras terminar de desnudarse, se sienta en el borde de la cama con los pies apoyados firmemente en la mullida alfombra, tendi�ndole los brazos al tiempo que sus piernas se separan invitadoramente. Contenta con la entrega de la joven, su hermana no pierde tiempo e instala su cuerpo entre las piernas mientras se recuesta sobre Ana.
La luz especial del cuarto, hace que la rubia melena se vea como un filtro trasl�cido que nimba el hermoso rostro de Luc�a e impulsada por un deseo loco, Ana estrecha entre sus manos la cabeza para acercarla a su cara en tanto la boca abierta busca con avidez los labios de la otra muchacha.

Ambas ignoran que el mecanismo rec�proco de los gemelos se ha disparado como raras veces sucede entre iguales a ellas, ya que estos dif�cilmente suelen tener sexo fraterno. Sus alientos c�lidos se mezclan y eso parece hacerles ralentar sus movimientos; las bocas abiertas se acercan y alejan mientras parecen tantear el momento en que los labios se unan y en tanto Luc�a acaricia los cortos mechones renegridos de su hermana, esta hunde sus dedos en la nuca para regodearse en el nacimiento de la dorada cascada.
Es tal la angustia que las invade, que las dos dejan escapar cortos jadeos que se entremezclan con incipientes sollozos de felicidad que se incrementan cuando la experimentada Luc�a deja salir la aguda punta de su lengua que lentamente va recorriendo la superficie de los labios y cuando Ana deja salir a la suya, se enfrentan, medrosas, en una tierna batalla que las obnubila.
Las salivas se entremezclan y en tanto la joven siente como los senos colgantes de quien no sabe es su hermana, rozan inquietantemente los suyos y aquella restriega impacientemente la pelvis contra su sexo, los labios glotones de Luc�a han envuelto entre ellos a su lengua que, envar�ndose, se deja sojuzgar en ins�lita felaci�n por la boca exigente.
La sensaci�n es inefable y al tiempo que se deja estar en esa maravillosa succi�n, se percata de c�mo las manos de la otra muchacha acarician tiernamente sus pechos en delicados sobamientos. Ella siente en su boca acumularse la saliva y trag�ndola dificultosamente por como Luc�a tiene apresada a la lengua, logra desembarazarse de la boca para decirle alegremente que aunque sea la deje respirar.
Con el mismo tono festivo, aquella le responde que sus deseos son ordenes e inclina la cabeza para comenzar a besuquear tiernamente la parte superior del pecho de la muchacha que ya se encuentra cubierta por un fuerte rubicundez acompa�ada por un intenso sarpullido. Los labios besuquean delicadamente el pecho agitado y luego es la lengua la que en tremolantes toques h�medos refresca la piel. Como un lento caracol perverso, se desliza hasta encarar la ladera del seno para iniciar una m�gica excursi�n, recorriendo en espiral toda la mama que, a su toque, se sacude estremecida por las reacciones espont�neas de Ana.
Las manos envuelven al pecho todo y apret�ndolo suavemente desde la base, comienzan a sobarlo con una contradictoria suave violencia. Simult�neamente, la lengua explora la superficie de la aureola que, ahora amarronada, exhibe la abundancia de sus gr�nulos, entreteni�ndose en comprobar su consistencia en toques que ella sabe ser�n mensajeros del goce para la excitaci�n de Ana que ya se agita conmocionada por la caricia en medio de reprimidos gemidos de pasi�n.
Con una morosidad casi cruel, prolonga el trabajo de la lengua y acent�a la potencia del manoseo hasta que los labios se cierran sobre el grueso pez�n para iniciar una serie de chupeteos semejantes a los de un beb�. Para la otra muchacha la sensaci�n es indescriptiblemente deliciosa y en tanto menea la pelvis contra la de su hermana que no cesa de presionar la suya, le pide que no cese jam�s en tan dulce martirio.
Obedeci�ndola, y en tanto envuelve su otro pez�n con �ndice y pulgar de una mano para comenzar a retorcerlo delicadamente, los dientes colaboran con los labios en peque�os mordiscos al hinchado pez�n que no suponen lastimadura alguna sino un maravilloso cosquilleo que escarba en el fondo de la vagina.
Hundiendo sus manos en la catarata dorada del cabello de Luc�a, lo presiona contra el pecho, mascullando frases incompletas en las que expresa jadeante toda la intensidad de su goce. Por las convulsiones del vientre de Ana y porque ella misma est� experiment�ndolo en forma casi inexplicable, comprende que la muchacha se encuentra pr�xima a su orgasmo y ya no es tan tierna la presi�n de los dedos al pez�n sino que ahora es alternada por un fuerte hundimiento de las u�as a la carnosa excrecencia que es completado por un fren�tico mordisqueo a la mama y terribles chupones de los labios que tiran de ella como si pretendiera comprobar su elasticidad.
Luc�a experimenta los conocidos s�ntomas de su orgasmo alcanz�ndola y en tanto lleva su agresi�n al paroxismo, percibe como la otra muchacha se agita con desesperaci�n al tiempo que proclama a voz en grito su pr�xima eyaculaci�n y as�, enajenadas por un placer nuevo e inexplicable, se debaten hasta que la violencia de sus orgasmos las sume en la nada de una casi semi inconsciencia.

Como profesional del sexo, Luc�a ha aprendido a manejar no s�lo sus emociones b�sicas sino hasta fingir m�ltiples orgasmos que en realidad ni siquiera est� cerca de experimentar. Salvo en contadas ocasiones y cuando la necesidad ha sido suya, se ha dado el lujo de admitirlo ante el otro, por eso que en ese despertar de su modorra, no comprende como el solo hecho de someter a la otra muchacha a un simple franeleo, enardecido y furioso, s�, pero nada m�s que eso, la ha hecho conseguir a ella uno de sus m�s satisfactorios orgasmos.
Todav�a con su cabeza descansado en la muelle carnosidad de los senos, vuelve a sentir como el caldero de su vientre le reclama ser saciado y sabe con certeza que es s�lo la presencia de la italiana lo que la provoca, la incita, la mantiene en vilo como nunca hombre o mujer alguna lo haya hecho.
Inmersa en el letargo de un orgasmo in�dito, Ana suspira tiernamente cuando Luc�a acomoda el cuerpo para llevar la boca a reconocer cada hueco del vientre de su hermana y all� se entretiene; aventur�ndose en los m�sculos marcados del abdomen, reconocer la casi invisible vellosidad que alfombra el hueco central y por �l se escurre hasta arribar al hundido ombligo cuya depresi�n alberga resabios de sudor.
La lengua los enjuga y, morosamente, como no permiti�ndoselo, se desliza sobre la comba de la casi inexistente pancita para luego resbalar con la curva de la depresi�n que, como un tobog�n, la conduce a un prominente Monte de Venus, desde el que parte la tenue veladura negra de la vellosidad. Su nariz aspira �vida los olores femeninos y las narinas se le dilatan ansiosas como los hollares de alguna bestia silvestre.
La fragancia de los jugos vaginales mezclados con el natural aroma a salvajina propio e individual de toda mujer encelada, terminan por excederla. At�ndose la rubia melena en un prieta cola de caballo para que no obstaculice su accionar y tras rebuscar en un caj�n de la mesa de noche, acomod�ndose entre las piernas de Ana, las separa con infinito cuidado para luego dejar que su lengua revise concienzudamente la transpirada superficie del interior de los muslos en lenta ascensi�n hacia la entrepierna.
El rec�proco intercambio de emociones que ellas ignoran poseer, ha despertado a la joven italiana y, aun con los ojos cerrados, inicia el disfrute por ese sexo oral al que ha iniciado su desconocida hermana. Como un mecanismo sincronizado y a medida en que Luc�a trepa por los muslos, ella va encogiendo las piernas desmesuradamente abiertas hasta atraparlas entre sus manos por detr�s de las rodillas.
Observando que Ana busca sus ojos con reprimida angustia y aceza suavemente por la boca entreabierta, la rubia meretriz decide llevar a cabo la consumaci�n total. La lengua recorre con meticulosidad los surcos de las ingles, escarba sobre el corto vello renegrido que puebla la entrepierna desliz�ndose milim�tricamente hacia donde campea el capuch�n de piel que cubre al cl�toris, tremola suavemente sobre �l y viendo que ya adopta una erecci�n tentadora, lo encierra entre los labios para succionarlo con ternura que, en la medida que crece la excitaci�n de ambas, va perdiendo su cualidad de tal para convertirse en un fren�tico chupeteo que las hace prorrumpir en ayes lastimeros de deseo y placer.
Inconscientemente, Ana hace dar a su pelvis cortos remezones imitando a un coito inexistente y entonces su hermana, abre con los pulgares los labios mayores de la vulva y se extas�a contemplando el interior. Una filigrana de delgados tejidos arrepollados forma los labios menores, rodeando al cuenco nacarado que cobija a la uretra apenas encima de un cerrado orificio vaginal. Separando los frunces, la lengua recorre con pertinaz insistencia todo el interior del �valo, se detiene a socavar la dilatada uretra y luego desciende para estimular los tejidos que orlan la entrada a la vagina para despu�s, en tanto uno de los pulgares restriega vigorosamente al cl�toris, penetrar al �mbito caliginoso que est� saturado por tibios jugos que evacua el interior.

A pesar de su edad y belleza o tal vez a causa de ella, Ana ha esquivado sistem�ticamente todo intento de seducci�n y ya no es virgen s�lo a causa del empe�oso consuelo a sus apetitos que encuentra por la afanosa tarea que ejecutan sus propias manos. Nunca hubiera imaginado que la boca de otra mujer pudiera proporcionarle la cantidad e intensidad de nuevos placeres a los que su cuerpo desconoc�a.
La lengua de su ignorada gemela introduci�ndose vibrante dentro del canal vaginal, la transporta a dimensiones del goce totalmente inaugurales y cuando aquella hace que el �rgano se escurra por el corto pero terriblemente sensible perineo para llegar al fruncido haz de tejidos del ano, azuz�ndolos intensamente, cree enloquecer de deseo y pasi�n.
La particular reciprocidad de sensaciones y emociones hace que el deleite sexual se trasvase de la una a la otra en una retroalimentaci�n infinita y Luc�a, tras acuciar a los esf�nteres anales para que se dilaten y en tanto labios y lengua vuelven a ensa�arse con el agujero vaginal, hunde delicadamente pero sin misericordia alguna, su dedo mayor en el recto de la muchacha, quien no concibe como semejante cosa pueda proporcionarla tanto placer.

Luc�a ya est� enajenada y levant�ndose, cambia de posici�n. Absolutamente invertida con respecto a su hermana, pasa sus manos por la zona lumbar para asir f�rreamente las nalgas y hunde la boca en la vulva, ensa��ndose en lamer y chupetear con fiereza los tejidos que empapan los jugos femeninos y su propia saliva.
La nueva postura renueva el goce de Ana y cuando abre los ojos para manifestarle a la otra muchacha su contento, contempla alucinada el v�rtice de la entrepierna de Luc�a, observando por primera vez en su vida un sexo femenino. La vulva depilada e hinchada por la sangre que la excitaci�n acumula la impresiona; de la raja semi abierta, escapan los coralinos colgajos del interior y su superficie entera est� cubierta por los humores que exuda.
Se le hace imposible comprender como la estimulaci�n de ese �rgano que a todas luces no incita agradablemente a la imaginaci�n y por el cual ella sabe cuantas porquer�as pasan, la est� conduciendo a tan maravilloso mundo de placer y la actividad de Luc�a parece transmitir �rdenes a su mente. Dejando de lado prejuicios y melindres, un algo imponderable la hace levantar la cabeza para que su lengua busque establecer contacto con el sexo.
Apoyada en los codos, hace tremolar la lengua y cuando esta roza la piel, una especie de descarga el�ctrica, algo superior a su voluntad, la hace sujetarse con las dos manos a la grupa de su hermana para dejar a la boca toda adherirse a la vulva. Contenta por la reacci�n de la muchacha, Luc�a abre m�s las piernas para conseguir mayor dilataci�n y bajando cuanto puede la pelvis, hace m�s c�moda la posici�n para que Ana le de placer.
Los espejos multiplican una imagen alucinante; como dos diosas enfrentadas en una singular puja, la morocha y la rubia se acoplan como si pretendieran vencer a su contendiente de la forma m�s ins�lita y las manos engarfiadas en los j�venes gl�teos inmovilizan las caderas para dejar que las bocas se ensa�en en los sexos, lamiendo, chupando y mordisqueando en medio de bruscos meneos de las cabezas en medio de roncos bramidos de satisfacci�n.
Aunque nunca lo hiciera anteriormente, la sabidur�a sexual de su hermana parece haber trasmutado a ella y con viciosa gula, Ana chupetea las carnes del sexo y la degustaci�n de los humores que brotan de �l la sumen en una especie de borrachera. Rec�procamente, emisora y receptora de las mismas emociones, Luc�a siente que aquel acople antinatural no es igual a otros que sostuviera y que hay un algo desconocido que la compele a cometer en esa mujer las perversiones m�s absurdas, en el convencimiento de que esta no s�lo las recibir� complacida sino que tambi�n se esmerar� en no irle en zaga con la respuesta.
Acomod�ndole las piernas, le coloca los delgados muslos encogidos enganchados bajo sus axilas para que toda la zona er�gena quede totalmente expuesta, aferrando entre labios y dientes al cl�toris mientras tres dedos penetran dentro de la vagina. A pesar de que perdiera la virginidad en sus propios esfuerzos por penetrarse, para la joven italiana, la consistencia de aquellos dedos intern�ndose en la vagina representaba lo mismo que una violaci�n.
Es que Luc�a, tras penetrarla y hacer que esa cu�a de huesos y piel se mueva adentro y afuera como un verdadero falo, engarfia los dedos para escarbar concienzudamente todo el interior anillado, palpando la superficie lubricada por los abundantes jugos a la b�squeda de aquella callosidad que ella sabe enloquecer� a la muchacha.
Ciertamente, Ana no puede terminar de asimilar las sensaciones que la boca y dedos de la rubia provocan en ella, cuando una nueva agresi�n los supera y nuevamente cree desmayar por la intensidad de los placeres que la inundan; asida a las ingles de Luc�a, no s�lo proclama a los gritos cuanto est� disfrut�ndolo, sino que adem�s le suplica que no cese de hacerlo y multiplique sus esfuerzos por llevarla a disfrutar como nadie lo ha hecho para conducirla a su anhelado orgasmo.
Su exacerbaci�n no le permite permanecer ociosa e imitando a su hermana, deja a los labios succionar los ardientes colgajos mientras dos de sus dedos se introducen dentro de la vagina. Su interior, tan mojado como el suyo, la sorprende por el calor que inflama las carnes y cuando los m�sculos del canal vaginal se cierran sobre ellos en un reflejo de s�stole y di�stole que Luc�a realiza inconscientemente sobre cualquier objeto que habite su sexo, pierde los cabales; uniendo los tres dedos r�gidamente, fuerza los esf�nteres de la vagina para imitar a su par en enardecida c�pula.
Ambas rugen y dejan escapar encendidas palabras de amor mientras se agitan como atacadas por una exaltaci�n ciega, cuando es Luc�a quien las lleva al paroxismo; tomando un consolador de respetable tama�o, aquel objeto que extrajera de la mesa de noche, lo apoya contra la apertura vaginal que dilataran sus dedos para comenzar a penetrar el sexo de su hermana.
Jam�s nada semejante a un miembro ha accedido a ella y para Ana, el tama�o del falo artificial se le hace insoportable. En rigor de verdad, este no excede lo que una buena verga verdadera, pero lo que lo hace prodigioso, es su grosor y las anfractuosidades y excrecencias que atestan su superficie. El paso inicial separando los esf�nteres le ha resultado particularmente doloroso y, abandonando el cuerpo de la mujer, asienta su cabeza firmemente contra la cama mientras brama en una mezcla de sufrimiento con alegr�a, rog�ndole insistentemente a Luc�a que as� desea ser pose�da.
Tomando entre sus labios al cl�toris de la morocha, lo chupa con intermitente intensidad en tanto hace que la verga se deslice dentro de la vagina. En la medida que las venosidades y arrugas de suave silicona van destrozando los tejidos nunca hollados de su interior, Ana siente un ahogo que va cerr�ndole la garganta y al tiempo que confirma que aquello es el inicio de un verdadero orgasmo, jadeante y sufrida, proclama de viva voz la llegada de la satisfacci�n.
Contra lo esperado, Luc�a ralenta el avance del ariete y en tanto succiona dulcemente al peque�o pene femenino, va introduciendo en el ano su largo dedo mayor; para Ana, aquello se traduce en una exacerbaci�n desconocida del placer y mientras siente como en su interior sus m�sculos se desgarran y la falta de aire la sume en un enceguecedor frenes�, asiente repetidamente hasta que sus r�os internos afluyen al sexo para ser expulsados en medio de sonoros chasquidos que provoca el falo que aun la somete.

Esta vez y a pesar de la intensidad del orgasmo, no ha ca�do en el sopor anterior y recuperando el aliento, boquea a la b�squeda de aire mientras observa como Luc�a abre un caj�n de la c�moda para sacar de �l un objeto que en principio de le antoja extra�o; se trata de varias tiras que constituyen un arn�s y cuando la mujer las sujeta a su entrepierna, se destaca una copilla charolada de la cual surge la r�plica exacta de un enorme miembro masculino. Y esta vez su calificaci�n es cierta, ya que el tronco supera los cinco cent�metros de grosor y la ovalada cabeza conforma la punta de un falo cercano a los veinticinco cent�metros.
Tal vez presintiendo que su alter-ego est� mir�ndola, levanta la cabeza y clavando los ojos en los suyos, se alegra con una concupiscente sonrisa al tiempo que le susurra que ahora s� alcanzar�n la felicidad; aproxim�ndose a la cama, se acuesta junto a ella y estrech�ndola en sus brazos con suave ternura, comienza a besarla, contagiando su calentura a Ana que, sin propon�rselo, se encuentra respondiendo a sus caricias y besos con la misma lascivia, especialmente cuando siente la dureza del falo restregando sus mulos y entrepierna.
S�bitamente, Luc�a da un �gil giro y arrastr�ndola con ella, consigue que la morocha italiana quede sobre su cuerpo; pidi�ndole que siga sus indicaciones, le hace encoger las piernas una a cada lado de su cuerpo e indic�ndole que alce el cuerpo flexionando las rodillas, toma la enorme verga entre sus dedos para colocarla embocando el agujero vaginal de Ana.
El tama�o prodigioso del falo atemoriza a la muchacha tan s�lo con verlo y presintiendo lo que semejante aparato puede producir en su cuerpo, inicia una medrosa protesta que Luc�a aquieta con delicadas caricias a los senos y con una cautivante sonrisa le dice que jam�s le har�a algo que ella misma no estuviera dispuesta a soportar.
Tom�ndola con ambas manos por las caderas, ejerce un lenta pero fuerte presi�n hacia abajo hasta que la punta ovalada de suave silicona comienza a abrirse paso a trav�s de sus esf�nteres. Y es como si la anterior penetraci�n del otro falo hubiera condicionado sus carnes para dilatarse mansamente y comprobando como algo que presiente es lo m�s grande que cobijar� en su interior va llenando todo el canal vaginal sin hacerle experimentar sufrimiento alguno, descubre que esa presencia comienza a hacerle experimentar un inmenso goce.
Luc�a comprende lo que est� sucedi�ndole a la muchacha y prometi�ndole conducirla por los senderos m�s exquisitos del placer, la incita a flexionar las rodillas para iniciar un ligero galope. La inexperiencia de Ana la hace comenzar a moverse desma�adamente hasta que, conjuntamente con el movimiento hacia abajo y arriba de la pelvis de la rubia muchacha, encuentran el ritmo preciso. Realmente, el roce del falo contra sus carnes se torna delicioso e instintivamente, con esa natural predisposici�n que tienen las mujeres para el sexo, ya no s�lo hace al cuerpo ascender y descender sino que comienza con una lenta basculaci�n hacia adelante y atr�s que le provoca roces indeciblemente placenteros de la verga desde �ngulos absolutamente distintos.
Los gemidos escapan de su boca y en tanto clava sus ojos alucinados en los de su hermana, presiente que entre ellas existe un v�nculo que va m�s all� de lo consciente, un algo que las atrae y une indisolublemente con sentimientos y sensaciones instintivas que trascienden a una simple atracci�n f�sica. Una mano de Luc�a estimula gratamente al erecto cl�toris, lubric�ndolo con los jugos que emanan de su vagina mientras la otra revolotea sobre los senos oscilantes por sus movimientos y es entonces que, ya en el paroxismo de la calentura, complementa sus movimientos con una rotaci�n de las caderas a imitaci�n de una bailarina oriental.
Los furiosos embates de Luc�a desde abajo, hacen que la punta de la verga trascienda los l�mites del cuello uterino para raspar el endometrio y al tiempo que Ana acompa�a a la mano sometiendo a los pechos a iracundos apretones, Luc�a la anima a ir rotando el cuerpo hasta quedar de espaldas y en esa posici�n, apoy�ndose en las rodillas alzadas de la rubia, encuentra que el falo le provoca distintas sensaciones que la excitan m�s aun y cuando Lucia agrega a sus caricias a la vulva la introducci�n del dedo pulgar a su ano, cree enloquecer de placer.
En verdad, la combinaci�n de la c�pula con la leve sodom�a la elevan a sensaciones que ni siquiera imaginara experimentar y cuando brama su satisfacci�n en medio de sucias maldiciones en italiano, Luc�a sale de debajo suyo para empujar su torso hasta que, arrodillada, descansa en los codos apoyados en la cama. Tomando la verga prodigiosa con los dedos, vuelve a apoyarla contra la dilatada vagina y en un violento envi�n que la hace prorrumpir en un agudo grito de dolor, la penetra bestialmente para luego inclinarse sobre ella y, apres�ndola por los senos, la estrecha cari�osamente y emprende un delicioso oscilar que la hace sentir al falo como nunca antes.
Obnubiladas, mimetizadas como un solo ser, se hamacan por un tiempo en ese maravilloso coito hasta que Luc�a se separa y extrayendo la verga del sexo, la apoya contra los esf�nteres anales y empuja; si el dedo le procurara tan excelsas sensaciones, la introducci�n del falo la hace sufrir por primera vez y proclam�ndolo en un alarido espantoso, trata instintivamente de separarse de la otra mujer que, presintiendo esa actitud, la mantiene aferrada reciamente por la caderas mientras proyecta su cuerpo hacia delante y atr�s en una brutal sodom�a que, contradictoriamente, en tanto crece en virulencia, comienza a hacerle experimentar por transferencia algunas de las m�s magn�ficas sensaciones de placer.
Entremezclando los ayes con palabras de goce y los sollozos con complacidos risitas de placer, se sume en la vor�gine de pasi�n que le propone su hermana, debati�ndose juntas en un fren�tico acople que las enajena y cuando Luc�a saca la verga para hundirla nuevamente en la vagina, alternando las penetraciones por ambos agujeros, siente crecer dentro de s� el advenimiento de un orgasmo que urge a sus �rganos a converger hacia el caldero de su sexo.
Simult�neamente, Luc�a se expresa en el mismo sentido y al un�sono, sincronizadamente, imprimen a su mutuo vaiv�n una violencia tal que, al evacuar las riadas de sus jugos uterinos, en medio de maldiciones entremezcladas con las m�s ardientes palabras de amor, van cayendo en el abismo en que las sumerge la satisfacci�n total y plena.

Horas m�s tarde y en soledad de su cuarto, cada rinc�n de su cuerpo le recuerda todos y cada uno de los actos cometidos con la rubia meretriz. Sin embargo y reconociendo que aquella la sometiera a lo que podr�a considerarse una violaci�n, ya que su ignorancia y virginidad no le hubiera permitido ser quien iniciara aquel juego demencial, admite que todo cuanto realizara Luc�a en su cuerpo la ha conducido no s�lo a un nuevo mundo donde el sexo es el emperador, sino que ha comprobado que ser sometida sexualmente oral, vaginal y analmente la deleita hasta el punto de despertar en su cuerpo y mente las m�s perversas y lascivas ansias por hacer lo mismo.

M�s tarde y cuando se prepara para el ensayo de su n�mero, el palpitar que aun se agita en su vientre la conduce a pensar involuntariamente en la rubia muchacha y por libre asociaci�n, en lo que la ha tra�do a la Argentina y decide reanudar la b�squeda de su hermana.
Momentos despu�s y ya en el m�nimo escenario, encara al �director art�stico� que es uno de los patrones para pedirle un adelanto y una semana de licencia. Al principio, este se niega de plano a tal cosa, considerando que si bien el �xito se debe a sus virtudes para la danza y especialmente a su cuerpo espectacular, ellos han invertido en acondicionar el lugar para su lucimiento y en la publicad necesaria, por lo que la interrupci�n, adem�s de originarles perjuicio econ�mico, supondr� una p�rdida de prestigio y clientela.
Dispuesta a no ceder, Ana utiliza toda la sugesti�n de sus encantos en la s�plica, hasta que al fin, casi a rega�adientes, Pedro acepta discutir el asunto pero para eso deber�n aceptar la decisi�n final de Marcelo quien es el socio mayoritario y propietario del edificio.
Indic�ndoles a las otras dos bailarinas lo que deben ensayar para esa noche, la conduce hasta el despacho que existe en la planta superior y por cuya ventana es posible vigilar el funcionamiento del lugar.
Al ver a Marcelo, Ana se da cuenta de que nunca hab�a imaginado que aquel hombre que trasuntaba poder por su aspecto y maneras y al cual ve�a frecuentemente en la barra, fuera el verdadero due�o del local; alto, seguramente poco menos de dos metros, impon�a por el largo y color de su melena leonina que otorgaba un aspecto salvaje al apuesto rostro masculino.
Apabullada por esa presencia y por el tenor de su pedido, ve como el hombre parece ofuscarse al escuchar a su socio para luego y despu�s de permanecer abstra�do en el sill�n giratorio, se levanta para detenerse pensativo ante la ventana, contemplando el desplazamiento de las otras chicas en el escenario. Finalmente parece haber tomado una decisi�n y camina hasta detenerse frente a ella que, amedrentada por su estatura que la vista desde abajo hace enorme, permanece soldada al respaldo del sill�n con quieta y simulada calma.
Inclin�ndose lentamente sobre Ana y en tanto la ase cari�osamente por la barbilla, le dice que como ya lo sabr�, todo y cada cosa en la vida tiene un precio. El favor que les pide y que para ella parecer ser important�simo, tendr� un �nico y exclusivo valor; la entrega de su cuerpo en forma total y completa.
El picor que el consolador colocara en su ano, aun le manda secretos mensajes que parecen destinados a no hacerle olvidar su relaci�n con Luc�a que en su mente traspone los l�mites del simple sexo. Indignada, intenta levantarse del asiento al tiempo que le dice al hombre que es una profesional de la danza y no una prostituta que se entrega al primero que se lo pide.
Con un leve empuj�n, Marcelo la hace caer de nuevo en el sill�n al tiempo que le recuerda que piense en donde est� y con qui�n, pero que no s�lo no se lo est� pidiendo, sino exigi�ndoselo. Simult�neamente extiende una mano grande como una zarpa y de un simple tir�n la despoja de la blusa mientras los botones vuelan por el aire. Instintivamente, el gesto de defensa es cubrirse en rostro, lo que le da al hombre la oportunidad de arrancarle el corpi�o del mismo modo.
Sus senos hermosos se vuelcan sobre el pecho en gelatinosos sacudones que no hacen otra cosa que excitar aun m�s al hombre, quien se abalanza sobre ella y sojuzg�ndola con su peso, aferra su cabeza entre las dos manos para aplastar en su boca gimiente de s�plicas, la groser�a de sus grandes labios.
Este es su primer contacto con un hombre e intenta aun una vana resistencia, pero el f�sico imponente de Marcelo y esos labios que encierran a los suyos en prepotentes succiones la hacen reaccionar pero no en el sentido que ella cre�a; el�sticamente, sus labios se separan para adaptarse a las exigencias del beso y la lengua acude presta para responder los embates de la masculina, al tiempo que un mimoso gemido al cual no maneja, brota de la garganta y su cuerpo se alza para aplastarse contra el del hombre.
La experiencia con Luc�a parece haberla condicionado; a su mente acuden en tropel los actos deliciosos que cometieran y un loco af�n porque sea Marcelo quien los realice en ella, la lleva a abrazarse a su nuca al tiempo que le ruega que la haga suya.

Despoj�ndose prestamente de su ropa, el hombre queda desnudo y Ana no puede menos que admirar la s�lida musculatura de quien la someter� masculinamente por primera vez, mientras, con involuntarias ansias, termina de sacarse la falda y la bombacha. Aun sentada en el sill�n, no termina de discernir que actitud adoptar para satisfacer a Marcelo, pero este se encarga prontamente de hac�rselo saber.
Asi�ndola por las largas y torneadas piernas, las levanta y encogi�ndolas las lleva hasta que cada rodilla queda al lado de su cabeza. Oprimi�ndola con su peso, busca la vagina con la ya erecta masa del pene y encontr�ndola, la hunde totalmente en ella al tiempo que sus manos y boca inician un fest�n en sus senos.
Pese a tama�o de los consoladores con que la penetrara Luc�a, la dilataci�n vaginal hab�a sido progresiva y, a pesar del dolor, el goce result� inconmensurable; en el caso de Marcelo, la verga portentosa tiene una consistencia que, por real, es m�s hiriente que la de cualquier consolador. El roce de la piel contra sus tejidos se le hace insoportable y el sobamiento a los senos que en ocasiones se convierte en estrujamiento le hace tomar conciencia que debajo de la piel, tersa y delicada, existen m�sculos que se resienten ante los manoseos.
No obstante y a pesar de la situaci�n forzada por la que atraviesa, admite que esa, su primera ocasi�n de tener sexo con un hombre, no s�lo no le desagrada sino que, como la noche anterior con Luc�a, siente crecer en su interior un fervor incontenible y unas ganas locas de ser penetrada por Marcelo. Asi�ndose a los musculosos brazos del hombre, imprime a su pelvis un instintivo menear que es tan bien recibido por Marcelo que, enderez�ndose, suelta sus pechos y asi�ndola por las caderas, la alza hasta que est�n a la altura de su entrepierna.
Un reflejo intuitivo le hace elevar las piernas para envolver el cuerpo del hombre y, afianz�ndose con los talones en sus ri�ones, se da envi�n para que su cuerpo vaya al encuentro del masculino, incrementando la violencia del coito. En verdad, el sentir esa poderosa barra de carne caliente traqueteando en su interior, elev�ndola a un nivel de goce que Luc�a no consiguiera, no s�lo la llena de un placer casi s�dico en colaborar con el hombre sino que siente a su mente extraviarse en ese goce desconocido.
Sin propon�rselo, obnubilada por tanto placer, se aferra al asiento y su cuerpo se alza en un arco conforme al ritmo que el coito le sugiere al tiempo que brama de dicha, estimul�ndolo para que la lleve al orgasmo lo antes posible. Pero Marcelo no est� dispuesto a hac�rsela tan f�cil; retirando la verga de su sexo, la sujeta por los cabellos y atray�ndola hacia s� hasta que queda arrodillada a su frente, la insta a chuparle el miembro.
Eso ni siquiera ha cruzado por su mente pero ese olor que despide, que es el suyo, la hace rememorar al del sexo de la rubia muchacha y ya desmandada, con sabidur�a innata, ase el falo chorreante de sus propios jugos. Golosa de toda glotoner�a, la esencial inteligencia femenina la hace estirar la lengua y cual si enjugara las chorreaduras de un delicioso helado, comienza a tremolar a lo largo de la verga.
Tal vez sea a causa de que esas mucosas habitaron sus entra�as o porque en definitiva, son m�s fragantes y dulzonas que las de su hermana, el placer que experimenta al saborearlas exacerba sus sentidos y desde lo m�s hondo de la vagina siente crecer la voracidad de una hoguera.



Su trabajo posee ciertas compensaciones que, m�s all� de la entrega de su cuerpo, le permiten moverse desenfadadamente en el mundo de la alta sociedad y como, tiene clientes con los que ha desarrollado amistad social, suele ser invitada por estos a tomar algo o a cenar.
Esa tarde, Luc�a se encuentra tomando el t� en un lujo



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Relato: Gemelas incontinentes
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