Relato: Esta familia mata





Relato: Esta familia mata


CAMILA


Camila se hab�a criado en un puesto de una inmensa estancia y como todas las chicas en esa situaci�n, no era de tener amigos m�s que los que fueran sus ocasionales e inconstantes compa�eros en la escuela primaria rural, pero ya entrada en la adolescencia, esas relaciones hab�an pr�cticamente desaparecido con la migraci�n de chicos y chicas a otros sitios; pero esa vida primitiva y aburrida dio un vuelco cuando el capataz vino a decirles que la due�a del establecimiento se encontraba en el pueblo, que hab�a venido a elegir una �criadita� entre las chicas de los puestos y que al d�a siguiente deb�an presentarse en el pueblo, para lo cual les dej� un papelito con la direcci�n.

Para Camila, el pueblecito, poco m�s que un caser�o, se le antojaba deslumbrante y miraba golosa los innumerables objetos desconocidos en las vidrieras de los primitivos negocios. Su madre se hab�a esmerado en su �ltima compra y la chica luc�a espl�ndida en su vestido de floreado algod�n, los inc�modos zapatos de medio taco y la vincha que sujetaba la cascada del ondulado cabello casta�o.
La se�ora estaba parando en casa del intendente y la apariencia de su rubia presencia incomod� a Camila, quien mir� con recelo la piel de enfermizo aspecto blanquirosado y ese pelo amarillo y liso como nunca viera. Sin embargo, la calidez de la voz baja y un poco ronca le infundi� confianza. Obedeci�ndola, se sent� por primera vez en una silla tapizada y el cari�oso tono con que la interrog� termin� por tranquilizarla.

D�ndose cuenta que acababa de descubrir un diamante en bruto, Delfina se entusiasm� al verla tan hermosa, imagin�ndosela adornando cotidianamente los salones de su casa, pero especialmente levantando la envidia de sus �amigas� ante esa beldad a quien convertir�a en su mucama personal.
Indic�ndole que se despidiera de su madre, sali� para hacer preparar el autom�vil que las llevar�a en el largo viaje de regreso a la ciudad capital. Camila estaba tan maravillada como confundida y crey� comprender que su partida significaba algo m�s que un empleo. La que s� ten�a la seguridad de no volverla a ver era su madre quien, abraz�ndola como nunca lo hiciera, la bes� cari�osamente en la frente y, tras pedirle que se cuidara, sali� de la casa sin demostrarle su angustia.
Evitando exteriorizar su miedo, subi� apresuradamente al primer auto que conociera para apichonarse en un rinc�n del asiento trasero. Cuando domin� su aprensi�n por la velocidad incre�ble del coche, comenz� a disfrutar del viaje y, cuando horas m�s tarde arribaron a la ciudad, un mundo alucinante de luces, gente y edificios pareci� ca�rsele encima. Eran muchas emociones en un s�lo d�a para la muchacha que hab�a pasado diecisiete a�os en el campo sin conocer pr�cticamente a nadie m�s que sus padres.
No cab�a en su mente que pudiera existir una construcci�n como la casa hacia donde la condujo la patrona y mucho menos que fuera a vivir en ella. En realidad, no estaba equivocada, ya que era una verdadera mansi�n cuyo lujo y refinamiento exced�a la media de la gente adinerada de provincias. Conducida por la misma se�ora hasta una habitaci�n al fondo de la parte baja, no pudo dar cr�dito cuando Delfina le dijo que aquel ser�a el cuarto donde vivir�a.
Todav�a aturullada, se sent� cuidadosamente sobre el muelle colch�n de una de las dos camas de bronce y, hundi�ndose en �l, roz� atemorizada la superficie del sedoso cubrecama. Todo le era tan extra�o y desconocido que tuvo miedo y se acurruc� sollozante contra los esponjosos almohadones.
La se�ora debi� prever esa reacci�n de la salvaje muchacha, ya que reci�n media hora despu�s entr� al cuarto para mostrarle el contenido del placard, indic�ndole que en adelante, aquella ser�a la ropa que deber�a utilizar dentro de la casa y conduci�ndola a un ba�o vecino, le explic� como funcionaba cada uno de aquellos artefactos desconocidos.
Advirti�ndole que la higiene era primordial en su trabajo, trajo de la habitaci�n un juego de ropa interior y una bata. Advirtiendo que carec�a de corpi�o, le se�alo c�mo se utilizaba y tras llenar medianamente la ba�era de agua caliente, le dijo que se desvistiera e ingresara a la misma. Camila carec�a de pudor y, obedeci�ndola, se quit� el sencillo vestido y la r�stica bombacha.
La joven miraba con un poco de recelo ese l�quido transparente que humeaba ligeramente y era la mayor cantidad de agua que viera en su vida a excepci�n de la del bebedero de los animales. Viendo su indecisi�n y tomando una de sus manos, Delfina la ayud� a mantener el equilibrio mientras entraba a la tina, indic�ndole que se sentara. La tibieza del agua pareci� envolver su cuerpo y tuvo una inexplicable sensaci�n que placer que la hizo estirarse hasta que los pies tocaron la otra punta y s�lo su cabeza qued� fuera del l�quido.
Entreg�ndole una perfumada pastilla de jab�n y un frasco de champ�, le ense�� como utilizarlo para lavar su cuerpo con la una y el cabello con el otro, al tiempo que, poniendo en su mano una fina tijerita, le suger�a que la utilizara en recortar cuanto pudiera la frondosa mara�a de su entrepierna.
Aturullada por tanto detalle, comenz� a pasar por su piel el cremoso jab�n mientras Delfina abandonaba el ba�o para no incomodarla. Aunque su madre la hab�a acostumbrado a higienizarse, especialmente desde que era mujer, nunca hab�a dispuesto de otra cosa que el mismo jab�n con que lavaban la ropa y el mismo tacho de zinc. La peque�a pastilla que cab�a en la palma de su mano, ten�a una consistencia que le agradaba y se entretuvo en deslizarla despaciosamente por cada regi�n de su cuerpo, sintiendo como a ese contacto o convocados tal vez por las exquisitas fragancias, los diablillos que habitaban sus entra�as la urg�an perversamente a dirigir las manos hacia la entrepierna.
Ciertamente, con los preparativos del viaje, hac�a varios d�as que estaba ayuna de sexo y esa obligada abstinencia despu�s de tantos a�os de rutinaria pero activamente satisfactoria pr�ctica manual, sumada a los acontecimientos de descubrir un mundo que desconoc�a, pon�an una angustiosa necesidad en sus entra�as que, cuando sus dedos restregaron los labios de la vulva, la apremiaron a iniciar una de aquellas masturbaciones que la complac�an tanto.
Claro, jam�s la presencia de un l�quido tan caliente como aquella agua hab�a rodeado su piel y ese calor parec�a transmitirse a trav�s de los poros e invadir cada regi�n dispuesta a sensibilizarse. La cremosa espuma contribu�a a que los dedos se deslizaran cari�osos sobre cada pliegue del sexo y, cuando la mano fue adquiriendo la cadencia necesaria, los de la otra mano envolvieron la masa de los pechos para sobarlos con deleite.
La sensaci�n era fant�stica y jam�s una masturbaci�n hab�a provocado en ella lo que el agua caliente y la caricia aceitosa del jab�n. Afirmando los pies en el frente de la ba�era, se dio impulso para hacer ondular el cuerpo al ritmo de los dedos que ya recorr�an aviesamente el canal vaginal en imaginaria c�pula y los dedos de la otra mano dejaron de estrujar los senos para hundir en los pezones el filo de las u�as.
De tan placentera, la situaci�n se le tornaba intolerable y en el deseo de acabar arque� aun m�s el cuerpo hasta hacerlo salir del agua y la mano que abandon� los pechos, se dirigi� decididamente hacia la hendidura entre los gl�teos donde, luego de ubicar la entrada al ano, introdujo totalmente el dedo mayor y, en esa doble penetraci�n, obtuvo uno de los orgasmos mas satisfactorios de su vida.
Agradablemente agotada, se dej� estar hasta que algo le hizo entender que no pod�a permanecer indefinidamente en la ba�era y, terminando de enjabonarse por en�sima vez, se sent� en la esquina del artefacto. Abriendo las piernas y temiendo lastimarse, recort� con meticuloso cuidado las guedejas rizadas que con el agua formaba el vello p�bico, cobrando por primera vez conciencia del tama�o y aspecto de su sexo.
Eliminada el agua, abri� la canilla y, como supo, lav� la larga melena cobriza hasta que la espuma que se introduc�a en sus ojos le hizo abandonar el fregado. Sec�ndose con una toalla, se envolvi� en la bata para tenderse en la cama.
Su mente joven y �gil le dec�a que, si esa iba a ser su nueva vida, deber�a tratar de adaptarse aun cuando hubieran cosas que le disgustaran. Dici�ndose que la se�ora tal vez regresar�a pronto, termin� de secarse con la misma bata de toalla y, tras calzarse la sedosa bombacha, se las arregl� como pudo para introducir los s�lidos pechos en las copas del corpi�o, d�ndose ma�a en ajustar los breteles a los hombros y enganchar a ciegas aquel broche de la espalda.
Esa prisi�n a los senos que zangolotearan libremente durante a�os la incomodaba pero entendi� que eran las �rdenes de su patrona y, con resignaci�n, se puso aquel ajustado uniforme azul que en el escote y mangas ten�a delicados detalles de puntilla blanca.
Encontrando en el interior de la puerta del placard un objeto rectangular que reflejaba n�tidamente su imagen, se vio a s� misma por primera vez y lo que observ� no le disgust�. Nunca hab�a tenido conciencia de su belleza y esa muchacha que se reflejaba en la puerta, la fascinaba. De estatura regular, casi como la de su ama, ten�a un cuerpo delgado y cimbreante que abultaba tal vez demasiado en el pecho y las piernas torneadas por a�os de andar a caballo a lo indio, mostraban una grupa abombada que se ve�a demasiado a causa de la corta falda del uniforme.
La larga melena ondulada daba marco a un rostro sim�tricamente ovalado en el que se destacaban grandes ojos color miel sombreados por largas y oscuras pesta�as. Completando el retrato, la nariz levemente respingada se alzaba sobre un par de labios carnosamente m�rbidos que, entreabiertos, dejaban avizorar la blancura de una menuda dentadura. Como toda ella, la piel ten�a una natural tonalidad mate que s�lo serv�a para destacar aun m�s la riqueza de sus formas. Complacida consigo misma, se coloc� los blancos zapatos de cuero blanco y se dispuso a esperar las �rdenes de su patrona.

Media hora m�s tarde, Delfina golpe� discretamente la puerta antes de entrar y, conduci�ndola fuera de la habitaci�n, la llev� a una enorme cocina en la que hab�a dos mujeres. Sin hacer otra referencia de ella que su nombre, la present� a Juliana, la cocinera, una mujer de unos cincuenta a�os y a Carlota, una espl�ndida muchacha que tendr�a unos treinta y que, enfundada en un uniforme similar, cumpl�a las funciones de mucama de la casa.
Dici�ndoles que el trabajo de Camila consistir�a en su atenci�n personal, haci�ndose cargo de su dormitorio en forma total, dej� bien en claro que no estar�a obligada a realizar labores en la casa que excedieran ese �mbito y sus necesidades personales. Se�al�ndole el lugar que ocupar�a en la gran mesa de la antecocina, la dej� para que entrara en confianza con las otras.
Juliana le tendi� una taza de caf� con leche y bebiendo el novedoso brebaje con prudencia, fue respondiendo las preguntas de las mujeres, especialmente de Carlota quien parec�a intrigada por su aspecto y modales.
Camila no sab�a que su falta de educaci�n y el no haber tenido contacto con otras personas adultas la hac�an un bicho raro y sin temor alguno, les cont� lo que fuera su vida en esos diecisiete a�os en el campo. Como mujer mayor, Juliana dijo haber conocido casos similares al suyo, pero la que definitivamente se mostr� encandilada fue Carlota, quien prometi� pedirle permiso a la se�ora para hacerse cargo de su educaci�n.
Ese primer d�a a la muchacha le result� sumamente aburrido y cuando despu�s de cenar se retir� a su cuarto, se dio cuenta por qu� en la habitaci�n hab�a dos camas. La otra mucama hab�a parecido estar disgustada por no haber sido escogida como asistente personal de la patrona pero, el permiso de aquella para que le ense�ara a la zafia jovencita el funcionamiento de la casa y sus costumbres, el manejo de los artefactos y una m�nima alfabetizaci�n para que supiera manejarse en la ciudad, la hab�a entusiasmado y, ocupante de la cama vecina, ah� mismo la instruy� en el uso de los camisones y el armado de la cama.
Agradecida por haber ca�do en tan buenas manos y acurrucada al calor de esas delicadas telas que envolv�an su cuerpo, fue escuchando atentamente todo cuando le dec�a la joven, que no lo era tanto como hab�a imaginado. Carlota era oriunda de otra provincia y, aunque ten�a estudios, para ella era un privilegio servir en esa casa de encumbrado respeto en la ciudad.
Camila no hab�a tenido oportunidad de conocer a otras mujeres que no fuera su madre, y esa muchacha de cuerpo generoso que asum�a estar cercana a los treinta, la deslumbraba con la sedosidad de su piel blanca y los reflejos de su lacia cascada rubia.
Debido a su pobreza y escasez familiar, su relato fue decididamente corto, pero cuando Carlota la interrog� con respecto al sexo, admitiendo sin verg�enza que se masturbaba, confes� una total ignorancia con respecto a los hombres. Los ojos grises de Carlota brillaron extra�amente inquietos y le prometi� que no demorar�a en adquirir esos conocimientos con ella.

Como descendiente directa de los fundadores de la ciudad, Delfina Zuvir�a se preciaba de comportarse con algunos resabios aristocr�ticos que la hac�an la envidia de otras mujeres de aquel reducido c�rculo y Camila se constituir�a por su apostura en una codiciada pieza de las que ella coleccionaba como otros objetos suntuarios; Juliana era una prestigiosa cocinera que ella importara desde la capital hac�a ya muchos a�os y Carlota era la mucama ideal que reun�a la hermosura y don de gentes con una refinada educaci�n en el conocimiento de las reglas de la etiqueta.
Con su belleza salvaje, Camila, a quien ir�a moldeando a su antojo como un escultor a la piedra, se convertir�a en no mucho tiempo en otra gema de su tesoro personal. Ya desde el primer d�a la hizo permanecer junto a ella en su cuarto y, tras ense�arle que lugar ocupaba cada cosa de su vestuario y maquillaje, la pidi� que la ayudara en su preparaci�n para una salida nocturna.
Camila jam�s hab�a visto a otra mujer desnuda y con ojos alucinados, contempl� como Delfina se quitaba una a una sus ropas al tiempo que le indicaba que hacer con ellas, si guardar algunas en el placard o separar otras para lavar.
Poco a poco, con suma lentitud, la se�ora fue quedando monda como una banana frente a la sorprendida jovencita a quien esa piel delicadamente blanca con vestigios de rosado impresionaba. Ella consideraba que sus pechos eran voluminosos pero nunca hubiera imaginado la proporci�n de los de Delfina que, aun s�lidos a sus cuarenta y ocho a�os, ca�an como dos grandes frutos maduros en cuyos v�rtices se destacaban dos amplias aureolas rosadas y los puntas agudas de los pezones.
M�s abajo el cuerpo se estrechaba en una cintura regular exenta de adiposidades y, bajo una leve pancita, se mostraba la abultada apariencia de una carnosa vulva totalmente depilada. En cuanto a las nalgas, estas ten�an forma de gota y su fortaleza no claudicaba ante su peso.
Sac�ndola de su estupefacci�n, hizo que la acompa�ara al ba�o contiguo para exponerse bajo la ducha al fuerte chorro de agua. Cuando su piel estuvo lo suficientemente sensibilizada por la temperatura, cerr� las canillas y tras enjabonarse eficazmente todo el cuerpo, se dio vuelta para pedirle a la muchacha que enjabonara su espalda.
Camila temblaba de nervios y su mano timorata apenas rozaba la piel de su patrona, pero aquella le exigi� que la frotara con mayor vigor y, cuando toda la espalda estuvo cubierta de una capa cremosa, le dijo que la frotara con sus manos. A pesar de esa proximidad, sus dedos no hab�an tomado contacto con la piel y el hacerlo le provoc� un extra�o estremecimiento que llev� un picor al fondo de sus entra�as como cuando estaba excitada.
La mujer se mostraba extasiada por la acci�n de sus manos sobre la piel y en tanto ella se jabonaba con fervientes sobadas los grandes senos, fue indic�ndole a Camila que friccionara la dura prominencia de las nalgas y los muslos. La muchacha estaba asustada y mientras entre sus labios surg�a un vaho ardiente que los resecaba, su vista se nublaba por el deseo que el roce con esas carnes, los perfumes y los aromas que surg�an de ella provocaban en su bajo vientre.
La mujer no ten�a segundas intenciones y luego de decirle que ya estaba bien, abri� la canilla del agua fr�a para expulsar de la piel todo rastro cremoso y conseguir la contracci�n de sus carnes firmes. Pidi�ndole que le alcanzara la bata, sali� de la tina y luego de secarse prolijamente, nuevamente se exhibi� desnuda ante ella al tiempo que le ped�a cada prenda de su vestuario.
Confundida por la excitaci�n que aun carcom�a sus entra�as, fue alcanz�ndole una bombacha exquisitamente bordada, muy cavada, que la se�ora hizo calzar ajustadamente sobre la prominente vulva flexionando las piernas y estirando sus el�sticos hasta que la parte fina se perdi� en la profundidad de la hendidura entre las nalgas. Luego le dio una verdadera lecci�n en cuanto c�mo colocarse un corpi�o; tomando al que hac�a juego con la bombacha, tom� cada una de las puntas para pasarlo alrededor de su cuerpo y, abroch�ndolas en el frente como si fuera un cintur�n, lo hizo deslizar hasta que las copas quedaron debajo de cada seno. Mientras una mano alzaba la pesada masa de uno de ellos, la otra enganch� el bretel en su hombro para luego hacer que el pecho calzara c�modamente en la prenda. Repitiendo la operaci�n con el otro, se inclin� para realizar un brusco meneo del torso y los senos terminaron de acomodarse con un movimiento gelatinoso.
Luego se sent� en el acolchado taburete que hab�a junto al tocador y tomando un par de medias casi transparentes, arroll� entre sus dedos una de ellas para embocarla en la punta del pie e iniciar un lento recorrido hacia arriba, extendiendo la pierna para acompa�ar el movimiento ascendente y, al llegar a la rodilla, tirando de forma que no quedara la menor arruga, alzar la pierna estirada en tanto con movimientos circulares ajustaba la prenda sobre la torneada columna de los muslos.
Apabullada por la riqueza de esa ropa interior que otorgaba a su patrona una armon�a incomparable, siguiendo sus instrucciones la ayud� a vestir un lujoso vestido de seda negra que, al terminar de subir el largo cierre a la espalda, se adapt� a su figura como una segunda piel.
A pesar de su coqueter�a, Delfina sab�a que el aspecto natural de su cara exenta de maquillaje la hacia m�s atractiva y, mostrando a la muchacha como lo hac�a, s�lo coloc� un poco de rimel para realzar la longitud de sus pesta�as y extendi� una capa de brillo sobre la m�rbida carnosidad de los labios. La larga y lacia melena rubia ca�a naturalmente sobre su espalda y con s�lo unos toques de cepillo, logr� que luciera en toda su esplendidez.
Todav�a estupefacta por lo que la vestimenta hab�a transformado a la se�ora, le ayud� a colocarse un par de exquisitos zapatos de taco alto y, cuando aquella sali� del cuarto, se qued� contempl�ndola con el anonadamiento del descubridor.

Cuando rato despu�s se un�a en el cuarto con Carlota y aquella la interrogara sobre qu� cosas hab�a estado realizando en el dormitorio de los se�ores, se explay� candorosamente sobre el asombro que aquellas vestimentas y costumbres le provocaban pero, por alguna raz�n, le ocult� el desasosiego que le hab�a provocado el ver a su patrona totalmente desnuda y los insoslayables escozores que el deseo hab�a colocado en ella con s�lo rozar su piel.
Al apagar la luz, lejos estuvo de dormirse inmediatamente. Con esos cosquilleos que la habitaban desde hac�a varios d�as picaneando sus entra�as, se le hac�a dif�cil dejar fantasear a su mente, pero como esta s�lo recuerda lo que conoce, recurrentemente las im�genes y sensaciones la remit�an a tiempos en que aun s�lo era una mirona de los desahogos sexuales de sus padres para luego caer, inevitablemente, en el recuerdo v�vido de las recientes expansiones con que daba rienda suelta a su incontinencia con la masturbaci�n.
La irritaci�n que rondaba los tejidos interiores de su sexo le ped�a, le exig�a esa satisfacci�n, pero la presencia ineludible de Carlota en la cama vecina la cohib�a y tuvo que contentarse con que sus dedos sometieran a los senos; inexplicablemente, las im�genes de su pensamiento fueron suplantadas por las de Delfina ejerciendo esos mismos estrujamientos a sus pechos al jabonarse, en tanto que la evocaci�n del roce de sus manos a la delicada piel de la mujer la llevaron a incrementar la acci�n de los dedos en la mama y, con el infinitamente dulce martirio que le proporcionaban sus u�as hiriendo a la excrecencia, mordi�ndose los labios para evitar los gemidos de la satisfacci�n, sinti� los jugos vaginales escurriendo entre los dedos.

Naturalmente, Delfina no viv�a sola en la inmensa mansi�n, sino que compart�a el dormitorio con su marido y los otros cuartos de ese ala de la casa estaban ocupados por sus hijos; dos varones y una mujer.
Camila conocer�a personalmente al se�or casi una semana despu�s de llegar, pero a la hija la conoci� al otro d�a de asumir sus obligaciones como mucama de la se�ora y a instancias de ella. Delfina sab�a lo que su apellido provocaba en sus hijos; soberbios y consentidos por el padre, se comportaban como se�ores feudales y si no se los ten�a a rienda corta, convert�an a cualquier persona en un lacayo.
Considerando a la muchacha como patrimonio personal, deseaba que sus hijos tuvieran en claro cu�l deber�a ser su comportamiento con la muchacha y, con ese prop�sito, convoc� a Vanessa a su cuarto. En presencia de la atribulada Camila, le hizo prometer que no s�lo no se aprovechar�a de la inocente ignorancia de la jovencita, sino que colaborar�a con ella en cuanto a su alfabetizaci�n y conocimiento de la ciudad.
Vanessa parec�a la ant�tesis de su madre, la �nica coincidencia parec�a ser el rubio cabello pero ah� terminaba todo parecido, ya que este estaba cortado en hirsutos mechones cort�simos y s�lo su cara exhib�a similar proporci�n equilibrada. Alta y flaca, su huesuda figura dejaba ver la soltura de unos largos y oscilantes senos sin corpi�o por debajo de una burda camiseta de algod�n y la ajustada mini falda de tiro bajo mostraba la s�lida musculatura de su vientre � en el que le pareci� vislumbrar un peque�o dibujo - y el casi desproporcionado volumen de los gl�teos.
A pesar de su extra�o aspecto, la joven, que aparentaba tener m�s o menos su misma edad, acept� alegremente la tarea encomendada por su madre y dici�ndole a Camila que se pusiera otra ropa que no fuera su uniforme, le pidi� plata a su madre para comprarle un guardarropa completo a su mucama-asistente. Complacida por que su hija tomara a bien la tarea de una femenina Pigmali�n, le entreg� su tarjeta de cr�dito, orden�ndole a la muchacha que obedeciera a su hija.
Corriendo hasta su cuarto en la otra punta de la casa, se despoj� r�pidamente del uniforme para vestir nuevamente el sencillo vestido que le comprara su madre.

En el camino hacia el centro de la ciudad, Vanessa le pidi� que la tuteara ya que s�lo era tres a�os mayor que ella y en plan de confidencias, le confes� que ese estilo alocado se correspond�a con la moda y sus h�bitos sociales fuera de casa, pero estaba especialmente dedicado a escandalizar a su madre, siempre tan cuidadosa de las formas y las convenciones a las que una ni�a de su alcurnia deb�a obedecer. Tratando de no apabullarla, la condujo por distintos negocios y galer�as comerciales en los que la joven reci�n tom� cuenta de lo mucho que ignoraba.
Procurando no ofenderla, lo primero que hizo fue comprarle un jean y un top con los que su figura adquiri� un aspecto m�s ciudadano. El calzar el ajustado talle del vaquero le produjo una rara sensaci�n de opresi�n y el roce de la gruesa tela en la entrepierna llev� un dejo de excitaci�n en su vientre pero, lo que regocij� a la otra muchacha, fue como la elasticidad del top destac� la s�lida morbidez de los senos que, por su volumen, avergonzaron a Camila como si se exhibiera desnuda en p�blico, ignorando la gula que despertaba en los otros.
Tranquiliz�ndola al mostrarle como la mayor�a de las mujeres se esmeraban en destacar lo que ella pretend�a esconder, la llev� en un largo paseo, ense��ndole los distintos comercios y deteni�ndose en algunos de ellos para comprarle prendas y objetos que ella no hubiera sabido como utilizar sin su asesoramiento. Como ep�logo de esa fiesta para los sentidos de la jovencita, la condujo a una peluquer�a y, poni�ndola en manos de un coiffeur, hizo que aquel redujera la abundante mata de pelo a una corta melenita que con el nuevo ordenamiento de sus ondas, la nimbaba de luz para que se destacara aun m�s la hermosura salvaje de su rostro.
Casi al anochecer, regresaron repletas de bolsas y paquetes que Camila se apresur� a llevar a su cuarto, donde se congratul� desenvolviendo las compras y, mientras las acomodaba en el placard como su inexperiencia le aconsejaba, no cesaba de admirarse por la riqueza de las telas y la variedad de dise�os de vestidos, blusas, faldas, remeras, su�teres, pantalones y zapatos, pero lo que la volv�an loca eran las prendas interiores similares a las que ayudara a vestir a su patrona y otras de dise�os m�s juveniles, de tama�os m�nimos y exquisitas transparencias floreadas.

En d�as subsiguientes y en tanto ella aprend�a el manejo de los horarios en el cuarto de Delfina, del cual se hac�a cargo una vez que el se�or part�a hacia su oficina, Vanessa dedic� cada momento que la joven ten�a libre en aleccionarla en la lectura y escritura, para las cuales Camila ten�a una especial predisposici�n por los a�os que concurriera la rustica escuela rural y as�, entre lecciones, trabajo y cortos paseos en lo que la otra joven la monitoreaba mientras ella realizaba distintas compras encargadas por la se�ora, pas� el primer mes de su vida en la ciudad.
Todo ese ajetreo dejaba a la jovencita rendida y cada noche, tras conversar brevemente con la curiosa Carlota, se arrebujaba bajo las s�banas para rendirse en los brazos de Morfeo. Sin embargo, esa cotidianeidad fue convirti�ndose en h�bito y con �l, los m�sculos y la mente se acostumbraron para que durmiera menos y, desde escondidas regiones de su cuerpo, los reclamos sexuales volvieron a acometerla.
En la oscuridad relativa del cuarto, clavaba los ojos en la penumbra del cielorraso tratando de no pensar en nada, pero aquellos escozores que trataba de ignorar s�lo actuaban como disparadores de su imaginaci�n y esta volv�a casi reales las exquisiteces de sus otrora profundas masturbaciones vaginales y anales.
La omnipresente Carlota le imped�a satisfacerse como le gustaba y s�lo hab�a hallado un poco alivio en ese raro artefacto que hab�a en el ba�o y que aquella le ense�ara a utilizar para higienizarse su sexo con el chorro de agua hirviente. Noche tras noche se sumerg�a en ese mundo de angustia al que s�lo el roce de sus manos consegu�a mitigar apenas, recorriendo ardorosamente cada rinc�n, cada pliegue en los que se escond�an los duendes inquietos de su histeria.
No sab�a la hondura del sue�o de la mucama y ese temor la hac�a mantenerse despierta hasta que la cautela le dec�a que la mujer dorm�a, para entonces dejar a sus manos sobar, estrujar y martirizar los senos hasta que la riada de sus jugos rezumaba hacia la entrepierna, calm�ndola de momento pero aumentando la fortaleza de los reclamos con mayor intensidad seg�n pasaban los d�as.
Pero cierta noche, la moderaci�n y la prudencia fueron vencidas por la angustia de la abstinencia y, aguardando escuchar como el enorme reloj de p�ndulo en el pr�ximo living daba las dos de la ma�ana, de costado, en posici�n casi fetal, llev� una de sus manos a acariciar la recortada alfombrita que hab�a recobrado algo de su espesura.
El suave roce de los dedos sobre el vello le produjo un inquietante estremecimiento y, estirando una pierna, hizo lugar para que estos se atrevieran a recorrer el borde de la raja que, apenas entreabierta, dejaba comprobar las h�medas exudaciones hormonales. Con los ojos cerrados, su imaginaci�n la llevaba a aquella primera vez en que tocara su sexo y con ello, dos dedos exploraron la sensibilidad del perineo para luego rodear el agujero vaginal e ir ascendiendo sobre el fondo pulido del �valo, constatar la irritaci�n de los carnosos meandros de los pliegues hasta arribar adonde la fortaleza del cl�toris se ergu�a r�gida.
La sensaci�n era tan maravillosa que, haciendo a un lado la ropa de cama, se dio vuelta boca arriba. Abriendo las piernas encogidas, levant� el camis�n hasta la cintura y dej� que la mano se esmerara en frotar de forma circular el tri�ngulo sensible. Ya la pasi�n la exced�a y metiendo la otra mano por el escote, se dedic� a sobar concienzudamente los senos, acompas�ndola con el ritmo de los dedos que alternaban el restregar al cl�toris con lentos viajes sobre todo el sexo, sin atreverse aun a penetrar la vagina.
Esa misma pasi�n la hac�a resollar roncamente y, con la mente inmersa en un neblina rojiza, no tard� en estallar en intensos jadeos que parec�an exigirle incrementar la fricci�n hasta que en un momento determinado, sinti� como otros dedos acompa�aban a los suyos, presion�ndolos aun m�s contra su sexo y, una boca tibia se posaba sobre sus labios, resecos por el ardiente acezar del aliento.
Un rastro de conciencia que habitaba muy all� en el fondo de su mente le dijo que no pod�a tratarse de nadie m�s que Carlota, pero los diablos de su excitaci�n ya hab�an rotos los diques que los conten�an y, adaptando su boca a la que succionaba suavemente sus labios mientras una lengua mojaba traviesa su interior, envi� la suya para que ambas se trenzaran en una dulce lucha, entrever�ndose como dos serpientes copulando.
Los dedos sapientes de la rubia mujer desplazaron prontamente a los suyos y, como p�caros exploradores recorrieron inquisidores cada rinc�n de la vulva, estrecharon restregando entre pulgar e �ndice las barbas carnosas y finalmente se hundieron con precauci�n dentro de la vagina. Jam�s hab�a ni siquiera cruzado por la mente de Camila que pudiera haber sexo entre mujeres y, no obstante, aquello no le produjo el menor rechazo.
La intensidad de su calentura era tanta que asum�a esa nueva relaci�n con total espontaneidad, sin los tab�es que imponen la sociedad y la cultura. La hembra primitiva se manifestaba con toda la fuerza de la naturaleza y, cuando los dedos que recorr�an imperiosos su sexo escarbaron la vagina, su mano derecha se afirm� en la nuca de Carlota para profundizar la hondura de los besos y su pelvis fue voluntariamente al encuentro de los dedos, incit�ndolos a la penetraci�n.
Los largos y finos dedos de la mujer se introdujeron con calmosa lentitud entre las carnes �vidas de sexo que, a su contacto, parecieron ce�irlos entre ellas con la fuerte presi�n de una mano. Aun le resultaba extra�a la presencia de esos dedos en su vagina, ya que su consistencia no guardaba semejanza alguna con los suyos y era la primera vez que alguien que no fuera ella se mov�a en su interior.
La experimentada Carlota hab�a captado inmediatamente que la ignorancia de la aparentemente c�ndida chiquilina era inversamente opuesta con su conocimiento sexual, pero aun no pod�a descifrar si este era debido a sus propias e instintivas manipulaciones o al contacto con alguien m�s. Como si tratara de responder a su inc�gnita con mensajes corporales, el canal vaginal comenz� a cubrirse de espesas mucosas lubricantes y, cuando ella encorv� los dedos en un gancho para socavar con �l a lo largo del estriado tubo, las caderas de Camila iniciaron un ondulante meneo.
Roncando en un contenido bramido, la muchacha se aferraba con ambas manos a las volutas del respaldar y la boca ya no iba en procura de los labios de la mujer, sino que era su lengua la que se proyectaba vibrante como la de una serpiente para azotar a la de Carlota quien, imprimiendo a la mano un movimiento oscilatorio que se complementaba con el cadencioso ir y venir, escarb� con sus afiladas u�as en todo el interior vaginal y, cuando en medio de estertorosos jadeos aquella evidenci� la inminencia de su orgasmo, las clav� en forma inmisericorde en al prominencia del punto G hasta arrancar de Camila el sufrido anuncio de su alivio.

En tanto que su cuerpo se sacud�a estremecido por los espasmos de las contracciones uterinas y trataba de recuperar el aliento resollando por las dilatadas narinas, viendo que aun la muchacha segu�a respondiendo a las exigencias de su boca, Carlota la despoj� del camis�n enrollado en la cintura y se desliz� a lo largo del cuello para recorrer la planicie del pecho, rubicunda por el prurito glandular. La lengua refresc� la soflamada piel para deambular luego en procura de las colinas de los senos, las que recorri� morosamente en lentos espirales, absorbiendo con los labios en delicados chupones la brillante saliva del sendero.
Esa tarea alternaba de un pecho al otro con la complementaci�n que hacia la mano, sobando prietamente la endurecida masa muscular y dejando a �ndice y pulgar picotear en la excrecencia del pez�n. Camila no daba cr�dito a las delicias que eso supon�a para ella mientras musitaba a la vigorosa rubia cuanto la complac�a ese sexo y entonces aquella se coloc� de manera de quedar entre sus piernas para obligar a la boca a abandonar los pechos que, sigui� estrujando y retorciendo con las dos manos en tanto que los labios sorb�an la capa de transpiraci�n acumulada en los repliegues del vientre hasta llegar a tomar contacto con la velluda alfombrita.
Como obedeciendo a un reflejo condicionado, Camila abri� sus piernas y encogi�ndolas hasta tener las rodillas junto a su cara, las sostuvo as� con las manos. Encantada por la denodada predisposici�n de la muchacha, le sugiri� en un murmullo que condujera sus pies hasta engancharlos en las volutas del respaldar y, cuando Camila la hubo obedecido con un poco de esfuerzo, quedando con su zona ven�rea totalmente expuesta en forma horizontal, se arrodill� frente a ella complementando la acci�n de su boca con la de los dedos para macerar, lamer, chupar y mordisquear cada cent�metro del sexo, desde el breve perineo hasta atrapar y roer rudamente la masa inflamada del cl�toris.
Nunca hab�a pensado gozar as�, con esa mezcla de ternura y perversi�n que convert�an al acto en �nico. Expres�ndole su gratitud en un balbuceado rezongo, le exigi� a la mujer que no cesara en aquella acci�n hasta hacerla acabar nuevamente y entonces, haci�ndola desasirse de los barrotes, Carlota arrastr� su cuerpo hasta el medio de la cama para luego colocarse invertida en cuatro patas sobre ella.
La pasi�n hab�a hecho desaparecer las distancias f�sicas y cronol�gicas que las separaba y convertidas en dos hembras sedientas por satisfacer sus emociones m�s animales, desplegaban la magnificencia contradictoria de sus figuras, la una con el cabello rubio anudado en un improvisado rodete a la nuca y la otra con el marco de la recortada melena casta�a. El cuerpo opulento y baqueteado se impon�a al delgado pero s�lidamente conformado de la chica y la disparidad entre la piel marfile�a de Carlota con los leves tonos morenos de Camila hac�a m�s notable el lujurioso ensamble que conformaban.
La cabeza contrapuesta de la mujer se aproxim� a la de la muchacha hasta que sus labios rozaron tenuemente la frente transpirada y, en tanto tomaba el rostro ovalado entre sus finas manos, fue recorri�ndolo perezosa en menudos besos como pretendiendo absorber la delicada belleza de sus rasgos. Remontando nuevamente la cuesta del deseo cuyas acuciantes punzadas no la hab�an abandonado a pesar de la eyaculaci�n, Camila trat� de responder de la misma manera pero Carlota, haci�ndole ladear la cabeza, llev� sus labios a escarcear detr�s de la oreja y despu�s de unos momentos en que la lengua acicate� el goce de la chiquilina, labios y lengua, en una acci�n conjunta, escurrieron a la largo del cuello y esta vez no se detuvieron hasta encontrar las dilatadas aureolas de los senos.
Formando peque�as trompetillas con los labios ahuecados, Carlota fue depositando alrededor de la aureola una serie de chupones que dejaban rojizos redondeles que m�s tarde tal vez devendr�an en oscuros hematomas, mientras las u�as se aplicaban a rascar tenue pero insistentemente las verruguitas seb�ceas del otro seno. Sensaciones incomparables poblaban la mente y las entra�as de Camila quien, atendiendo a indicaciones de la mujer y a su propia curiosidad, manose� burdamente los turgentes pechos que oscilaban ante sus ojos y la lengua se arriesg� a tomar contacto con uno de los gruesos pezones.
Tal vez un at�vico recuerdo animal la remiti� a lo esencial y tras lamer tremolante la mama, la introdujo entre sus labios para chuparla con cuidadosa suavidad que fue increment�ndose en la medida en que la mujer la estimulaba con sus martirizantes caricias. Complacida por lo que instintivamente la muchacha realizaba en sus senos, Carlota ya no se conformaba con lo que efectuaba y, haciendo que los dientes royeran sin lastimar la carne del pez�n, fue retorciendo al otro entre sus dedos hasta que los gemidos anhelosos de la joven la enceguecieron y tirando de la mama hasta el l�mite del sufrimiento, la u�a del pulgar se clav� en el otro.
El doloroso placer de aquel martirio enardeci� a Camila y sus dientes efectuaron similar acci�n en la mujer al tiempo que sent�a como en su vientre se gestaba una sensaci�n in�dita de ganas de orinar que, a pesar de sus esfuerzos por alcanzar la calma, no pod�a expulsar. Pidi�ndole que la imitara en todo, Carlota llev� su boca a la hendidura entre los pechos y desde all�, descendi� por el surco que divid�a su abdomen, explorando cada m�sculo o recoveco que encontraba a su paso.
Creyendo desmayar de placer, la muchacha hizo que su boca realizara parecido recorrido por el torso de la mujer y, al llegar al hueco que formaba el ombligo, sin poder reprimir sus ansias, tal vez provocadas por la boca de Carlota que ejecutaba lo mismo en el suyo, rode� al cr�ter con los labios como si fuera una ventosa para sorber sin contemplaciones el salobre jugo que el sudor depositara en �l. Para hacer m�s efectiva la succi�n, se abraz� a la cintura de la mujer hasta sentir como sus dientes rozaban despiadadamente la piel y, simult�neamente, sinti� como Carlota pasaba las manos por debajo de su cuerpo para clavar los dedos en sus nalgas.
El vigor de la mujer la superaba y sinti� como a pesar del abrazo, su cuerpo se deslizaba para permitirle a Carlota hostigar con labios y lengua la ya crecida mata velluda. La lengua se introduc�a a trav�s de los crespos cabellos hasta llegar a la piel misma y los labios sorb�an con fruici�n los jugos corporales que los empapaban. Continuando con ese derrotero, treparon el huesudo Monte de Venus para descender al encuentro con el todav�a inflamado cl�toris.
Vibrantemente �gil, tremol� sobre el capuch�n y la punta se hundi� por debajo a la b�squeda de la cegada cabeza del pene femenino. Simult�neamente, abriendo m�s las piernas, hizo descender el cuerpo hasta que su sexo roz� la cara de la muchacha y esta contempl� la contextura real de un sexo de mujer. Imaginando que quiz�s el suyo se ver�a de forma parecida, como descubriera con las yeguas y vacas a�os antes, observ� con un poco de aprensi�n esa vulva totalmente depilada que, entre los rojizos labios apenas dilatados dejaba fluir gotas de un fragante jugo que hiri� agradablemente su olfato.
Instigada por las nuevas sensaciones que la llenaban de dicha, acerc� la boca a la vulva y el sabor indeciblemente dulz�n del l�quido que rezumaba la hizo abrir desmesuradamente la boca como si tratara de abarcar toda la dimensi�n de esa inflamaci�n para proceder a realizar tan poderosas succiones que la misma mujer dej� escapar un ga�ido dolorido.
Temiendo lastimarla, separ� la boca e imitando a Carlota, inici� un delicioso periplo que la llevo a recorrer el sexo y aun m�s all� con el vibrar de la lengua y el succionar de los labios. Finalmente, parecieron encontrar un ritmo, una cadencia que las mancomun� y durante un rato se debatieron como dos amigables luchadoras, chupeteando las carnes y sorbiendo con fruici�n aquel el�xir formado por salivas y jugos �ntimos.
Progresivamente, los dedos fueron complement�ndose con las bocas para restregar, retorcer y estirar los carnosos pliegues hasta que, comenzando a merodear alrededor de la entrada a la vagina, finalmente fueron escurri�ndose curiosos a su interior. El fragor de las penetraciones no hac�a distingo entre las sobradamente experimentadas de Carlota con las denodadamente voluntariosas de Camila, que, imitando en todo a su mentora, escarbaba profundamente con sus dedos engarfiados como si lo hubiera hecho toda la vida. Al placer que la mujer le procuraba con boca y dedos, ten�a que agregar el que le proporcionaba la ins�lita experiencia de subordinar a una mujer a las mismas perversiones a que esta la somet�a.
Algo nubl� su entendimiento y el dedicarse a penetrar y chupar aviesamente el cl�toris de la mujer la condujo a experimentar lo que deseaba desesperadamente desde que llegara a la casa. Los demonios enloquecidos que poblaban su vientre se agitaron en violentas contracciones y, al tiempo que sent�a como todos sus m�sculos parec�an ser despegados de los huesos para ser arrastrados al caldero hirviente de su vientre, sinti� el derrame del orgasmo largamente anhelado.

Cuando despert�, casi en la madrugada, Carlota dorm�a en su cama con la placida calma que da la satisfacci�n y, acostumbrada a sus propias eyaculaciones despu�s de haberse masturbado a gusto, volvi� a colocarse el camis�n para dormirse profundamente hasta la ma�ana siguiente.
A pesar de que ese d�a la se�ora dispuso que hiciera orden general en el dormitorio, debiendo revisar una por una las distintas prendas tanto de la c�moda como el placard, el recuerdo de la noche pasada con Carlota la sum�a en una gozosa turbaci�n que mereci� una reprimenda por algunas distracciones est�pidas. Cuando luego del almuerzo pretendi� tener un acercamiento con la rubia mucama, aquella no s�lo la ignor� sino que hizo valer su categor�a y antig�edad para hacerla volver a su puesto de trabajo en el cuarto de los se�ores.
Las horas se le hicieron eternamente largas y cuando finalmente pudo quedar a solas con la mujer para reclamarle por su conducta, Carlota le explic� cari�osa pero firmemente que, si bien una relaci�n de ese tipo se daba con bastante frecuencia y especialmente entre mujeres solas que compart�an cama o cuarto como ellas, eso era considerado por la sociedad como un pecado.
Lo normal y aceptado era la pareja formada por un hombre y una mujer pero cuando el sexo se practicaba entre personas de igual g�nero, los formalismos declaraban a sus protagonistas como sexualmente desviados y, frecuentemente, homosexuales. Eso estigmatizaba a las personas que, como ella, aun practic�ndolo por el s�lo gusto de hacerlo sin haber ninguna connotaci�n amorosa, deb�a ocultarlo para no ser marginadas.
Carlota vio la desorientaci�n de la muchacha y, para consolarla, le dijo que seguir�an manteniendo relaciones �ntimas, pero que la prudencia deber�a primar en ellas y a la vez evitar que aquello se convirtiera en una rutina que terminar�a con la magia que ten�a lo secreto y oculto, especialmente cuando eso mismo era lo que las provocaba y no una expansi�n f�sica del amor.
Como Camila acept� a rega�adientes esa explicaci�n de la cual no entendiera mucho pero como se atreviera a manifestarle que, entonces, la maravillosa noche anterior hab�a sido un enga�o, comprensivamente, la rubia mujer la hizo recostar en la cama para protagonizar una c�pula exquisita durante gran parte de la noche, dejando a la muchacha con la saciedad de una golosa gata henchida.

El tiempo comenz� a transcurrir dentro de un letargo tal que a Camila le pareci� estar detenida en el tiempo. Las costumbres de la casa eran tranquilas y, como cada miembro de la familia parec�a moverse en un plano de independencia absoluta, no eran cotidianas las oportunidades en que todos se reun�an para la cena y sus exigencias al servicio era sencillas.
Paulatinamente, Camila se hab�a acostumbrado a pedirle permiso a la se�ora para vestir aquella ropa que le comprara Vanessa y aventurarse a recorrer las pocas cuadras del centro comercial, captando que su transformaci�n provocaba la admiraci�n de los hombres y miradas de aviesa envidia en las mujeres, aunque en oportunidades hab�a vislumbrado en algunas un brillito lujuriosamente p�caro al cruzarse sus miradas.
En el plano estrictamente sexual, por lo menos una vez a la semana pasaba la noche con Carlota y, poco a poco, sus antiguas urgencias fueron tomando el cauce de la costumbre, especialmente desde que descubriera que sus inocultables masturbaciones no eran un motivo de desvelo para la rubia mucama.

Estaba profundamente dormida, cuando un sobresalto la sac� del ensue�o para hacerle comprender que algo estaba sucediendo. Con la misma aprensi�n a la oscuridad de cuando era chica, abri� los ojos totalmente despierta y, sin osar moverse en lo m�s m�nimo, dej� a sus sentidos comprobar el motivo de la alarma. Sus o�dos captaron que esta proven�a del otro lado del cuarto, donde, movi�ndose en la escasa iluminaci�n que prove�a una claraboya en el techo, Carlota sal�a del ba�o totalmente desnuda y, por los aromas despu�s de darse un ba�o, para vestir silenciosamente un vestidito de cort�sima falda y as�, descalza, con la rubia cabellera h�meda recogida en una larga torzada, salir del cuarto sigilosamente.
Lo furtivo de esos movimientos y la falta de ropa interior y zapatos, impulsaron a Camila a querer saber m�s. Saliendo de la cama y tan descalza como su amante, sigui� cautelosamente su sombra que apenas se destacaba en la oscuridad para comprobar como abandonaba el ala destinada a la servidumbre y tras cruzar el gran living-comedor, adentrarse con precauci�n en la zona habitada por la familia.
Empujando la hoja de una puerta que estaba entreabierta, se introdujo en el cuarto que Camila menos hubiera sospechado. Tan sigilosa como ella, la muchacha se apresur� a correr hacia la puerta entornada para colocar una mano e impedir que se cerrara totalmente. Rogando porque no chirriara, la empuj� mil�metro a mil�metro hasta conseguir una rendija de menos de un cent�metro que, sin embargo, le permit�a observar el interior del cuarto.
Tenuemente iluminada por dos peque�os veladores que esparc�an una c�lida luz ros�cea y a no m�s de dos metros de ella, descansaba Vanessa sobre una cama mientras ofrec�a un espect�culo que ni siquiera imaginara ver alg�n d�a; despatarrada seguramente a causa del calor, la joven mostraba toda la generosidad de su cuerpo desnudo que para Camila se revelaba casi como un ejemplo de la estatuaria.
El torso delgado como los de las modelos, exhib�a el entramado muscular del abdomen y vientre, dejando ver en la parte superior, las dos peras de las tetas colgando flojamente sobre el pecho. Contrastando con esa imagen lujuriosa, el rostro apoyado de costado en la almohada aun era el de una muchacha poco m�s que adolescente al que los hirsutos cabellos otorgaban la apariencia de un fauno.
De la misma forma deber�a de pensar Carlota que, con los ojos fam�licos puestos en la joven, se quit� prestamente el m�nimo vestido para despu�s trepar a la cama desde los pies. Vanessa manten�a una pierna doblada de lado sobre la cama y la otra se alzaba encogida verticalmente.
Cuidadosamente, Carlota fue modificando levemente esa posici�n para conseguir introducir entre ellas su cuerpo y, acercando la cara a la prieta ranura que exhib�a la vulva, desplegar su larga y flexible lengua para que se agitara vivamente sobre los labios mayores.
La leve caricia deb�a despertar en la muchacha tan gozosas sensaciones que, ronroneando mimosamente, acomod� su cuerpo para abrir sus piernas con desmesura, a lo que la mucama respondi� aferrando los muslos verticales para hundir toda la boca en el sexo. Camila imagin� el goce que la mujer estaba procurando a la muchacha por haberlo experimentado personalmente y escuch� el sonido de los fuertes chupeteos sobre las carnes complementados por los susurrados gemidos y suspiros de Vanessa.
Era la primera vez que ve�a a dos mujeres teniendo sexo e, imagin�ndose a s� misma, ocup� sensorialmente y en forma alternada, el papel de la una y la otra. Proclamando sordamente el agrado que sent�a, Vanessa termin� de alzar las piernas hasta que las rodillas rozaron sus hombros y, ayud�ndose con las manos, separ� los gl�teos de la magn�fica grupa para facilitar el acceso de su amante.
Con toda el �rea ven�rea a su disposici�n, la mujer separ� con los dedos conjuntamente los labios mayores y los menores, invadiendo la nacarada superficie del �valo con la punta de la lengua en tenaz restregar. Alzando la cabeza para no perder detalle de lo que hac�a Carlota, Vanessa compel�a su pelvis hacia adelante para incrementar m�s aun el trabajo de la boca y, cuando la mujer tom� entre sus labios los festoneados repliegues carnosos al tiempo que hund�a dos dedos en la vagina para iniciar un fren�tico vaiv�n, exhal� un hondo suspiro y dirigi� una de sus manos a la propia entrepierna para macerar apretadamente un cl�toris que luc�a enorme e inhiesto.
Aun apoyadas sobre la alfombra del peque�o palier que anteced�a a la habitaci�n, las rodillas comenzaron a dolerle a Camila y, aun a riesgo de provocar un movimiento que la descubriera, se sent� frente a la puerta cruzando las piernas. Al adoptar esa posici�n, se dio cuenta de lo excitada que estaba al comprobar las gotas de jugos olorosos que comenzaran a deslizarse a lo largo de los muslos. Enjug�ndolos con el ruedo del camis�n, oli� su propia fragancia y eso la retrotrajo a los momentos en que degustaba el sabor de sus mucosas cuando besaba apasionadamente a la rubia mujer despu�s que aquella la hiciera acabar en su boca.
Maquinalmente dirigi� una mano para sobar un seno por sobre la tela y verific� que las m�sculos ya no pose�an esa blandura casi gelatinosa anterior y resist�an endurecidos el estrujar de los dedos.
En el interior del cuarto las cosas hab�an variado con la precoz obtenci�n de su primer orgasmo por parte de la muchacha, quien ahora estaba de pie frente a la c�moda de la que hab�a extra�do un extra�o artefacto. Una especie de arn�s de algo que semejaba cuero y que se parec�a a un bozal o cabezada, ocultaba algo que ella no supo definir hasta que Vanessa pas� las piernas por las correas para calzarla en su entrepierna.
Ah� s�, cuando la muchacha estir� el cuerpo para terminar de ajustarlo, una verga artificial de tama�o desmesurado surgi� adosada a una pieza combada de pl�stico. Camila no hab�a imaginado que pudieran existir esas cosas y, aunque consideraba enormes a las vergas de los caballos, este exced�a cualquier comparaci�n humana; del grosor aproximado al de su mu�eca, ten�a m�s o menos el largo del antebrazo y la parte que se adher�a al refuerzo sosten�a un bulto de apariencia similar a test�culos. Pero lo que realmente alucinaba a la chiquilina era el aspecto en general que imitaba fielmente la piel de un falo verdadero, llena de venas y arrugas, mostrando en la punta del curvado tronco el �valo de una cabeza pulida.
Acerc�ndose a la cama y todav�a parada junto a ella, incit� a la mujer para que se acercara y entonces Carlota se arrodill� sumisamente en el lecho para hacer que sus manos acariciaran las prominentes nalgas de la joven en tanto que buscaba con la boca abierta al terso glande artificial. Observando su ansiedad, la propia Vanessa tomo la verga entre sus dedos y la gui� hacia los labios que, r�pidamente se adaptaron al grosor para iniciar un lento vaiv�n que hizo desaparecer gran parte del tronco en su interior.
Camila no acertaba a comprender como Carlota encontraba placer en mamar ese pedazo de pl�stico sin vida, pero pudo escuchar como entre los golosos chupones, la mujer le suplicaba a Vanessa que la poseyera. A pesar de disfrutar con aquel sexo equ�voco con la mucama, Camila lo tomaba como un circunstancial suced�neo a sus masturbaciones y no encontraba signos de masculinidad cuando su �amante� la somet�a a su antojo.

Contrariamente, la alta y delgada figura de �la patroncita� - a pesar de los atributos femeninos que no eran pocos ni escasos -, con la colocaci�n de aquel miembro artificial, adquir�a la apostura y actitudes de un hombre hecho y derecho.
Haciendo acostar a la mujer en el borde del colch�n, tom� en sus manos los pies para estirar las piernas abiertas hasta que semejaron una V y, acuclill�ndose, acerc� la pelvis hasta que la punta del falo tom� contacto con el sexo. Con una sonrisa licenciosa flotando en su boca, Carlota gui� con los dedos la verga monstruosa para que la punta del glande se deslizara a todo lo largo del sexo, excit�ndose con �l al tiempo que arrastraba en burdas pinceladas los jugos que expulsaba la vagina.
Comprendiendo que ya estaba pronta, Vanessa apoy� la pulida cabeza en la dilatada boca del sexo y poniendo todo el peso del cuerpo, empuj�. Lo hizo tan lentamente que casi ni se percib�a como penetraba a la mujer, pero eso se hac�a evidente por las expresiones cambiantes de su rostro, que tanto se manifestaba en una alegre sonrisa de complacencia o sus ojos se desorbitaban y los dientes mord�an sus labios para evitar el grito que el delicioso martirio le provocaba.
Entre jadeos y sollozos, la verga desapareci� totalmente en el interior y fue cuando Vanessa inici� un lento vaiv�n pero, al tiempo que se retiraba despaciosamente, fustigaba los senos de la mujer con poderosos azotes del dorso huesudo de la mano derecha, colocando en las carnes rastros rojizos por la intensidad de los golpes. Con la boca abierta en un grito silencioso, las manos de la mujer aferraban las s�banas como si con ello disminuyeran el sufrimiento y la cabeza se hund�a en el colch�n pretendiendo taladrarlo con un insistente movimiento de lado a lado.
Con el falo dentro de Carlota, Vanessa enderez� las piernas y sostuvo por las caderas el cuerpo que comenz� a ondular imperceptiblemente. Ya el miembro se deslizaba c�modamente en el canal vaginal y la joven imprimi� a su cuerpo delicados remezones que, conforme las dos disfrutaban de la c�pula, se hicieron m�s intensos.
Haciendo caso a los reiterados pedidos de la mujer, la muchacha la hizo ponerse de pie frente a la cama y, abri�ndole las piernas en el �ngulo ideal, le orden� que apoyara los brazos en el lecho. Siendo mucho m�s alta que la mucama, la verga quedaba exactamente a la altura del sexo y, tornando a introducirlo totalmente pero esta vez sin misericordia alguna, reinici� la c�pula bestial que favorec�a la posici�n de la mujer, quien estallaba en reprimidos sollozos de placer.

Inconscientemente, la mano de Camila hab�a abandonado el estrujar a los senos para perderse en la entrepierna, acariciando suavemente los inflamados pliegues que surg�an naturalmente como encrespadas crestas de carne y, era tanta la excitaci�n que aquel acople de la mujeres llevaba a sus entra�as, que los dedos se dedicaron a torturar entre ellos la erecta carnosidad del cl�toris.
Las mujeres parec�an estar llegando al apogeo y, desoyendo las angustiadas negativas de Carlota, Vanessa sac� el falo del sexo y, presionando sobre el ano, resbalando en la espesa capa de mucosos vaginales que lo cubr�a, no s�lo la enorme cabeza dilat� los fruncidos esf�nteres sino que todo el miembro, mil�metro a mil�metro, cent�metro a cent�metro, se introdujo en la tripa hasta que la pelvis cubierta por el charolado cuero choc� ruidosamente contra las estremecidas nalgas.
La mujer mayor, pose�da diab�licamente por la perversa muchacha, ahogaba los gritos mordiendo la almohada y de su pecho escapaba un ronco bramido animal mientras por su rostro se deslizaban abundantes l�grimas. Pero ese sufrimiento era precisamente el que llevaba a su cuerpo las sensaciones m�s deliciosas para su esp�ritu masoquista e, imprimiendo ella misma a su cuerpo un suave balanceo, disfrut� con la aberrante penetraci�n al ano, mientras su mano buscaba a tientas la boca cavernosa de la vagina para masturbarse rudamente con tres dedos.
Obnubilada por lo que Vanessa hac�a en la mujer y sin tener conciencia de ello, Camila hab�a vuelto a ponerse de rodillas para que sus dedos imitaran aplicadamente lo que hac�a su amante. Sent�a como los arroyuelos de sudor escurr�an entre sus pechos resbalando por el vientre para perderse en la alfombra velluda de su sexo y, contempl� con gula como la muchacha apoyaba un pie sobre la cama para ampliar el arco y vigor de su cuerpo, penetrando salvajemente a Carlota hasta que aquella se derrumb� sobre la cama, proclamando jubilosa la obtenci�n de su orgasmo.
Estimulada por aquel coito �nico, Camila comprob� como de su sexo escurr�an los fragantes l�quidos de su satisfacci�n y, temerosa de denunciarse, corri� hacia su dormitorio en la oscuridad para arrojarse en la cama y all� completar sin limitaciones la masturbaci�n hasta recoger en su mano la tibia marea del placer, a la que degust� despaciosamente como si se tratara de un n�ctar.
En una inquieta duermevela, esper� hasta que, ya casi en el amanecer, Carlota entr� tan cautelosamente como hab�a salido. Por la puerta entreabierta del ba�o, Camila la escuch� traqueteando en las canillas del bidet por largo rato para luego de una r�pida ducha, acostarse silenciosamente y minutos m�s tarde manifestaba la profundidad de su sue�o por los m�nimos ronquidos que escapaban de su boca.
En lo poco que le quedaba a la noche y ya imposibilitada de volver a dormir, Camila se debati� en una serie de interrogantes sobre la actitud de la joven, que no s�lo encontraba como ella el placer en el cuerpo de Carlota, sino que se erig�a como una especie de cruel patrona que castigaba duramente a la mujer que le ofrec�a su cuerpo tan generosamente.
Cuando con las primeras luces del alba se levantaron, no hall� en el rostro de Carlota sino una expresi�n de beat�fica calma y lejos de mostrarse dolorida por las salvajes penetraciones de Vanessa, se mov�a con alegre agilidad, exteriorizando tal serena felicidad que desorientaba a la chiquilina.

Decidida a ocuparse de s�lo aquello que le incumbiera, hab�a encontrado solaz en permanecer en la soledad del dormitorio de los patrones y, conociendo ya todas y cada una de las prendas de su ama, as� como los art�culos de tocador que deb�a mantener en un stock permanente, se desenvolv�a con la soltura de quien maneja un negocio, haciendo de aquel recinto su reino privado, del que s�lo sal�a a requerimiento de los se�ores y para cumplimentar las horas de almuerzo, merienda y cena, tras lo cual era usual que se acurrucara en brazos de la mucama y, sin llegar a concretar sexo alguno, se besaran y acariciaran confi�ndose las cuitas de sus dudas, desvelos y deseos para el futuro.
Ciertos d�as, dejaban al deseo avanzar sobre esa relaci�n casi fraterna para terminar d�ndose placer manualmente; s�lo ocasionalmente y casi como en una fiesta de los sentidos, se enfrascaban en una de aquellas c�pulas en las que se somet�an rudamente con bocas y manos, pero en ning�n momento Carlota hab�a pretendido ir m�s all� sobre ella ni pedirle que la sometiera a cosas parecidas con las que disfrutada semanalmente en sus encuentros furtivos con la otra muchacha.

Progresivamente se adue�aba del lugar y la ausencia casi cotidiana de los patrones alimentaba esa sensaci�n de poder�o, con lo que, de forma imperceptible, fue aisl�ndose del resto de la casa. Lleg� el verano y con �l la familia pareci� desmigajarse; los patrones se fueron a su casa de Punta del Este, dando vacaciones a la cocinera que no viv�a en la casa y Vanessa decidi� pasar el verano en la casa-quinta familiar, solicitando los �servicios� de Carlota en ese lugar.
Sorpresivamente y sin tener donde ir, Camila se encontr� ama de toda la casa a excepci�n de la presencia de los dos hijos varones que, a cargo de la empresa en ausencia de su padre, part�an por la ma�ana y volv�an al atardecer, para cambiarse y salir a cenar, regresando tarde, casi en la madrugada.
Con todo el d�a para ella, se aplic� a fisgonear en otros cuartos, especialmente en el de Vanessa. En profundos cajones de una c�moda, descubri� que la muchacha de vestir tan extra�amente r�stico, ten�a una colecci�n incre�ble de ropa interior de fant�stica hechura y fin�simos tejidos con reflejos met�licos y hasta un corpi�o de rara factura e intrincadas cintas de cuero negro que formaban marco para exhibir al descubierto los senos, haciendo juego con un ajustado pantaloncito con dos amplios agujeros en la parte posterior que dejaban al descubierto las prominencias de las nalgas y en su frente carec�a de cierre para permitir el acceso al sexo sin quitarlo.
El segundo le depar� una sorpresa aun mayor; junto al famoso arn�s de aquella noche, hab�a variedad de miembros artificiales que la impresionaron; hab�a tres semejantes en todo a uno verdadero y otros que ten�an una apariencia totalmente distinta por el material y color; un cono formado por distintas esferas de un terso material el�stico; una larga verga trasl�cida que dejaba ver en su interior una especie de resorte y ovaladas cabezas en ambas puntas y, finalmente, algo semejante a un rosario que, a lo largo del cordoncillo, mostraba varias esferas met�licas de distintos tama�os.
Desconoci�ndolo todo del lesbianismo sadomasoquista, cerr� nuevamente los cajones y s�lo rescat� del primero una peque�a bombacha aun abrillantada por las plateadas huellas de mucosas vaginales y, convertida en una inconsciente fetichista, sent�ndose en la cama de la muchacha, comenz� a oler profundamente aquella mezcla de car�simos perfumes con el fuerte almizcla vaginal.
La suma de factores la influenci� positivamente y, al saberse totalmente sola, una angustia sexual la invadi�. Alzando el ruedo de la escasa mini falda que usaba cuando no hac�a falta el uniforme, hundi� su mano por debajo de los el�sticos de la bombacha para iniciar un restregar al cl�toris que se increment� cuando su boca degust� los humores salobres del refuerzo de la prenda. Los dedos se ensa�aban con la carnosidad mientras partes de la tanga desaparec�an en la boca para que ella exprimiera hasta la �ltima gota de esas mucosas que la enloquec�an y de esa manera obtuvo una satisfactoria eyaculaci�n, aunque sin las sensaciones exquisitas de un verdadero orgasmo.

Sin saber que esa misma noche pasar�a a ser la protagonista principal de algo extraordinario, realiz� las m�nimas tareas de la casa; ordenar y hacer las camas en las habitaciones de Emilio y Esteban, los hijos de los patrones y luego dejar la heladera provista por si a alguno se le ocurr�a comer o pedirle algo de tomar.
Como de costumbre desde que partiera la familia, comi� solitariamente en la cocina y, estaba a punto de ir a su cuarto cuando sinti� que alguien entraba a la casa. Asustada por esa presencia desacostumbrada, corri� hasta el living para comprobar con alivio que se trataba de Emilio, el menor de los muchachos.
Volviendo a su dormitorio y extra�ando ya la presencia de Carlota con sus acostumbradas sesiones de caricias nocturnas, se duch� y tras ponerse un liviano camis�n a causa del calor que sofocaba a la ciudad, se dispuso a meterse entre las s�banas cuando se encendi� en el panel de llamada la luz de la habitaci�n de Emilio.
Ella no estaba acostumbrada a eso, ya que la se�ora detestaba ese sistema y prefer�a darle �rdenes con antelaci�n, dejando a su criterio c�mo hacer las cosas. La encargada de responder era Carlota, pero como no estaba y ella era la �nica persona de servici�, a pesar del calor se cubri� con una bata veraniega de su compa�era de cuarto y acudi� lo m�s r�pido que pudo a ponerse a las �rdenes del muchacho.
En realidad, ellas les dec�an as� pero estos eran mayores que Vanessa y Emilio rondar�a los veinticuatro o veinticinco a�os. Altos y corpulentos como el padre, hab�an heredado de Delfina lo agraciado del rostro, sus ojos claros y el cabello rubio dorado. En el caso del menor, este lo usaba atado en una �cola de caballo� debido a su extensi�n y, cuando Camila golpe� discretamente para solicitar permiso, se encontraba frente al espejo estir�ndola para luego ce�irla h�bilmente con una banda de goma.
Dici�ndole que entrara, le pidi� que retirara del ba�o las toallas mojadas y distintas prendas para lavar. Cuando despu�s de secar los azulejos y el espejo, se dirigi� al dormitorio llevando entre sus brazos esa cantidad de ropa sucia, casi de manera festiva Emilio se quit� la toalla envuelta en su cintura y, tendi�ndosela, qued� totalmente desnudo frente a ella.
De manera inconsciente, la mirada de Camila se dirigi� a ka entrepierna para fijar sus ojos fascinados ante el volumen de la verga que colgaba flojamente. Comprobando que todo estaba sucediendo tal como lo planeara, Emilio sac� de los brazos de la paralizada muchacha la ropa y tendiendo una mano hacia el nudo que sujetaba el cintur�n de la bata, lo deshizo con presteza.
Eso pareci� despertar a Camila, quien hizo un instintivo movimiento de retroceso pero no pudo evitar que las manos poderosas del hombre asieran las solapas de la bata para bajarla hasta sus antebrazos, inmoviliz�ndola contra �l. Ella no hab�a conocido a hombre alguno y el calor que emanaba de ese cuerpo vigoroso, sumado al roce de la pelvis contra su vientre, liberaron a los demoni

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Relato: Esta familia mata
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