Era tarde ya. Tal vez ser�an las seis. El sol acariciaba las
largas y blancas cortinas que parec�an vapores junto a la ventana. El blanco
inmaculado de la tela casi transl�cida se tornaba un tanto rojizo. As� se ve el
atardecer en mi oficina. El aire fresco al entrar, mec�a la cascada de tela,
inundando la habitaci�n de una suave sensaci�n de tranquilidad. Sab�a que
aparecer�as en cualquier momento, tu esposo estaba fuera de la ciudad. Yo lo
sab�a y, aunque no me hab�as hablado, estaba seguro que llegar�as, no importa
cu�n enojada pudieras estar, me hab�a convertido en un vicio para ti.
Se que es extra�o, pero me gusta mucho lo austero, encuentro
cierto arte en ello. Una mesa de madera, una silla suficientemente c�moda para
m�, y dos m�s para mis clientes. Las paredes son totalmente blancas y el piso de
duela de madera. Ni un solo cuadro ni adorno en las paredes. Solo el viejo
candil que no he querido quitar porque me evoca tiempos que habr�n sido bellos.
Abriste finalmente la puerta. Te hab�as hecho un poco
descarada, ya no preguntabas si pod�as entrar o no. Mi secretaria era algo que
para ti dej� de existir hace tiempo. Adem�s sab�as que cuando estoy all� a esa
hora, seguramente era porque sab�a que vendr�s. Un sencillo vestido negro de
finos tirantes y zapatos negros de tac�n. No llevabas nada m�s sobre tu hermoso
y esbelto cuerpo que luc�a mejor que nunca despu�s de los tres d�as que nos
pasamos en Vallarta. Hac�a tres semanas desde aquella escapada inolvidable y no
hab�as perdido el color. El bronceado de tu piel y el brillante negro de tu
pesado cabello completaban el cuadro que podr�a haberle causado un infarto a
cualquiera. Sabes c�mo matarme, mujer.
Con paso decidido te acercaste hasta la mesa donde me
encontraste de pi�, para recibirte como la reina que eres, pero no fuiste igual
de cort�s. Te extend� una silla que detuviste al poner tu pi� sobre ella, como
marcando tu territorio. Me jalaste de la camisa y me abofeteaste tan duro como
pudiste. Apenas me repon�a cuando me empujaste sobre la mesa y en segundos me
abriste la bragueta y sacaste con tu mano la causa de tu maldito delirio. No es
nada m�s all� de lo normal, pero te gusta la forma en que se blandir mi hierro.
Me lo has dicho: "lo importante no es el arma, sino la forma en que se mata con
ella". Tres veces la llevaste a tu boca con loca pasi�n y enseguida, como fiera
te echaste sobre m�. No hac�a ni un minuto que hab�as llegado y ya te hab�as
traspasado sola. No tuviste cuidado ni de cerrar la puerta. Te moviste como
desesperada, procur�ndote todo el placer que te era dado encontrar en el
momento. Ahora se que en las tres semanas que pasaron desde lo de Vallarta, tu
marido no te hab�a tocado. Solo te vienes con tanta furia y en tan corto tiempo
si nadie te ha aplacado en muchos d�as. Estallaste antes de que pudiera siquiera
alcanzar a llenarme de tu belleza mientras te gozaba con el cuerpo y con la
vista. No me permitiste ver tu desnudez. Nunca te descubriste nada.
Ahora puedo imaginar la desesperaci�n de tu marido,
persigui�ndote como lobo en celo y t�, resisti�ndote. Ten�as que acumular
suficiente p�lvora para explotar como bomba antes de que yo pudiera siquiera
acercarme a mi momento.
Cuando te hubiste dado todo lo que buscabas, simplemente te
levantaste y te bajaste de la mesa. Me dejaste con la espada desenvainada y al
viento. No dijiste nada, ni una sola palabra. Con tu mismo andar cautivador que
te caracteriza, te enfilaste hacia la puerta. Antes de salir volteaste con una
malvada sonrisa de triunfo y echaste una �ltima mirada al hierro que dejabas en
su punto, listo para matar, pero ya sin su victima. No te he vuelto a ver en
todo un a�o, mujer. Esa tarde me aniquilaste. No contestas mis llamadas y no te
dejas encontrar. Eres cruel, sabes matar. T� si sabes hacerlo.