La culpa no era nuestra, la culpa era del sistema educativo
de entonces. Me refiero al que hab�a en Espa�a (hoy d�a Estado Espa�ol) hace
cincuenta reformas de la ense�anza. Unos treinta a�os de trescientos sesenta y
cinco d�as al cambio. Y es que, imag�nese usted, amable lector, a una clase de
treinta chicos encerrados durante siete horas sin poder decir esta boca es m�a y
se har� una vaga idea. Idea mucho m�s din�mica si, adem�s, me tomo la molestia
de referirle que no aludo a un grupo de treinta chicos dicho en g�nero neutro,
treinta chicas y treinto chicos como dir�an y dicen nuestros avezados pol�ticos,
no. Yo hablo de treinta chicos en masculino (y plural, claro), aunque ya
entonces Anto�ito L�pez diera claros s�ntomas de una incipiente neutralidad que,
a�os y sobre todo, tres hijos despu�s, cada uno de ellos fruto de los amores con
tres amantes distintos por parte de su amada esposa, ha quedado suficientemente
aventada por las cuatro esquinas de nuestra Barcelona natal y regiones aleda�as
(m�s o menos, desde Okinawa hasta Santiago de Chile). En resumen: demasiados
chicos, demasiadas horas, demasiadas clases.
Y claro, as� luego ocurr�a lo que ocurr�a y que es a lo que
voy, o al menos lo intento. Es decir, que una vez acabadas las clases y sueltos
todos en estrepitosa algarab�a, que r�ase usted del empuje de los toros al tomar
la calle de la Estafeta el 7 de julio, ya que si bien nuestra manada no era
igualmente compacta, y tal vez tampoco iba tan bien armada (al menos de cuernos�
no a�n entonces), nada hab�amos de envidiarles en cuanto a empuje viril o poder
de contaminaci�n auditiva (modestamente opino que en este punto gan�bamos de
sobra a los astados e incluso creo que hubi�semos derrotado a un B52
ampliamente). Y una vez salidos, salidos (en ambas acepciones), todos a la calle
y tras desvalijar nuestras respectivas neveras, nos lanz�bamos en furioso picado
contra el parque de Pi i Calabuch donde pas�bamos la hora del bocadillo, la de
los deberes y las dos siguientes.
Y era aqu�, en este famoso parque, donde a los efectos de
aquel diario secuestro legal (las clases) mal mitigado por el ulterior saqueo
cocinil y las inmediatamente posteriores carreras por el parque y s�, en cambio,
muy agravado por nuestros primeros humores adolescentes, le sum�bamos la
excitante visi�n de jovencitas en uniforme escolar (visi�n que a�n hoy despierta
en todo hombre decente sus m�s at�vicos instintos depredadores) acompa�adas de
muchachitas (aprecie el lector mi dominio de los vocablos para diferenciar
edades sin dar muchas pistas) vestidas de eso precisamente, de muchachitas, de
chicas del hogar, de hayas o como quiera usted y la correcci�n pol�tica de su
verbo habitual denominar a tan apetitosas uniformadas (nueva visi�n, por cierto,
que no desmerece con el paso de los a�os por entre los huesos, las v�sceras y
las neuronas del observador), a resultas de lo cu�l no ser� dif�cil para nadie
imaginar que derroteros tomaban nuestros deseos, anhelos y oscuras a�oranzas.
M�s a�n si usted, imaginativo y gr�cil lector, ten�a a bien acudir a aquel
parque por aquellas fechas teniendo entonces m�s o menos mi edad. Por si nos
conocemos yo era un chico moreno, con un calcet�n siempre bajo y el otro (por
nunca he acertado a saber que extra�o desaf�o a Newton y su gerigonza) no y el
pelo revuelto, dentro eso s�, de la rigidez con que nos permit�a llevar revultos
nuestros cabellos el R�gimen.
De todo hac�amos, desde llamar guapas a las chicas guapas
hasta llamar feas a las chicas feas, ambas artes con id�ntico resultado por
cierto: una lluvia de piedras lanzada por la ponderada o vilipendiada ni�a y
todas sus amigas. O desde jugar a las canicas por entre las faldas de las
muchachas (del hogar o de las que se dejaran, que en eso, como en la Uni�n
Sovi�tica, no hab�a clases) hasta, nuestro favorito, levantar las falditas a las
ni�as, disciplina, en la que, modestia a parte, yo era un aut�ntico maestro de
la estrategia de acoso y levantamiento (de faldas, que no nacional).
Y en esto (en levantar faldas) and�bamos un d�a enfrascados
yo y cuatro compa�eros de clase (el burro no lo s�, ser� que s�, pero yo siempre
delante que para eso escribo esta historia y no ellos que son unos vagos de
espanto), cuando ocurri� una cosa muy singular, que es, precisamente por su
singularidad, lo que me propongo relatar tras esta sucinta y simp�tica
introducci�n que supongo habr� hecho las delicias del lector, ya que al lector
al que no le haya gustado le habr�n sobrado minutos para haber dejado ya de
leerme tras, eso s�, obsequiarme con un rotundo voto "terrible".
Como ya he dicho est�bamos levantando faldas. Y como tambi�n
he dicho, yo era todo un Wellington en ese arte, lo que me permit�a contar con
la fiel compa��a de unos pocos elegidos siempre fieles a mis �rdenes. Mi
"Guardia Pretoriana" les hubiera llamado de haber prestado m�s atenci�n a las
clases de historia del Padre Andrade, hoy Sr. Andreu, padre s�, pero de dos
ni�os (estos s� en g�nero neutro: un ni�o y una ni�a). Y con ellos (con mi
"guardia Pretoriana" no con los ni�os en g�nero neutro de Andrade/Andreu que a�n
no hab�an nacido) y por ellos fue por lo que sucedi� todo lo que, ahora s�, me
propongo contar sin m�s demora.
Mi objetivo, aquel objetivo, el objetivo que en ese momento
me pareci� el m�s interesante, me lo hab�a se�alado, con su habitual buen gusto,
Luisito Rod� (y a�n hoy me pregunto si tambi�n lo habr�a se�alado con la
habitual astucia canallesca de la que despu�s ha hecho gala en el mundo
empresarial barcelon�s). Estaba lejos y de espaldas, pero se ve�a una pieza
deliciosa y muy interesante. Se trataba no de un gamo como mi cineg�tico
lenguaje podr�a hacer pensar al lector, que lo uso porque era el que se estilaba
en aquellos a�os entre el mundillo de los "levantafaldas", sino de una ni�a de
unos doce o trece a�os (y si era as�, uno o dos m�s que nosotros), de pelo
largo, lacio y muy negro (azabache que dir�an los cursis, los peluqueros y sobre
todo los peluqueros cursis), uniforme del Colegio San Jorge (hoy, Sant Jordi
English School) y cuerpecillo (bajo el antedicho uniforme, claro) delgado y
fr�gil.
En un segundo, como era mi costumbre, trac� un plan de acci�n
bastante bueno. Recuerdo (porque siempre sol�a ser lo mismo) que Rod� y S�nchez
dividir�an el grupo de amigas en el que estaba �sta (el objetivo) oblig�ndole (a
ella) a separarse del resto y encauzando (ellos) su huida (de ella) en direcci�n
los arbolitos de la esquina norte. All�, escondidos m�s o menos entre ellos (los
arbolitos), Sanzol, Pujol (nada que ver con el Honorable) y yo esperar�amos a
que pasase para cercarla y dejarla sin escapatoria alguna. Luego, lo de siempre,
le levantar�amos la falda, le dir�amos cuatro tontunas y la dejar�amos ir m�s
que nada porque m�s ser�a ya delito y sobretodo porque no se nos ocurr�a (a�n)
que m�s le pod�amos hacer ni que pod�a esconder ella bajo aquellas braguitas
(autentico fetiche de nuestra cacer�a) ni para que pod�a servirle lo que hubiera
bajo ellas o mejor a�n, servirnos. En este momento considero oportuno hacer un
inciso para permitir que los menores de cuarenta a�os se sequen las l�grimas de
risa ante tal muestra de candidez por mi parte y los mayores las que el
embriagador aroma de los recuerdos de aquella realmente inocente infancia que
vivimos les hayan tra�do mis aladas palabras.
�Ya?. Prosigo. Corriendo hacia los arbolitos no pude fijarme
si mis dos compa�eros hac�an bien o no su trabajo, pero nada me hac�a pensar lo
contrario pues ya �ramos maestros en este negocio. Sofocados e ignorantes de su
suerte llegamos a nuestro destino (los arbolitos de marras, s�) y nos
parapetamos entre ellos justo cuando llegaron a nuestros o�dos los pasos
amortiguados de unos pies corriendo en direcci�n nuestra. Dos o tres segundos
despu�s salimos de nuestro escondrijo y, adem�s del susto que no cuenta (aunque
seguro que la v�ctima no es de este mismo parecer), nos apoderamos con suma
facilidad de una ni�a, aquella ni�a, que agotada por el carrer�n que llevaba
recorrido, casi cay� rendida entre nosotros. Lo de siempre, vamos. Un instante
despu�s pod�amos dar por bien terminada la primera parte del plan cuando,
tambi�n con el coraz�n en la boca (metaf�ricamente, vive Dios) aparecieron sin
mayor novedad nuestros dos perros de presa (esto ya no s� si tan
metaf�ricamente, mire usted por donde). Con la chica entre los brazos de Pujol
(el m�s fuerte y el que mejor sab�a inmovilizar a una chica o a un chico o
incluso, de hab�rselo propuesto, a un guardia urbano) y a�n tratando de
recuperarse de la carrera, dejamos tambi�n unos segundos de sosiego a nuestros
dos amigos para comenzar con la segunda parte del plan: la falda.
Hasta ese momento yo casi ni me hab�a fijado en la ni�a.
Deduje que ser�a aquella que hab�amos se�alado porque morena s� que era, pero si
su uniforme era del San Jorge o del Santa �gata, y no digamos ya las facciones
de su cara (cara adem�s que a�n no hab�a visto) era algo que se me escapaba
completamente. Cual no ser�a mi sorpresa, que la fue y muy gorda, cuando la ni�a
levant� su cara y resulto ser la igualita que la de mi hermana Laura. Y esto
mayormente, deduje �gilmente, porque ella no era otra que mi hermana Laura y no
porque nos hubi�ramos topado con ese doble que dicen que todos tenemos, que me
hubiera importado mucho menos, por cierto.
Evidentemente ninguno de mis otros cuatro colegas de cacer�a
tardaron mucho tiempo en darse cuenta del parecido y, por fortuna para sus
progenitores, tampoco ellos necesitaron invertir mucho tiempo en desechar la
opci�n A (era una doble) y decidirse por la B (era mi hermana) a la que todos
conoc�an de vista pues al atardecer mi madre nos ven�a a recoger a los dos.
Miradas de franco desconcierto se cruzaron entre nuestros jadeantes esp�ritus
(sirva esta perla literaria como ejemplo de que cuando quiero puedo escribir
bien y seriamente).
"Dejarla libre", fue lo �nico que se me ocurri� decir. �Qu�
otra cosa iba a decir?. Aquella ni�a era mi hermana, y aunque solo fuera por eso
hab�a de salir en su defensa, sin contar que ella era un a�o mayor que yo y me
daba unas palizas de esc�ndalo que a�n hoy, a�os despu�s, todav�a gusta repetir
por Navidades para solaz y jolgorio de sus hijos y oprobio de los m�os. "Dejarla
libre y vayamos por otra", repet� con algo m�s de firmeza.
"Nada de eso". Aquel "nada de eso" son� como un trueno, y no
solo porque lo dijera Pujol, sino por lo serio que lo dijo. "La semana pasada le
levantamos las faldas a mi hermana y nadie dijo nada". Era cierto, y yo, aunque
me sab�a el "jefe" del grupo, sab�a igualmente que dos pu�etazos de Pujol pod�an
despedirme de mi jefatura con toda diligencia.
"Es cierto" dijeron los otros tres a coro. Era cierto, volv�
a pensar yo. Y hasta mi hermana, que le importaba una chufa que lo de la hermana
de Pujol fuera o no cierto, se puso a forcejear con el agraviado tratando de
liberarse viendo que eran bastos lo que empezaba a pintar. A�n as�, Pujol no era
yo, y aunque conmigo pod�a, con �l no y pronto se dio cuenta de esto. "Que se
suba las faldas" dijo Pujol mientras la separaba un poco de s� y de su prensil
abrazo, y la agarraba con firmeza de la cintura.
Luego lo he pensado muchas veces e incluso alguna lo he
hablado con ella. Si en aquel momento mi hermana se hubiera subido las faldas, o
s�, como sol�a ser el caso, se hubiera resistido un poco y alguno de nosotros
hubi�ramos dado un tir�n hacia arriba, y le hubi�semos visto las braguitas,
seguro que nada m�s habr�a ocurrido. Pero no. Mi hermana Laura no. Ella era
demasiado orgullosa, demasiado impulsiva y ante todo, demasiado bruta para
dejarse hacer de esa manera. Felina y r�pida como una pantera o cualquier otro
r�pido felino, en lugar de subirse las faldas lo que hizo fue, vi�ndose libre ya
del abrazo de su captor, revolverse sobre sus pies y soltarle un bofet�n
tremendo al pobre, seguido de dos expeditivos ara�azos (zarpazos) que dejaron la
cara de Pujol como la de un ecce homo de once a�os.
"�No la pegues, no la pegues!". Eso fue lo �nico que pude
decir mientras me lanzaba como un rayo contra la enorme manaza de mi amigo que
clamaba venganza sobre los huesos de mi hermanita una vez se recuper� del susto
y volvi� a retenerla entre sus brazos. Afortunadamente entre los cuatro logramos
apaciguarlo un poco justo cuando ya me ve�a cont�ndole a mi madre como hab�a
sido posible que a su hija la atropellara un troleb�s en la mitad de un parque.
De nuevo, ya m�s tranquilos volvieron las respiraciones entrecortadas, mientras
Pujol, sin soltar ahora a mi hermana, se pasaba la lengua por sus labios
ara�ados.
"Que se suba las faldas y que le d� un beso en la boca todos
o la mato". Un silencio repentino, silencio que hasta cort� nuestros alborotados
jadeos, se adue�� de ese peque�o sector del parque. Unos y otros nos miramos
indecisos sin saber que decir. Pujol era muy capaz, no ya de matarla, que no,
pero si de darle un buen porrazo. Y adem�s, quieras que no, ella se lo hab�a
buscado. Ninguno sab�amos que hacer, hasta que un fuerte apret�n de sus brazos
que mi hermana encaj� con un suspiro le hizo dar a ella el primer paso.
Lentamente, y aunque sus brazos estaban prisioneros de los de mi amigo, comenz�
a recogerse entre sus dedos los pliegues de su falda de cuadros hasta dejarnos a
la vista unas bonitas braguitas blancas con florecitas amarillas que yo ya hab�a
visto por casa pero nunca puestas en ella (en mi hermana, claro).
"Vaya", creo que exclam� Sanzol. No era, evidentemente, la
primera vez que ve�amos unas braguitas, pero s� la primera que las ve�amos tan
de cerca, tan poco a poco y tanto rato y no de forma fugaz. Y no solo las
braguitas, sino tambi�n la curva de su pelvis y el camino hacia su culo. E
igualmente, una peque�a sombra o bulto o abultamiento que indicaba que en
aquella porci�n de la anatom�a de mi hermana empezaba a haber pelo, cosa que nos
ten�a maravillados. Creo que hasta Rod� call� de rodillas ante ella y se puso a
pocos cent�metros de su vulva. En ese momento yo estaba demasiado asombrado para
saber que hacer.
"Y ahora el beso", orden� Pujol. El primero en acercarse fue
Rod�, que peg� sus labios a los de mi hermana y le solt� un sonoro pero breve
beso. Luego fue Sanzol, que hizo m�s o menos lo mismo que Rod�. A continuaci�n
me toc� a m�, o al menos eso orden� Pujol. Yo le hab�a dado muchos besos a mi
hermana claro, pero sab�a que ninguno de esos val�a para este caso. Cerr� los
ojos y bes� sus labios secos y c�lidos. Un segundo despu�s lo hab�a hecho y mi
coraz�n lat�a desbocado.
"Te toca S�nchez". S�nchez se sonri�, me apart� de un
empell�n y, tras ponerse frente a mi hermana, se gir� hacia nosotros, se sonri�
y nos dijo que no sab�amos dar besos y que los besos hab�a que darlos como en
las pel�culas americanas (por entonces en el cine espa�ol a�n nadie se daba
besos, aunque ahora compensemos tanta mojigater�a pret�rita con seis o siete
felaciones, penetraciones anales o vaginales o cuninling�is por pel�cula
infantil y el doble si es para adultos). Recuerdo muy bien como se pas� la
lengua por los labios, se gir� de nuevo, y tras acercar su cabeza muy despacio a
la de mi hermana, empez� a moverla lentamente mientras, imaginamos (porque no
pod�amos verlo) le met�a la lengua hasta la garganta. La cara de Pujol, que
ten�a mucho mejor �ngulo de visi�n, parec�a indicarnos que no and�bamos
desencaminados.
"�Eso no vale!", bram� Sanzol cuando acab� S�nchez. "Si eso
vale yo quiero repetir". La cara de triunfal felicidad de S�nchez contrastaba
con el gesto de envidia de mis otros amigos (y tal vez m�o tambi�n) y con la de
asco que puso mi hermana cuando reaccion� y lanz� un escupitajo al suelo. Nadie
pudo decir m�s, ya que Sanzol, sin encomendarse ni a dios ni al diablo (o a lo
mejor a este �ltimo s�) se plant� frente a mi hermana y repiti� los mismos
gestos y el mismo tipo de beso de S�nchez. No en vano todos hab�amos visto
pel�culas americanas alguna vez. A Sanzol le sigui� casi sin dejar respirar a mi
pobre hermanita Rod� y a �ste, y ya s� que no s� en virtud de que orden, de
nuevo S�nchez. Al siguiente que trat� de besarla, mi hermana, que de nuevo
trataba de zafarse de Pujol comenz� a lanzarle patadas al aire, hasta que, entre
Pujol que no la soltaba y S�nchez, que le agarr� por las rodillas la
inmovilizaron del todo.
"Venga, b�sala t�" me dijeron una vez controlada de nuevo la
situaci�n. Esta vez no me lo pens�, estaba muy excitado, o mejor dicho, sent�a
un enorme calor que no sab�a muy bien como describirlo y que era algo nuevo para
m�. Procurando no pisar a S�nchez, me puse frente a Laura, que gem�a como un
amalito cautivo, moj� mis labios y los pegu� a los suyos. Sus labios esta vez
estaban h�medos y m�s calientes a�n, y cuando al final me decid� y le met� la
lengua not� como un sabor dulce y extra�o invad�a mi boca. De pronto, mientras
la besaba, una mano cogi� mi mano, despu�s supe que era la de S�nchez, y la
movi� hasta meterla por entre las piernas de mi hermana, justo bajo sus
braguitas que estaban calientes y h�medas. Sin ser muy consciente de lo que
hac�a presion� suavemente y sent� como si mis dedos se fueran a hundir en aquel
bulto tierno y blandito. Un peque�o jadeo de mi hermana se apag� en mi boca en
ese instante.
"Beuno, ya vale", grit� Pujol, "me toca a m�". Solt� a mi
hermana, o me agarraron por la espalda para que dejara de besarla, que todo
puede ser y, sin atreverme a mirarla a los ojos, me alej� de ella poco a poco.
Lo que sucedi� despu�s ocurri� de forma tan r�pida que casi
ni entonces me di cuenta de lo que pasaba. Pujol liber� a mi hermana de su
abrazo y �sta aprovech� el momento para zafarse de S�nchez y echar a correr
gritando. Por poco tiempo, ya que instant�neamente Sanzol le puso la zancadilla
y ella call� al suelo de bruces, dejando de nuevo a la vista sus braguitas y un
precioso y redondo culo. Pujol salt� sobre ella y trat� de inmovilizarla en el
suelo de nuevo, y hasta creo recordar que lo logr� y le lleg� a dar un beso en
la nuca, aunque no lo s� seguro, ya que enseguida una voz chillona y
autoritaria, proveniente de fuera de los arbolitos, la voz de una de las criadas
creo recordar, vino a poner orden. Supongo que los gritos de mi hermana, por
pocos que fueran, alertar�an a la chica, y a nosotros, el solo o�r su voz nos
hizo ponernos firmes y salir corriendo de all� escopeteados, mientras mi hermana
se levantaba (llorando creo) y se iba hacia la voz en direcci�n opuesta.
El resto de la tarde la pasamos en un estado catat�nico, y
ninguno de nosotros se atrevi� a volver a sacar el tema. Ni esa tarde ni ninguna
otra por cierto. Por fortuna para ellos, mis amigos digo, ellos no ten�an que
vivir con mi hermana, pero yo s�, y adem�s era m�s d�bil que ella. Si ellos
estaban anonadados, yo estaba igual pero adem�s sin "na" y con "c". Acojonado,
vamos.
Dos horas despu�s mi madre vino a buscarnos. Yo esper� a que
ella llegar� para pegarme a sus faldas. Mi hermana apareci� al poco sin decir
nada. Se cogi� de su mano y sin m�s nos fuimos hacia casa. "Esta me la pagas" me
pareci� escucharle decir. O tal vez, lo que ocurri� despu�s me haya hecho creer
que ella dijo eso entonces.
Lo que ocurri� despu�s ya lo contar� otro d�a si le ha
gustado, paciente lector, esta mi primera historia.