Relato: Mensajes subliminales (I)





Relato: Mensajes subliminales (I)

Siempre había sido un fracasado.
Durante toda su vida había tenido que aguantar las risas de sus
amigos, de su familia, de su propia esposa, echándole en cara el
que solo fuera un ayudante de psicología en la universidad. Ni siquiera
había podido llegar a ser profesor. Pero a él no le importaba
lo que dijeran los demás. A él no le gustaba enseñar.
Lo suyo era la investigación; meterse durante todo el día
en el laboratorio, realizar pruebas con los voluntarios, preparar ensayos,
y soñar con realizar algún día un descubrimiento fabuloso
que le mereciera el reconocimiento de sus colegas. Pero eso, para todo
el mundo, y sobre todo para su mujer, era ser un fracasado. No se lo echaba
en cara a todas horas, pero no podía esconderlo en los momentos
en los que discutían. Ella siempre había soñado con
una vida un poco mejor. No es que vivieran realmente mal. Su sueldo en
la universidad y el trabajo de ella como secretaria les bastaba a ambos
para vivir holgadamente, aunque sin lujos.



Pero todo aquello iba a cambiar
a partir de aquella tarde. Las últimas pruebas que estaba realizando
habían funcionado tal y como él esperaba. Su ansiado deseo
de conseguir un gran descubrimiento iba a convertirse en una realidad.
Llevaba ya varios años buscando una cura para el dolor, acallando
las señales que el centro del dolor del cerebro envía a la
consciencia. Para ello, había probado un montón de técnicas
distintas, pero la que mejores resultados le había dado era la de
los mensajes subliminales. Con ellos podía interferir dichas señales
y convertirlas en sensaciones agradables, engañando así al
centro del dolor. Había descubierto dos longitudes de onda distintas,
una para los hombres y otra para las mujeres, con las que podía
enviar mensajes directamente al subconsciente de unos y otros. Los mensajes
eran obedecidos inmediatamente, haciendo que cualquier dolor del cuerpo
o de la mente desapareciera al instante.



Pero había escondido algunos
detalles a sus compañeros de investigación. Además
de eliminar el dolor, su descubrimiento podía llegar mucho más
lejos. También podía eliminar las inhibiciones y los prejuicios
de cualquier persona. Y alterando un poco las longitudes de onda, podía
controlar totalmente la voluntad del sujeto... o al menos eso era lo que
demostraban las pocas pruebas que había podido realizar a espaldas
de sus ayudantes. Largas noches en vela preparando cintas que luego experimentaba
durante el día con los voluntarios que se prestaban a las pruebas.
Pero al no poder disfrutar de la suficiente intimidad, jamás había
podido probar realmente sus teorías.



Hasta aquella tarde, en la que,
solo en el laboratorio, todos los experimentos funcionaron a la perfección.
Las últimas pruebas se habían realizado con éxito,
y decidió probar el verdadero alcance de sus teorías. Preparó
una cinta especial, con algunos mensajes "poco normales", para
probarlos con su propia esposa.



A pesar de que él estaba
realmente enamorado de su mujer, había algunos detalles que le ponían
furioso. Ella era una mujer realmente atractiva, llena de juventud y belleza.
A sus 30 años parecía una jovencita de menos de 20. Su cuerpo
era verdaderamente escultural. Sus pechos eran casi, y solamente casi,
demasiado grandes para los gustos de la mayoría, pero a él
le encantaban. Le gustaba sentirlos llenando sus manos, estrujarlos y notar
su increíble maleabilidad entre sus dedos. Sus piernas eran largas
y bien moldeadas, acostumbradas a llevar tacones durante la mayor parte
del día a causa de su trabajo, en el que la imagen era algo esencial.
Y sin embargo, nunca se vestía para él. Entre semana, cuando
apenas se veían, era cuando solía vestir ropa medianamente
elegante, acorde con la imagen que de ella se pretendía en su empresa,
pero cuando llegaba a casa se quitaba inmediatamente los pantys y las faldas
y se colocaba cualquier cosa con la que se sintiera cómoda. Y por
mucho que él se lo pidiera, jamás usaba lencería sexy.
La odiaba. La hacía sentir incomoda. Siempre daba la excusa de que
ella no necesitaba ese tipo de ropa para ser atractiva, y que, o le gustaba
tal como era, o no le gustaba. Era cierto que no necesitaba ese tipo de
ropa, porque su cuerpo era increíblemente hermoso, pero a él
le molestaba enormemente que ella no entendiera que a los hombres hay que
sacarlos de la rutina de vez en cuando, y un poco de imaginación
en la lencería puede hacer milagros en la libido de cualquier varón.



Pero no era esa su mayor frustración
con su mujer. A pesar de que su vida sexual era bastante buena, durante
su juventud siempre había tenido una obsesión: su mayor fantasía
sexual era que su mujer le practicara una felación. Y sin embargo,
cuando se casó comprobó con estupor como su esposa se negaba
en redondo a practicársela. Decía que le daba asco ponérsela
en la boca. No tenía problemas en cogérsela con las manos,
pero jamás consintió en masturbarle con la boca. A pesar
de todo ello, jamás le fue infiel a su mujer. Y no era por amor,
sino más bien por el miedo a que ella se enterara y le abandonara.



Fue por todos estos motivos por
lo que trabajó con tanto ahínco en el experimento a partir
del momento en que comenzó a entrever sus verdaderas posibilidades.
Todos sus esfuerzos y teorías iban a ser puestos en práctica
aquella noche. Llevaban algunos días enfadados. Más concretamente,
era ella la que estaba aún enfadada. Habían vuelto a discutir
sobre las mismas cosas que siempre. Aquellas discusiones se habían
vuelto ya monótonas y aburridas, y siempre acababan igual: durante
una semana, ella no le dejaba acercarse ni tocar su cuerpo, y mucho menos
hacer el amor; apenas le dirigía la palabra, y poco a poco, la tormenta
iba amainando y las cosas volvían a la normalidad. Y así
hasta la siguiente discusión.



Llegó a casa alrededor de
las 10 de la noche. Sabía ya de antemano lo que iba a encontrarse.
Al igual que el resto de los días de esa semana, desde que discutieron,
su esposa ya había cenado y estaba en el salón viendo la
televisión. Nunca le esperaba para cenar cuando estaba enfadada.
Se le acercó e intentó darle un beso, pero ella apartó
la cara unos centímetros para ponérselo difícil. Llevaba
puesto tan solo un albornoz. Se había duchado. Como el resto de
la semana, David sabía que tendría que hacerse la cena, pero
esta noche tal vez resultara algo distinta. Sonrió.



Sacó la primera cinta que
había preparado y la colocó en el equipo de música.
Al instante, su mujer le pidió que le quitara voz al estéreo,
porque ella intentaba ver la televisión. David lo hizo, pero no
lo apagó del todo. Una suave melodía escapaba por los altavoces
del salón, aunque sin ser lo suficientemente alta como para molestar
demasiado. Tranquilamente, se metió en el cuarto de baño
para tomar una ducha.



Quince minutos después regresó
al salón. Sonia ya no estaba allí. Suponiendo donde estaba
exactamente, se acercó a la cocina y la encontró preparándole
la cena. No una cena rápida y de cualquier forma, sino un buen plato
de su comida favorita. A pesar de ello seguía sin sonreírle.
Preparaba la comida con todo el cariño y esmero que podía,
pero seguía enfadada. Así lo había preparado él.
Los mensajes que había grabado en la cinta sugerían a Sonia
que preparara el plato favorito de su marido lo mejor posible, pero sin
insinuarle que le perdonara o que olvidara su enfado.



David sonrió de nuevo, El
experimento estaba funcionando perfectamente. Todos los meses de trabajo
encerrado en el laboratorio habían valido la pena. En apenas quince
minutos había conseguido alterar en algunos aspectos la forma de
pensar de su esposa, y por tanto, su voluntad.



Pero la noche no iba a acabar allí.
Ni mucho menos. Ni la noche, ni la nueva vida que se abría ante
ellos.



Sobre todo ante David.



Mientras Sonia acababa de preparar
la cena, sacó la cinta del estéreo. La segunda cinta que
había preparado iba a intentar solucionar algunas de las mayores
frustraciones de su matrimonio. Apagó el televisor, subió
el volumen del estéreo y enchufó el hilo musical en la cocina.
Ella no protestó. Un segundo mensaje en la primera cinta le había
sugerido que no protestara ninguna decisión de su marido.



Acabó de preparar la cena
y la sacó a la mesa. Su humor comenzaba a ser algo mejor. Incluso
le sonrió. Al parecer, su enfado estaba siendo olvidado. Por decirlo
de una forma más exacta, su orgullo y su ego estaban dejando paso
a una cierta sumisión a la figura de su esposo. Era textualmente
lo que él había programado al principio de la segunda cinta,
la que estaba sonando en aquellos momentos. Mientras David comenzaba a
degustar su comida favorita, Sonia se sentó junto a él en
la mesa, iniciando una animada conversación sobre las anécdotas
del día e incluso interesándose por su trabajo.



Cuando terminó la cena, ella
se apresuró a quitar la mesa y fregar los platos. Tenía algo
que hacer antes de acostarse y quería hacerlo pronto. David sabía
exactamente lo que era, y por ello, con una insolente sonrisa, se preparó
para irse pronto a la cama. Insertó una tercera cinta en el estéreo
y enchufó el hilo musical del dormitorio



Pocos minutos después, Sonia
entró en la habitación. Rebuscó entre los cajones
del armario y se metió en el cuarto de baño.



Cuando volvió a la habitación,
al cabo de un momento, se había convertido en otra mujer completamente
distinta. Ya no llevaba puesto el insulso albornoz de ducha, sino una finísima
bata de estilo oriental que David le había regalado muchos años
atrás y que ella nunca utilizaba. Al igual que tampoco utilizaba
lo que se adivinaba perfectamente por debajo de aquella bata: sus mejores
medias de seda negras, un liguero, también regalo de David de sus
tiempos de noviazgo, y un erótico conjunto negro de bragas y sujetador
semitransparentes que jamás volvió a usar después
de la noche de bodas. Los zapatos negros de tacón tan solo los utilizaba
en contadas ocasiones por motivos laborales o de protocolo, pero nunca
a petición de su marido. Sus magníficas curvas se insinuaban
desafiantes por debajo de toda aquella excitante indumentaria, e incluso
podía apreciar claramente sus pezones intentando exhibirse a través
del sujetador y de la bata oriental.



David había provocado aquello
mediante varias sugestiones en la cinta que seguía sonando por el
hilo musical, pero no recordaba haber encontrado a su mujer tan excitante
desde los primeros tiempos de su noviazgo. Se encontraba tan excitado como
un colegial mirando a través del escote el sujetador de su profesora
preferida.



Sonia se le acercaba con sugerentes
movimientos de caderas, pasando sus manos sobre sus esplendorosas curvas,
acariciándose, mirando fijamente a los ojos de su marido, adivinando
lo que pasaba por su mente en aquellos momentos. No entendía porqué
había sentido repentinamente aquellas irresistibles ganas de seducir
a David, ni porqué había elegido concretamente aquella ropa,
pero estaba demasiado excitada para pensar. Tan solo quería seducir
a David de cualquier forma que estuviera a su alcance. Estaba dispuesta
a hacer todo lo que él le pidiera, tan solo para conseguir excitarle
tal y como ya lo estaba ella. Deseaba a su marido, quería desesperadamente
hacer el amor con él, pero en lugar de meterse en la cama e iniciar
ella el juego de caricias por debajo de las sábanas con el que siempre
comenzaban sus escarceos amorosos, sentía la necesidad de excitarle,
de provocarle, de seducirle. Había decidido romper la monotonía
de su vida sexual después de 6 años de matrimonio. Se acercó
poco a poco a la cama. Deslizó eróticamente la bata sobre
sus hombros hasta que cayó al suelo, dejando a la vista su esplendoroso
cuerpo, apenas cubierto de negro semitransparente en sus partes más
íntimas. Podía leer en los ojos de su marido el efecto que
le causaba. La ropa interior escondía tanto como mostraba. Era esa
misma ambigüedad lo que excitaba a los hombres. La había visto
desnuda cientos de veces, pero el erotismo provocado por la lencería
sexy superaba con creces al de la desnudez sin imaginación. No es
solo el cuerpo de la mujer lo que excita a los hombres, sino la ilusión,
las fantasías que desata con solo mirarlo. El verdadero "punto
G" del hombre es su imaginación. Lo había leído
en cientos de las revistas femeninas que solía comprar, pero su
orgullo feminista le había impedido nunca ponerlo en práctica.
Siempre había pensado que debía gustarle a su marido tal
y como era, y no por la ropa que llevara. Pero esa noche el orgullo quedaba
enterrado bajo el irresistible peso de la pasión que la consumía.
Subió a la cama y se tumbó encima de él, exponiendo
completamente la mayor cantidad de partes eróticas posibles de su
cuerpo para que su marido pudiera acariciarla plenamente. Deseaba tanto
su propio placer como proporcionarle el máximo posible a él.
De hecho, estaba convencida de que cualquier relación en la que
él no disfrutara, tampoco podría satisfacerla a ella.



Parecía una diosa. Era increíble
como un poco de ropa podía cambiar a una mujer. La tenía
encima de él, acariciándole y dejándose acariciar
de todas las formas posibles. La mayoría de las veces, cuando hacían
el amor, ella rechazaba las caricias en ciertas partes de su cuerpo. Tal
vez por pudor o por falta de placer. Pero en esta ocasión le permitía
poner sus manos donde quisiera. Era una sensación increíble
el tacto de la seda de las medias, del terciopelo de algunas partes del
sujetador y la propia suavidad de su piel. Se sentía a punto de
estallar, y así era precisamente como estaba su pene. Ella lo notó.
Lo cogió suavemente con la mano y comenzó a masturbarle.
La música que salía del estéreo era suave y melodiosa,
y los mensajes subliminales seguían fluyendo libremente hacia la
mente de Sonia. David lo sabía, y suavemente la empujó por
los hombros hasta que su cabeza estuvo a la altura de su órgano.
Ella le miró a los ojos comprendiendo repentinamente cual era su
deseo. A pesar de su excitación, dudó durante unos instantes.
El rechazo que sentía por el sexo oral había sido muy intenso
durante toda su vida, y aún seguía siéndolo. David
temió durante un instante por el completo éxito del experimento.
Tal vez había intentado ir demasiado deprisa con las sugestiones.
Tal vez debería de haber ido plantándolas una a una en la
mente de su mujer, sin saturarla demasiado la primera vez. Las dudas se
agolpaban en su cabeza mientras la mano de Sonia seguía masturbándole.
Sus ojos le miraban fijamente, como intentando leer su pensamiento.



Siempre había sentido un
miedo irracional al sexo oral. Era más que asco. De pequeña,
su madre, una ferviente católica, hablaba continuamente del pecado
del sexo; lo despreciaba y se lo atribuía al demonio. Ella quedó
muy marcada por aquello, y, aunque con el paso de los años aprendió
que el sexo no tenía nada de pecado, había ciertas prácticas
que se negaba a realizar. Odiaba mostrar su cuerpo completamente desnudo
a su marido y nunca dejaba que se creyera dueño de él. Ponerse
el pene en la boca, aparte del asco con el que había escondido sus
temores desde la infancia, era algo que jamás había pensado
que podría realizar.



Pero esa noche se sentía
una mujer completamente distinta. Era como si alguien le estuviera susurrando
continuamente en su cabeza que debía de chupársela, y que
iba a disfrutar haciéndolo. Mirando a los excitados ojos de su marido,
sabía que él lo deseaba. Buscó en su interior algún
motivo por el que no pudiera llegar a hacerlo, pero no lo encontró.
El deseo había reemplazado al miedo y al asco. Debía de hacer
gozar a su marido de la forma que fuera, y aquello era lo que más
placer podía proporcionarle. Sin parar de masturbarle con la mano,
acercó su boca al miembro. No tenía ni idea de lo que debía
hacer, pero algo le decía que pasar la lengua lentamente por la
punta iba a darle mucho placer a su esposo.



Y no había nada en el mundo
más importante que aquello en aquel momento.



David echó la cabeza hacia
atrás. El primer contacto de la lengua de su mujer con su glande
fue simplemente espectacular. Se notaba a raudales su falta de experiencia,
pero lo compensaba con unas increíbles ganas de aprender. Se sentía
el hombre más feliz del mundo. Su experimento había funcionado
completamente, el enfado de su mujer había sido diluido en la sumisión,
y al mismo tiempo, después de tantos años, su esposa le estaba
practicando una grandiosa mamada.



Su vida estaba completa.



Mientras la cabeza de su mujer realizaba
cuantiosos movimientos alrededor de su pene, sus manos no cesaban de tocarla
allá donde alcanzaban. Pero lo que más disfrutaba eran sus
pechos. Por primera vez en toda su vida, ella permanecía en la cama
con él, a punto de hacer el amor, vestida con lencería. El
tacto de la seda y del terciopelo del sujetador le excitaba lo indecible.
Había sacado uno de sus pechos y le acariciaba el enhiesto pezón
con una mano, mientras con la otra le tocaba y estrujaba el otro pecho,
aún cubierto por el sujetador. De cuando en cuando una mano se olvidaba
de los pechos para pasearse por las piernas, también recubiertas
de la transparente seda negra, y acababa tanteando y estrujando sin piedad
su hermoso culo. Cuando ella notaba la mano de su marido en aquella parte,
lo levantaba todo lo que podía para situarlo perfectamente a su
alcance, aunque sin dejar en ningún momento de succionar su miembro.



A punto ya de correrse, miró
a su mujer directamente a los ojos. Ella lo adivinó y apartó
la boca para seguir con su misión utilizando la mano. Tenía
mucha experiencia haciendo aquello. Al notar los primeros espasmos de placer,
ralentizó los bruscos movimientos de muñeca, intentando armonizarlos
con el placer de su marido. El semen fluía libremente sobre ambos,
sin que ninguno de los dos sintiera el más mínimo reparo
por aquello. Era un cambio agradable después de muchos años
en los que Sonia sentía verdadera repulsión por el espeso
líquido de su marido. No le importaba sentirlo dentro de su vagina,
probablemente porque apenas lo notaba, pero su vista la llenaba de repulsión.
En cambio ahora, había direccionado el pene a sus propios pechos.
Sabía que la visión del esperma sobre ellos iba a agradar
a David, y lo más importante en el mundo para ella era que él
disfrutara.



David la miró mientras descansaba
de su orgasmo. Había dejado su pene (no sin antes darle un cariñoso
beso) y se había erguido en la cama, apoyada en sus rodillas. Se
estaba acariciando mientras lo miraba. El cambio en su personalidad había
sido espectacular. Su misión era darle placer a él, y a pesar
de haberlo conseguido (y con una buena nota, por cierto) seguía
intentando excitarle y agradarle. Pasaba sus manos por sus pechos, sin
importarle que aún quedaran restos del orgasmo en ellos. Una de
sus manos bajó hasta su sexo, se metió entre las bragas transparentes
y comenzó a acariciarlo, mientras que la otra seguía jugando
con su pezón. David solo podía mirar. Tan solo en sus más
ocultas fantasías había imaginado a su mujer exhibirse ante
él de aquella manera.



Exhausto por el mejor orgasmo de
toda su vida, recordó que la cinta seguía sonando, y que
aún quedaba una sugestión por cumplir. Eso era precisamente
lo que Sonia estaba haciendo ahora. Nunca en toda su vida marital había
podido convencerla para que se masturbara delante de él. Ella jamás
lo había consentido. Y ahora mismo estaba allí, más
desnuda que vestida con la suave lencería negra que llevaba, e intentando
alcanzar un orgasmo solo con sus dedos mientras la única idea fija
de su cabeza era excitar a su marido con su propio orgasmo.



Los movimientos de sus manos fueron
aumentando paulatinamente, mientras que tan solo dejaba de mirar a los
ojos de su marido en los momentos de máximo goce, cuando cerraba
inconscientemente los suyos impulsada por el placer. Insertó los
dedos en su sexo. Primero uno, después, poco a poco, otro, y otro
más, hasta meterse cuatro. David recordó que en sus mejores
encuentros, jamás había podido meterle más de dos
dedos. La excitación debía de ser tremenda para que la vagina
se hubiera relajado tanto. Su rostro reflejaba un placer extremo, hasta
que con una serie de convulsiones rápidas, alcanzó el clímax
en medio de ruidosos gemidos de placer. Agotada, se dejó caer sobre
él, besándolo y guiando sus manos hasta su propio cuerpo
para que siguiera acariciándola.



David no lo sabía, pero aquel
había sido el primer orgasmo no fingido en la vida de Sonia.


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Relato: Mensajes subliminales (I)
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