Al día siguiente permitieron
que Marie descansara. Durmió durante toda la mañana, y se
levantó sólo para tomar el almuerzo, que le fue servido en
su misma celda. Luego volvieron a encadenarla a su cama.
Por la noche Marie fue destinada
al servicio de un joven ruso llamado Igor. Zoraida, la celadora, la condujo,
completamente desnuda, con las manos atadas a la espalda, tirando de la
cadena atada al collar, a presencia del ruso. Todas las mujeres permanecían
desnudas a partir de la puesta del sol: sólo llevaban los zapatos
de alto tacón y los arneses en el cuello, las muñecas y los
tobillos. Zoraida la obligó a arrodillarse frente a la butaca que
ocupaba el amo que se le había asignado para aquella noche, con
las piernas abiertas y la vista baja. Aunque Marie no se atrevió
a mirar de frente al hombre, creyó adivinar en su rostro una cierta
turbación. Zoraida entregó a Igor la cadena que sujetaba
el cuello de Marie y se retiró lentamente, contorneando las caderas.
El muchacho no pronunció ninguna palabra; se limitó a dejar
sobre la mesilla que había junto a la butaca el periódico
que leía y a tomar el extremo de la cadena, que quedó colgando
ligeramente entre la muñeca de Igor y el cuello de la muchacha.
A partir de aquel momento, se dedicó exclusivamente, siempre sin
decir palabra, a observar a Marie, que permanecía ante él
abierta y con la vista baja. Era evidente que aquella sumisión le
complacía.
Al cabo de un rato que a Marie le
pareció interminable, el muchacho habló:
-Acércate -dijo a Marie.
Ésta, sumisa, levantó
el culo para obedecer la orden. Siempre con la vista baja y desplazándose
sobre sus rodillas avanzó hacia el joven. Entonces, el ruso le pasó
el dedo índice entre la piel y el collar y le levantó la
cabeza. Marie tuvo que ladear la cabeza para no verle la cara, pues las
esclavas tenían prohibido mirar al rostro de los hombres. En unos
términos que hicieron sentir a Marie más vergüenza que
nunca, ordenó:
-Ahora, putita, abrirás mi
bragueta y te introducirás todo mi sexo en la boca. Lo lamerás
y lo chuparás lentamente, procurando que goce, pero sin llegar a
correrme. Eres demasiado puta y fácil para merecer que derrame mi
semen en tu garganta.
Marie, obediente y roja de vergüenza,
cumplió la orden. El pene del ruso creció en su boca hasta
el extremo que Marie creía que iba a ahogarla. El hombre se complació
en la boca de Marie largo rato. Cuando por fin parecía que iba a
llegar al orgasmo, se retiró bruscamente. Entonces dijo a Marie:
-Lo has hecho bien, putezuela, por
esto voy a premiarte. Permitiré que tragues mi esperma, aunque,
como te he dicho, no me derramaré en tu boca.
Entonces indicó con un gesto
a Zoraida, que permanecía cerca de la escena, que desatara las manos
de Marie.
-Ahora -añadió Igor-
tomarás mi pene con las manos y lo acariciarás hasta que
me derrame.
Así lo hizo Marie, lentamente,
tal como le habían enseñado a hacerlo. Las manos suaves y
expertas de Marie hicieron gemir al muchacho, de cuyo pene partió
un chorro de esperma que se derramó sobre el frío suelo de
mármol.
-Ha llegado tu turno, ramera -dijo
Igor-: quiero que te pongas de cuatro patas y que pases la lengua por el
suelo hasta que no quede ni una gota de mi leche. ¡Obedece!
Marie, más avergonzada que
nunca, pero con una sumisión de la que ni ella misma se hubiera
creído capaz, apoyó las manos en el suelo y se inclinó
para cumplir la orden. Cuando estaba a punto de alcanzar con la lengua
el semen derramado, notó un fuerte tirón en el cuello: era
Igor, que tiraba de la cadena y la obligaba a incorporarse de nuevo.
-Espera, pequeña -dijo-,
esto sería demasiado fácil para ti. Además, creo que
a alguno de mis compañeros le complacerá ver cómo
te humillo.
Los demás hombres de la estancia,
que habían seguido con detalle la escena sin decir nada, se acercaron,
conduciendo cada uno de ellos una esclava totalmente desnuda sujeta por
una cadena. Obligaron a las muchachas a arrodillarse a sus pies al tiempo
que ellos permanecían de pie alrededor de Igor y Marie. Entonces
él le tomó las manos y se las unió a la espalda sujetas
por las anillas de los brazaletes. La empujó bruscamente por la
espalda y la obligó a inclinarse de nuevo hacia delante. Esta vez,
sin la ayuda de las manos, a Marie le resultaba prácticamente imposible
mantener el equilibrio. Sin embargo Igor, que se había levantado,
puso una pierna a cada lado de su cuerpo procurando así que el cuerpo
de Marie no se inclinara hacia un lado.
Cuando la lengua de Marie estaba
a punto de alcanzar su objetivo, Igor frenó su movimiento con la
cadena. Entonces volvió a hablar:
-No quiero que uses la lengua. Abre
la boca y utiliza sólo los labios, pero sin cerrar la boca. Quiero
ver los hilos del semen prendidos entre el suelo y tu boca.
Mientras Igor hablaba, otro de los
hombres obligó a la muchacha que se encontraba detrás de
ella a introducir todo su dedo índice en el culo de Marie.
En esta posición, y ante
la mirada divertida de los hombres, que bebían o fumaban mirando
el espectáculo, Marie estuvo subiendo y bajando la boca sobre el
esperma derramado de su amo, siempre con movimiento que Igor controlaba,
con evidente placer, por medio de la cadena.
Cuando el suelo estuvo completamente
limpio, Marie fue obligada a incorporarse. La otra esclava, la que le había
mantenido el dedo en el culo mientras duraba la humillación, fue
obligada a besarla y a limpiar con su boca los restos de esperma que había
alrededor de los labios de Marie.
Entonces hicieron descender una
cadena del techo y ataron en ella las manos de las dos muchachas, por encima
de la cabeza. La otra esclava, que era rubia y delgada, tenía una
estatura parecida a la de Marie, de manera que, atadas frente a frente,
con los cuerpos en contacto, tenían sus sexos, sus pechos y sus
bocas a la misma altura.
A una señal de uno de los
amos, una esclava trajo una bandeja en la que había un consolador
de doble punta, como los que suelen usar las lesbianas. Obligaron a las
mujeres a separar las piernas y les introdujeron el consolador en el sexo.
Luego trajeron unas correas de cuero y las ataron fuertemente por la cintura
y por encima de las rodillas, de modo que el consolador no pudiera desprenderse.
Dos de los amos se acercaron a la
pared y escogieron sendos látigos de los que estaban allí
colgados. Se colocaron detrás de cada una de las dos muchachas y
les pasaron suavemente el látigo por la espalda, sin golpearlas
todavía, como si se tratara de un anuncio del suplicio que se avecinaba.
Los otros amos se acomodaron en sus butacas. Encendieron cigarrillos y
llenaron copas. Las esclavas que les acompañaban volvieron a arrodillarse
a sus pies, frente a ellos, siempre con la vista baja, dando la espalda
a las mujeres que iban a ser azotadas.
Los hombres que tenían los
látigos azotaban duramente la espalda, el trasero y las nalgas de
las muchachas. Lo hacían alternativamente. Cuando uno bajaba el
látigo, el otro pegaba. Cada vez que sonaba el cuero sobre la piel,
la convulsión de los cuerpos hacía que el consolador penetrara
más fuertemente, de modo que los gritos de dolor se mezclaban con
los gemidos de placer, siendo imposible distinguir unos de otros. Durante
aquel suplicio, las mujeres sintieron varios orgasmos. Cuando los hombres
creían identificar como de placer el grito de la muchacha a la cual
azotaban, aumentaban la intensidad de sus latigazos. El sudor y las lágrimas
de ambos cuerpos se entremezclaban. Cada una compartía el placer
y el dolor de la otra.
Cuando terminaron el castigo decidieron
dejarlas en esta postura, aunque aflojaron ligeramente la cadena que pendía
del techo. En esta posición, los cuerpos agotados tuvieron tendencia
a inclinarse hacia atrás, doblándose por la cintura. Entonces
vino la segunda parte del suplicio, que Marie ignoraba.
Trajeron dos tiras de goma de unos
pocos centímetros en los extremos de las cuales había unas
pinzas parecidas a las que se usan para colgar los trapos de cocina. Tomaron
la primera y, con una pinza cogieron el pezón derecho de Marie,
mientras unían el otro extremo al pezón izquierdo de su compañera
de suplicio. El otro amo, situado al otro lado, hizo la misma operación
con los otros pechos. Cuando la pinza les comprimió el pezón,
ninguna de las mujeres gritó, a pesar del doloroso mordisco. Los
hombres se separaron y fueron a unirse con los demás.
Siguió un rato de silencio,
roto solamente por los gritos de las dos muchachas cuando, vencida alguna
de ellas por el cansancio, doblaba su cintura hacia atrás. Entonces
la goma se tensaba y el grito de ambas era simultáneo.
Autora: Marta Lamo
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