Relato: CONFESIONES SEXUALES DE ROSALINA 19 CONFESIONES SEXUALES DE ROSALINA 19
Lo impensado
Vivir en el Country ya no ten�a sentido. Mis hijos, ya adultos, se quedaban la mayor�a de las noches en Buenos Aires para ir al otro d�a a la Facultad, mi marido s�lo era un visitante nocturno con el que ocasionalmente compart�a alguna cena y el negocio, sin la presencia de la muchacha ya no me atra�a y s�lo serv�a para demostrarme lo sola que estaba.
Sin grandes dificultades, se vendi� la casa, compramos un departamento en Palermo y, milagrosamente, la familia estuvo reunida por primera vez. Sin la cotidiana necesidad de viajar tantos kil�metros, con esa nueva elasticidad de los horarios, sosten�amos largos y amenos desayunos y por las noches, la cena formal se prolongaba en alegres reuniones en las que todos compart�amos las expectativas, �xitos o fracasos de los dem�s. �ramos casi una familia.
Aunque mi marido se hab�a hecho m�s compa�ero compartiendo confidencias de sus negocios conmigo, cosa que nunca hab�a hecho en tantos a�os de matrimonio, todo se reduc�a a eso; s�lo un compa�erismo calmo, sosegado y c�lido. A pesar de que yo estaba segura que �l conoc�a de mis relaciones con la muchacha, nunca hab�a hecho siquiera menci�n al asunto y, como yo en la cama era tan complaciente y activa como hac�a casi treinta a�os, a su edad le resultaba c�modo y conveniente hacer la vista gorda pero ahora parec�a cobrarse mis infidelidades ignor�ndome sexualmente, hasta el punto de comprar camas separadas en el nuevo amueblamiento del departamento.
A mis cuarenta y cinco a�os y los cincuenta y tres largos de �l, no era cuesti�n de pelearnos como adolescentes por algo que, si bien nos satisfac�a hacer, era tanto lo que sab�amos el uno del otro, de sus vicios y miserias, que cada acto se estaba convirtiendo en una vindicta �ntima, como queriendo borrar aquello que nos avergonzar�a si tomara estado p�blico.
Decidida a reconstruir mi vida social, busqu� y encontr� a varias amigas de la secundaria. Pronto me estaba moviendo en un c�rculo de �se�oras gordas� en el que menudeaban los paseos por la ciudad, tomar el t� en ciertos lugares seleccionados, concurrir a desfiles de moda y exposiciones o simplemente reunirnos en nuestras casas para chusmear y compartir momentos gratos de la vida familiar. Lo de �se�oras gordas� era una chanza que gust�bamos de gastar entre nosotras, aunque ninguna de nosotras represent�bamos la edad que ten�amos y nuestros cuerpos se manten�an en buen estado por la gimnasia y los deportes que practic�bamos; b�sicamente, nataci�n y tenis.
A pesar de esa intensa actividad, con los hijos que hab�an volado de casa y m� marido ocupado, ten�a necesidad de encontrar una verdadera amiga �ntima con la cual compartir cosas de mi vida privada, y finalmente la encontr� en Cristina, tal vez la m�s apocada del grupo, s�lo metida en el mundo de la m�sica y su piano.
Apocada no quiere decir que fuera tonta ni mucho menos, s�lo que, sumergida en esa nube de cierta irrealidad a la que transporta la m�sica, parec�a mirar todo desde una cierta distancia que la hac�a lejana. Como toda cosa cubierta por una capa superficial de barniz, rasc�ndola se descubre la veta verdadera. Al poco tiempo pude confiarle las miserias m�s profundas de mi intimidad y comprobar con sorpresa que ella no era precisamente una devota de la continencia a la hora de practicar el sexo.
Con cierta orgullosa verg�enza, me hizo part�cipe de cosas que yo ni hab�a imaginado que conociera y menos que las practicara con cierta asiduidad. A pesar de los detalles escabrosos de nuestra intimidad, compartidos hasta el m�s m�nimo detalle con una meticulosidad de orfebre en la que nos regode�bamos y excit�bamos mutuamente, ninguna se sinti� jam�s atra�da por la otra, aun conociendo las facetas oscuras de sus vicios m�s perversos y sus necesidades.
Realmente y por primera vez en la vida, ten�a una amiga a la que no me un�a ning�n v�nculo f�sico. Yo conoc� al detalle cu�les eran las virtudes sexuales de su marido y ella fue conociendo con un asombro tolerante, todas y cada una de la relaciones que yo hab�a sostenido desde mis catorce a�os. Parec�a que esta relaci�n de tierna confianza actuara como un b�lsamo para mis urgencias y salvo las espor�dicas relaciones que sosten�a con mi marido, el sexo hab�a pasado a ocupar una prioridad distinta en la escala de mis necesidades.
Tras casi un a�o de ese interludio en mi vida cotidiana, la fatalidad golpe� a la puerta. Atacada de una virulenta leucemia, mi amiga se apag� con la celeridad y la calma de un f�sforo. En menos de diez d�as, aquella que fuera una mujer atractiva y deseable, se desmigaj� entre los brazos de su marido y los m�os que, anonadada por la fragilidad de la existencia, no conceb�a separarme de su lado hasta que tuve la certeza de que ya era imposible esperar nada de la providencia ni de la medicina y me aisl� en la soledad de mi cuarto hasta que me lleg� la noticia de su fallecimiento.
Al d�cimo d�a, recib� un llamado del marido de Cristina a quien percib�, por el tono angustiado de su voz, sufriendo la misma situaci�n que yo. Cuando nos despedimos, tras dos horas de conversaci�n, coincidimos en que esos recuerdos hab�an servido para aliviar la amarga angustia que su muerte nos dejara y la tensi�n parec�a haber cedido paso a la resignaci�n.
Uniendo nuestras soledades, todas las noches nos habl�bamos por tel�fono y el compartir recuerdos gratos de la querida Cristina actuaba como una especie de paliativo para nuestras penas. Cuando llev�bamos quince d�as de esta cotidiana costumbre que ya se estaba convirtiendo en un h�bito adictivo, �l me invit� a pasar por su casa ya que quer�a hacerme entrega de algunos objetos, joyas incluidas, que hab�an pertenecido a mi amiga y deseaba que yo utilizara. Esperaba un llamado de mi marido para confirmar la fecha de su regreso del exterior, pero de todas maneras acud� con el prop�sito de no demorarme mucho tiempo
Despu�s de un ligero refrigerio nocturno, recorr� caminando lentamente las escasas siete cuadras que separaban su casa de la m�a. El me esperaba con unos tragos largos frutados y mientras me refrescaba en la quietud del enorme living, trajo algunos �lbumes fotogr�ficos y durante un rato me extasi� contemplando a la estupenda muchacha que hab�a sido Cristina durante los m�s de veinte a�os en los cuales no nos hab�amos visto
Si las im�genes de mi amiga me hab�an afectado emocionalmente, a �l parec�an hab�rsele hecho intolerables y silenciosamente, como lo hacen la mayor�a de los hombres, por sus mejillas comenzaron a deslizarse l�grimas progresivamente m�s abundantes hasta que en un momento dado, cubriendo su rostro entre las manos, hondos sollozos estallaron en su pecho.
Reponi�ndome al cabo de un rato, trat� de consolarlo acarici�ndole la cabeza y la cara, resta�ando las l�grimas que aun flu�an de sus ojos y en tanto que �l sonre�a tontamente como rest�ndole importancia al arrebato, fui cubri�ndole la cara de besos cari�osos, tratando de tranquilizarlo pero, cuando �l tom� mi cara entre sus manos y respondi� bes�ndome en la frente y los ojos, descubr� que el a�oso cosquilleo ondulaba tenuemente a lo largo de la columna y un ardor casi olvidado se reinstalaba en mi sexo.
Incr�dula de esta reacci�n instintiva y tambi�n orgullosa porque a mi edad aun sent�a y despertaba esas �ntimas sensaciones incomparables, me dej� estar. Viendo mi pasividad aquiescente, oriento su boca hacia la m�a y cuando nuestros labios se rozaron, una descarga el�ctrica me fulmin�. No era que �l fuera particularmente atractivo sino la respuesta primitiva de mis ansias reprimidas desde hac�a tanto tiempo que la circunstancia y el clima hab�an potenciado al m�ximo. El beso, largo, profundo y c�lido se prolong� por un momento particularmente extenso y cuando faltos de aire, respirando afanosamente por las narices y sofocados por el calor nos separamos por un instante, comprendimos que los dos sent�amos una atracci�n incontrolable que a nuestra edad no dese�bamos evadir.
Acariciando su cabeza a trav�s del cabello entrecano, mis labios se esmeraron en el beso, succionando d�ctiles su boca y mi lengua invadi� el interior en desafiante lid con la suya. Entretanto, sent�a como sus manos se dedicaban a abrirse camino a trav�s de la ropa hasta los senos y, llegados a ellos, los dedos acariciantes los excitaban con exigentes sobamientos y ef�meros apretujones a los pezones.
Totalmente enajenados y con una prisa que las urgencias de nuestros vientres provocaban, nos fuimos desasiendo de las ropas hasta quedar totalmente desnudos y entonces, como dos fieras en celo, atac�ndonos con f�rreos abrazos, empellones, estrujamientos y hasta mordiscos, nos entregamos al sexo con fren�tica devoci�n
Pronto sent� como su boca se apoderaba de mis senos, no con la dulzura que acostumbraba a recibir sino con la violencia que los labios le imprim�an a los chupones en dolorosas succiones que pronto se manifestar�an en una corona de oscuros hematomas alrededor del v�rtice. Y sin embargo, ese dolor, ese sufrimiento y esa agresi�n me enloquec�an; totalmente alienada le suplicaba, le rogaba por m�s mientras sent�a que los mecanismos del goce y el placer en mi interior funcionaban a toda m�quina, acuciados por las urgencias de tanto sexo reprimido.
Los demonios dormidos de mi incontinencia resurg�an enfurecidos, hambrientos luego del forzado ayuno a que los hab�a condenado. Cada m�sculo, cada fibra de mi ser vibraba en sinton�a con el caldero que bull�a en mis entra�as y en mi cerebro flasheaban las im�genes m�s crudas que protagonizara en mi vida, con tal v�vida sensaci�n que me asust�. A pesar de que los a�os hab�an agregado kilos a mi corpulencia natural, �l me levant� en sus brazos y me llev� hasta el dormitorio, donde me deposit� suavemente sobre el borde de la inmensa cama.
Aun estaba tratando de ordenar mis pensamientos, confundida por esta situaci�n que, siendo dram�tica, derivara hacia lo que promet�a ser un salvaje encuentro sexual y que fuera precisamente con un hombre, justamente con quienes hac�a muchos a�os no sosten�a relaciones por propia convicci�n salvo las obligadas y sin embargo placenteras con mi marido.
Mientras yo me perd�a en estos pensamientos, �l hab�a separado mis piernas que pend�an laxas de la cama y alz�ndolas, hundi� su cabeza en el v�rtice humedecido. Indudablemente Cristina no hab�a sido la suficientemente expl�cita sobre las habilidades virtuosas de su marido. Poseedor de una lengua extraordinariamente larga y carnosa, ten�a la facultad de estirarla, ensancharla o aguzarla con una ductilidad casi m�gica
Utiliz�ndola como una especie de pala, lami� con excitante rudeza las carnes ya oscurecidas del sexo, provocando que a su paso estas se fueran dilatando mansamente, hinch�ndose por la afluencia de sangre. Fue entonces que, aguz�ndola como una vara, su aguda punta tremol� �gilmente sobre los pliegues que los a�os hab�an fortalecido y sensibilizado. Era tan dulcemente excitante la caricia, que yo misma aferr� mis piernas por las corvas y las encog� casi hasta los pechos, facilitando la apertura del sexo y la actividad de los labios que comenzaron a complementarse con la lengua.
Esta se deslizaba vibr�til entre las espesas puntillas carnosas y luego aquellos las envolv�an succion�ndolas apretadamente en dolorosos chupones, sorbiendo los jugos que se acumulaban en sus meandros. Hac�a tanto que no viv�a tan satisfactoria circunstancia y tal la habilidad con que �l se esmeraba sobre mi sexo que comenc�, en medio de mis jadeos angustiosos, a suplicarle que me masturbara con los dedos.
Como para terminar de desesperarme, su boca se apoder� del cl�toris que, suficientemente excitado, se alzaba anheloso como un diminuto pene. Labios y dientes lo sometieron a tan duro castigo que yo mezclaba exclamaciones de dolor entre las gozosas con que expresaba mi placer, imprimiendo a mi cuerpo un lento ondular. Dos dedos enormes, espatulados y gruesos, se introdujeron lentamente a lo largo del canal vaginal y en tanto que rascaban las espesas mucosas, investigaban a la b�squeda de mi punto G, esa tierna callosidad a cuyo contacto las m�s deliciosas sensaciones se instalaban en mi vientre.
Cuando lo hall� y comprobado su aserto por la exclamaci�n gozosa de mi boca, no se conform� con rascarlo solamente sino que paulatinamente fue sumando m�s dedos y consigui� que me dilatara hasta el punto de dar cabida a la mano entera. A m� me parec�a incre�ble que despu�s de tanto tiempo de abstinencia alguien me hiciera gozar tanto, despertando en m� aquellas viejas y aberrantes formas del goce. Comprob� que aun pod�a manejar a mi antojo los m�sculos de la vagina e hice que, dilat�ndose y contray�ndose, aumentaran el roce infernal de la mano ahusada que ahora se deslizaba hasta el cuello uterino para luego, cerr�ndose en un pu�o, salir destrozando todo a su paso como un malvado ariete. Aferrada al borde de la cama y con mis piernas enganchadas sobre sus hombros, impulsaba mi cuerpo favoreciendo la penetraci�n del monstruoso pist�n y, en tanto �l continuaba sometiendo al cl�toris a sus dientes, alcanc� mi orgasmo entre fuertes gritos de satisfacci�n.
No s� si fue mi exagerada sexualidad, si �l como yo ven�a soportando una larga abstinencia o si juntos los dos enloquecimos al punto de perder la raz�n, pero lo cierto era que ese simple acto de sexo oral, nos dej� a las puertas de la m�s fragorosa batalla sexual que nunca hubiera protagonizado.
Dej�ndome en la cama mientras trataba de recuperar el aliento perdido en el frenes� con que hab�a encarado el sexo y con mi vientre convulsionado en fuertes contracciones por las cuales aun segu�an rezumando mis jugos vaginales, �l rebusc� en un caj�n de la c�moda y volvi� provisto de dos artefactos que me impresionaron.
Colocando un almohad�n debajo de mis ri�ones, tom� una el�stica fusta que en su extremo exhib�a un conjunto de delgad�simas tiras de cuero para recorrer primero todo mi cuerpo con el l�tigo, excitando mis carnes por las intensas cosquillas que el conjunto ejerc�a sobre la piel y de pronto, cuando yo gozaba esta sensaci�n, azot� fuertemente mis senos con violentos trallazos que enseguida dejaron huellas rojizas en la piel. Aunque parezca incre�ble, el sufrimiento que contrajo los gl�teos y puso gemidos en mi boca, tra�a aparejado unos ramalazos de tanto placer que, bramando, le rogaba que me hiciera gozar como nunca nadie lo hab�a hecho mientras lo insultaba con mi lenguaje m�s soez.
El sufrimiento era tan profundo que asentada en los pies, arqueaba el cuerpo cuanto pod�a, poniendo en evidencia la inflamaci�n de mi sexo dilatado por la apertura de las piernas y fue cuando �l comenz� con una r�tmica cadencia de su brazo a fustigar duramente toda la zona inguinal, descarg�ndolos finalmente sobre el sexo.
El castigo me hac�a estremecer entera y llenaba mi garganta de una espesa saliva haciendo gorgotear el aire que se filtraba a trav�s de ella pero en lo m�s profundo de mi vientre las oleadas de placer como el magma hirviente de un volc�n, me hac�an sollozar de gozo.
Mi imaginaci�n elabor� im�genes de su mujer siendo sometida a similar castigo, experimentando en m� como si fuera ella la azotada y reviviendo los castigos sadomasoquistas de Gloria, totalmente fuera de m�, me abalanc� sobre �l y abraz�ndolo, me deje caer en la cama arrastr�ndolo conmigo. Bes�ndolo con desesperaci�n, fui escurri�ndome a lo largo de su pecho, buscando con avidez la gruesa verga que aun no hab�a tenido contacto conmigo.
Estruj�ndola duramente entre los dedos, mi boca busc� sus test�culos y comenc� a lamerlos con golosa voracidad al tiempo que degustaba el acre sabor de sus sudores. Lentamente, los labios comenzaron a sorber el nacimiento del tronco mientras comprobaba como iba adquiriendo un tama�o desusado. Gimiendo angustiosamente por la ansiedad, dej� que mi lengua tremolara esparciendo su saliva sobre la ardiente piel y mis labios la chuparan con angurria.
La mano casi no pod�a contener al grueso pr�apo y en tanto que se deslizaba subiendo y bajando por �l, la boca subi� presurosa al encuentro del prepucio y terminando de descorrerlo, se hundi� en el surco que rodea al glande azuz�ndolo con violencia. Escuchando sus rugidos de satisfacci�n, la dej� subir hasta la cabeza monstruosa del �valo de pulida piel y, encerr�ndola entre los labios, fui succion�ndola hasta que mi propia angustia hizo que abriera la boca y diera cobijo a la verga. Conteniendo las arcadas que su tama�o me provocaba, chupaba al falo con intensidad, haciendo que mis mejillas se hundieran en la fuerza de la succi�n; sabiendo por sus exclamaciones que ya estaba a punto de eyacular e intensificando la fricci�n de las manos, la boca se concentr� exclusivamente en el glande y a poco sent� derramarse sobre mi lengua los fuertes chorros de oloroso esperma.
Tragando con verdadero deleite la fragante crema del semen, segu� masturb�ndolo hasta que no quedaron vestigios de �l en la uretra e incorpor�ndome sobre la verga todav�a r�gida, me penetr� con ella para iniciar un suave galope que lo enloqueci�.
Agradecida a las clases de gimnasia que me manten�an el�stica, intensifiqu� la jineteada al falo mientras �l estrujaba casi con sa�a mis senos oscilantes y durante un rato nos hamacamos en una sincr�nica danza que iba elevando nuestros niveles sensoriales.
Sumando su alienaci�n a la m�a, �l hizo dar vuelta sin salir de m� y con habilidad fue acomodando su cuerpo hasta quedar acuclillado detr�s de mi grupa. El falo desmesurado parec�a aun m�s grande en esta posici�n y su cabeza se estrellaba duramente en el �tero, provoc�ndome intensos dolores que incrementaban mi calentura.
Apoyada en brazos y rodillas, me balanceaba al ritmo de su penetraci�n y la misma cadencia me llevaba a perder noci�n de cuanto hac�amos, sumergida en una neblina de vaporosa complacencia. Durante un rato nos mecimos al un�sono y entonces �l, incrementando aun m�s el goce, hundi� un consolador flexible en mi ano que se dilat� mansamente complacido a la penetraci�n al tiempo que yo prorrump�a en fuertes exclamaciones en las que se mezclaban s�plicas con insultos groseros, compeli�ndolo a que me hiciera gozar todav�a m�s.
Obedientemente, �l hizo que el accionar de las dos vergas tomara un r�tmico vaiv�n y yo cre� morir de goce con los r�gidos falos entrechoc�ndose dentro de m�, separados s�lo por una el�stica membrana. Luego de un tiempo de esa deliciosa penetraci�n y mientras yo azotaba las s�banas con mis pu�os sintiendo en mi interior que la mezcla de sufrimiento y placer me llevaba ineludiblemente a la hist�rica regi�n del orgasmo, �l sac� la verga de mi vagina y sin m�s tr�mite penetr� al expectante ano. Aunque se hac�a insoportable sentir como esa enorme barra de carne laceraba mi recto, el placer era tan inmenso que no sab�a otra cosa que gemir con broncos rugidos y mis manos se dirigieron a complacer al sexo.
Aferr�ndome por los senos, fue dej�ndose caer hacia atr�s y yo qued� formando un arco sobre �l. En este �ngulo, el roce del miembro en el intestino era magn�fico y apoyando las manos a su costado, me alc� para favorecer la penetraci�n que se hizo m�s intensa y entonces, ins�litamente, sus manos buscaron mi cuello para estrecharlo en un fuerte estrangulamiento. Yo hab�a escuchado que esa practica oriental lleva a obtener orgasmos extraordinarios pero no supe como desasirme y con la desesperada b�squeda de aire sent� crecer impetuosa mi eyaculaci�n, que se intensific� al sentir los dos las urgencias del orgasmo y cuando �l acab� en mi recto al tiempo que me soltaba abruptamente, yo sent� como el inmenso caudal de mis fluidos manaba a trav�s de sus dedos mientras boqueaba desesperadamente a la b�squeda de aire.
Ahora comprend�a cuando mi amiga se refer�a a las violentas virtudes de su esposo y, una vez satisfecha mi imperiosa necesidad de sexo, pretextando que mi marido me llamar�a a la medianoche, me desped� de �l con la promesa de combinar un nuevo encuentro pero yo ya estaba convencida de que nunca, de ning�n modo, volver�a a soportar semejante humillaci�n.
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Relato: CONFESIONES SEXUALES DE ROSALINA 19
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