Relato: Tormenta





Relato: Tormenta

TORMENTA


El d�a, amanec�a soleado, era a�n muy temprano, las cinco de
la ma�ana, no hab�a ninguna nube en el horizonte, terminaban los preparativos
que se hab�an iniciado la noche anterior, Alberto revisaba por segunda vez si
todo estaba bien, el ajuste y tensi�n de los obenques, si no hab�a chaveta semi
abierta en los tensores, y de una mirada a toda la cubierta, vio que todo estaba
en orden, ya hab�a pasado la l�nea de vida del palo al balc�n de proa, y
contaban con arneses suficientes para los tres tripulantes, cheque� el motor, no
hab�a perdida de combustible, se fij� en la sentina, y comprob� que estaba seca
y limpia, se dirigi� a la mesa de navegaci�n en la cabina, prendi� el VHF, y
comunic� la partida del velero con destino a Punta del Este, a la Prefectura (el
rol hab�a sido entregado antes), pidi� el parte meteorol�gico, que indicaba
vientos suaves del Oeste con probabilidad de lluvias.


Era una embarcaci�n nueva, reci�n salida del astillero, de 12
metros de eslora (40 pies), aparejada en Sloop (un solo palo). El mismo hab�a
sido adquirido por un matrimonio mas o menos joven, de 35 a�os �l y 33 ella, muy
pudientes, de clase alta argentina, con dos peque�os hijos, que hab�an dejado al
cuidado de los padres de ella, y que los esperar�an en el puerto de destino,
donde pasar�an las vacaciones de aquel verano.


Era una pareja muy linda, ambos muy llamativos, el alto,
delgado, rubio pero con una calva incipiente, ejecutivo en�rgico de una empresa
de propiedad familiar, y ella una preciosidad rubia de ojos verdes, y un cuerpo
que denotaba muchas horas de gimnasio, y unas curvas en su cola parada, piernas
perfectas, y su busto chico pero bien erguido, Marian y Ernesto.


Hab�an decidido tiempo atr�s hacer un curso de navegaci�n (el
primero, para timonel) y su instructor hab�a sido Alberto, durante el transcurso
del mismo, entusiasmados decidieron comprar su propia embarcaci�n.


Fue Alberto el que los acompa�o en las primeras navegaciones,
cortas, de no mas de 3 horas, "vuelta al perro" como se llama en la jerga
n�utica, y de esas horas pasadas entre ellos, hab�an desarrollado una cierta
amistad, am�n de su condici�n de instructor, cuando lleg� la temporada de
vacaciones, fue contratado para que junto a ellos, llevara la embarcaci�n a
Punta del Este.


Alberto era de edad madura, 45 a�os, un marino de a�os de
experiencia, no era su oficio, pero si su hobby, muy conocido en el ambiente
n�utico, en su haber tenia incontables traves�as, incluso de ultramar, era desde
hacia unos a�os profesor de navegaci�n en el club, alto de complexi�n media, de
cabello casta�o adornado por bastantes canas, de tez blanca pero muy bronceado
por el sol y su reflejo en el agua.


Ernesto y Marian daban toda la sensaci�n de llevarse muy
bien, eran muy afectivos entre ellos, Alberto as� lo not�, en la soledad de las
navegaciones anteriores, en las que tambi�n hab�a intuido que ella era una mujer
muy sensual (una tigresa en la cama, hab�a pensado), pero en ning�n momento
existi� onda que al menos percibiera, de alg�n tipo de inter�s de su parte a
algo mas que una amistad.


Soltaron las amarras, y a motor se alejaron de las marinas,
dejaron atr�s las farolas de puerto, despleg� la vela de proa, e iz� la mayor,
ya al llegar a la primera boya que indicaba el canal de salida, pudieron apagar
el motor, y ser impulsados solo por la suave brisa que soplaba, que daba por el
trav�s de estribor (por la derecha del barco, justo en su centro). Ya a esa hora
el calor aumentaba, el fresco de la ma�ana temprano se disipaba.


El barco apenas escoraba, y el movimiento de cabeceo casi no
exist�a porque pr�cticamente no hab�a ola, la velocidad no exced�a de los seis
nudos, Alberto conect� el piloto autom�tico, baj� a la cabina, donde Marian ya
estaba preparando el caf� para el desayuno.


Como era muy temprano, no hab�a barcos a la vista, por lo que
Alberto o Ernesto cada tanto sal�an al cockpit, para vigilar no acercarse a
alguna marcaci�n de hundimiento o peligro, as� vieron como se alejaba la
catedral de San Isidro, Puerto Tablas y luego el muelle Anchorena, y se abr�a la
costa al oeste, donde se divisaba el Puerto de Olivos y el Centro Naval.


Desayunaron, conversando de antiguas traves�as que hab�a
hecho Alberto, y las dificultades a la navegaci�n que presentaba el �rea donde
estaban, sobre todo de hundimientos y del fallido proyecto de los a�os 60� la
isla Bikini (un intento fara�nico de una isla frente al aeroparque de Buenos
Aires, que termin� en un desastre, y solo qued� transformado en un peligro para
la navegaci�n)


A las dos horas, ya ten�an al trav�s la cancha de River
Plate, el calor aumentaba, y mucho, Alberto ya se hab�a sacado la remera, as�
como Ernesto quedando solo en bermudas en el cockpit, Marian desapareci� de
cubierta para volver solo con una tanga muy peque�a, con la que se puso a tomar
sol del costado de babor sobre una de las bancadas (dando la espalda al sol),
sac�ndose la parte del corpi�o, para quemarse parejo.


Alberto comenz� a tener sensaciones de excitaci�n, al ver por
primera vez en esas condiciones a esa bella mujer, pero trat� de aparentar, para
disimular las mismas, ocup�ndose de ajustar las velas, pero con el rabillo del
ojo, de vez en cuando la observaba, era realmente preciosa.


Para distraerse un poco, deshabilit� el piloto autom�tico,
tom� la rueda de tim�n, tratando de hacer ganar un poco de velocidad, sin mucho
�xito, ya que el viento era escaso, notando que disminu�a hasta caer en el
calm�n (ausencia absoluta de viento), por lo que dej� en la rueda a Ernesto, y
enroll� por completo la mayor, puso en marcha el motor, aumentando la velocidad
de inmediato.


Mientras lo hacia, dirig�a miradas a Marian, que se hab�a
incorporado, dejando a la vista sus pechos desnudos, de una forma natural, pero
en su cara crey� ver una leve sonrisa, que a �l dedicaba. (Eran magn�ficos, de
un color blanco leche, con unos pezones incre�blemente bellos, rosado p�lidos).


Continuaron de esa manera, el calor cada vez mas sofocante,
motivo por el cual Ernesto, con un balde, carg� agua del r�o y se la arroj� a
Marian, que se incorpor� por la sorpresa al sentir e repentinamente mojado su
cuerpo recalentado por el sol, mostrando en todo su esplendor esos divinos
senos, luego cargando nuevamente, se lo arroj� a si mismo.


Alberto hizo otro tanto, pero el calor ya era insoportable,
no soplaba una gota de viento, el Sol quemaba desde su mediod�a, entonces
disminuyo la velocidad, restando gas al motor, tir� dos salvavidas circulares
atados al barco por dos cabos mas o menos largos, y bajando por la escalerilla
de popa entr� en el agua, a la estela del barco, se desliz� hasta uno de los
flotadores, siendo seguido de inmediato por Marian que olvid� el corpi�o en el
apuro de refrescarse, terminando a su lado, remolcados por el barco, una
sensaci�n deliciosa�...


De pronto, Marian fue arrojada por la corriente contra el
cuerpo de Alberto, quedando as� juntos durante un instante, que fue alucinante
para �l, al recibir ese cuerpo casi desnudo, pudo apreciar la dureza de esos
senos, que se aplastaron en su pecho, su calidez y perfume, quedando muy
impresionado, excitado por ese encuentro cercano inesperado.


Alberto con sus brazos remont� el cabo hasta llegar a la
escalerilla, reemplaz� a Ernesto que estaba al Tim�n, quien de inmediato fue al
agua, junto a su mujer, quedando ambos un buen rato, hasta que la vela de proa,
repentinamente se infl�, carg� viento, esta vez del Oeste, y llamados de
urgencia, dejaron el agua, volviendo al cockpit., r�pidamente apag� el motor,
desenroll� la mayor, que tom� de inmediato el viento que venia por la popa, y
dejando a Ernesto al Tim�n, aseguro la vela de proa al tang�n (ca�a que fija a
la vela de proa en la banda contraria a donde esta la vela mayor), quedando de
esta manera a "oreja de burro" con ambas bandas del barco utilizadas para cargar
viento.


La velocidad aument�, y navegaron durante un tiempo en esas
condiciones, pero el viento se increment�, comenzando a producir ola que venia
justo por la popa, cada vez mas alta, por lo tanto comenz� a barrenar las
mismas, y se produjo el fen�meno de la gui�ada.


(Al terminar de barrenar el barco tiende a irse de costado
presentando su flanco a la siguiente ola, el timonel debe corregir de inmediato
tal efecto, por ser peligroso el grado de inclinaci�n, y para evitar que la vela
mayor cargue viento del lado contrario a su posici�n, porque se desplaza la
botavara en forma violenta a la otra banda, y barre la misma, todo lo que haya a
su paso.)


Evidentemente Ernesto a�n no estaba en condiciones de
afrontar tal situaci�n, lo cual deriv� en que en tres oportunidades pasara eso,
con todo el susto en los noveles navegantes, pero Alberto no pod�a a�n tomar el
tim�n, porque deb�a de inmediato reducir la cantidad de pa�o expuesto al viento,
para ello sacar el tang�n, por lo cual debi� ir a la proa, sosteni�ndose como
pudo, y estar en ese sitio, que en caso de alto grado de escora, es sumamente
peligroso, m�xime sin tener ni arn�s ni salvavidas puesto, ya que la situaci�n
no hab�a dado el tiempo suficiente, incluso la proa quedaba sumergida en agua.


Cuando despu�s de mucho trabajar para sostenerse, pudo dejar
la vela liberada al viento, flameando, y volver al cockpit, pr�cticamente
arrastr�ndose por el pasillo, y poder comenzar a enrollar la vela de proa, hasta
dejarla solo un poco de pa�o expuesto, la navegaci�n paso a ser mas calma y el
barco se pod�a dominar, tomando entonces Alberto el tim�n.


Marian, no hab�a atinado a vestirse, estaba semidesnuda como
antes, por la temperatura que hab�a bajado en forma s�bita, los pezones
totalmente erguidos, a su m�ximo exponente, reci�n atin� a ponerse una remera
cuando vio que la situaci�n estaba dominada.


Ernesto se hab�a llevado el susto de su vida, su rostro
estaba muy p�lido, comenz� a sentirse muy mal, agregado al cabeceo provocado por
las olas, al constante rolido (movimiento de un lado al otro). El viento
increment�ndose, la ola m�s y m�s alta, el cielo repentinamente gris plomo, por
nubes que r�pidamente lo cubrieron.


Cuando esto estaba sucediendo ya estaba a la vista el faro
Farall�n y las islas San Gabriel, que indicaban la cercan�a de Colonia.


El velero, navegaba a una velocidad alucinante, ya que a�n
con poco pa�o expuesto, el fuerte viento y la ola a favor, llegando durante la
barrenada a velocidades superiores a las para las que estaba dise�ado, en muy
poco tiempo dejaron atr�s Colonia.


Navegaban teniendo al trav�s Riachuelo, fue cuando Alberto
mand� a Ernesto a traer abrigo y la ropa de Agua de la cabina, cosa que a duras
penas pudo hacer, pero que aument� su descompostura, ahora directamente su
rostro estaba verde. Cuando comenz� a llover, y caer el agua a baldazos, ya
vestidos y protegidos de la lluvia, los arneses asegurados a la l�nea de vida, y
los salvavidas puestos estaban cercanos a Punta Artilleros, la cerraz�n de la
lluvia se hizo absoluta, no se ve�a mas all� de la proa.


Tanto Marian como Ernesto no quer�an entrar en la cabina por
miedo a marearse, y aguantaban junto a Alberto en el cockpit, el diluvio.


Ernesto hab�a comenzado a vomitar, sentado en la bancada e
inclin�ndose sobre la borda, cuando los movimientos del barco se lo permit�an, y
se sent�a cada vez peor. Marian era aparentemente una elegida de la naturaleza,
ya que cosa extra�a, no estaba ni mareada ni descompuesta, era la que segu�a las
ordenes de Alberto, si necesitaba cazar (atraer) o filar (soltar) las escotas
(cabos que dirigen la vela de proa).


Ernesto no paraba de lanzar, y Alberto comprendi� que algo
deb�a hacer, porque hab�a visto muchos caso parecidos, inclusive que de
persistir pod�a traer consecuencias graves en el organismo del afectado, pens�
que la mejor soluci�n era acostarlo, y en un instante de relativa calma entre
olas y olas, fue aprovechado por Alberto, para ordenarle a Ernesto, que vaya y
se acueste en una de las camas de navegaci�n (conejera), que estaba en un lugar
mas protegido de la cabina, lo cual hizo arrastr�ndose con dificultad,
golpe�ndose en cada bandazo, cuando lo logr� se qued� casi instant�neamente
dormido. (Dormir es un refugio de la desesperaci�n)


Siempre con la lluvia cerrada el viento amaina un poco, pero
eso no sucedi�, y cada vez soplaba con m�s intensidad, y verdaderos aullidos
provocaba al pasar entre los obenques, y las olas se incrementaban en tama�o y
en cantidad, por lo que Alberto puso en marcha el motor, para ayudar al tim�n,
la situaci�n pasaba a ser alarmante.


Alberto pens� en refugiarse en Puerto Sauce, pero desisti�
por las condiciones del viento, ya que acercarse a la costa es a�n m�s
peligroso, toda su experiencia le dec�a que era mejor correr la tormenta, dado
que se trataba de un barco nuevo y en muy buen estado, as� lo hizo, alej�ndose
de la costa lo m�s posible.


Durante unas siete horas estuvieron en esa situaci�n, eran
dejados atr�s por olas monstruosas, alcanzando grados de escora (inclinaci�n)
muy cercanos a la vuelta de campana, Alberto lleg� a pensar que de eso era el
fin, no se salvaba, �l y Marian vieron muy cercana la muerte. (un sentimiento
muy especial de angustia, desprotecci�n y certeza casi absoluta)


Cuando estaban en una situaci�n que no pod�a ser m�s
desesperada y ya encomendados a Dios, repentinamente calm� de soplar el viento,
segu�an las olas pero un poco mas bajas, y no tan seguidas, y poco a poco bajaba
la intensidad de la ola, y el velero segu�a a buena velocidad, y as� se hizo la
noche, cuando ya ten�an a la vista la desembocadura del R�o Santa Lucia, ya casi
no llov�a, la temperatura no era tan fr�a.


En esas horas de navegaci�n mas calma, conversaron de todo, y
se conocieron como solo lo pueden hacer dos personas, solas en el medio del r�o
mas ancho del mundo, un mar dulce como lo hab�a definido Sol�s, hablaron de
ellos, de sus familias, de sus historias, de sus matrimonios y de sexo�


Cercana la madrugada con un cielo completamente estrellado,
libre de nube, viendo las luces del cerro de Montevideo, al tratar de cazar una
escota con un molinete, tropez� Marian, cay� sobre Alberto que la ataj� con sus
brazos, dejando la rueda por unos instantes.


Y sucedi�, m�gicamente sucedi�, del abrazo al beso, fue un
instante, Alberto no dudo en conectar el piloto autom�tico, que sigui�
timoneando en un r�o que poco a poco se estaba haciendo mar.


Cuando dejaban con mucho respeto por un costado a lo que
fuera la gloria de la Alemania nazi, y pesadilla de la navegaci�n aliada, los
restos del acorazado Graf Spee, ellos estaban en la bancada, ya libres de la
ropa de agua, y ella inclusive con la remera subida hasta la barbilla, dejando a
la vista sus pechos, que no solo eran admirados visualmente, sino besados,
mordidos y absorbidos por Alberto, mientras sus manos exploraban toda la
maravilla de esa mujer.


Aunque ninguno record� como, se encontraron desnudos sobre
una colchoneta extendida sobre la bancada, mientras de la cabina se escuchaba la
respiraci�n pesada de Ernesto, la boca de Alberto recorr�a enloquecida y
afiebrada el maravilloso cuerpo, hasta llegar al cl�toris totalmente enervado,
luego de pasar por el monte de Venus, y su hermoso y corto tapizado de vello
rubio, mientras por el costado de la proa, se ve�an las balizas roja y verde del
puerto comercial, y toda una hilera de boyas de iguales colores que indicaban el
canal de entrada.


Mientras las manos de Alberto se adher�an a los pechos, los
acariciaban, apretaban, los dedos jugaban con los pezones endurecidos de
excitaci�n y deseo, la boca jugaba con la entrada a la maravillosa gruta, la
lengua avanzaba dejando atr�s los labios mayores y se internaban en la
profundidad, y se escuchaba el avanzar del velero, cortando el agua, que lam�a
los costados de la embarcaci�n, en un r�o-mar que era un espejo.


Lejano el faro de la Isla de Flores, enviaba su mensaje
luminoso, y los dos cuerpos en el cockpit, se un�an, el uno penetrando al otro,
en una comunicaci�n sublime de la humanidad, y sexo�., se mezclaban los jadeos y
suspiros de placer puro, mientras al este los primeros rayos de sol anunciaban
la gloria de un nuevo d�a, y de que la vida segu�a, que el peligro hab�a pasado.


Ella nunca hab�a estado mas excitada, y nunca hab�a querido
mas y tan fervientemente que un hombre la poseyera, era una especie de necesidad
imperiosa e impostergable, su placer fue infinito, ocupada en su vagina estall�
en orgasmos sucesivos, uno detr�s del otro sin soluci�n de continuidad, y que
nunca hab�a experimentado, mezcla de desesperaci�n y alivio, mezcla de
agradecimiento de vida y ansia de su continuaci�n, nunca se hab�a sentido tan
humana y expuesta, tan mujer, tan deseada y deseosa.


�l no era la primera vez que hab�a estado en peligro, varias
veces hab�a percibido cerca a la muerte, pero nunca hab�a estado en esta
circunstancia, si, con un grupo de hombres, que cuando el riesgo fue superado,
aumenta la ligaz�n de amistad, y lo que crea es indestructible, esos hombres
ser�n amigos de por vida, con ese algo que comparten, pero con una mujer ese
algo se transforma en anhelo de ambos, y ese sexo que pueden tener, imperioso,
es un agradecimiento de vida, es un sentimiento �nico, y solo lo saben aquellos
que lo tuvieron alguna vez, y esos momentos son potenciados a un grado
insuperable, no se puede definir con palabras.


Saciados, cansados de sexo y adrenalina, quedaron tendidos en
la bancada, los rayos del sol que sub�a en el horizonte, acariciaban sus cuerpos
desnudos, en ese lugar lejos de todos y todo, en medio del ahora mar salado en
que navegaban, dejando al trav�s el faro, en la proa, se ve�a ya, la lejana
Piri�polis.


Se volvieron a amar una vez m�s, en forma desesperada, y
cuando terminaron, tomaron conciencia del peligro, ya que Ernesto pod�a salir de
la Cabina en cualquier momento, se vistieron pero tratando de retener en sus
retinas los cuerpos que quiz�s nunca m�s volver�an a ver totalmente desnudos y
gozar con ellos, como lo hab�an hecho, abrumadoramente.


Con el sol en alto, todo volvi� a la normalidad, Alberto al
rol de amigo e instructor, Marian al de esposa fiel, y Ernesto ya repuesto,
recupero su habitual seguridad y dominio, y nada dec�a lo que hab�a pasado, y el
mar nuevamente sereno y apacible, el calor restaur� las heridas del fr�o que
deja el temor a la muerte.


Al atardecer llegaron a Punta del Este, con toda su
magnificencia y opulencia, y todo termin�, Marian y Ernesto agradecieron a
Alberto, incluso con un plus en la cifra que hab�an pactado, cuando ya comenzaba
a alejarse por el muelle, rumbo a tomar el bus para llegar a Montevideo, dio
vuelta la cabeza para mirar por ultima vez al barco, vio que en la proa, Marian
lo estaba viendo alejar�


Ya en Buenos Aires, despu�s del verano, muchas veces Alberto
alarg� su mano al tel�fono para llamar a Marian, nunca se atrevi�, no quer�a
destruir, y con toda seguridad, a ella le sucedi� lo mismo, y nunca mas, ella
qued� en el horizonte, como un recuerdo que jam�s olvidar�a.


Tif�n, el holand�s errante


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