Relato: El Orfanato de San Elias (03: El Orfanato)



Relato: El Orfanato de San Elias (03: El Orfanato)

Mi mundo se derrumbó por
completo. Volvía a estar sola en una España que no entendía,
plagada de miseria y de hipocresía. La casa de mi tía se
me hacía enorme. La imagen de su entierro aún la recuerdo
como en una nebulosa de lágrimas. No tuve suerte. Mi tía
había muerto embargada hasta las cachas. Lo único que tenía
en propiedad era la casa; pero estaba hipotecada. El buen padre Damián
vino una tarde a verme y apesadumbrado me informó que, después
de pagar todas las deudas, no me quedaba nada. Acababa yo de cumplir los
trece años y mi tía lo había nombrado mi tutor, ya
que era la única persona en quien confiaba. Intentó explicarme
que se ponía en mi lugar, pero que no podía ayudarme. Apenas
podía subsistir de lo que recogía de las limosnas, nunca
fue un cura demasiado fascista y el régimen lo empezaba a mirar
con malos ojos. Me suplicó que le entendiera que, aunque quisiera,
no podía ir a vivir con él. Lo único que le faltaba
era convivir con una jovencita explosiva, para que las beatas del pueblo
lo hundieran en la miseria. Me contó que conocía, cerca de
un pueblo de Valladolid, a la superiora de un orfanato. Era el orfanato
de San Elías, exclusivo para niñas. Sabía de buena
tinta que no se comía mal, y que las monjas no eran excesivamente
rigurosas en cuanto a los castigos corporales. Me dijo que mi tía
hubiera querido para mí que continuara mi educación cristiana.
Debía hacer tripas corazón y encomedarme al Señor,
para que me ayudara en mi nueva vida.



Una mañana fría del
mes de febrero, bajé del autobús de línea aferrada
a la mano del padre Damián. Andamos un buen trecho, lo cual me provocó
ciertos sudores, porque llevaba puesta encima toda la cantidad de ropa
que había podido conseguir. Así pertrechada, y con una maleta
que nos turnábamos, a ratos, el padre y yo, anduvimos por el sendero
que conducía a San Elías. Yo no hablaba casi nada desde el
entierro de mi tía y me dejaba llevar. No se me pasó por
la cabeza rebelarme en ningún momento, mi vida había sido
siempre de obediencia y respeto a mis mayores, y al padre Damián
lo respetaba especialmente. De esta guisa llegamos a una verja que rodeaba
un gran convento con jardín. El padre tiró de la campanilla
que colgaba de la puerta de madera maciza que flanqueaba la entrada.



Ave María Purísima
- se oyó una voz que salía del interior -, por Dios padre
Damián, es usted, lo esperábamos hace días...



Una monjita muy anciana nos abrió
la puerta y tras dirigirme una mirada extraña, se apresuró
a llevarnos ante la superiora. Entramos en un vetusto despacho que sólo
tenía una pequeña mesa de escritorio, un enorme crucifijo
en la pared y un biombo que tapaba completamente una de las esquinas. Por
una estrecha ventana de sucios cristales se oía el gélido
viento agitando los limoneros del patio. Me quedé de pie junto a
la puerta mientras el padre Damián saludaba a la superiora y la
ponía en antecedentes.



La superiora del orfanato de San
Elías, era una mujer gordísima, fea hasta la saciedad y con
un bigotillo horroroso que le daba un cierto aire cómico. Después
de conversar con el padre, me dirigió una mirada desaprobadora de
arriba abajo e hizo sonar una campanilla que tenía sobre la mesa.
Apareció una monja joven, delgada y pizpireta, que me dirigió
una leve sonrisa y miró inquisitivamente a su superiora.



Sor Leocadia, haga el favor de buscar
el uniforme de la talla mayor que encuentre, tenemos una nueva huérfana
con nosotros.



Sor Leocadia volvió con unas
ropas entre sus manos y las depositó en una silla cerca del biombo.
La superiora se acercó a mí, me quitó el sombrero
de viaje lanzándolo con furia hacia el suelo, me deshizo el moño
y empezó a hurgar con sus manos entre mi melena de rizos oscuros.



Mucho pelo es este para una niña
tan pequeña, esta golfilla debe de estar llena de piojos, la tendremos
que rapar al cero, - dijo mientras acercaba el rostro a mi cuero cabelludo
intentando encontrar algún bichito que la hiciera feliz -.



Ya he explicado que una de las mayores
virtudes de mi tía había sido siempre la higiene. Durante
todo el tiempo que estuvimos juntas, me lavó y me enseñó
a lavarme, amén del uso que hacíamos, moderado pero efectivo,
de los cosméticos más utilizados de la época.



Defraudada por la inspección,
se entretuvo un tiempo con mis cabellos entre sus dedos apreciando la textura
de mis rizos y la ausencia de suciedad en ellos. Furiosa me arrancó
el abrigo y observó por detrás de mis orejas. Se humedeció
el dedo pulgar en saliva y me frotó rabiosamente en el cuello. Mi
piel siempre ha tenido un tono dorado, casi de moreno natural, poco habitual
en aquella época. Supongo que lo confundió con suciedad,
frotó hasta que me enrojeció la piel. Pero no observó
el menor rastro de mugre.



Vamos, niña, el padre Damián
ha debido de lavarte la cara antes de llegar. Pero sólo tienes limpio
eso, ¿verdad?. Bien veremos el resto y de paso aprovecharemos para
tirar esas ropas y ponerte un uniforme como Dios manda. Ponte tras el biombo
y desnúdate.



Yo obedecí como me habían
enseñado a hacer. Me puse detrás del biombo y empecé
a quitarme la ropa. La superiora se colocó detrás de mí
tapando, de esa manera, con la inmensidad de su hábito, cualquier
resquicio por el que pudiera ver algo el padre Damián. Me miraba
con suspicacia, mientras yo me quitaba prenda tras prenda. Supongo que
se había hecho una idea algo equivocada de mi figura porque no contaba
con toda la ropa que llevaba encima. Me quité los abrigos, jerseys
y vestidos que llevaba, quedándome en bragas y sujetador. La expresión
de la monja fue pasando del desprecio al asombro, progresivamente. No debía
de haber visto nunca una figura como la mía. El sujetador no podía
contener mis exuberantes tetas, y parecía a punto de estallar de
un momento a otro. Los ojos de la superiora me recorrían de arriba
abajo deteniéndose repetidamente en la forma perfecta de mi redondo
culo respingón, del lascivo valle que formaba mi pubis entre los
muslos,...



¡Desnúdate del todo,
niña! - dijo con todo autoritario -



Sí, madre - obedecí
-, soltando mi sujetador y conociendo el efecto bamboleante que iban a
provocar mis tetas -. Estoy limpia por todos sitios, mi tía me decía
siempre que la limpieza nos acerca a Dios - añadí mientras,
bajaba mis bragas hasta el suelo y dejaba a la vista un reluciente pubis
de vello rizado y brillante, que cubría totalmente mi entrepierna.



La superiora dio un traspié
y pareció por un momento que iba a perder el sentido. Apoyó
su mano contra el biombo y sin poder dar crédito a lo que veía,
acercó su dedo ensalivado a mi nalga izquierda y frotó un
poquito, supongo que para comprobar que esa piel satinada y oscura que
yo tenía era natural y no era producto de la suciedad que se empeñaba
en encontrar. Miró fijamente mis pezones que, sin estar enhiestos,
ya tenían de natural un tamaño considerable, y alzando la
mano me dio una sonora bofetada.



Aquí aprenderás a
obedecer a tus mayores y a no contestar si no te preguntan. Ponte el uniforme,
y que no te vuelva a sentir.



No pude evitar sentir los cuchicheos
cuando me sentaron en la mesa del comedor y me dieron algo de pan con mantequilla.



Pero, padre, ¿qué
edad me ha dicho que tiene?



Trece años recién
cumplidos, hermana. Ya sé tiene cuerpo de mujer, pero es que ha
debido salir a su tía, en paz descanse.



¡Qué mujer ni que ocho
cuartos!. Tiene cuerpo de fulana. Parece la puta de Babilonia, nunca he
visto nada igual.



Hermana, no es más que una
niña y ha sido educado en el temor a Dios y en el respeto a sus
mayores. Está sola en el mundo usted me debe algún favor...



El padre Damián se despidió
de mí acariciándome la mejilla y haciéndome prometer
que sería buena. Dijo que vendría a verme de vez en cuando,
que no me preocupara. No lo volví a ver en mi vida.



Había otras treinta huérfanas
en el convento, pero no eran como yo. No, no me refiero a sus cuerpos,
a eso ya estaba acostumbrada. Parecían todas animalillos desvalidos
con caras famélicas y asustadas por todo. Algunas eran más
mayores que yo, pero eran feas y desgarbadas, con piernas como sarmientos
y casi ninguna llevaba sujetador. Tuve algún enfrentamiento con
alguna, y tuve que tragarme mi orgullo y mi amor propio; pero yo era una
niña bien educado y había aprendido a aceptar el destino
como me venía dado, sin cuestionarme nada más. Al principio,
cuando nos lavábamos juntas tuve que soportar burlas y humillaciones
de las mayores, y miradas asombradas de las menores que me miraban con
ojos como platos. No me avergoncé en ningún momento del cuerpo
que Dios me había dado, porque, por suerte, ya había comprobado
con el señor Antonio que lo que yo tenía era digno de admiración,
y no tenía nada que ocultar ante los demás.



Recuerdo aquellos primeros días
como muy tristes. Iba a algunas clases, con las mayores, porque la formación
que me había dado mi tía me hacía estar por encima
de la media y seguía las clases sin más complicaciones. Cuando
dormía por las noches en mi litera, a veces recordaba mi vida anterior,
y el día que me apetecía me masturbaba dulcemente, recordando
las imágenes del señor Antonio montando a mi tía en
la cocina de nuestra casa o cuando me duchaba dejando la puerta entornada
para que Antonio me viera desnuda a través del espejo.



Había un sacerdote que visitaba
el convento cada domingo para dar misa y para oír a las huérfanas
y a las hermanas en confesión. El padre Angel no se parecía
en nada al padre Damián. Era más joven, alto y enjuto y llevaba
una sotana negra y gastada. En las misas daba gritos y nos anunciaba el
infierno. Nos amenazaba a menudo con la figura del diablo y con la de los
rojos, esos que habían perdido la guerra y que parecían más
peligrosos incluso que Satanás en persona.



No fui consciente de la pinta que
debía tener con el uniforme del orfanato, hasta que me cruce algún
domingo con el padre Angel a la salida de misa y me dedicó algunas
miradas de sorpresa. Llevábamos una falta corta plisada, que dejaba
ver las piernas y un peto ajustado en la parte superior. Este atuendo favorecía
a las niñas pequeñas, pero a mí de debía hacer
parecer otra cosa. Mis piernas eran largas y torneadas y el tamaño
de mis caderas hacía que los pliegues de la faldita se abrieran
más de lo normal. Mis pechos comprimidos por el peto debían
dar una imagen que contrastaba con mi carita de niña y las trenzas
que me obligaban a hacerme las monjas.



Hola, tú debes de ser Ana
la niña nueva - me dijo, mientras me acariciaba la mejilla y con
el dedo meñique me hacía cosquillas detrás de la oreja
-.



Sí padre, - le contesté
yo, contenta de que alguien me tratara con algo de afecto -.



Me han dicho las hermanas que eres
muy buena y que rezas mucho. Pero hija, no te he visto nunca en el confesionario.
Tienes que confesarte para pedir perdón a Dios por tus pecados.
Te espero el próximo domingo antes de la misa, no me faltes.



Sí padre, - dije yo, feliz
de poder confesarme con alguien tan amable -.



No había confesionarios en
San Elías. El padre Angel se ponía en el rincón más
alejado de la capilla en una silla y colocaba a su lado un reclinatorio.
Mientras observaba mi turno rezando de rodillas observé que esa
posición le permitía acercar el rostro a las orejas de las
niñas y oírles en confesión apenas por susurros. Me
parecía una medida acertada ya que, sin confesionario era muy difícil
mantener el anonimato.



Ave María Purísima.



Sin pecado concebida. Veo Anita
que me has hecho caso, eres una niña muy obediente. - Dijo mientras
hundía su nariz en mi pelo y acercaba su boca a mi oreja. Después,
pasó su brazo entorno a mis hombros y me acercó un poco a
él, de manera que yo apenas me podía mover haciendo, por
tanto, la confesión muy íntima. El padre Damián nunca
me había cogido de esa manera, pero era una sensación agradable
y relajante, y no me sentí incómoda.



Hace unos meses que no me confieso
padre. Desde que murió mi tía he estado muy triste y no me
he acordado.



No te preocupes, hija el Señor
lo entiende todo y está dispuesto a perdonarte. Dime, en qué
has pecado.



Solté la retahíla
de pecados menores por los que siempre empezaba. Después solía
contarle al padre Damián los pecados de la carne. Pero, no conocía
al padre Angel, su cercanía y su boca en la oreja susurrándome,
hizo que no me atreviera a decirle nada por propia iniciativa. Se hizo
un silencio en la confesión. El padre Angel susurró suavemente
en mi oreja.



¿Te tocas tus partes cuando
estás sola, hija?.



Sí, padre - contesté
aliviada de que me hiciera una pregunta directa -.



El cuerpo del padre Angel se puso
tenso y me apretó un poco más hacia él. Su voz se
hizo más dulce. Yo apenas me podía mover y empezaba a sentirme
un poco atrapada.



Cuando te tocas, ¿te da placer?



Sí, padre.



¿Y qué sientes, hija?
- Eso, no me lo había preguntado nunca el padre Damián -.



Noto mucho gusto que me sube y me
sube, luego - recordé lo que le decía mi tía al señor
Antonio cuando la penetraba -, me corro toda.



Dios Santo, hija, dijo escandalizado
el sacerdote, eso es que llegas al final. Tienes orgasmos. ¿Y cuántas
veces lo haces?



Una o dos, padre - dije ruborizada
como un tomate -.



¡Qué barbaridad!, ¿A
la semana?



No, al día, padre - contesté
entrecortadamente -.



Viciosa, eres una viciosa. - Parecía
que me iba a caer una penitencia exagerada -.



Y, ¿cómo lo haces?,
¿Dónde te tocas exactamente?



Con los dedos padre, me acaricio
un botoncito que tengo encima de la raja.



No me hago a la idea, hija. Para
perdonar los pecados he de saber cómo se cometen. Tócate
ahora que yo vea cómo lo haces.



¡Pero, padre!



Hazlo, necesito conocer tu pecado.



No podía dar crédito
a lo que estaba oyendo. Allá en la capilla, donde me podía
ver alguien. Desesperada, giré lo que pude el cuerpo para ocultarlo
de la vista. Bajé la mano disimuladamente y, levantando la falda
de pliegues, la introduje por la parte superior de mis bragas. Dudé
un momento, pero empecé a mover los dedos rítmicamente acariciándome
el clítoris.



Así, padre. Lo hago así
- dije descompuesta mientras notaba su respiración jadeante en mi
oreja -.



Bien hija, muy bien. Ya me voy haciendo
a la idea. Y mientras te tocas ¿en qué piensas?.



En diferentes cosas, en mi tía
cuando hacía el amor con el señor Antonio, cuando el señor
Antonio me espiaba mientras yo me desnudaba,... - confesé de carrerilla
intentando acabar cuanto antes y sacando la mano de mis bragas disimuladamente
-



No pares de hacerlo hija, sigue
-dijo sin contener sus ansias -. Y cuéntamelo mejor todo.



Sí, padre - contesté
volviendo a masturbarme ahora ya más fácilmente porque mi
clítoris estaba humedecido -.



Eso es, no dejes de mover la mano.
Mientras ese señor hacía el amor con tu tía, ¿le
viste el miembro viril?, ¿Lo tenía grande?. Eso, muy bien,
no te pares.



Yo me estaba excitando cada vez
más. Estaba toda mojada y no me podía escapar del caliente
abrazo de ese hombre, que respiraba ya agitadamente en mi cuello, haciéndome
sentir escalofríos que recorrían toda mi espina dorsal.



Sí que se lo vi muchas veces
- cerré los ojos recordando la verga del señor Antonio palpitante
dentro de la boca de mi tía, sin dejar de masturbarme - Lo tenía
grande y bonito. Mi tía se arrodillaba delante de él y lo
acariciaba y se lo metía en la boca, por favor padre, ya no puedo
más.



Sigue, no te pares, ¿y a
ti te gustaba verlos, verdad? .Te daba gusto masturbarte, mientras ellos
fornicaban y luego te corrías, ¿verdad?. No te pares. Ahora
también te da gusto, ¿verdad?



Sí padre, me daba gusto y
ahora también -le contesté, mientras me masturbaba ya sin
querer parar -. Por favor, padre que me va a venir -dije casi llorando
por la vergüenza -.



Sigue. - Me susurró al oído,
dándose cuenta que mi cuerpo entero había adoptado ya el
ritmo de la masturbación -. Muy bien, sigue así, sin pararte
y más deprisa. No te vayas a parar ahora.



Sí padre, sí -dije
ya rendida a la evidencia de mi inminente orgasmo -, Me gusta, qué
bien. Me va a venir, me va a venir,...



Sigue, sigue...



Oh, Dios mío, padre, que
me corro -mi cuerpo se convulsionó cuando me llegó un orgasmo
pleno -, me abandoné a los placeres de aquel extraño orgasmo
adornado por esa respiración jadeante en mi cuello y ese abrazo
lascivo del sacerdote, que no me permitía mover más que mi
mano que ya totalmente descontrolada, frotaba y frotaba mi clítoris
palpitante. Mmmmm - susurré mordiéndome los labios y ahogando
un grito desenfrenado que surgía de mi garganta para ahogar ese
place indescriptible -.



Muy bien, hija muy bien. De todas
maneras esto no es normal a tu edad. Tendré que hablar con Don Pancracio,
para que te haga una visita médica. Me tienes que prometer que después
que te reconozca volverás a confesarte.



Sí, padre -contesté
avergonzada y satisfecha, al mismo tiempo -.



PRÓXIMAMENTE


CAPITULO IV: EL MÉDICO




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Relato: El Orfanato de San Elias (03: El Orfanato)
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