Relato: Mensajes subliminales (V)





Relato: Mensajes subliminales (V)

Con aparente calma, casi como si
practicara un estudiado strip-tease, María se desabrochó
la camisa. Miró su reflejo en el espejo de su habitación
y apenas se reconoció. A través del hueco de su camisa a
medio abrir se vislumbraba una pequeña parte del sujetador. Apenas
hacía diez años que aquella misma maniobra había sido
capaz de producir una inmediata erección en su marido, cuando todavía
eran novios.



Diez años...



Lentamente, sin dejar de mirar su
propio cuerpo en el espejo, deslizó la camisa por sus hombros y
la dejó caer al suelo. El sujetador que llevaba era blanco. Poco
excitante pero muy cómodo. Conseguía elevar y mantener sus
pechos a una altura envidiable. Pasó sus manos por la espalda y
con un hábil movimiento de sus dedos, practicado miles de veces
desde la primera vez que se puso sujetador a los trece años, lo
desabrochó. Pero al contrario que otras veces no se lo quitó
inmediatamente. Estudiando cada uno de los movimientos de sus ahora liberados
senos, los observó mientras, libres ya de la presión del
sujetador, caían un par de centímetros hacia abajo por efecto
de la gravedad. Con un movimiento de hombros deslizó la prenda entre
sus brazos y la dejó caer también al suelo. Se sorprendió
a sí misma admirando sus propios pechos. No era el cuerpo firme
y turgente de diez años atrás, pero no estaba tan mal a pesar
de todo. Todavía conservaba el encanto de la media madurez que volvía
locos a muchos hombres.



Su marido no merecía que
liberara una sola lágrima más por él. Durante casi
diez años apenas la había obsequiado media docena de orgasmos.
El resto de las veces en que hacían el amor ella debía de
fingirlos para acallar su ego masculino y hacerle creer que disfrutaba
con el acto. Diez años durante los cuales su cuerpo se marchitaba
poco a poco mientras nadie era capaz de admirarlo, de disfrutarlo, de adorarlo.
Inconscientemente una de sus manos comenzó a acariciar sus pezones,
que comenzaban a erguirse descaradamente ante el espejo. Apenas unos segundos
después, la minifalda azul que tanto le gustaba a su marido caía
inerte al suelo, descubriendo a la vista del espejo unas magníficas
piernas cubiertas por el casi invisible tejido marrón de los pantis.
No sabía porqué pero aquel día había decidido
no ponerse bragas. La parte superior de los pantis, más oscura que
el resto de la prenda, ocultaba al tiempo que mostraba el divino monte
rojizo por el que algunos hombres hubieran matado si tal vez hubiese nacido
en otra época, en la que las mujeres pelirrojas eran consideradas
semidiosas por los heroicos caballeros andantes.



Mientras sus pezones seguían
siendo acariciados sin cesar por una de sus manos, la otra se deslizó
subversivamente hacia el interior de sus pantis hasta encontrar su enmarañado
destino, iniciando un reiterado movimiento circular sobre él.



Siempre había oído
decir a sus amigas que la masturbación es el recurso del ama de
casa solitaria. Nunca lo había creído y por ello apenas lo
practicaba. Pero durante los últimos tres días había
sentido la necesidad de hacerlo al menos media docena de veces al día.
Mientras uno de sus dedos abandonaba el ritual movimiento sobre su sexo
para introducirse en lo que una de sus amigas llamaba sarcásticamente
el "túnel del amor", todo pensamiento consciente fue abandonado
en favor de la más delirante fantasía sexual que hubiera
soñado nunca, en la cual ella y su hermana, vestidas, o más
bien desnudas, con una lencería directamente surgida de las imágenes
de la más aberrante película sadomasoquista que se pueda
imaginar, se arrastraban a los pies de su cuñado mientras él
decidía a cual de ellas iba a penetrar mientras utilizaba los pechos
de la otra como almohadas para su cabeza.



Era la cuarta o la quinta vez en
el mismo día que utilizaba a su cuñado como fantasía
de su masturbación, y lo peor de todo era que los orgasmos que le
habían tenido a él como protagonista habían sido los
más increíbles de toda su vida. Sin importarle en lo más
mínimo la relación de parentesco que les unía, siguió
moviendo frenéticamente el dedo en el interior de su vagina hasta
que las fuerzas le fallaron en las piernas y se vio obligada a caer arrodillada
sobre la moqueta de la habitación, gimiendo sin cesar por el placer
que aquel brusco movimiento había causado justo en el momento de
la deseada explosión del orgasmo. Con entrecortados movimientos
de la mano, apuró los últimos estertores de placer mientras
su primer pensamiento consciente después del mareo orgásmico
era para su cuñado.



Se quedó inmóvil en
el suelo de la habitación durante al menos veinte minutos, recuperándose
del esfuerzo e intentando alejar los antinaturales pensamientos que la
habían venido asaltando durante los últimos tres días.
Inexplicablemente su temperatura sexual se había multiplicado por
mil desde el momento en que entró en la casa de su hermana, y el
centro de todos sus deseos era su cuñado, al que, a pesar de no
compartir las ideas del resto de su familia sobre él, nunca había
tenido en excesiva estima. Era el marido de su hermana, y simplemente por
ese hecho lo respetaba, o más bien lo soportaba. Pero jamás
se le había ocurrido pensar en él como hombre, y ni por asomo
había sentido la más mínima atracción por él.
Pero cualquier intento de su sentido común por controlar de nuevo
su vida era rápidamente acallado por un antinatural deseo que elevaba
su libido hasta el infinito, donde siempre encontraba el rostro, y cada
vez más a menudo el cuerpo, de su cuñado.



Se levantó con esfuerzo y
volvió a mirarse en el espejo. Aún llevaba puestos los pantis
y ni siquiera se había quitado los zapatos para masturbarse. El
efecto elevador de los zapatos de tacón que esa mañana había
decidido ponerse acentuaba la firmeza de sus pantorrillas y de sus muslos,
que todavía clamaban la belleza que combatía fieramente el
paso de los años. Elevó de nuevo su vista hacia sus pechos
mientras utilizaba sus manos para elevarlos y apretarlos hacia el centro,
formando el deseado canalillo por el que la mayoría de las mujeres
suspiran y por el que los hombres pierden la cabeza. Elevó aún
más su mirada y se encontró con sus propios ojos reflejados
en el espejo. Ojos negros, profundos, capaces aún de expresar pasión.
Algunos residuos de sus anteriores pensamientos volvieron a acosarla. Se
alejó del espejo y se sentó en la cama mientras se deshacía
de los zapatos con un rápido movimiento de los pies. Se quitó
los pantis, y a pesar de que su primera intención era quitárselos
rápida y cómodamente, mantuvo elevadas durante unos instantes
cada una de sus piernas mientras lo hacía, acariciándolas
y admirándose de la firmeza que aún conservaban.



Completamente desnuda se tumbó
en la cama y se metió bajo las sábanas. Apagó la luz
y se dispuso a dormir mientras sus pensamientos volvieron de nuevo a elevar
su temperatura. Aún no habían transcurrido cinco minutos
de su masturbación cuando escuchó ruidos procedentes de la
habitación de su hermana. No tardó en darse cuenta de que
estaban haciendo ruidosamente el amor, y que ella no intentaba disimular
sus gemidos ni el inmenso placer que debía de estar sintiendo. Los
vecinos no podían escucharla porque había comentado que la
casa estaba insonorizada, y probablemente se había olvidado de que
tenían una invitada en la habitación de al lado... o tal
vez el placer era tan intenso que ni siquiera le importaba. ¿Que
tenía aquel hombre que podía proporcionar tal clase de placer
a una mujer? Los gemidos de su hermana entraban directamente a su cerebro
haciéndola revivir todas las fantasías que había utilizado
para masturbarse durante los últimos días.



Inconscientemente, su mano derecha
se deslizó de nuevo por debajo de las sábanas hacia el monte
de Venus.



Apenas dos minutos después
alcanzaba el octavo orgasmo del día.


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Relato: Mensajes subliminales (V)
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