Relato: El Don (II)





Relato: El Don (II)

Las turbulencias no me preocupaban
demasiado. A pesar de que la mayoría de la gente suele rezar una
rápida oración en silencio cada vez que el avión en
que viajan pasa por un "bache", mis sentimientos son bien distintos.
Viajar en avión me relaja. Y aún más si el viaje dura
varias horas y se hace por la noche. El sentirme cerca del cielo, literalmente,
es una sensación casi hipnótica, tranquilizadora. Mirar las
nubes, la tranquilidad del cielo, la paz de la altura, siempre me hacen
rememorar mi juventud. Y si hay algún recuerdo especialmente agradable
en mi vida es el de los dias en que comencé a descubrir mi don.



El cuerpo desnudo de mi profesora
fué el primer contacto real que tuve con el sexo contrario. Hasta
entonces tan solo las revistas y el cine me habían enseñado
el cuerpo femenino. Fué un verdadero shock para mi el comprobar
que la realidad era un tanto distinta. Mi profesora de matemáticas
no era una mujer joven. Sus pechos estaban caidos. Parecían dos
frutas maduras. Las chicas de las revistan los tenían más
firmes y más grandes. A pesar de ello, no conseguía quitármelos
de la cabeza. Ni siquiera al dia siguiente, cuando la profesora suplente
nos explicó con gran retórica que su ex-compañera
había tenido que irse a un largo viaje y que no iba a volver a darnos
clases.



Pero aún más fija
en mi cabeza estaba la idea de que había sido yo el que había
hecho que la profesora se desnudara. Me había suspendido, la muy
tonta. Había pasado varias noches estudiando para mi examen, y ella
me había suspendido. No era justo. Quería hacerle daño.
Quería avergonzarla como ella me había hecho conmigo al suspenderme
delante de toda la clase, cuando de repente se levantó y, sin mediar
palabra, comenzó a quitarse la ropa. La sorpresa que reflejó
su rostro cuando acabó de desvestirse no fué menor que la
que aparecía en la cara de los profesores que iban entrando en el
áula atraidos por los gritos y las risas de mis compañeros
de clase.



Había sido yo. De algún
modo, la había convencido para que se quitara la ropa. Sin hablarle.
Sin mover los lábios. Solo con el pensamiento.



Llevaba ya varios meses dándome
cuenta de pequeños detalles. Cosas sin importancia. Cosas como el
que mis padres siempre me dieran todo lo que les pedía. Nunca me
negaban nada, mientras que a mi hermana mayor, a pesar de tener ya 17 años,
no la trataban igual. Tampoco el resto de la gente me trababa como a los
demás. Casi nunca discutían conmigo. Los vendedores me regalaban
lo que yo pedía. Nunca me cobraban a menos que yo quisiera pagarles.
Pero cuando no llevaba dinero, decían que no tenía importancia,
que ya se lo pagaría. Y después, nunca me recordaban que
les debía dinero. Incluso mi hermana. Cuando comenzabamos a distutir,
como todos los hermanos hacen, siempre llevaba ella las de ganar. Hasta
que yo, con una rabieta, finalizaba la discusión. En esos momentos
ella siempre me daba la razón, pero no para que me callara. Era
sincera conmigo. De alguna forma siempre conseguía convencerla.



Fué precisamente con ella
con la que decidí realizar unos pequeños experimentos para
comprobar mi teoría. Yo tenía algo distinto al resto de las
personas. Y estaba decidido a utilizarlo.



Nuestros padres no solían
salir a cenar. Pocas veces tenían ocasión de hacerlo. El
principal problema era yo. No querían dejarme solo en casa, y mi
hermana nunca estaba disponible para hacer de canguro. Pero aquella noche
la habían castigado. Había suspendido un examen y había
sido juzgada y condenada por mandato paterno a pasar el sábado por
la noche en casa cuidando de mí. Así ellos aprovechaban para
ir de fiesta con sus amigos.



Naturalmente, a ella no le hizo
ninguna gracia, pero no se atrevió a romper la promesa de no llevar
a nadie a casa. Asi que comenzamos la noche cenando solos, y luego pasamos
a ver la televisión. Durante la cena no me dirigió la palabra.
Para ella, el enemigo era yo. Si no hubiera sido por mí, hubiera
salido con sus amigas como el resto de los fines de semana, así
que no podía esperar que fuera amable conmigo. Yo quería
sentarme en el sofá más grande, pero ella eligió tumbarse
sobre él y no dejarme sítio. Yo quería ver una película
de acción, pero ella decidió ver un aburrido concurso. Al
principio me irritó, pero después decidí que aquella
era la ocasión perfecta para probar si realmente tenía algo
que me hacía diferente a los demás.



La miré y me concentré
en ella, imitando inconscientemente las acciones que en el cine de ciencia-ficción
protagonizaban las personas que tenían poderes. Mi primer mensaje
fué sencillo. Aquel maldito programa-concurso me aburría
enormemente. Yo deseaba ver la película de acción. Sin ningún
aparente cambio en su rostro, mi hermana cogió el mando y cambió
de canal, directamente al de la película que yo deseaba ver.



¡Había funcionado!



Aunque tal vez no era más
que una casualidad. Al cabo de un momento, parpadeó un par de veces
seguidas y volvió a cambiar de canal.



Debía cambiar de estrategía.
Las órdenes no habían sido las adecuadas. Le había
ordenado que cambiara de canal, pero no que no volviera a hacerlo. Debía
conseguir que cambiara por otro motivo. Así que volví a concentrarme
sobre ella. Con los ojos entrecerrados, me dí cuenta de que parecía
una versión barata de un hipnotizador de comics. A pesar de ello,
envié mi siguiente orden mental a mi hermana. Esta vez no le pedia
que cambiara de canal, sinó que le ordenaba que encontrara aburrido
el concurso.



Pocos segundos despues volvió
a coger el mando a distancia y a cambiar de canal. Pero no puso la película
que yo quería ver, sino otra cadena distinta. A pesar de que de
repente había encontrado muy aburrido el programa no estaba dispuesta
a concederme el que yo me saliera con la mía.



¿Otra casualidad?



Lo intenté de nuevo. Volví
a concentrarme y le ordené que tuviera unas ganas increíbles
de ver la película. Le ordené que le gustara, que le encantara,
que no podía pasar ni cinco segundos más sin ver esa película.



Y de nuevo cambió de canal,
pero esta vez para dejarlo donde yo le había dicho. Como señal
inequívoca de que quería ver la película, dejó
el mando en el suelo, delante del sofá donde se encontraba tumbada,
sin dejar de mirar atentamente a la pantalla.



¡Esta vez sí que había
funcionado!



Había conseguido que mi hermana
quisiera ver la película, contraviniendo todos sus sentimientos
agresivos contra mi.



Tenía que seguir probando.
Debía averiguar hasta donde podía llegar mi poder. No entendía
porqué me sentía tan excitado, ni porqué mi, por aquel
entonces pequeño, órgano sexual se estaba inflando rápidamente,
como si alguien le estuviera inyectando aire caliente al mismo tiempo que
elevaba la temperatura de la habitación, pero sabía que tenía
que ver con mi descubrimiento. Miré a mi hermana. No podía
verla como a una mujer. al fin y al cabo era mi hermana. Aunque recordé
que en cierta ocasión, cuando mi amigo Juan me enseñaba una
de sus revistas guarras escondidos en el garaje de su padre, una de las
chicas que aparecía en ella me recordó enormemente a mi hermana.



La mujer de la revista tenía
los pechos pequeños. Mi hermana, por contra, estaba excelentemente
bien dotada para su edad. En muchas ocasiones había visto como los
chicos la miraban de reojo, y aunque ella fingía no darse cuenta,
sonreía orgullosa. Cuando era más pequeño no lo entendía,
pero ahora, gracias a la mayor información que recibía por
todas partes, desde mis amigos, que eran todos unos salidos, hasta la propia
televisión que pocas veces esconde el sexo a la vista del público
cada vez más joven, podía llegar a imaginar lo que pensaban
los hombres que miraban a mi hermana. Miré sus pechos con deseo.
Sentí una extraña sensación en mis pantalones. No
era mi primera erección (aunque entonces ni siquiera sabía
que se llamaba así), pero era distinta a las anteriores. Era más
fuerte, más cálida, más excitante....



- ¿Desea una almohada?



Abrí los ojos bruscamente.
La azafata me miraba con una media sonrisa en la boca, mientras me ofrecia
con la mano algo blanco y blando. Las luces en la cabina habían
bajado hasta ser casi imperceptibles. La noche había caido en su
totalidad sobre el avión y aún quedaban algunas horas de
vuelo. La azafata me había visto adormilado y pensó que iba
a necesitar una almohada.



- Siento haberlo despertado - su
voz tenía un cierto tono de culpabilidad



- No se preocupe - sonreí
- De hecho se lo agradezco. Hubiera podido despertar con una tortícolis
de campeonato de no ser por usted. Aceptaré encantado esa almohada.



Mientras me la entregaba y me preguntaba
si deseaba una manta la miré de arriba a abajo intentando que no
se diera cuenta. Era joven y atractiva, como la mayoría de las azafatas.
Llevaba el clásico uniforme azul de las líneas aéreas,
con chaquetilla y falta por las rodillas. También llevaba medias
oscuras, aunque no negras del todo. Miré a mi alrededor y comprobé
que la mayoría del pasaje estaba dormido. No había nadie
en los asientos contíguos al mio. El pasajero más cercano
tenía encendida su lamparilla personal mientras leía una
voluminosa novela titulada "It". Recuerdo que me costó
horrores leer ese libro cuando era más joven. Casi todas las noches
que comenzaba a leerlo acababa dormido con el enorme libraco sobre mi pecho.
Exáctamente lo que iba a pasarle a aquel pasajero. "Empujé"
sobre su mente y, de repente, sus ojos se cerraron y el libro se deslizó
de sus manos hasta apoyarse en su vientre.



Miré de nuevo a la azafata.



- Sientate a mi lado, por favor.



- Lo siento, pero lo prohibe el
reglamento. Tengo que atender al resto de los pasajeros.



Una condescendiente sonrisa comenzó
a dibujarse en su rostro mientras me miraba, al tiempo que yo respondía
con otro pequeño "empujón" sobre su mente.



- El reglamento no dice nada acerca
de mí, ¿verdad?



- N...no - dudó durante unos
segundos mientras yo recorría mentalmente el intrincado laberinto
de su mente hasta encontrar el centro emisor de las órdenes que
el cerebro envía al resto del cuerpo: su voluntad. Una vez allí,
realicé algunos pequeños cambios. Inconscientemente, iba
a sentir una enorme necesidad de obedecer todas mis órdenes, todos
mis deseos, todos mis caprichos.



- ¿Te sentaras ahora a mi
lado?



- Claro que sí.



Me dedicó su más sincera
sonrisa mientras se sentaba a mi lado. Estaba bajo mi completo dominio.



- ¿Donde está la otra
azafata?



- Está descansando. Durante
la noche nos turnamos. El reglamento no lo permite, pero es una tontería
que estemos las dos despiertas cuando el avión apenas está
medio lleno.



- ¿Cuantos años tienes?



- Cumpliré veintiseis el
mes que viene



- ¿Estás casada?



- Desde hace dos años. El
es piloto en esta compañía



- Eso significa que entre vuelo
y vuelo os vereis muy poco, ¿no?



- Apenas unas horas a la semana.



- Y no tendreis muchas ocasiones
de hacer el amor, ¿verdad?



- No demasiadas - a pesar de lo
personal de las preguntas, no sentía ningún reparo en contestar



- Y eso hace que durante gran parte
del día te sientas frustada



- Sí



- Frustada y excitada



- Sí



- Como ahora



Su cuerpo se movió sobre
el asiento que ocupaba. Sus piernas se abrieron y cerraron un par de veces,
mientras curvaba su pecho dándome un excelente primer plano de su
busto.



- Si



- Te sientes excitada, muy excitada



- Excitada - repitió



- Muy excitada - insistí



- Muy excitada



- Deseas desfogarte, y para ello
me tienes a mí



Sus ojos me miraron con deseo.



- La única forma de apagar
tu ardor es hacerme disfrutar a mi. Todo el placer que yo obtenga será
reflejado en tí. Sentirás todo lo que yo sienta, y no podrás
llegar al orgasmo mientras no lo haga yo.



Comenzó a acariciarse los
pechos mientras su respiración se hacía más rápida,
mucho más rápida.



- Tienes que hacerme disfrutar a
mi si quieres hacerlo tu también. Supongo que sabes lo que quiero
decir.



Sin una palabra, se arrodilló
a mis pies mirando ávidamente mi entrepierna. Me bajó la
cremallera y me desabrochó los pantalones. Con mucho cuidado, aunque
con ciertas prisas, sacó mi pene y se lo colocó en la boca.
Su saliva era cálida y su lengua comenzó a moverse rítmicamente,
siguiendo los compases que marcaba su mano, al tiempo que usaba la otra
para masturbarse. Durante unos segundos me miró a los ojos para
comprobar que estaba realizando bien su trabajo, y despues volvió
a bajar la cabeza para concertrarse en mi goze. Cerré mis ojos y
deslicé una de mis manos por el interior de su blusa hasta sus pechos.
Comencé a acariciarlos distraidamente, jugando con sus pezones,
disfrutando tanto del tacto de su cuerpo como del contacto de sus lábios
con mi pene. Mientras tanto, mi mente regresó de nuevo al pasado.



A mis 12 años, mis experiencias
sexuales no pasaban de algunas masturbaciones en el cuarto de baño
salpicadas de culpabilidad, y algunas fantasías nocturnas que solían
acabar con mis calzoncillos manchados de semen. El cuerpo de mi hermana
y la excitación de descubrir que podía llegar a controlarla
me estaba proporcionando más placer que todos mis anteriores mediocres
encuentros con el sexo. Estábamos solos en casa, mis padres aún
iban a tardar varias horas en regresar, y con cada minuto que pasaba descubría
que mi interes por su cuerpo era cualquier cosa excepto fraternal.



Llevaba puesto tan solo un pijama
de verano. Hasta entonces no me había fijado en que a través
de las anchas mangas del pijama se podía llegar a ver parte de su
pecho. No llevaba sujetador, eso era evidente. No solía usarlo cuando
se ponía el pijama. Parte de mí se excitó por aquel
hecho, pero otra parte se avergonzó.



No me parecía bien. Aquella
atracción no era normal. Pero a mi cuerpo le daba igual mi moralidad.
Mi pene se apretaba contra los pantalones de tal forma que llegaba a hacerme
daño. Debía de hacer algo, pero tenía miedo de que
ella se diera cuenta. A punto estaba de levantarme para ir al cuarto de
baño a liberar mis energías sexuales cuando recordé
mi poder. Se me ocurrió una forma de usarlo más original
que la anterior.



Me concentré sobre ella.
Seguía mirando la televisión fíjamente. Al parecer,
la película le estaba gustando una barbaridad. Mi sugerencia fué
clara: no podría verme, ni oirme, ni sentirme. Estaba sola en la
habitación sin preocuparse de donde me había metido yo.



- ¿Quieres cambiar de canal
de una maldita vez? - pregunté



No hubo respuesta.



- ¡¡LUISA!!



De nuevo nada.



Me levanté y me acerqué
a ella. No sabía si mi sugerencia estaba funcionando o simplemente
ella me ignoraba por despecho. La cogí por el pelo y tiré
suavemente.



Nada.



Tiré más fuertemente.



Nada de nada.



Hice acópio de fuerzas y
le dí un tirón tan fuerte que parte de su cabello quedó
entre mis dedos.



Unas leves lágrimas aparecieron
en sus ojos. El dolor había causado una reacción independiente
en su cuerpo, pero su mente seguía sin percibir mi presencia.



Con un fuerte dolor en mi pene,
que apenas me permitía caminar, volví a sentarme en el sillón.
Bajé la cremallera de mi pantalón y saqué mi pene
de la presión y asfixia que le causaban los calzoncillos. Ya libre,
mi erección era tan fuerte que seguía doliéndome.



- ¿Puedes verme, Lui? - Nunca
le había gustado aquel diminutivo. Tan solo lo usaba cuando quería
molestarla, y con su sola mención, lo conseguía al instante.
aunque en esta ocasión, no hubo respuesta por su parte.



- Voy a masturbarme mientras te
miro - Seguí insistiendo, pero mi poder estaba funcionando. Ella
no podía verme, ni oirme.



Comencé a masturbarme, mirando
fíjamente la pequeña abertura por la manga del pijama, imaginando
como serían sus pechos realmente. El placer que me producía
mi masturbación era mayor a cualquier otro que hubiera practicado
en mi corta vida. A pesar de mi deseo, intentaba alargar aquella experiencia,
aguantando la llegada del orgasmo en todo lo posible.



A cada minuto que pasaba, mis prejuicios
morales iban empequeñeciendo ante los embites de placer de mi cuerpo,
hasta convertirse poco a poco en minúsculos recuerdos de frustraciones
pasadas. Mi mente era demasiado joven para ver todo el mundo de posibilidades
que se abría delante de mí. Podía controlar totalmente
a mi hermana y lo único que se me había ocurrido era hacer
que no me viera para masturbarme delante de ella. Ni siquiera se me había
ocurrido hacer que se desnudara. Esta vez no tuve que concentrarme demasiado.
Comenzaba a dominar mi poder... y a disfrutar usándolo.



- Lui. Estás sola en esta
habitación, y tienes calor. Ya no tiene sentido llevar puesto ese
caluroso pijama. Quítatelo.



Conscientemente, no había
oido ni una sola de mis palabras, pero yo no le hablaba a su consciencia,
sino a su inconsciente. Las órdenes habían llegado a ella,
altas y claras. Sin dejar de mirar la pantalla del televisor, estiró
la parte superior del pijama por encima de su cabeza. Sus pechos aparecieron
por debajo de la tela del pijnama, firmes y jóvenes como los había
imaginado. No paraban de moverse a causa de los vaivénes que Luisa
realizaba para desnudarse. Sus anárquicos movimientos que recordaron
por un instante a un par de flanes de gelatina. Aquello ya no eran las
estáticas fotos de las revistas. Era real. Tan reales como los pechos
de mi ex-profesora, pero jóvenes y hermosos.



Cuando la parte superior del pijama
apenas acababa de tocar el suelo, le tocó el turno a los pantalones.
Con un hábil movimiento de caderas y empujándo hacia abajo
con las manos, las piernas de mi hermana quedaron al descubierto. Llevaba
puestas unas pequeñas bragas blancas que poco tenían que
ver con la excitante lencería que acostumbraban a mostrar las modelos
de las revistas. Pero en aquellos momentos poco me importaban sus bragas.
Eran sus pechos los que me tenían completamente hipnotizado. Eran
perfectos. Tenían un tamaño considerable, aunque sin exagerar.
Sus aréolas (entonces no sabía ni que se llamaban así)
eran grandes, de un color rosado, aunque sin ser demasiado oscuras. Sus
pezones parecían pequeños en medio de aquellas grandes masas
de carne. No resaltaban demasiado sobre los pechos. Recordé que
mi amigo Juan me dijo en una ocasión que podía saberse que
una mujer estaba cachonda (esas fueron sus palabras) cuando los pezones
se les ponían en punta.



Deseaba tocarlos, estrujarlos, sentirlos
entre mis manos. Me acerqué a ella y me senté en el suelo.
Después de desnudarse, había vuelto a tumbarse en el sofá.
Estaba medio acostada sobre su costado apoyando su cabeza sobre su mano,
y a su vez el codo sobre el sofá. Yo me había sentado de
forma que tenía sus pezones a menos de 20 centmetros de mi boca.
Completamente desnuda a excepción de sus braguitas, lo único
que seguía interesándole era ver la película de la
televisión. Levanté mis manos hasta aquello que me tenía
hipnotizado. Su tacto era suave. Eran blandos. Al sentir que mis dedos
podían apretarlos sin causarle dolor comencé a jugar con
ellos. Era como apretar una pelota medio desinflada, con la diferencia
de que cuando dejaba de tocarlos volvían a su estado original. Los
apreté y estrujé de varias formas distintas. Después
los sopesé con las manos. Jugué con los pezones. Recordaba
que alguien me había dicho que los pezones eran la parte más
sensible de una mujer. Eran duros. Al principio apenas resaltaban del cuerpo
de Luisa, pero poco a poco fueron tomando forma y elevándose espectacularmente,
hasta alcanzar más de un centímetro de altura. En ese punto,
al comprobar como mi hermana se estaba "poniendo cachonda", un
nuevo pinchazo de dolor estremeció mi pene. Tan hipnotizado estaba
con su cuerpo que me había olvidado completamente del mio. Seguí
jugando con sus pechos con una mano, mientras que con la otra comencé
a masturbarme. Sabía que los bebés tomaban de allí
la leche cuando eran pequeños. Me pregunté qué sabor
tendrían. Acerqué mis boca y los lamí. Noté
un cierto regusto salado. Era verano y el calor hacía sudar los
cuerpos durante todo el día. Volví a lamer su piel, centrándome
ahora en los pezones. La verdad es que no sabían a nada, pero el
hecho de estar chupándole los pezones a una mujer de verdad era
casi más de lo que podía soportar. Mi pene ya no podía
aguantar durante mucho tiempo. Estaba a punto de estallar. Solo una cosa
me impidió alcanzar el orgasmo en aquel momento.



Recordé otra de las animadas
conversaciones a escondidas con mis amigos. Uno de ellos presumía
de ver todas las películas pornográficas que quería,
puesto que sus padres las alquilaban y él las veia a escondidas
cuando estaba solo en casa. En esas películas, las mujeres les chupaban
el pene a los hombres hasta hacerles correrse. Yo quería que mi
hermana me lo hiciese a mí.



- Lui. Quiero que me chupes el pene.
Quiero que hagas que me corra con tu boca. Chúpamela, Lui, chúpamela.



El apremio en mi voz no dejaba lugar
a dudas de mi estado de excitación, pero a ella no pareció
importarle. Dejó de ver la televisión, y se sentó
en el suelo junto a mí. Con los ojos vacios de toda expresión,
introdujo mi pene en su boca y comenzó a jugar con su lengua sobre
él. Apenas lo tocó sentí que estaba a punto de estallar,
pero me contuve con todas mis fuerzas. Quería disfrutar de aquello
durante todo el tiempo que fuera posible. En contra de toda lógica,
mis esfuerzos iban dirigidos a impedir el orgasmo, mientras que los de
mi hermana intentaban justo lo contrario. Su lengua no dejaba de jugar
con mi glande, y sus frenéticos movimientos con la cabeza me estaban
llevando al paraiso. Apenas un minuto después de iniciar aquel extraordinario
juego me sentí sin fuerzas para impedir el orgasmo...



... y comencé a eyacular
en su boca. La azafata había sido condenadamente eficaz. Incapaz
de contener mis espasmos de placer, parte del semen se deslizó fuera
de su boca cayendo sobre su impecable blusa azul. Con cada convulsión
de mi cuerpo, mis manos apretaban más y más sus pechos, hasta
el punto de que si no hubiera estabo bajo mi control mental probablemente
le hubiera causado dolor. Excepto la parte de semen que no había
podido contener, se había tragado toda mi eyaculación. Ahora
estaba lamiendo los restos que habían escapado de su boca y habían
caido sobre mis pantalones y su blusa.



Me quedé asombrado de la
cantidad de semen que había salido de mi pene. Nunca en mis 12 primaveras
había tenido una eyaculación tan caudalosa... ni tan satisfactória.
Mi hermana se había portado bien. Su cuerpo estaba repleto de semen
por todas partes. Al notar la proximidad de mi orgasmo, quitó la
boca para dejar que mi esperma fluyera libremente por donde quisiera. No
le había dado ordenes precisas de que se bebiera el fruto de mi
orgasmo, así que no lo hizo. Parte de la alfombra también
estaba salpicada con mis jugos. Mamá se iba a cabrear si aquello
no se limpiaba pronto. Y yo estaba tan agotado que apenas tenía
fuerzas para moverme. Como pude, me senté sobre el sofá.
Mi hermana seguía en el suelo, mirando fíjamente la televisión.
Una vez acabada su misión, siguió con las sugerencias acerca
de la película. Sin saber muy bien a qué se debía
la total falta de fuerza en todos mis musculos, le dí mis últimas
instrucciones para aquella noche.



- Lui. Quiero que te laves inmediatamente.
quítate todo el líquido que te he tirado por encima. Luego
vuelves aquí y limpias la alfombra. No quiero que quede ni un solo
rastro de mi corrida. Después te vistes y sigues viendo la televisión
hasta que te canses. Mañana por la mañana no quiero que recuerdes
nada de lo que ha pasado aquí. La noche habrá sido como cualquier
otra, aburrida y nada más. Habrás visto la tele y luego te
habrás ido a la cama. Yo me fuí a dormir antes que tú.
Ahora ves y límpiate un poco...



El rostro de la azafata reflejaba
un placer indescriptible. Había realizado muy bien su trabajo, y
tener un orgasmo en la realidad al mismo tiempo que en mis recuerdos había
sido una experiencia sexual increible para mí. Y durante todo el
tiempo que yo había disfrutando del orgasmo, tal y como le había
ordenado, ella lo estaba disfrutando también. Todavía arrodillada
en el suelo, jugaba cariñosamente con mi pene y de cuando en cuando
le daba un beso. Había limpiado con la lengua todos los restos de
mi semen que habían caido sobre la ropa.



- Has hecho un buen trabajo, querida
- le dije. Sus ojos me miraron con agradecimiento y devoción.



- Quiero que durante toda tu vida
recuerdes lo que ha pasado aquí esta noche. Por tu propia voluntad
has decidido hacerme esta increible mamada. Y el placer que has recibido
a cambio ha sido maravilloso. Nunca se lo dirás a nadie, pero lo
recordarás como la mejor experiencia sexual de toda tu vida. Cuando
lo recuerdes, no podrás evitar masturbarte pensando en mí,
y en la maravillosa corrida que has tenido esta noche. Desearás
volver a encontrarte conmigo para repetir la experiencia. Ahora vete, y
disfruta del resto del viaje.



Sonreí al verla desaparecer
por detrás de la cortina que separa la cabina de pasajeros de la
de las azafatas. Muchas cosas habían pasado desde mis 12 años.
Infinidad de experiencias sexuales, adolescentes, empleadas, actrices,
vecinas, azafatas, modelos, y toda clase de mujeres habían caido
bajo mi control mental. Y además estaban las mujeres de mis amigos.



Tener poder es algo maravilloso.
Pero yo sigo prefiriéndo llamarle "el don", puesto que
un don es un regalo. Y eso es precisamente como yo lo considero: un regalo
divino.


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Relato: El Don (II)
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