Edward deambul�, perdido en sus enso�aciones, por las calles
de Delhi. Llevaba la estatua, pero no se atrev�a a mirarla. Tem�a que si lo
hac�a volver�a a perder la voluntad y la misteriosa voz le arrastrar�a hasta
perderlo en los bajos fondos de la ciudad. Tampoco quer�a deshacerse de ella.
Era el �nico objeto que ten�a que le recordaba a ella.
El sol cay� y Edward dej� de andar sin rumbo. Se sent� en un
banco. Los p�jaros piaban a su alrededor. Se abandon� a ese sonido hasta quedar
dormido. De nuevo volvi� a so�ar con ella.
Estaba en la jungla. Alrededor todo era silencio. La noche
negra hab�a sustituido el jade de los �rboles. Todas las estrellas se hab�an
apagado. S�lo la luna llena iluminaba con luz mortecina la senda. �D�nde
conduc�a?
Los �rboles se apartaron y dejaron ver, en medio de un claro,
una hoguera. Alguien estaba sentado frente a ella. Una mujer. El velo p�rpura le
ca�a por encima de la cabeza. Estaba de espaldas a Edward, entre �l y el fuego.
Deseando que fuera su amada, corri� hacia ella.
Le oy� llegar. Alz� un momento el cuello, como si le hubiera
escuchado. Edward no hab�a dicho nada... pero pensaba. Y ella hab�a le�do sus
pensamientos. "T�, por fin... Ahora te abrazar� y besar�, y me unir� contigo por
el sexo y para el sexo"
Se detuvo, asustado. Tem�a que desapareciese. Estaba a tan
s�lo unos metros de distancia. Cerca, muy cerca, pod�a aspirar su aroma. Flores
otra vez.
Comenz� a o�rse una melod�a. Era la m�sica de una flauta.
Ligera y armoniosa. Sent�a que surg�a de la piel de ella, empap�ndola. Le oblig�
a avanzar hasta ponerse delante de ella, al otro lado de la lumbre.
La m�sica segu�a invadiendo su mente, apoder�ndose de �l. Se
sent�. Mir� a su acompa�ante. Era ella, sin duda, pero no pudo verle los ojos.
El velo los cubr�a, y mostraba tan s�lo la boca. Los labios, tiernos y sabrosos
que hac�a tanto tiempo prob�. �Cu�nto tiempo? Una eternidad le parec�a a Edward
que hab�a transcurrido desde que la goz� en el tren.
Ella le alarg� una mano. Varios brazaletes de oro y pulseras
doradas tintinearon. El fuego los hac�a brillar con especial intensidad.
Parec�an hechos del mismo material que las llamas.
Edward contuvo el aliento, asombrado, al ver que los dedos se
abr�an paso por el fuego sin quemarse. Pronto estuvieron junto a �l. Le ped�an
que le diese la suya. Lo hizo, entreg� su confianza. Entrelazados con los suyos,
volvieron a situarse en medio de la lumbre. Efectivamente el fuego no estaba
caliente. Pero hizo cenizas su ropa. Se qued� desnudo.
El velo p�rpura se retir� por fin y Edward volvi� a sentirse
fulminado por los ojos de ella. Los mismos, siempre los mismos. Se acerc�, la
tom� entre sus brazos y la penetr�. Sobre el fuego.
No jadeaba, ni gem�a. S�lo le miraba a �l. Edward por su
parte introduc�a su miembro en el ansiado sexo. Y con cada embestida, sent�a que
se sumerg�a m�s y m�s en ella. Sus muslos eran suaves, delicados, pero le
apretaban firmes. No le soltar�an hasta que le llenara de su esencia.
El velo cay� sobre la tierra y entonces se apag� la hoguera.
Quedaron las cenizas, no al azar. Formaron un dibujo. Una especie de casa, en
medio de un bosque frondoso. All� se reunir�a con ella para siempre. Edward lo
grab� todo en su memoria y eyacul�. Pero ella no se fue, sino que se qued� y
s�lo cuando lo despertaron los rayos del sol al d�a siguiente, su imagen pareci�
desvanecerse. Toda la noche la hab�a pasado abrazado a un sue�o.
Un viandante le indic� el camino m�s corto para adentrarse en
la selva, pero le advirti� que lo mejor ser�a que se buscase un gu�a y un medio
de transporte adecuado. Edward as� lo hizo y alquil� un elefante con
conductor... M�s bien conductora.
Me llamo Tiri, se�or. Ser� su gu�a. �
Una preciosa chica de apenas 16 a�os le hizo una reverencia a
Edward. Ten�a los rasgos hind�es: piel bronceada, cabello negro sedoso y unos
exquisitos modales. Un arete de metal sin labrar pend�a de la aleta izquierda de
su nariz. No era hermoso, pero en el rostro agraciado de aquella muchacha hasta
la baratija m�s vulgar hubiera parecido el adorno de una princesa.
Partieron antes del mediod�a. As� se internar�an en la jungla
antes de que el sol calentara demasiado. Subido en lo alto del elefante, en una
c�moda silla que apenas notaba los vaivenes del enorme animal, Edward se sinti�
pronto pose�do de una lujuria obsesiva por su gu�a. Era ex�tica, m�s que ninguna
otra chica que hubiera visto en Delhi. Y guapa. Tal vez su misteriosa amante le
hab�a conducido a miles de kil�metros de su hogar en Inglaterra no para
convertirle en su amado, sino para darle una nueva vida al lado de aquella chica
a la que acababa de conocer y que ya le hab�a prendado.
Tiri sonre�a y hablaba para hacer m�s ameno el viaje.
Preguntaba a Edward sobre las costumbres de los ingleses. Pero Edward no sab�a
qu� contestarle. Adem�s de s�lo poder estar pendiente de sus ojos grandes algo
rasgados, no recordaba pr�cticamente nada de su tierra natal. Como si nunca
hubiese estado all�.
Cuando quiso darse cuenta, Tiri le hab�a comenzado a hablar
del amor, de sus sue�os de mujer. Quer�a, dec�a, encontrar a un hombre distinto,
como el pr�ncipe de los cuentos y poemas �picos. Pero que la respetase y no la
considerase s�lo como a una hija, sino como a una amiga y compa�era. Tiri sab�a
mucho de la liberalizaci�n de la mujer. Otro punto m�s que a�ad�a a su encanto
natural. Siendo tan joven, quer�a ser independiente, aunque s�lo ten�a a su
elefante. Pero era un paso importante, ten�a su vida resuelta sirviendo de gu�a
a los turistas.
Mis padres � le explic� a su cliente � murieron cuando yo
era peque�a. Me cri� una prima de mi madre, ense��ndome a valerme por mi
misma. �
Tiri era estupenda, pero Edward ignoraba que era la �ltima
prueba de la diosa del amor para comprobar su fidelidad. Hab�a enviado a su
sacerdotisa mayor para tentar al joven.
Durante la noche del primer d�a de viaje por la jungla,
Edward se vio acometido por temblores. Se sent�a culpable. Despert� varias
veces, sudoroso, como si hubiese tenido una pesadilla. Pero enseguida ve�a a
Tiri al otro lado del campamento, dormitando pl�cidamente. A ella no le
atormentaba su conciencia. La envidiaba.
Oy� entonces una voz que le susurraba, tentadora:
T�mala, Edward. �
Fuera del c�rculo de luz que proporcionaban las llamas, no se
ve�a nada. A�n as� el joven busc� con la mirada el origen de esa llamada. No lo
encontr�. S�lo le rodeaba la oscuridad. Lleg� a la conclusi�n de que su
imaginaci�n le hab�a jugado una mala pasada y volvi� a acostarse.
No pod�a pegar ojo. Envuelto en la estera, se masturb�. Y no
pensaba en Tiri. Volv�a a necesitar la imagen de ella, la mujer misteriosa.
Mirando la estatua, que sobresal�a de su mochila un poco, se dio placer. Se
sent�a dominado de nuevo por una fuerza misteriosa, lujuriosa, que le ordenaba
tocarse para obtener algo de alivio en su febril deseo de copular.
Cuando despert�, no recordaba si lleg� a eyacular. Por si as�
hab�a sido, se dirigi� a un r�o cercano para lavarse. Tiri se le hab�a
adelantado.
La muchacha nadaba con los primeros rayos de sol. Desnuda, su
figura era borrosa, aunque el agua era clara.
�Tiri! � la llam�, desesperado. Tem�a que siguiera
desvaneci�ndose en el l�quido elemento hasta desaparecer.
La chica salud� desde la otra orilla y se sumergi�, para
aparecer un minuto m�s tarde, que a Edward se le hizo interminable, a escasos
metros. Desde esa distancia apreci� como las perlas de agua hab�an empapado su
cabello negro, adhiri�ndolo a la piel de los hombros, la espalda y la cara.
Sonre�a. Dio un par de brazadas y se coloc� justo debajo de Edward. Pero no
sali� del agua. La superficie llegaba justo a las axilas. Si emerg�a un poco
m�s, ense�ar�a los pechos.
�Buenos d�as! �Me pasa mi ropa, por favor? �
Edward tom� unos pa�os rojos de las matas. No recordaba que
fueran tan finos ni preciosos cuando conoci� a Tiri el d�a anterior. Se los pas�
y muy cort�smente, se alej� para que la chica pudiera vestirse. Dese� no
obstante todo el rato darse la vuelta para mirarla, aunque fuera de reojo.
Ya estoy lista, se�or. �Seguimos el viaje? �
S�... Tiri... est�s preciosa. �
La muchacha no agradeci� el halago. Se subi� a la grupa del
elefante y esper� a que Edward se sentara en lo alto. Una vez que estuvo
situado, el coloso volvi� a moverse.
Todo el d�a estuvo Edward meditando sobre lo que hab�a
sucedido la noche anterior y la ma�ana. Sus interrogantes se hac�an m�s
profundas y amenazaban con volverlo loco. Sent�a que ella, su amada, lo golpeaba
contra un yunque, calent�ndolo como el hiero al temple.
Lleg� la hora de comer, pero Edward rechaz� las viandas que
Tiri prepar� para ambos. Prefiri� dar un paseo por una senda poco trillada. En
cuanto estuvo fuera del alcance de la vista de Tiri, se masturb� otra vez,
fren�tico. Gritaba, angustiado, al no sentirse due�o de su cuerpo. Su semen era
el tributo que la selva recog�a para la diosa por sus continuos deseos de serle
infiel.
No pudo eyacular esta vez. Tiri lo sorprendi�.
�Se�or? �Est� usted bien? �
No querida Tiri. No estoy bien. �
No quiso responder a las preguntas de su gu�a y se abandon� a
un inquieto sue�o sobre los lomos del mudo elefante. Tuvo all� otro sue�o.
El aire estaba lleno de sombras. No era aire libre. Se
encontraba en un recinto cerrado. �Una c�rcel? No hab�a nada a su alrededor.
Edward... �
Alguien lo llam�. Ella, supuso, aunque el tono de la voz
parec�a el de Tiri.
Edward... �
Azot� sus t�mpanos un chasquido, como el restallido de un
l�tigo. Se ech� al suelo, de rodillas. El chasquido volvi� a repetirse, m�s
cerca.
Eres m�o.-
Sinti� un intenso dolor en su sexo. Se quit� los pantalones y
no vio que le pasase nada. El cortante silbido del l�tigo invadi� la estancia y
le golpe� de lleno. Chillo, dolorido. Ella lo estaba azotando en el miembro. No
ve�a nada, ni siquiera las heridas, pero las notaba. Suplic� que parase.
Ya ha llegado el momento de decidir, amado m�o. �
Era de noche. El muchacho vio lo primero de todo las
estrellas. El elefante se hab�a parado. No hab�a m�s camino, ni hacia delante ni
hacia atr�s. �C�mo hab�a llegado all�?
�Tiri? �
La chica no estaba con �l. Edward se baj� del animal y se
adentr� por los �rboles. Pronto se dio cuenta de que las lianas estaban
trenzadas marcando una senda. No se ve�a a d�nde conduc�a, y nadie la podr�a
seguir sino and�ndola. Cuando erraba la direcci�n, una zarza rasgaba su ropa y
le imped�a avanzar. La camisa y los pantalones no tardaron en convertirse en
despojos. Curiosamente, no se hizo ni un rasgu�o.
Por fin, lleg� a un claro. Los �rboles eran m�s altos, pero
estaban separados. Se situ� en el centro y llam�:
Tiri. �
El viento pareci� responderle con la voz de la chica. O tal
vez fueron los ruidos de la jungla. Grit�, mucho m�s alto:
�Tiri! �
Un ave nocturna grazn� y emprendi� un r�pido vuelo entre dos
copas de �rbol.
Edward. Estoy aqu�. �
Tiri apareci� por un lado del claro. Nunca hab�a estado m�s
apetecible. La t�nica era de seda, decorada con maestr�a. Ajorcas de oro pend�an
de sus mu�ecas y tobillos. El aro de la nariz era de plata. Y en sus ojos un
embrujo poderoso lo atra�a.
Caminaron el uno hacia el otro. Edward se quit� los �ltimos
restos de su ropa. La t�nica de Tiri se abri� mostrando un seno. Bronceado y
hermoso, tierno como la edad juvenil de la muchachita hind�.
El chico lo bes� en cuanto estuvo a su alcance. Tiri gimi�,
satisfecha y estrech� la cabeza de �l contra su cuerpo. Edward baj� sus labios
hasta el ombligo, donde deposit� otro beso. Y sigui� su descenso hasta las
ingles. Estaba de rodillas, y pas� la lengua por encima de los labios �ntimos.
Ella se mordi� el labio inferior, conteniendo las muestras de placer.
�l se tumb� sobre la hierba del claro y acariciando las
piernas bellas de Tiri la atrajo hacia s�. La hab�a deseado mucho tiempo, todas
las horas desde que la conoci�. Ella se prepar� para recibir el pene erecto.
Sentada sobre sus muslos se inclin� para besarle.
Edward ansiaba olvidar todas sus visiones er�ticas
sumergi�ndose en el gusto de los labios de Tiri. Despu�s empezar�a una vida
tranquila y relajada. La dama misteriosa no volver�a a jugar con su cerebro.
Pero en la luna, detr�s de la cara sonriente de su amante, se
sinti� observado. Espiado, analizado por el sat�lite, como si su se�ora fuese el
testigo de la infidelidad. Tiri era bella, hermosa, la chica m�s apetecible del
universo, pero era mortal. Los a�os pasar�an y su amor se marchitar�a. En cambio
la dama misteriosa le ofrec�a un goce sobrenatural, un viaje sin fin por el
para�so. Edward se dio cuenta entonces del plan genial de la diosa del amor y
rechaz� el beso de su acompa�ante.
Tiri no se sinti� ofendida. Al contrario, pareci� alegrarse
sobremanera al o�r las excusas de Edward. �l no sab�a que incluso la muchacha
era parte del plan de la diosa.
La persigui� por la jungla durante horas. La noche segu�a
siendo due�a del cielo y del paisaje. Siempre por delante de �l, Tiri jugaba a
huir de Edward, del elegido por su ama. Era la sacerdotisa de la diosa del amor
y hab�a realizado su misi�n con �xito. Ahora s�lo quedaba conducir al joven ante
la presencia de la soberana del erotismo.
Cuando el joven ingl�s alcanz� a su presa, vio que hab�a
llegado a las escalinatas de un templo. Lo reconoci� enseguida: era el edificio
que vio en las cenizas de su sue�o. Tiri estaba apoyada en una columna,
esper�ndolo.
Bienvenido, t�, el m�s dichoso de los hombres, pues
fuiste elegido por la diosa. �
Edward pas� dentro, embobado. Como si fuera un pez, sigui� el
camino que un invisible sedal marcaba hacia el altar del amor.
El centro de la estancia lo ocupaba un enorme ara en la que
ard�a incienso puro. Al aspirarlo, pudo o�r la voz de la diosa. M�s clara que
nunca le comunic� sus deseos de unirse con �l. Edward dio un paso adelante y se
subi� a la piedra. Como hiciera en su sue�o, atravesando el fuego, penetr� en la
nube de incienso.
Frente a �l estaba la estatuilla que compr� en el puesto,
hac�a ya un siglo. El tiempo no ten�a sentido en ese lugar. Ante sus ojos, que
ya no se asombraban de las maravillas, vio que crec�a y cobraba vida. La mujer
lo miraba ahora a �l, invit�ndolo a convertirse en el hombre inerte. Ella le
dar�a la vida.
As� lo hizo y a cada paso que lo acercaba a la estatua viva
de la diosa, sent�a crecer en �l el placer. Todo, hasta el aire, le parec�a
divino. Su mente se sinti� libre de ataduras: ya no eran necesarias las
apariciones ni los sue�os. Era real lo que pasaba.
En un instante se vio convertido en el hombre que la diosa
abrazaba. El contacto de sus brazos era c�lido. Su rostro ten�a todos los rasgos
de las mujeres que lo hab�an conducido hasta all�: las desconocidas del tren, la
ni�a del puesto de baratijas, incluso de Tiri.
La penetr�. No era una manifestaci�n, sino la propia diosa
del amor la que recibi� el miembro viril de Edward. Todo, el templo, el altar,
el incienso, hasta los latidos de su coraz�n, desparecieron. S�lo estaba el
placer de poseer y d ser pose�do por aquella a la que estaba destinado.
Tiri recogi� la estatuilla y la llev� al santuario del
templo. La diosa ya hab�a elegido compa�ero para el resto de la eternidad. Se
sent� en las escalinatas de acceso y esper�, hasta que la jungla, muchos siglos
despu�s, engull� la �ltima piedra de aquel lugar m�gico.
Desde entonces y para siempre, la diosa y Edward seguir�n
fundidos, en continuo e imperecedero orgasmo y coito, m�s all� de las estrellas,
haciendo llover sobre nuestro mundo la semilla del amor.