Relato: Un pianista muy especial





Relato: Un pianista muy especial

A los cuarenta y cinco a�os, Rosa lleva una vida que si bien no es retra�da, le es por lo menos, aburrida.
No es que sus hijas la hayan dejado de lado pero se encuentran en esa edad en la que, si uno no termina de consolidarse econ�mica y profesionalmente, pierde el �ltimo tren y, por supuesto, no est�n decididas a dejarlo pasar.
Cada uno est� metido en el mundo que ha elegido y como ella hiciera a su edad, cada minuto libre lo dedican a su casa. Ella las comprende y ama como nunca antes, pero eso no termina de solucionar su problema de soledad. Su marido, que en paz descanse, hace cinco a�os que parti�, dejando un vac�o que a lo largo del tiempo fue cobrando distintas caracter�sticas que a su vez modificaron su conducta.
Tal vez porque su enfermedad fuera corta pero penosa, exigi�ndole a ella una atenci�n que lleg� a hartarla por su dedicaci�n exclusiva durante las veinticuatro horas del d�a, a tal punto que su subconsciente la traicionara frecuentemente al encontrarse pidiendo porque muriera de una vez, su ausencia definitiva signific� una liberaci�n; por fin, despu�s de treinta a�os, iba a poder hacer lo que le viniera en ganas a cualquier hora de cualquier d�a.
Como todos, amigos y parientes esperaban la muerte de Lu�s, la tranquilidad con que ella enfrent� la viudez no les fue extra�a y de esa manera, paulatinamente, dispuso de las horas del d�a y luego tambi�n de la noche para disfrutar de su libertad.
Despu�s de agotar las distintas alternativas que le ofrec�a la ciudad y que s�lo sirvieron para confirmarle in situ lo que conoc�a de o�das, el misterio de la vida nocturna llam� su atenci�n y as� fue conociendo lugares que ni siquiera en compa��a de su marido se hubiera atrevido frecuentar.
De los teatros de revistas pas� a conocer los cabarets, nigth clubs, boliches, pubs o como la moda los denominara, se dedic� a catalogar esos lugares, siempre en su calidad de observadora de las costumbres y h�bitos de esos personajes y en esa l�nea de pensamiento, termin� por meterse en ese submundo casi exclusivamente masculino de los boliches en los que las coperas, acompa�antes o �escorts�, como se les dice actualmente, ponen el hombro y generalmente toda su anatom�a para el consuelo de la clientela.
Todas las miserias de esas personas terminaron por abrumarla de tal modo que volvi� a recluirse en su casa y nuevamente, trat� de hallar distracci�n en el teclado de su antiguo piano pero, quiz�s debido a su exigencia personal o porque realmente tantos a�os sin hacerlo hab�an anquilosado sus articulaciones, no lograba la fluidez necesaria para interpretar las piezas que se obligaba a interpretar.
Esa aparente afici�n era una evasi�n para no enfrentar algo que desde poco despu�s de fallecer su marido comenzara a habitar su cuerpo y que resultaba en un necesidad hist�rica de satisfacerse sexualmente, cosa que a su edad hac�a rato consideraba irremisiblemente olvidada pero que su frecuente concurrencia a los sitios nocturnos hab�a no s�lo reavivado sino tambi�n intensificado por su conocimiento de h�bitos sexuales desconocidos, como por ejemplo; la bisexualidad de algunas de aquellas mujeres quienes le confiaran con absoluta franqueza las depravaciones y perversidades de que eran capaces y por cuya recomendaci�n hab�a enriquecido su panorama sexual mediante el alquiler de pel�culas pornogr�ficas que en vida de su esposo se resistiera enf�ticamente a mirar.
Todo ese revoltijo de im�genes y relatos rond�ndole los pensamientos, no s�lo contribu�a a mantenerla excitada como nunca en los �ltimos diez a�os sino que hasta la condujeron a la exploraci�n de su cuerpo que la gimnasia manten�a, sino lozano, con la firmeza de sus carnes y sin demasiadas arrugas o flojedades y, como no lo hiciera en su juventud porque se dec�a que era pecado, encontr� la anhelada satisfacci�n por medio de la masturbaci�n, aunque despu�s de conseguirla, un regusto amargo le quedaba en la boca y se sent�a llena de culpa por su incontinencia desbocada.
Esa soledad y un infrecuente picor que se hab�a instalado en lo m�s hondo de sus entra�as la manten�an en permanente vilo. Decidida a terminar con aquello, se propuso acceder a lo que ahora le era pian�sticamente imposible, perfeccionando su digitaci�n e interpretaci�n bajo la direcci�n de un profesor que le exigiera lo que ella no consegu�a.
Despu�s de buscar en diarios y revistas y de varias consultas telef�nicas, consigui� a uno que conoc�a lo suficiente de lo que pretend�a, que no era caro y que viv�a tan s�lo a cinco cuadras de su casa.
La primera sorpresa, fue comprobar que Horacio era un hombre de su misma edad y la segunda, que los g�neros y compositores que le gustaban coincid�an con los suyos. La situaci�n tom� un car�cter m�s tenso cuando el hombre le pregunt� como una persona cos sus conocimientos musicales recurr�a a otra para que la obligara a interpretar lo que ella hac�a correctamente.
Desconoci�ndose y casi desdobl�ndose para asumir lo que estaba haciendo, cohibida pero sin pudores, seguramente por la edad que los hermanaba, le cont� las desventuras de los �ltimos a�os y c�mo pretend�a convertir al piano en un suced�neo de sus reclamos f�sicos.
Sin demostrar demasiada sorpresa y con esa misma afable indiferencia que muestran los psic�logos, la escuch� atentamente para luego invitarla a sentarse ante el instrumento para que le ense�ara sus conocimientos.
Cuando ella comenz� a tocar, temblorosa como una chiquilina ante su examinador, �l fue corrigi�ndole la postura, irgui�ndole la espalda y modificando la posici�n de los brazos para luego, par�ndose detr�s de ella, colocar sus manos en los hombros manteni�ndola derecha y con los pulgares masaje� los m�sculos del cuello para que fuera distendi�ndose, pero ese contacto aparentemente profesional y aun a trav�s de la tela de la remera, no hizo otra cosa que hacer m�s evidente la angustia de su necesidad y con un fuerte escozor urgiendo el fondo del sexo trat� de proseguir tocando.
Nerviosa por el efecto que esas manos fuertes que poco a poco iban extendiendo el masaje hacia la nuca, a ella le costaba concentrarse en la partitura pero cuando quiso poner fin a la interpretaci�n, el la aquiet� con un suave chistido y arrim�ndola contra s�, dej� que las manos se deslizaran hasta el pecho para envolver sus senos por encima de la ropa.
Trat� de desasirse con un brusco movimiento, pero �l, estrech�ndola aun m�s contra su pelvis e impidi�ndole levantarse de la butaca, comenz� un manoseo a los senos. Agarr�ndole las manos y mientras intentaba desligarse in�tilmente del hombre, Rosa sent�a como todo su cuerpo temblaba pero ya no de nervios sino de ira.
El profesor parec�a desmandado y llevando sus manos hacia la cintura, tomando la parte baja de la remera la alz� r�pidamente hacia arriba para terminar de sac�rsela, oblig�ndola a levantar los brazos por la fortaleza del tir�n y, sin darle tiempo a reaccionar, volvi� a guiarlas hacia los pechos para, con un simple movimiento, destrozar la d�bil oposici�n del menudo corpi�o.
Sabiendo que ser�a in�til gritar pero con todos los a�os de represi�n sexual dictados por las monjas desde su misma infancia empuj�ndola, se debati� silenciosamente al tiempo que trataba de cubrir los senos que ning�n hombre salvo su marido viera jam�s.
Sin embargo todo era en vano, porque el hombre era demasiado fuerte para ella y en tanto envolv�a los senos temblorosos entre sus manos, le susurraba roncamente que �l la har�a todo lo feliz que necesitaba y en tanto que incrementaba el sobamiento, fue acuclill�ndose detr�s para deslizar su lengua a lo largo de la columna vertebral, provoc�ndole un inevitable respingo al tiempo que arqueaba la cintura hacia delante.
Rosa se daba cuenta que con sus est�pidas confidencias hab�a abierto la puerta para permitirle al hombre semejante actitud pero tambi�n asum�a que, aun te�idos de agresiva prepotencia, el manoseo, las lamidas y besos en su espalda avivaban las ascuas que permanentemente ard�an en sus entra�as. Una especie de flash, mezcla de rebeld�a y resentimiento parec�a iluminar repentinamente su mente y se dijo por qu� no permit�rselo, habida cuenta de su viudez y sus continuas necesidades, ya que a su edad no ten�a que rendir cuentas a nadie de sus intimidades y tal vez esa fuera la �ltima oportunidad que se le presentara.
Sin embargo, un resto de recatada prudencia le aconsej� no entregarse tan f�cilmente y aunque ya no intentaba levantarse del asiento, simul� seguir separando las manos de los pechos pero la destreza de Horacio hizo que se apoderara de las suyas para hacer que en conjunto, estrujaran las carnes de los senos.
Siendo esa la caricia inicial de sus cotidianas masturbaciones y habida cuenta de la sensibilidad que pose�an los pezones, Rosa gozaba much�simo con ella y ahora, multiplicada la sensaci�n por la fortaleza de las manos masculinas, autom�ticamente sus dedos encerraron entre ellos la excrecencia de los largos pezones y con un hondo suspiro, gru�o mimosamente mientras presionaba la mama entre pulgar e �ndice.
Considerando ese gesto como una aceptaci�n, Horacio hizo girar el taburete en redondo para que la boca buscara los palpitantes senos. Los pechos de Rosa nunca hab�an sido espectaculares pero tampoco peque�os y los tres partos con sus respectivos amamantamientos les hab�an otorgado una plenitud que ahora y aunque un tanto marchitos, los hac�a caer en pesada comba contra el pecho.
La lengua serpenteante de Horacio caracole� por esa cuenca que separa los senos para luego rumbear hacia el izquierdo mientras una mano continuaba la tarea de la suya, rascando y estregando la aureola y el pez�n. Hac�a tantos a�os que una boca no ocupaba el v�rtice, que ella crey� desmayar de dicha y apoy�ndose sonoramente con los codos sobre el teclado, se dispuso a disfrutar de esa mamada.
Virtuosamente, la lengua tremolaba sobre las carnes flojas pero teniendo como objetivo final la superficie amarronada y cubierta de finos gr�nulos de la aureola, sobre la que se abati� acompa�ada por los labios ejecutando peque�os chupones. La impetuosidad del deseo reprimido hab�a desbordado la cordura de esa mujer cuyo corto cabello entrecano la ligaba m�s con la vejez que con esa actitud de gata en celo y su voz enronquecida suplicaba con palabras groseramente vulgares para que el hombre no s�lo no cesara de chuparle los senos sino que incrementara su accionar.
Satisfaci�ndola y en tanto la mano que retorc�a la otra mama lo complementaba con feroces pero infinitamente gozosos pellizcos de las u�as, Horacio fustig� duramente al largo pez�n cuya alt�sima sensibilidad la condujera a secretos orgasmos durante el amamantamiento a sus hijos y contemplando como se doblegaba ante esos azotes, puso los labios a succionarlos; cuando ya los ayes angustiosos de Rosa llenaban el cuarto expres�ndole con una crudeza brutal que nadie hubiera esperado, cuanto la satisfac�a aquello, hizo a los dientes ejecutar similar tarea que las u�as, provocando que la mujer le rogara soezmente que la poseyera de una vez.
Previendo que aquello suceder�a, �l hab�a ido despoj�ndose con su mano libre de los pantalones y el calzoncillo pero, como no estaba dispuesto a hac�rsela tan f�cil a aquella, deseable s�, pero madurita que se le entregaba de esa manera, se incorpor� con la verga entre los dedos al tiempo que atra�a a la mujer hacia la entrepierna.
Esa era una de sus especialidades, no por la satisfacci�n que hubiera podido darle a su marido sino por la gratificaci�n final que la degustaci�n de esa cremosidad con gusto a almendras dulces le proporcionaba. Ante esa perspectiva, su boca se llen� de saliva como siempre que el deseo la acuciaba, atrapando con la mano ese falo que aun no lo era pero que con su aspecto amorcillado promet�a serlo prontamente y en proporciones superlativas.
Como siempre, ese tufo que brota de la entrepierna masculina, lejos de ofender su olfato no hac�a otra cosa que exacerbar sus m�s oscuras gulas y las narinas se dilataron complacidas ante lo que para ella era la fragancia que prologaba una de sus m�s depravadas e �ntimas sensorialidades. Acercando la boca a la cabeza del pene, proyect� la lengua para que, tremolante, enjugara la olorosa pel�cula h�meda que casi siempre cubre al �rgano masculino; el sabor �cido golpe� la memoria gustativa y el impacto de sentirlo despu�s de tanto tiempo se hizo notar con un intenso escozor en el fondo de la vagina.
La esperanza de renovar sentimientos y emociones largamente olvidadas, azuz� su pasi�n y casi irreflexivamente, acompa�o el lambeteo con suaves chupadas de los labios entreabiertos al ovalado glande en tanto que su mano buscaba instintivamente los test�culos para acariciarlos en leves sobamientos que arrancaron un complacido ronquido en el hombre.
Esa posici�n sentada en el taburete se le hac�a inc�moda por tener que inclinarse demasiado y entonces, sin dejar de complacerlo, fue acuclill�ndose frente a �l. Hacia mucho que no se arrodillaba por dos razones; una, porque el dolor en las rodillas la hac�a apresurar un tr�mite al cual le gustaba disfrutar en tiempo y forma y la segunda eran las inevitables marcas que dejaban en su piel que, sensible y blanca, se amoretonaba f�cilmente, dejando a la vista de todos la evidencia de sus felaciones.
Decidiendo darse el tiempo y los gustos necesarios, levant� con los dedos al tumefacto pene y la lengua descendi� viboreante a lo largo del tronco, degust� en los meandros del escroto esos sabores exquisitos y en tanto manoseaba la verga, de manera incontrolable, lade� el torso e invirti� la cabeza para llevar su lengua vibrante a escarcear sobre el peque�o tramo del sensibil�simo perineo y luego se intern� entre las nalgas a estimular reciamente la negra boca del ano, con tal �mpetu que esta se distendi� complaciente para permitirle saborear los agrios humores de la tripa.
Horacio no pod�a creer el demonio que hab�a despertado en esa mujer y mientras le exig�a roncamente que lo chupara de una vez, revolvi� cari�osamente la corta cabellera con escasos resabios gris�ceos. D�ndose un gusto al proporcion�rselo al hombre, recorri� inversamente el camino y envolviendo al tronco con los labios desde la misma base, hizo que los dedos realizaran un movimiento envolvente sobre el glande y el prepucio.
Mientras intensificaba la fuerza de los chupones que extend�a a toda la barra de carne, estimulaba reciamente la punta del �rgano y cuando lleg� al surco que cobija el prepucio, puso lengua, labios y dientes a la deliciosa tarea de macerarlo hasta que la gula pudo m�s y abriendo las mand�bulas que ante esa perspectiva parec�an tener la virtud de dislocarse, sac� la lengua sobre la que apoy� la cabeza para ir introduci�ndola lentamente a la boca.
El sentir nuevamente entre sus labios la suave piel de una verga, obnubilo de j�bilo a Rosa y asi�ndola m�s firmemente con la mano, la meti� hasta sentir un principio de nausea marc�ndole el l�mite y entonces s�, apret� los labios contra la carne para iniciar un corto vaiv�n que acompa�aba con el prieto anillo que hab�a formado con el �ndice y el pulgar, en tanto que la otra mano pasaba entre las piernas para, despu�s de estimular los esf�nteres anales del hombre, ir hundiendo el dedo mayor en la tripa hasta tomar contacto con el bulto de la pr�stata, restreg�ndola rudamente.
Su cuerpo todo le hac�a desear volver a sentir el sabor inigualable del esperma y casi sin contemplaciones para con �, chup�, lami�, succion� y rastrill� con los dientes el falo hasta que en medio de los bramidos de Horacio, los chorros espasm�dicos del semen estallaron lechosos dentro de la boca que ella continu� sorbiendo y deglutiendo hasta que ya ni una sola gota escapaba del miembro.
Ciertamente, si cre�a que esa felaci�n hab�a sido todo, estaba completamente equivocada. Evidentemente y a pesar de su edad, el hombre estaba en el apogeo de su virilidad, ya que el miembro no hab�a disminuido un �pice su tama�o ni rigidez y como si aquello fuera el aperitivo que le permitir�a degustar mejor los manjares que preve�a, ayud�ndola a levantarse, la condujo hacia un juego de sillones pr�ximos.
Haci�ndola sentar en uno individual, la acost� para que su grupa quedara por fuera del borde y, alz�ndole las piernas para apoyarlas en su pecho, restreg� como un pincel la verga contra la entrepierna, estimul�ndola desde el ano hasta el ahora alzado cl�toris.
Con los hombros contra el fondo del asiento y la cabeza apoyada en la parte baja del respaldo, ella sinti� como, por primera vez en mucho tiempo, un maravilloso falo iba separando las carnes que la abstinencia hab�a resecado y constre�ido y, para su j�bilo, la recia carnadura raspaba reciamente la piel, provocando laceraciones y seguramente desgarros pero la sensaci�n era tan inefable que, aferr�ndose a los brazos que el hombre apoyaba en los del sill�n, proyect� su cuerpo para ir al encuentro de tan espectacular verga.
Clav�ndole los verdes ojos que volv�an a chispear de alegr�a y lujuria, con voz que el goce enronquec�a, le reclam� en grosera repetici�n que le penetrara m�s y mejor para darle ese placer que no recib�a desde hac�a tanto tiempo y que la rompiera toda. Evidentemente ese era el prop�sito del profesor, ya que alz�ndole m�s los muslos, la penetr� en forma casi vertical, haciendo que la verga no solo raspara deliciosamente el bultito del Punto G en la parte anterior de la vagina, sino que traspasaba las tiernas aletas de la cerv�x para golpear rudamente en el fondo de las entra�as.
El goce era indescriptible y elevando los brazos se asi� al borde del respaldo para ayudarse en alzar el cuerpo y sostenida s�lo por estos y las manos de Horacio aferradas a sus nalgas, sent�a al miembro en su totalidad mientras la pelvis del hombre se estrellaba ruidosamente con los dilatados y h�medos labios de la vulva.
Nuevamente en el fondo del vientre se gestaban aquellos estallidos que revolucionaban su cuerpo y entonces fue que �l ces� por un momento en la penetraci�n para hacerla levantar y tomando su lugar, con el miembro en ristre, la dijo que se penetrara con �l. Aunque s�lo hubiera conocido a un hombre, con su marido se hab�an dedicado a experimentar distintas posiciones desde su primeros a�os de matrimonio que, con el correr de los a�os perfeccionaran hasta convertirlas en un arte y, esta, era una de ellas.
Apoyando los pies afirmados en el asiento a cada lado del cuerpo del hombre, se aferr� al borde del respaldo y flexionando las piernas, fue descendiendo lentamente, restreg�ndose contra la cara, el pecho y el vientre de Horacio hasta sentir como la verga que el sosten�a entre sus dedos rozaba la boca de la vagina.
Dando un meneo casi perruno a la pelvis, fue bajando mientras experimentaba la dicha de comprobar que la magn�fica verga no hab�a perdido rigidez. Con los verdes ojos cerrados y los dientes mordiendo los labios inflamados por los que surg�an mimosos ayes en los que el dolor no era el motivo sino el placer, fue sinti�ndola deslizarse hasta que su vulva se estrell� contra el pelambre masculino y entonces, inici� un movimiento combinado que ejecutaba casi como una auto flagelaci�n; a la flexi�n vertical de las piernas, sumaba un adelante y atr�s que alternaba con rotaciones de las caderas en salvaje imitaci�n a una sensual danza �rabe.
Verdaderamente, Horacio no esperaba que la viuda fuera a entreg�rsele de esa forma, dejando en evidencia que su comportamiento, aunque hubiera sido en la fidelidad de una cama matrimonial, no ten�a nada que envidiar a las prostitutas m�s depravadas. Decidido a llevarla hasta el l�mite que ella le permitiera, asi� entre sus manos los levitantes senos para someterlos a duros sobamientos que los movimientos de la mujer reforzaban. Acompas�ndose a la cadenciosa jineteada, llev� su boca a un seno y en tanto los dedos segu�an estrujando al otro, la mano restante baj� a la entrepierna de la mujer para restregar en lerdos c�rculos la carnadura del erecto cl�toris.
Los verdaderos orgasmos nunca hab�an sido frecuentes en ella y generalmente se conformaba con una buena eyaculaci�n que, acompa�ada por la tibieza del semen, la dejaban satisfecha. El apogeo de su excitaci�n se daba en una combinaci�n de partes, conjugando la extrema exaltaci�n del cl�toris que en ella funcionaba como un verdadero pene femenino, con el roce de la verga contra los m�sculos del canal vaginal que aprendiera a manejar despu�s de cursos de dilataci�n y contracci�n en los sucesivos partos y que su marido le ayudara a fusionarlo con la pr�ctica del Tantra y, finalmente, para cerrar el c�rculo m�gico, la estimulaci�n del m�s que sensible Punto G por la punta del falo.
Esa posici�n era ideal para que aquello sucediera y en tanto alababa con las m�s soeces adjetivaciones las virtudes f�sicas de ese amante no buscado pero felizmente encontrado, sent�a como al conjuro de su jineteada, flu�an las mucosas fuertemente arom�ticas de su sexo para estallar en l�quidos chasquidos contra las carnes del hombre.
Decidida tanto como �l a llevar aquella relaci�n hasta sus �ltimas consecuencias, sali� intempestivamente de esa posici�n para darse vuelta y parada, con las dos piernas entre las de Horacio, apoy�ndose en sus rodillas, bajar el cuerpo y repetir la penetraci�n pero esta vez desde una variedad de �ngulos que la volv�a loca por su diversidad, conforme ella se inclinaba hasta casi tocar las rodillas con la cabeza o se incorporaba verticalmente, dejando que el hombre se cebara en los senos con las manos.
A su edad, la intensidad de esas flexiones la fatigaron pero entonces �l colabor� con ella, haci�ndola descansar sobre su pecho mientras una de sus manos deambulaba exigente sobre los pezones y la otra estimulaba reciamente al cl�toris, haciendo que con su pelvis subiendo y bajando, el falo se hundiera totalmente en la vagina.
Realmente, Rosa deb�a hacer un esfuerzo para recordar una c�pula tan satisfactoria en los �ltimos quince a�os y el hombre pareci� comprender su necesidad de dar expansi�n a tanta abstinencia. Levant�ndose del asiento, la condujo hacia el sill�n grande pero no a su frente. Haci�ndola apoyarse contra el respaldo acolchado, le abri� las piernas e inclin�ndole el torso hacia abajo hasta que sus manos tocaron los almohadones de la parte delantera, despu�s de secar el pastiche de su sexo tal vez demasiado reciamente con sus manos, apoy� la punta de la verga en la cavidad que se abr�a como una ex�tica flor carn�vora cuyos bordes viol�ceos contrastaban con la palidez nacarada del fondo del �valo.
Despu�s de masturbarse un poco con sus propias manos para conseguir la rigidez necesaria, Horacio hundi� el falo en la vagina hasta chocar sonoramente contra las nalgas e inici� un hamacarse que nuevamente iba sacando de quicio a Rosa y ella misma colabor� cuando �l le alz� la pierna derecha para que apoyara la rodilla sobre el borde, ampliando as� la apertura del sexo.
En esa posici�n y flexionando las rodillas, Horacio hacia que la verga se moviera aleatoriamente en su interior, con lo que el disfrute era simplemente alucinante, especialmente cuando �l fue sacando la verga totalmente y esperando que los esf�nteres recuperaran su contracci�n, volv�a a penetrarla aun con mayor fuerza si es que eso era posible.
Casi imperceptiblemente, los dos fueron acomodando sus cuerpos para conseguir cada vez mayor goce hasta que Rosa qued� semi de costado, apoyada solamente en la pierna izquierda y, abrazada con la mano derecha a la nuca del hombre, se sosten�a con un pie y la otra mano apoyados sobre el borde del asiento, con lo que las manos de �l sobaban reciamente los senos al tiempo que hac�a entrechocar las carnes por el violento impulso que daba a sus caderas.
Ya la fatiga llevaba agotamiento a esa mujer que se comportaba sexualmente como cuando ten�a veinticinco a�os y que rogaba al hombre la hiciera llegar al orgasmo lo antes posible y �l, en un verdadero arranque de furia, le hizo apoyar nuevamente las piernas abiertas sobre el piso y as�, asida con las manos al respaldo, sac� al miembro de la vagina para apoyarlo contra la negra apertura del ano.
Aunque no era especialmente afecta a las sodomizaciones, tampoco se hab�a negado a ellas en momentos c�lmine del sexo, pero hac�a tantos a�os - seguramente m�s de veinte - desde su �ltima culeada, que tem�a que sus incipientes hemorroides le impidieran soportar ese dolor inevitable que siempre representaba al principio la dilataci�n de los esf�nteres pero que eran los que en definitiva provocaban ese placer �nico que tiene la sodom�a.
Apretando los dientes pero sin poder reprimir hondos ronquidos de dolor, fue sobrellevando el padecer y cuando la cabeza hubo transpuesto la resistencia inicial, la espada flam�gera de ese placer inigualable corri� como un rayo por su columna para instalarse en la nuca y desde all� irradiar oleadas sucesivas del dolor-goce que hac�a contraer al �tero en una respuesta natural e involuntaria del orgasmo verdadero y, llevando sus manos a separar las nalgas como si con ello consiguiera ampliar la apertura de los esf�nteres, estimul� a Horacio para que no cesara en ese delicioso martirio hasta no volcar en la tripa la simiente, cosa que �l realiz� casi prematuramente, ba�ando al recto con la dulce tibieza de la melosa cremosidad.
Manteni�ndose aferrada al respaldo con las manos engarfiadas en el tapizado y en tanto trataba de recuperar el aliento para poder sostenerse por s� sola sobre sus piernas temblorosas, sab�a que hab�a encontrado por fin una fuente de placer que revitalizar�a los �ltimos a�os de su vejez.
Durante cuatro semanas y de vuelta de cada �clase�, se sorprend�a a s� misma con la recreaci�n nost�lgica de lo que viviera con Horacio, encandilada por el vigor del hombre y de su propia resistencia para lo que le exig�a, hasta que un d�a sucedi� algo que no esperaba.
Ya en las tres ocasiones anteriores no hab�an utilizado el living y se refocilaban en la cama doble del dormitorio donde encontraban el placer del sexo total y esa tarde, mientras permanec�a acurrucada sobre el pecho del hombre tras una extenuante c�pula, en esa posici�n tan caracter�stica en ella que era colocar una pierna cruzada sobre la pelvis masculina, el roce inequ�voco de una lengua recorri� la hendidura dilatada por la postura.
Amodorrada, tardo unos momentos en reaccionar pero al hacerlo, ya dos fuertes manos inmovilizaban las caderas y ante su azorada protesta a Horacio, este se limit� a sujetarla estrechamente contra su pecho al tiempo que le dec�a que no tuviera miedo y fuera amable con ellos, ya que a su edad, dif�cilmente tuviera otra oportunidad como esa.
S�bitamente cobraba conciencia de su precipitaci�n al haberse entregado al hombre con tanta facilidad. Aun sabiendo que era in�til, con toda la bronca tana rebullendo en su pecho, trat� de desasirse de los hombres pero ya en vano.
Con Horacio sujetando prietamente sus manos y la fortaleza del otro hombre inmoviliz�ndole las piernas separadas, sinti� como lengua y labios recorr�an exploratoriamente el espacio entre las nalgas, arribaban al ano en el que asomaban los tejidos de una incipiente hemorroides que no le imped�a gozar de las sodom�as que seguramente fueran su origen y, tras explorar tremolante su sensorialidad, continuaron hacia el perineo y la distendida vagina.
Los bramidos junto a los insultos de la mujer parecieron no conmover a los hombres y s� acicatear el deseo de poseerla, ya que mientras la tildaban de vieja puta y Horacio alababa sus virtudes para la felaci�n y la sodom�a, sin advertencia previa, el otro hombre apoy� la punta de un falo contra la vagina y empuj� hasta hacerlo desaparecer enteramente en el sexo.
Aunque ante eso ella redobl� sus insultos y maldiciones m�s groseras, con la verga ya recorriendo la vagina en un coito de demencial violencia que su sempiterna incontinencia iba transformando en grato, sollozando y jadeando al un�sono, se dej� estar en calmada relajaci�n.
Lo m�s parecido a eso hab�a sido su primera sodom�a y la intensidad del recuerdo hizo que involuntariamente su pelvis comenzara a menearse e inconscientes asentimientos sollozantes dijeron a los hombres que ya estaba entregada.
Verdaderamente y a pesar que le costaba admitirlo, el tr�nsito de la verga era fant�stico y comenzaba a sentir como la lascivia de un placer descontrolado comenzaba a invadirla. Encogiendo m�s la pierna para facilitar el paso del miembro y desasiendo sus dedos de los de Horacio, busc� al tanteo la verga de aquel que, aun fl�ccida, permanec�a tumescente sobre los test�culos.
Ante la caricia, este acomod� su cuerpo para que ella pudiera acceder a su entrepierna, empujando su cabeza hacia la verga. Ya el otro hombre al que �l llam� Alberto, estaba dedicado de pleno a socavar su sexo y en tanto la penetraba con una cadencia m�s calma, los dedos excitaban con fuertes friegas al cl�toris en un comienzo de c�pula que a ella se le antojaba ser�a magn�fica.
Su habitual concupiscencia codiciosa le dec�a que, de esa violaci�n que ya definitivamente no pod�a evitar, deber�a sacar un provecho que la beneficiara y esto ser�a posible entreg�ndose sin limitaciones a cuanto quisieran hacerle los hombres; buscando con la boca la verga todav�a humedecida por las mucosas de su vagina y restos del esperma masculino, hundiendo la nariz en la olorosa mata velluda, sac� la lengua para iniciar un periplo que la llevar�a de ida y vuelta desde el nacimiento del tronco hasta la punta del falo.
Con mansa sumisi�n y destreza, tom� en la mano al amorcillado pene para, inclin�ndose, tremolar con su lengua en la base del tronco, dejando a los dedos la tarea de realizar movimientos envolventes sobre el glande y prepucio. Su predisposici�n encant� tanto a Horacio que la alent� para que prosiguiera chup�ndolo y repentinamente, se dio cuenta que ya no quer�a satisfacer al hombre sino que ella era quien se regodeaba al juguetear con esa verga que, definitivamente, iba adquiriendo categor�a de falo y, escarbando con la punta engarfiada de la lengua en la sensibilidad del surco que proteg�a el prepucio, lo hizo estremecer de goce.
Estaba fascinada por la creciente rigidez de ese miembro que, ya a esa altura cobraba una dimensi�n que no por conocida era menos tremenda; tras lambetear con insistencia la monda cabeza, los labios fueron enjugando la saliva en breves chupeteos hasta que los labios envolvieron todo el glande, introduci�ndolo en la boca hasta que los labios se ci�eron en la flojedad del prepucio y desde all�, inici� un corto movimiento de vaiv�n al tiempo que succionaba hondamente las carnes.
El sabor y tama�o del falo la sacaba de sus cabales y, envolviendo con los dedos al tronco, form� una especie de prolongaci�n a los labios, haciendo que ese conducto imitara a una vagina y as�, subiendo y bajando por la verga, cada vez la introduc�a un poco m�s en la boca y ya no eran solamente los labios los que se apretaban contra la piel sino que el filo romo de sus dientes la rastillaba cuidadosamente sin lastimarla.
La fatiga que ella sent�a por el entusiasmo con que succionaba al pene, le hac�an alternar las chupadas con violentas masturbaciones de las manos que se mov�an de arriba abajo en divergentes movimientos circulares hasta que percibi� que estaba por alcanzar su merecido premio.
Tras dar dos o tres largas succiones en la que la punta de la verga alcanzaba su garganta mientras ella meneaba la cabeza de lado a lado al retirarla, comenz� una fren�tica masturbaci�n al tiempo que la lengua empalada sal�a de la boca como una alfombra para recibir la eyaculaci�n del hombre que, cuando lleg�, lo hizo con abundantes y espasm�dicos chorros de esperma que ella se apresur� a contener cerrando la boca para sentirlos golpeando deliciosamente el paladar y deglutir su almendrado sabor.
Dici�ndole a Alberto que era toda suya, Horacio se retir� rumbo al ba�o y entonces, aquel la hizo arrodillarse e indic�ndole que se apoyara en los codos, volvi� a penetrarla hasta que su mata velluda golpe� contra las nalgas. Sin lugar a dudas, esa era una de las m�s grandes vergas que soportara su sexo pero ella, apretando los dientes y mientras bajaba la cabeza por el sufrimiento, no s�lo abri� m�s el triangulo de las piernas sino que imprimi� a sus caderas un suave meneo y en tanto roncaba rogando por m�s, subiendo y bajando el abdomen proyect� al sexo contra ese falo que la romp�a toda.
Con los ojos cerrados, disfrut� de esa maravillosa c�pula hasta que el hombre fue dej�ndose caer hacia atr�s y tom�ndola de los hombros, la arrastr� con �l. Comprendiendo lo que quer�a, fue acomodando sus piernas al tiempo que ejecutaba un corto galope que le hac�a sentir toda la reciedumbre de la carnadura.
Ciertamente y aunque no lo expresaba explicitamente, el tr�nsito de la verga la desmandaba como hac�a a�os y con esa misma lascivia concupiscente con la que se hab�a entregado voluntariamente complacida a las mayores iniquidades, empez� a hamacarse adelante y atr�s sin cesar en la jineteada; viendo su entrega apasionada, Alberto fue inclin�ndola contra su pecho y ella, colocando autom�ticamente las manos echadas hacia atr�s junto a sus hombros, inici� un movimiento por el que el falo entraba y sal�a de la vagina como de una vaina bien aceitada.
El placer era inmenso y Rosa lo manifestaba por la forma en que echaba su cabeza hacia atr�s para que el cuello se curvara en un �ngulo imposible y en tanto la meneaba de lado a lado, de su boca abierta escapaban por las comisuras hilos de una espesa baba y en ese momento, el contacto de una boca sobre sus pezones le hizo comprender que Horacio hab�a regresado.
Lengua y labios se aplicaron reciamente contra las mamas, fustigando la una y chup�ndolas reciamente los otros mientras dos dedos excitaban al cl�toris para despu�s descender y unirse a la verga en la penetraci�n. La ira y el disgusto de verse tratada como una prostituta cualquiera no la abandonaban pero tampoco pod�a reprimir la reacci�n natural de su cuerpo a aquello que practicara vehementemente durante tantos a�os.
De su boca escapaban ayes y gemidos que no disimulaban su car�cter de placenteros y entonces Horacio, enderez�ndola, la gui� para que girara ciento ochenta grados y as�, arrodillada, con el torso erecto, reinici� la jineteada con tal frenes� que, sin tener conciencia de ello, llev� sus manos a que, la derecha estimulara agresivamente al cl�toris y la izquierda buscara el ano para hundir en �l parte de su dedo mayor.
Farfulladas palabras de aprobaci�n que surg�an espont�neamente de su boca parecieron provocar la reacci�n de Horacio, quien, empuj�ndole el torso contra el pecho de Alberto, hizo que su grupa se alzara oferente para que �l apoyara la ovoide cabeza de su miembro sobre el ano.
Aquello hizo recobrar la cordura a Rosa y quiso oponer una resistencia vana, ya que Alberto aplast�ndola contra su pecho y Horacio, tom�ndola por las caderas, cercenaron cualquier intento de hu�da. Entre sollozadas s�plicas y groseras palabrotas, intent� ara�ar a Alberto pero ya la presencia del falo dentro del recto era inevitable y, rendida pero satisfecha, sinti� como la verga empujaba la tripa saliente para hundirse irremisiblemente en toda su extensi�n.
Sus gritos ahogados por la mano de Alberto, se convirtieron en un jadeante sollozar hipante mientras sent�a que el falo volv�a a proporcionarle aquella mezcla de dolor-goce que disfrutara tanto en otros tiempos. Cuando las dos vergas se rozaron a trav�s de las delgadas paredes, los hombres iniciaron un lento coito en el que se alternaban entrando y saliendo pero, progresivamente, hicieron coincidir los miembros para que, simult�neamente, la masa de ambos destrozara deliciosamente sus carnes.
A pesar del martirizante sufrimiento, la memoria emotiva y muscular hac�a que reaccionara como no quisiera haberlo hecho y, en tanto meneaba y balanceaba el cuerpo en mudo asentimiento, su boca busc� angurrienta la del hombre.
Los tres ya estaban empe�ados en la c�pula bestial y por un rato se entregaron a ella hasta que la verga que albergaba el ano saliera de �l para, despaciosamente, dilatar hasta lo imposible los esf�nteres vaginales y hundirse junto a la otra en el sexo.
Ya no hubo gritos ni maldiciones, solo el sordo llanto de la humillaci�n acompa�� la monstruosa c�pula hasta que los hombres volcaron en ella la tibieza de su esperma.
Seguros de que en su cuerpo no quedaran huelas de la violaci�n, los hombres la acompa�aron al ba�o para que la ducha limpiara todo vestigio de saliva, semen y flujos. Con toda la bronca de esa vil degradaci�n golpe�ndole en el pecho, ella misma se encarg� de eliminar todo rastro de lo que pudiera conectarla con ellos y, despu�s de secar r�pidamente su corto cabello, se visti� para salir del departamento con la vulgar invitaci�n de los hombres a volver cuando quisiera.
Ya en la tranquilidad de su casa, examin� detenidamente su cuerpo sin hallar en �l la menor huella de semejante atrocidad pero tambi�n se dijo y acept� que, como le dijeran los hombres, a su edad, dif�cilmente volver�a a vivir una situaci�n semejante que, no obstante esa sensaci�n de furia por la humillaci�n de ser mancillada de esa forma sin tan siquiera consultarle si quer�a ser part�cipe voluntaria, hab�a disfrutado tan intensamente como ella misma no se cre�a capaz.
A su pesar y para no poner en riesgo su virtud de ama de casa y madre, no hizo caso de la invitaci�n de Horacio y Alberto, poniendo fin a aquellas clases que, definitivamente, extra�� por tanto tiempo como hab�a extra�ado la presencia de su marido.

Distray�ndose con los quehaceres de la casa, ya enorme para ella sola y acrecentando la atenci�n a sus hijas, trascurrieron los d�as y los meses, pero las necesidades f�sicas le hicieron rescatar lo que all�, en el fondo de su mente y cuerpo, palpitaba con la consistencia de lo presente y nuevamente cay� en la auto satisfacci�n.
El s�lo trajinar de sus manos comenz� a hac�rsele insuficiente y transgrediendo sus propios escr�pulos, recurri� experimentalmente a suced�neos cotidianos, comenzando por una gruesa zanahoria a la que luego de lavar concienzudamente cubri� con vaselina para introducirla cuidadosa y temerosamente a su sexo.
Verdaderamente, tuvo que admitir que, sin tener el volumen de una verga, el fruto le proporcion� una sensaci�n muy parecida y la obtenci�n de un orgasmo tan profundo como placentero. De esa manera dej� pasar los d�as con una plenitud que asombraba a propios y extra�os por la luminosa beatitud en todos sus actos.
De ocasionales, aquellas penetraciones fueron haci�ndosele tan necesarias como exiguas, su cuerpo cebado en tantos a�os de sexo ped�a por m�s y ella decidi� darle satisfacci�n no ya con un perecedero fruto sino con la variedad inmensa de grosor y largo que le propuso en la fiambrer�a la presencia insoslayable de los embutidos.
Salamines, cantimpalos, longanizas y otros chacinados comenzaron a llenar su despensa y ya, dejando a un lado los horarios, obedeciendo �nicamente al mandato de sus reclamos hormonales, los f�licos sustitutos de los que ella se proteg�a forr�ndolos con preservativos, comenzaron a ser habitantes indispensables de su vagina.
Transcurrido un a�o, el uso indiscriminado de aquellos embutidos que progresivamente fueron creciendo en largo y grosor en respuesta a sus necesidades cada vez m�s acuciantes, le hizo ver que, justificadamente, precisaba que un hombre, fuera de la manera en que fuera, volviera a satisfacerla.
Ya lo sucedido en el departamento de Horacio no le parec�a tan terrible y secretamente ansiaba que la situaci�n se repitiera. Estuvo dubitativa por unos d�as pero finalmente se decidi� y llam� por tel�fono; sin hacer referencia a nada y a su pedido de reiniciar las �clases�, Horacio le dijo con su habitual cortes�a, que los mi�rcoles a la cuatro de la tarde era un buen horario para hacer un nuevo intento.
Ella no hab�a cre�do que esa aceptaci�n fuera a vivificarla de semejante manera y aprovechando los dos d�as que faltaban para el encuentro, fue al sal�n de belleza para cortar su cabello casi tanto como un varoncito, hacerse un depilaci�n dolorosa pero necesaria a la que agreg� por primera vez la eliminaci�n total del entrecano vello p�bico que la envejec�a aun m�s y un cuidadoso recorte y pintura de sus u�as en manos y pies.
Al mediod�a del mi�rcoles, se hundi� en un tibio ba�o con sales perfumadas y tras vestirse cuidadosamente pero sin la utilizaci�n de ropa interior, camin� despaciosamente las pocas cuadras que la separaban del placer.
Toda su euf�rica efervescencia se vino abajo cuando Horacio, tras recibirla cari�osamente con un delicado beso en la boca, la condujo al living donde hab�a una mujer a la que le present� como su esposa. Recurriendo a su mayor hipocres�a, ensay� una de sus luminosas sonrisas para besar en la mejilla a Amalia, como ella misma se present�.
Sin embargo, su decepci�n debi� de ser tan evidente que el matrimonio estall� en risas mientras �l le explicaba que su mujer estaba al tanto del tipo de �clases� que le estuviera dando y que tambi�n hab�a querido participar. Azorada porque la mujer estuviera de acuerdo en protagonizar un tr�o, la inquietud la paraliz�, pero Amalia la sac� de su turbaci�n para tomarla cari�osamente de la mano y conducirla al dormitorio.
Rosa jam�s hab�a estado con una mujer ni siquiera en las m�s alocadas fantas�as a las que recurr�a cuando se masturbaba con los embutidos y as� se lo hizo saber a la pareja, pero tranquiliz�ndola, la mujer le dijo que reci�n participar�a cuando fuera el momento y ella estuviera preparada.
En el entendimiento t�cito de que ya eran grandes y todos sab�an para que se encontraban all�, sin gentilezas ni exhibicionismo, el matrimonio comenz� a desvestirse y cuando la mujer lo hizo por el simple acto de desatar el nudo de su bata bajo la cual estaba absolutamente desnuda, Rosa pudo comprobar que Amalia, que aparentaba ser m�s joven que ellos, lo confirmaba por la s�lida morbidez de sus carnes; los pechos macizos eran grandes pero no tanto como para caer desagradablemente sobre el abdomen sino que manten�an una firme comba. Ese abdomen, levemente musculado conduc�a a una pelvis en la que resaltaba el abultamiento de la vulva y dando sustento a los redondos y prominentes gl�teos, las piernas manten�an un aspecto macizo, sin aparente celulitis.
Observando la forma inquisitiva con que la miraba, la mujer le hizo un moh�n cari�oso por el que la invitaba a la cama para luego sentarse en un peque�o sill�n que estaba al lado de la cama, repantig�ndose en �l.
Aun con la vista puesta en Amalia y casi maquinalmente, dejando claramente en evidencia que no hab�a ido a tocar el piano, ella se hab�a ido desprendiendo del flojo pantal�n negro y la nueva remera roja que comprara especialmente la tarde anterior,
Est�ndolo �l y vi�ndola ya desnuda, Horacio la condujo a la cama y, acost�ndose boca arriba, le dijo c�micamente que hiciera de �l lo que quisiera; avariciosa despu�s de tanto tiempo, ella se ahorcaj� sobre su vientre y busc�ndole la boca con �vida gula, hostig� con su lengua tremolante la de Horacio. Aunque la verga se encontraba apenas tumefacta, el sentirla rozando su sexo la exacerb� y comi�ndose la boca del hombre en tanto meneaba la pelvis contra la entrepierna para hacer cobrar tama�o al falo, fue deslizando la boca por el cuello para luego buscar en el pecho las tetillas y en una mezcla de succi�n con mordisqueo, las martiriz� durante unos momentos.
Habi�ndose colocado de trav�s en la cama, Horacio facilitaba que su mujer fuera espectadora privilegiada de ese sexo y a su vez, Rosa pod�a observar como aquella, con la mirada perdida en la pareja, colocaba una de sus piernas sobre un brazo del sill�n para, abriendo desmesuradamente la otra, someter a lentas y meticulosas caricias todo su sexo en tanto la otra mano sobaba recia y lentamente los senos.
El espect�culo de ver a una mujer masturb�ndose no s�lo la fascinaba sino que profundizaba la intensidad de su propia calentura. Sin quitar la vista de los dedos rascando el interior de la vulva, se acomod� entre las piernas abiertas de Horacio y levantando la el�stica morcilla de la verga, la meti� entre los labios golosos.
No imaginaba como sentir nuevamente a un miembro masculino descansando en la alfombra de su lengua iba a trastornarla de esa manera e introduci�ndolo totalmente, lo someti� al vapuleo de la lengua que lo fustigaba, empuj�ndolo para que quedara a merced de sus muelas o al filo de los dientes. Poco a poco, la verga iba transform�ndose en un falo y ya su volumen hac�a imposible que la mantuviera dentro; entonces, encerr�ndola entre el c�rculo prieto de sus labios, comenz� a mover la cabeza en un lento y cadencioso ritmo que termin� de endurecerla.
Su objetivo no era llevar al hombre a una pronta eyaculaci�n y s� alcanzar la rigidez definitiva con la que penetrarse; con la boca haciendo nido en el surco que protege al prepucio y el anillo de sus dedos �ndice y pulgar sobre el tronco, inici� con la primera un vaiv�n que la llevaba desde la grieta hasta la punta del glande y con el segundo, una masturbaci�n que iba desde la misma base hasta chocar con sus labios.
Observando obsesionada a Amalia que hac�a maravillas con los dedos en sus pechos y sexo, cuando consider� que el pr�apo ya ten�a la rigidez necesaria, se acaball� sobre la pelvis de Horacio y tom�ndolo entre sus dedos, fue descendiendo el cuerpo hasta sentirlo rozando la entrada a la vagina.
Con un m�nimo meneo lo hizo recorrer el interior de la vulva, desde el cl�toris hasta el mismo agujero y conseguida la lubricaci�n precisa, fue bajando lentamente, sintiendo gratamente como el falo iba distendiendo los m�sculos anquilosados. Despu�s de tanto tiempo, era maravilloso experimentar el roce de esa verga llena de venas y anfractuosidades destrozando los tejidos resecos. Sin embargo, la vista de lo que la otra mujer realizaba en su sexo y pechos mientras observaba con �vida lujuria lo que ella hac�a con su marido, no hizo sino exacerbarla y poniendo fin a la lerda introducci�n con un brusco movimiento, se penetr� hasta que el falo golpe� contra el fondo de la vagina.
Verdaderamente, sentir la verga dentro de s� la ofusc� e imprimiendo a sus rodillas una morosa flexi�n, inici� un galope que le hac�a sentir toda la reciedumbre masculina mientras, imitando a Amalia, sobaba y estrujaba entre los dedos los mustios senos; expres�ndole toda la incontinencia de su l�brica impudicia, Amalia buscaba afanosa sus ojos y cuando ella, como si recibiera un secreto reclamo, se inclin� apoyando las manos a cada lado del cuerpo de Horacio para iniciar una jineteada que �l complementaba con recios rempujones desde abajo, la mujer introdujo tres dedos a su vagina en tanto que con la otra mano restregaba en c�rculos al inflamado cl�toris.
Esa posici�n por la que la verga entraba y sal�a de su sexo como por un conducto natural, la enloquec�a y motivada adem�s por lo que Amalia parec�a ejecutar en su honor, extendi� los brazos hasta que las manos estuvieron muy por encima de la cabeza del hombre y as�, rozando su cuerpo con los senos, se dio tan violento empuje que la verga parec�a horadar deliciosamente su cuerpo
Con la provocativa mirada de Amalia compeli�ndola a ser aun m�s ruda, se empe�o en una enloquecedora c�pula en la que el hombre no alcanz� su eyaculaci�n pero ella s� encontr� el precoz premio de un magn�fico orgasmo.
Al caer desfallecida en la cama mientras los bendec�a por tan grandioso acople, �l la arrastr� hacia el borde de la cama y arrodill�ndose sobre la alfombra, le hizo encoger las piernas para que apoyara los pies sobre sus espaldas y entonces comenz� una tan fant�stica minetta que ella no pod�a dar cr�dito a tanto placer.
Apoy�ndose en los codos para observar como �l le hac�a sexo oral, se encontr� nuevamente con sus ojos que derramaban lujuria mientras observaba como Amalia complementaba el trabajo de los dedos con la introducci�n de un curvado consolador, al tiempo que alegraba su rostro con un amplia sonrisa de complicidad.
Rosa estaba encantada por lo que Horacio hac�a en su sexo con boca y dedos, pero sintiendo un ansia irrefrenable por vivir aquello con lo siempre so�ara pero jam�s se atreviera a exteriorizar, le reclam� tiernamente a la mujer que se uniera a ellos. Esta parec�a estar esperando que fuera ella quien tomara esa decisi�n y llegando a su lado, se arrodill� sobre la cama en tanto los invitaba a imitarla.
Seguramente esa era una rutina que el matrimonio practicaba asiduamente pero como para Rosa era una absoluta novedad, dej� que ellos la acomodaran en el centro de la cama para colocarse, �l detr�s y Amalia delante.
En ese delicioso �sang�ichito�, las manos y boca de Horacio recorr�an su espalda, nalgas y muslos, en tanto Amalia, haci�ndole disfrutar de una experiencia in�dita, hund�a su boca angurrienta en la suya al tiempo que somet�a a los senos al acariciante sobar de sus manos.
Nunca sus ansias hab�an sido tan intensas por conocer algo desconocido y en tanto respond�a a los besos compitiendo con ella en el estrujamiento mutuo a los senos, les rogaba y exig�a que la hicieran experimentar lo que nunca en su vida.
Sin dejar de besarla y en tanto su �profesor� exploraba la canaleta entre las nalgas, separ�ndolas con ambas manos para colocar en su ano el urticante contacto de la lengua tremolante, la otra mano de la mujer baj� para tantear primero y restregar despu�s la sensible erecci�n del cl�toris ya vapuleado por la lengua su marido.
Rosa se sent�a en el mejor de los mundos, sumergida en un para�so de sensaciones desconocidas y exquisitas. Entonces, la pareja fue variando en las posiciones hasta que Horacio fue quien qued� en el medio y, en tanto Amalia se entregaba a una sonora sesi�n de besos mientras acariciaba su torso, casi como en un mandato natural, Rosa se inclin� entre sus piernas para buscar con una mano la verga semierecta y abriendo la boca, la aloj� en su interior
Modificando su posici�n en forma imperceptible para Rosa, sin dejar de juguetear en la boca de su marido, Amalia fue deslizando una mano por su espalda y aprovechando que el estar arrodillada la obligaba a alzar la grupa, llev� los dedos a lo largo de la hendidura y as� como Horacio lo hiciera con la lengua, estimul� con la yema del dedo mayor la dilataci�n anal para luego y cuando Rosa somet�a al hombre a una fenomenal chupada, ir hundiendo lentamente todo el dedo en el recto.
Exultante por recibir tanto placer de una manera totalmente inesperada, fue recordando cuando con su marido, sumergidos en la vor�gine sexual en la que se hund�an durante los primeros veinte a�os de matrimonio, fantasearan con la posibilidad de integrar a otra mujer.
Ahora era otro matrimonio el que la incorporaba a ella y aunque a su edad ya no ten�a la elasticidad f�sica como para corresponder a exigencias como las que Lu�s la somet�a, increment� el accionar de sus dedos en la masturbaci�n en tanto se abr�a m�s de piernas, pidi�ndole a Amalia que la sodomizara con dos dedos.
Tal entusiasmo pareci� motivar a la pareja y luego de unos momentos en que Horacio se dej� caer en la cama, la mujer la gui� para que se ahorcajara sobre la cabeza del hombre. Cuando aquel le abraz� los muslos para manejar su cuerpo y hacerlo descender hasta que la vulva rozara su boca, Amalia tom� igual posici�n al tiempo que introduc�a en su sexo la verga de Horacio y, tom�ndola por la cintura, acerc� sus cuerpos hasta que los pechos se tocaron, iniciando un meneo de costado por el que los senos se estregaban deliciosamente.
Con toda dedicaci�n, el �profesor� se enzarz� en una magn�fica minetta que acompa�aba con un restregar de un pulgar al cl�toris mientras el de la otra mano entraba y sal�a del ano dilatado por los dedos de su mujer, al tiempo que esta, en tanto la besaba con desatada lujuria, hac�a que sus dedos se posesionaran de los largos pezones de Rosa para retorcerlos con incruento pero sublime placer.
Bes�ndose y agrediendo mutuamente sus senos e inmersas en esa bienhechora felicidad que les proporcionaba el hombre someti�ndolas con boca, dedos y miembro, se dejaron estar hasta que Amalia, quien parec�a ser el cerebro de ese d�o, la hizo modificar su posici�n para que, con los pies en la alfombra y, de espaldas a Horacio, bajara el cuerpo para que ella introdujera el pene en su sexo.
Apoyada con ambas manos sobre las rodillas del hombre, Rosa recibi� jubilosamente al r�gido falo y en tanto iniciaba un moroso hamacar, las manos de Amalia, que ocupara su lugar para que Horacio realizara en su sexo lo mismo que a ella con dedos y boca, se inclin� para atraer su torso y sus dedos juguetearon fren�ticamente en los senos desde atr�s. Luego de unos minutos en los que Rosa expres� con entrecortados jadeos la felicidad que le estaban dando, una de las manos descendi� hacia la entrepierna a estimular reciamente al cl�toris hasta que los jadeos de Rosa se transformaron en ayes y gemidos en los que proclamaba el pr�ximo advenimiento de su orgasmo, haciendo que la pareja renovara sus esfuerzos y cuando este lleg� impetuosamente a conmover su vientre, liberando la catarata de la satisfacci�n plena, la recostaron amorosamente en la cama para que descansara.
Las figuras borrosas por las l�grimas de felicidad que inundaban sus ojos de esos amantes que tan viejos como ella, eran capaces de hacer disfrutar a una mujer que no se hab�a privado sexualmente de nada, no s�lo la conmov�an por la expectativa de lo que pudiera depararle en el futuro, sino que la compel�a en ese instante a seguir disfrutando de ese sexo loco y cuando termin� de explic�rselos en un balbuceo que entrecortada el cansancio, la exuberante Amalia, se dedic� a secarla enteramente con la s�bana superior, desde el nacimiento del cort�simo cabello en la frente hasta sus piernas relucientes de transpiraci�n.
Luego y as� como estaba, la arrastr� hasta el borde la cama y apoy�ndole las piernas en el piso, las separ� para arrodillase entre ellas y conducir la boca a tomar un nuevo contacto con su sexo. Como desde siempre, el sexo oral sacaba de quicio a Rosa y acomodando ella misma el cuerpo, atrajo la cabeza de Amalia al tiempo que le ped�a, con esa familiaridad �nica que tienen las mujeres entre s� para la groser�a, que la chupara toda y la masturbara hasta hacerla acabar nuevamente.
Satisfaci�ndola, Amalia extendi� la lengua para llevarla a recorrer todo el sexo. Ese lento periplo, por lo profundo y minucioso, irritaba los nervios de la �alumna�, que la miraba acodada sobre las h�medas s�banas, incit�ndola soezmente a satisfacerla con mayor vigor pero, cuando su mentora comenz� a chupar con brutal energ�a al cl�toris y los colgajos de los labios menores al tiempo que con una mano la penetraba con un consolador hasta que la ovalada punta siliconada golpe� contra al entrada al cuello uterino, se dej� caer hacia atr�s mientras asent�a repetidamente que as� era como quer�a ser pose�da.
La mujer manejaba con maestr�a ese falo que superaba al de su marido pero, al tiempo que Rosa expresaba su hist�rico entusiasmo golpeando y asiendo entre los dedos las s�banas como si quisiera rasgarlas, sin dejar de someterla, fue trepando a la cama para luego colocarse invertida sobre ella en silenciosa incitaci�n a protagonizar un sesenta y nueve.
Al aceptar ese tr�o, Rosa hab�a dado por descontado que en alg�n momento eso deber�a suceder pero a pesar de su larga y hasta perversa trayectoria sexual, tan s�lo hab�a fantaseado con esa posibilidad, m�s como una bravata que un verdadero deseo; ahora y en tanto sent�a a boca y consolador d�ndole una satisfacci�n in�dita, ten�a ante sus ojos la dilatada raja de una carnosa y monda vulva que irremisiblemente segu�a descendiendo conforme la mujer abr�a m�s las piernas y, para su asombro, la tufarada de esa �ntima fragancia propia de las mujeres, no s�lo no la disgust� ni le produjo repulsa sino que actu� como un disparador de un nuevo e irrefrenable deseo por saber que se sentir�a al tenerla en su boca.
Rodeando con sus brazos las caderas de Amalia, se asi� a las firmes nalgas y levantando la cabeza, envi� la lengua a explorar los oscuros bordes de los labios mayores por cuya leve dilataci�n se entreve�an los frunces rosados de los menores. El contacto con ese sabor al que supon�a conocer por haber degustado muchas veces sus dedos al t�rmino de una masturbaci�n, no ten�a similitud con lo acremente marino de sus jugos, sino que conllevaba un resabio a almendras, casi tan apetitoso como el semen.
Ciegamente tentada por ese gusto, puso a tremolar la lengua para recorrer el abombado mont�culo, recibiendo en compensaci�n la apertura de los labios que iban descorri�ndose como un carnoso tel�n, ense��ndole lo maravilloso de un espect�culo que conoc�a por haber visto el suyo a trav�s de un espejo pero nada se comparaba con esa realidad; el oscuro exterior serv�a de marco para destacar lo intensamente rosado del interior y los labios menores, abundantes y fruncidos, no adquir�an la apariencia de colgajos como los suyos y en cambio se extend�an frondosos a ambos lados de un �valo iridiscentemente ros�ceo, extendi�ndose hacia arriba para formar el rugoso capuch�n bajo el que se cobijaba a medias un largo cl�toris que la sorprend�a por su s�lida consistencia y, hacia abajo, rodeaban en delicados pellejos la entrada al sexo.
Aspirando embriagada los aromas de las flatulencias vaginales, llev� la lengua a recorrer ondulante todo el per�metro para despu�s concentrar, irremisiblemente atra�da por �l, los azotes sobre esa carnosidad que se ergu�a desafiante como un peque�o pene. Hacerlo la conmovi� de tal manera que, prendi�ndose aun m�s fuerte de las nalgas, rode� al cl�toris con los labios para succionarlo en fren�ticos chupones que hicieron a la mujer animarla, en tanto ella redoblaba los esfuerzos de su boca en el suyo mientras aceleraba la penetraci�n del falo artificial.
Rosa perdi� todo control de s� misma y por unos momentos se evadi� de la realidad para sumirse en el oscuro tiovivo del placer: Apenas tuvo conciencia de que Amalia la hac�a rodar sobre el lecho para quedar debajo de ella y fue reci�n cuando Horacio la hizo parar sujet�ndola por las caderas, que recobro parte de su cordura.
Resollando como una bestia en celo y fatigada por el delicioso esfuerzo, sinti� como �l la hac�a arrodillar sobre el borde y que Amalia volv�a a acomodarse debajo de ella para que no cejara en sus succiones, cuando Horacio apoy� el miembro que hab�a vuelto adquirir rigidez con la masturbaci�n sobre el cerrado agujero anal y empuj�.
Aparte de esas m�nimas penetraciones de los dedos minutos antes, hac�a tiempo que esa verga no se introduc�a al ano y los esf�nteres comprimidos unidos a esa avanzada hemorroides que sangraba diariamente, no hac�an grata la introducci�n de la verga, pero su calentura era tal, especialmente por lo que Amalia hac�a con el consolador y la boca en su sexo desde abajo, que pidi�ndole al hombre que la culeara pero sin violencia, elev� las piernas de la mujer para poder alcanzar mejor toda la zona er�gena.
Verdaderamente y si fuera dable que alguien lo presenciara, semejante c�pula constitu�a un espect�culo formidable, con Horacio firmemente plantado en sus piernas flexionadas y sodomizando a la incontinente mujer, quien a su vez realizaba un vigoroso sexo oral sobre la otra mujer que hac�a lo propio mientras la penetraba con un largo y grueso consolador.
Rosa no cab�a en s� misma por la felicidad que encontraba en esa doble penetraci�n mientras ella se refocilaba con angurria en el fant�stico sexo de la mujer y sintiendo nuevamente en sus entra�as la gestaci�n de lo que inevitablemente culminar�a en un orgasmo, cegada por la pasi�n, introdujo dos dedos en la vagina de Amalia al tiempo que el pulgar de la otra mano penetraba el ano de la mujer.
As� enredados en esa bestial c�pula, se prodigaron unos a otros hasta que el cansancio y las eyaculaciones fueron venci�ndolos para caer desmadejados en un amasijote brazos y piernas, pero antes de sumirse en el amodorrado letargo de la satisfacci�n, Rosa agradeci� porque en los �ltimos d�as de su vejez pudiera disfrutar de un sexo al que muchas mujeres m�s j�venes tal vez no acceder�an nunca.






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Relato: Un pianista muy especial
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