Relato: Mi sobrina Eva



Relato: Mi sobrina Eva

Tengo 34 años y mi vida siempre
se ha caracterizado por una gran inestabilidad en mis relaciones íntimas.
Soy atractivo y me conservo en una forma física envidiable para mi edad,
practico mucho gimnasio y desde hace tiempo cultivo una imponente musculatura
por lo que nunca me han faltado candidatas con las que mantener una corta aventura,
pero con la edad se va perdiendo el interés y ya no funciona cualquier
tipo de relación. Por eso en los dos últimos años he pasado
la mayor parte del tiempo en soledad, con encuentros esporádicos con
el sexo opuesto que no sobrepasaban el par de semanas de duración.


Aunque vivo solo, apenas a un par de calles de mi vivienda se encuentra la de
mi hermano, cinco años mayor que yo. Gracias a él tengo una sobrina
y un sobrino. La mayor se llama Eva y ha sido mi favorita desde que nació,
porque ambos conectamos bien y he compartido sus inquietudes desde la más
tierna infancia. Sus padres trabajan los dos y es frecuente que caigan en cierta
dejadez en la atención de sus hijos, lo que sin duda favoreció
desde siempre nuestro acercamiento.


Lo que quiero contar sucedió cuando ella tenía 17 años,
edad a la que comenzó a cursar estudios en un nuevo colegio privado,
lo que la obligó a tomar el tren todos los días, tal como hacía
yo para ir a mi trabajo. No era infrecuente que coincidiéramos en el
camino de vuelta de la estación, trayecto en el cual acostumbrábamos
a charlar de muy diversas cosas.


Poco a poco nuestras conversaciones fueron ganando intimidad y ella me hablaba
con mucha franqueza de los problemas de la adolescencia, de los cuales no era
menor el relativo abandono al que la sometían sus padres, circunstancia
que la había convertido en una chica un poco independiente pero a la
vez insegura. La ausencia del referente de sus padres en los temas más
delicados la llevó a conceder demasiada importancia a mis opiniones.


El tema sexual también afloró alguna vez, pero de forma discreta.
Ella era partidaria de esperar a enamorarse antes de tener ningún tipo
de relación. Sus ideas y su inseguridad habían provocado que desembarcara
en los diecisiete sin que nadie la hubiera besado. A veces hablábamos
de un chico que la gustaba mucho, llamado Fernando, del que por supuesto se
sentía enamorada y con el que acariciaba la posibilidad de cumplir algún
día sus ilusiones.


El verdadero inicio de esta historia data del día en el que decidió
hablarme de una amiga de su misma edad, llamada Elena, que era tan inexperta
como ella, pero que deseaba como fuera desembarazarse del lastre de su ignorancia.
El asunto era que Elena, al contrario que Eva, prefería experimentar
con alguien que no fuera nadie en su vida, con un cualquiera atractivo con el
que no arriesgase nada, antes que con una persona importante con la que sus
errores pudieran poner en peligro una relación. Elena era una chica,
por lo visto, muy dominante y mi sobrina aparentaba mantener una fuerte relación
de dependencia con ella. Un día, ante mi sorpresa, me contó con
cierta desgana que le había hablado de mí a Elena, que le había
dicho que era muy majo y muy experto y que ella le había preguntado si
podría tener algún tipo de encuentro conmigo.


Yo, pasado mi escándalo inicial y a pesar de que el asunto no parecía
hacerle mucha gracia a mi sobrina, no pude o no quise negarme. El ostracismo
de mi vida actual inspiraba que la idea de tener una relación, por mínima
que fuera, supusiera un mundo por descubrir.


Mi sobrina organizó muy a su pesar una cita en un cine próximo
al colegio de ambas, donde podríamos encontrarnos los tres porque había
un pase de película a la hora de comer, único periodo durante
el cual podían ausentarse del colegio. Era la única posibilidad
de tener un encuentro porque su amiga tenía que estar en casa después
de la escuela. Quedamos en que yo las esperaría a la puerta del cine,
ya que Elena no se atrevía a ir sola y entraríamos dentro. A esa
hora no solía haber casi nadie en la sesión.


Así lo hice y al poco de esperar en la entrada vi aparecer a mi sobrina
con su amiga. Aunque ambas tenían la misma edad, su físico era
muy dispar. Elena era más agraciada que mi sobrina, era un poco más
baja y un poco más gruesa. Aunque probablemente, cuando creciera, sus
curvas empezaran a suponerle un problema, lucía un pecho precioso suficientemente
desarrollado y tenso y un trasero prieto y formado, atractivo porque todavía
no había ensanchado las caderas en exceso. En contrapunto, mi sobrina
era más alta, delgada y larga de piernas. Lucía una cintura infinitamente
más estrecha que la de su compañera y era evidente que en 10 años
su cuerpo estaría a años luz del de Elena, pero en la actualidad
sus pechos eran muy pequeños y era menos bonita de cara. Tenía
los ojos grandes y la boca atractiva, con labios suficientemente gruesos, pero
le afeaba un poco la nariz.


Los tres estábamos algo nerviosos por la situación. Entramos en
el cine sin saber muy bien qué iba a pasar y nos fuimos directamente
a la fila de atrás. Yo me senté con mi sobrina a mi izquierda
y su amiga a la derecha. Más allá estaba la pared.


Comencé a acariciar el cabello de Elena con cierta premura y, sin más
ceremonia, acerque mis labios a los suyos, dándola tiernos besos. Cuando
creí ganada la intimidad, los humedecí con la lengua y ella, instintivamente,
los abrió, pero cuando mi apéndice traspasó el umbral de
su boca me encontré con sus dientes, no suficientemente abiertos. Me
esforcé por empujar y mi lengua se coló entre ellos alcanzando
el tacto húmedo del correspondiente órgano de Elena. Casi al instante,
como obedeciendo a un instinto primario, su lengua comenzó a describir
círculos con tanta insolencia como la mía. Mi sobrina mientras
tanto, apartada de todo, fingía ver la película, aunque supuse
que nos miraba de reojo.


Lógicamente yo había besado una infinidad de veces durante toda
mi vida, pero el hecho de ser participe de aquellos besos virginales me provocó
una increíble excitación. Ella en cambio se limitaba a corresponderme
casi de forma monótona, aunque quise creer que también era presa
de una agitación similar a la mía. No pude contenerme más
y ardí en deseos de acariciarla. Puse mi mano en su pierna y palpé
suave su rodilla, mientras hacía intención de remontar bajo la
falda, pero la mano de ella me lo impidió. Decepcionado, intenté
también acariciar sus pechos, pero recibí un nuevo rechazo. Estaba
claro que ella deseaba practicar besos conmigo, pero nada más. Sus tesoros
más íntimos parecían reservarse para algún otro
más importante.


Pero yo estaba demasiado excitado. Quería acariciar aquel cuerpo juvenil
que se me negaba como un completo poseso. Jadeaba de pasión y decepción.
Supongo que entonces se apoderó de mí el animal ancestral que
sólo desea apoderarse de los tesoros del sexo opuesto sin reparar en
nada más. No puedo decir qué motivó mi extraña e
inesperada reacción. Solo sé que sucedió.


Despacio deslicé mi mano por la espalda y, nuevamente con suavidad, la
deposite en la rodilla derecha de mi sobrina. Noté como ella dio un respingo.


Durante unos momentos prolongué el grotesco cuadro que formaba besando
a una adolescente por un lado y posando mi mano en la rodilla de otra. Esperaba
un rechazo y el final de aquella aventura, pero mi sobrina no se movió.
Aquello me excitó aún más y comencé a acariciar
el muslo de Eva, aquel muslo virginal de 17 años que había visto
crecer, tanteando por debajo de su falda.


No sé si Elena se dio cuenta de mi maniobra, o si ya había obtenido
lo que quería, o si se tenían que volver al colegio, pero abandonando
mi abrazo ella se puso de pie y dijo que tenían que marcharse. Mi mano
se retiró de inmediato y mi sobrina también se puso de pie. Yo
permanecí sentado. En la oscuridad miré a Eva y vi un extraño
brillo en sus ojos que no supe interpretar.


Permanecí en la oscuridad de la sala hasta el final de la película,
si bien no la prestaba atención. No dejaba de pensar en lo que había
sucedido entre una adolescente, mi sobrina y yo. Tenía miedo de la reacción
de esta.


Tardé varios días en volver a ver a mi sobrina. Probablemente
ella estuvo esquivando encontrarse conmigo en el tren y yo por mi parte evité
ir a casa de mi hermano. Supuse que ambos estábamos avergonzados de lo
que había sucedido y que no se volvería a repetir.


Una semana más tarde, sin embargo, me sorprendió recibir una llamada
suya en mi casa. Sus padres no estaban y procuraba que no la oyera su hermano.
Me contó con voz llorosa que su amiga Elena se había enrollado
con el chico que le gustaba a ella, con Fernando y durante una hora no paró
de lamentarse de su inseguridad, de por qué siempre iba a remolque de
su amiga, del hecho de que Elena hubiera sido más espabilada y por eso
era ella la que estaba ahora con Fernando, y de lo mucho que se avergonzaba
de su inexperiencia. Yo traté de consolarla, pero evité hacer
la más mínima mención al suceso del cine, algo que ella
también eludió.


Durante otra semana nuestras vidas volvieron a la normalidad. Ella estaba algo
más melancólica, cosa normal, pero no volvimos a tener ningún
asomo de acercamiento atípico entre tío y sobrina. Elena había
comenzado a salir con Fernando y yo esperaba que el enamoramiento de Eva acabaría
evaporándose en el tiempo.


A la semana, una nueva llamada de mi sobrina me dejó perplejo. Me decía
que Elena le había pedido que organizara otro encuentro entre nosotros,
pero su tono delataba que cumplía el encargo a regañadientes.
Yo comprendí que aquello le haría mucho daño a Eva, pero
recordaba la excitación del primer encuentro con su amiga e intuí
que aquella segunda ocasión me permitiría acariciarla por debajo
de la ropa. Avergonzado de mí mismo, acepté la cita. Mi sobrina
no pudo disimular su decepción. Ella había esperado que dijera
que no.


No me era ajena la forma como Eva se mantenía encadenada a la amistad
de Elena, como una esclava, y me sentí despreciable por comportarme como
lo hacía, pero una vez más se impuso el instinto de posesión
sexual: quería acariciar a aquella adolescente en sus partes más
intimas aun a costa de lo que fuera.


La nueva cita transcurrió igual que la anterior, salvo que Eva eludió
mirarme a la cara. La disposición de asientos fue la misma, aunque esta
vez yo estaba seguro de que mi sobrina no miraba de reojo, sino que deseaba
que todo acabara pronto para marcharse de allí. Su inseguridad le había
impedido plantarnos cara y acabar con aquel juego diabólico y ello le
hacía sufrir.


Mi sorpresa llegó cuando, una vez iniciados los besos, esta vez de forma
menos protocolaria, traté de acariciar a Elena y nuevamente me rechazó.
Quedé por un momento pasmado, porque no había previsto que el
objetivo de esta cita fuera el mismo que el de la anterior.


Pronto comprendí que estaba en un error cuando sentí escandalizado
como la mano de Elena se posaba en mi entrepierna, apretando el bulto que bullía
bajo el pantalón. No podía creer lo que me sucedía con
aquella diecisiete añera: me estaba bajando la cremallera y, ante mi
estupor, introdujo su pequeña mano de adolescente por ella, hasta llegar
a mi pene desnudo, que acarició con suavidad. Elena me estaba masturbando.
Comprendía cual era el objetivo de aquella nueva cita y desde luego no
se basaba en ninguna de mis pretensiones. Me sentía esclavo de aquella
joven, al igual que mi sobrina.


No podía aguantar más la excitación, pero ella no me dejaba
que la acariciase. Nuevamente se apoderó de mí ese instinto sexual
por el que sólo deseaba acariciar las partes más intimas de aquella
joven mujer y fue muy grande mi sufrimiento al no poder conseguirlo. Me cegó
la pasión y probablemente perdí el sentido de las cosas. Recuerdo
mis actos ante aquella escena como los de un autómata que no es dueño
de sí mismo. Sin poder evitarlo, deslicé mi mano, frustrada y
rogativa, hacía la rodilla de mi sobrina. Estaba avergonzado hasta el
infinito y supuse que, esta vez sí, Eva me rechazaría furiosa,
porque no podía decepcionarla más.


Pero Eva no hacía nada, se dejaba acariciar el muslo en silencio, como
si de una obligación se tratara. Aquello me maravilló y, cegado
como estaba de excitación al sentir la mano de Elena subir y bajar por
mi glande, propicié caricias más atrevidas sobre la pierna de
Eva y remonté su muslo por debajo de la falda. No podía creer
lo que estaba haciendo. Poseer las partes más íntimas de mi sobrina
Eva me causaba mayor felicidad y placer del que nunca hubiera pensado sentir
sobre la tierra. Elena me masturbaba, pero yo solo pensaba en mi sobrina, mis
sentidos estaban concentrados en mi mano que trepaba por la cara interna de
su muslo hasta hacerse un hueco en la entrepierna, a las puertas de su vello
púbico, apenas velado por su ropa interior. Eva seguía sin inmutarse
y yo, vuelto a Elena como estaba, no podía ver su expresión. Creí
sentir que su piel temblaba, pero no emitió ningún sonido. También
creí oír el ruido de su garganta al tragar saliva.


Casi sin querer mis dedos tocaron la tela de sus braguitas, culminación
de mi atrevido viaje, y aquello fue como el banderazo de salida para la encendida
excitación de mi pene masturbado. Casi al instante me corrí. Elena,
conociendo que había conseguido su objetivo, liberó mi miembro
de su mano, tratando de mancharse lo menos posible y eyaculé desamparado
sobre los pantalones. Saqué mi mano de debajo de la falda de Eva, que
tampoco pareció moverse. No sé siquiera si se dio cuenta de lo
que había sucedido en realidad.


Elena, insolente y henchida de orgullo, se levantó y, como la cita anterior,
se llevó a Eva con ella. Esta vez no me atreví a mirar a mi sobrina
en la penumbra. Permanecí en las tinieblas de la sala, manchado de semen
y profundamente avergonzado por mi comportamiento. Le había fallado a
Eva, me había comportado como un imbécil. Era su único
soporte en su laberinto adolescente y le había fallado. Nunca me lo perdonaría.


Pasaron quince días sin que nos viéramos. Me sentía como
si hubiera roto un adorno de porcelana y ya no se pudiese reparar. Mi hermano
me comentó que mi sobrina estaba muy rara, que comía poco y a
menudo tenía síntomas de haber llorado. Aunque yo creía
conocer la causa de sus males, hice esfuerzos por restarle importancia ante
mi hermano, fingiendo que el origen podría estar en un desengaño
amoroso que se curaría con el tiempo.


Un día escuché la voz de mi sobrina al otro lado del teléfono
y parecía al borde de la desesperación. Me contó entre
sollozos que Elena se había acostado con Fernando, que aquello suponía
el final de su "decadencia" por el mundo, que nunca encontraría
a nadie que la quisiera, que se sentía muy inferior a su amiga... lloraba
como una Magdalena y me daba infinita lástima. Traté de consolarla
aventurando que la experiencia de Elena no habría sido muy edificante
y acerté: había sido un desastre. El preservativo había
roto el encanto, él la hizo mucho daño y no disfrutó nada;
pero todo aquello parecía no importarle a Eva, que sufría más
que nada por su orgullo pisoteado y por sus frustradas ansias de tener un encuentro
íntimo con Fernando, o al menos eso creía yo. Cuando le dije que
no se preocupara por Fernando, que ya encontraría otro chico que la quisiera,
me espetó "Fernando es un imbécil, ya no me importaba nada".
Me dijo que se había comprado una caja de anticonceptivos y que iba a
empezar a tomarlos. Aquello sonaba como una amenaza y me maldije por, de alguna
forma, haber llevado a mi sobrina a tal estado de inseguridad que parecía
dispuesta a acostarse con cualquiera con tal de dejar atrás la inexperiencia
que tanto complejo la ocasionaba

Un día coincidimos en la estación y emprendimos juntos el camino
a casa. La conversación era tensa, pero logramos charlar de cosas intrascendentes.
No me atrevía a preguntarle por su amiga Elena para que no me malinterpretara.
Temía que en algún momento desatara contra mí la batería
de reproches que sin duda merecía, pero no fue así. Al contrario,
creía ser merecedor de una atención mucho más intensa de
la que había recibido en el pasado por parte de ella. Tenía la
sensación de que se quedaba mirándome en silencio. Me hice a la
idea de que quizá siempre había sido así, pero yo no había
querido darme cuenta. Yo también la miraba de reojo porque por primera
vez me sentía fascinado por sus delgadas piernas interminables y por
su incomprensible método para introducir una blusa tan ancha como la
del colegio por una cintura tan delgada como una sortija.


Pronto llegamos a su casa, más cercana que la mía. Sabía
que sus padres no estaban, pero no podía soportar la idea de despedirme
de ella. Le puse la excusa de que había comprado un nuevo CD como pretexto
para hacerme acompañar hasta mi piso y ella aceptó sin más
preguntas. Recorrimos el trecho hasta mi piso en silencio, pero durante aquel
intervalo de tiempo mi mente urdió las más disparatadas ideas
que jamás se me hubiera ocurrido que podría llegar a maquinar.
De repente parecían no tener importancia nuestros 17 años de estrechos
lazos familiares, mi comportamiento dudosamente honorable cuando ella siempre
me había idolatrado desde la infancia, la confianza que había
depositado en mí para que yo desenredara la intrincada vorágine
de su tormentosa adolescencia...


Cuando traspasamos el umbral no pude contenerme más. Sin mediar ceremonia
la agarré por la cintura y la empuje contra la pared. Me enloquecía
la idea de que no tenía que disimular más, que podía ser
rechazado pero en franca batalla, luchando abiertamente por mi trofeo.


Aproxime mi rostro al suyo y nunca imaginé encontrarme con lo que vi.
Eva estaba excitada al extremo, hasta el punto que parecía faltarle aire
para respirar. Jadeaba como si acabara una carrera de mil metros. Nos mirábamos
a los ojos comprendiendo todo lo que nos pasaba y mucho más, como si
el mundo ya no tuviera secretos para nosotros. Ella tenía la boca abierta
y su lengua afloraba atrevida entre sus labios, en un gesto que hubiera resultado
grotesco, casi de burla, si yo no supiera que era su inexperta forma de ofrecérmela
para que implantara el sello del primer beso. Yo hubiera querido ver en ella
la joven de 17 años rebosante de romanticismo, la cenicienta que espera
el beso de amor ganado más allá de las campanas de medianoche,
pero nuevamente estaba cegado por la pasión y solo veía su órgano
húmedo y sensual inmolarse para mí. Y no pude imaginar premio
mayor en el mundo que probar el gusto de su saliva, de la virginal saliva de
mi sobrina.


Posé mi lengua sobre la suya y la acaricié con suavidad. Como
si todos los puntos sensibles de nuestros cuerpos estuvieran interconectados
y sintieran al unísono, reparé simultáneamente en la humedad
de su boca, en mi erección, en su cintura casi invisible al tacto de
mis dedos y en sus ojos anhelantes que me miraban pidiéndome más
sin saber cómo, temerosos de que yo no siguiera y no me pudieran atraer
hacia el lugar donde querían llevarme. Nuestras lenguas se frotaron en
círculos y durante un instante intercambiamos nuestros jadeos, exhalando
cada uno el aliento del otro, hasta que ya no pude más y desposeído
de toda voluntad apreté mi boca contra la suya, intenté horadar
sus entrañas con mi lengua, y estreché su cuerpo juvenil contra
mi torso que, en comparación con el suyo, aparecía con una envergadura
abusiva.


Nos besamos interminablemente ya sin mirarnos, hasta que la tomé en mis
brazos y la introduje en la casa. Ella abrazaba mi cuello con sus manos y me
escrutaba la mirada. Pensé que iba a ver una mujer nueva con el cuerpo
de una adolescente de 17 años, pero me sorprendí porque seguía
viendo a mi sobrina, a la misma a la que había cambiado los pañales
alguna vez, a la que había visto llorar hasta la saciedad por un caramelo
negado, al comino larguirucho y asexuado que tantas veces se había dormido
en mi regazo. Veía todo aquello y no dejaba de repetirme que la llevaba
en mis brazos a mi dormitorio. Sentía vértigo, pero a la vez un
deseo que yo nada en el mundo podía frenar.


Con delicadeza la deposite en mi cama. Me quité el abrigo y quedé
con mi traje, con chaqueta y corbata. La quité el suyo y quedó
con su blusa blanca y su falda. Respiraba hondo como si le faltara el aire,
hasta el punto que me pregunté si Eva era asmática y nadie me
lo había advertido. Maravillado en su contemplación la despojé
de los zapatos, dejando al descubierto sus preciosas piernas pubescentes, delgadas
e inmaculadas. Me tumbé junto a ella, sin reparar en mi uniforme de oficinista,
y comencé a propiciarle besitos tiernos en el cuello y en los labios.
Bajé por su garganta hasta la mínima curva de su nuez y un poco
mas allá, hasta donde la blusa cerraba el paso a mi atrevimiento con
el primero de sus botones. Con dedos temblorosos y torpes, desabroché
ese primer botón y el siguiente, mientras ocultaba mi cara avergonzada
entre su cuello, sin atreverme a mirar. Unos tras otro fueron cediendo sus defensas,
hasta que la camisa salió de su cintura y quedo abierta desamparando
su intimidad hasta ese momento nunca hollada. Entonces miré y contemple
el torso de mi sobrina descubierto por su blusa desabrochada.


Me sorprendió la simpleza de su sujetador, hasta que caí en la
cuenta de que era un sujetador pensado para no ser visto nunca por ojo ajeno.
Yo contemplaba su espectáculo henchido por el deseo, en contraste con
la mirada de ella, temerosa de que su cuerpo adolescente e inacabado no colmara
mis pretensiones de lujuria. No pude evitar decirla que estaba preciosa, y me
avergonzaba por no haber tenido otra ocurrencia, por haber dicho algo que había
dicho miles de veces ante todo tipo de mujeres, pero aquella vez me salía
del alma, aquella vez era verdad.


Tembloroso desabroché su falda, que se despegó con asombrosa facilidad.
Cualquier sensación era un mundo en nuestro estado, y pude sentir la
gloria entre los dedos cuando mi sobrina arqueó un poco su cintura para
que la prenda se liberara con más facilidad del peso de su cuerpo. Hubiera
querido recrearme más en su contemplación, pero todo lo sentía
yo como un vertiginoso descender donde no se puede frenar. Ladeé un poco
su cuerpo, con firmeza y sin vacilación, como quien viste o desviste
un maniquí, y ella se dejaba hacer como ante un doctor, segura y confiada
de que todo era porque tenía que ser, sin preguntar y sin dudar. Desabroché
el sujetador y contemplé maravillado como la prenda apenas se inmutó.
El instinto me dijo que su cuerpo diferenciaba poco entre un sujetador abrochado
o desabrochado, que sus pequeños senos de adolescente eran acompañados,
que nunca sostenidos, por las copas del corpiño. Como el drogadicto que
al límite del síndrome se inyecta una dosis, aparté la
prenda íntima y descubrí sus pezones sonrosados, erizados con
descaro como nunca hubiera podido imaginar. Por un momento perdí la noción
de las cosas y me entregué a lamer cada pezón durante un tiempo
interminable, sin atender los exprimidos jadeos con los que Eva acompañaba
mis maniobras. Si abandonar el tacto de su piel en mi lengua, descendí
por su vientre vacío de entrañas hasta el borde de sus braguitas,
aquellas que una vez apenas intuí, e inspiré los vapores de su
sexo condensados por su infinita excitación. Mi sobrina de diecisiete
años, mi joven de cuerpo virginal y apenas cincelado, olía húmeda
como una mujer.


Le desposeí de toda prenda interior y la contemplé desde la altura.
Aunque sé que mucho de lo que sentí fueron alucinaciones de mi
mente embotada de placer, ahora puedo jurar que tuve la visión de ambos
desde el exterior, yo con mi traje gris y mi corbata, inclinado sobre su dulce
cuerpo de adolescente, desnudo y ofrecido.


Me desnudé. Ella me contemplaba. Mil veces me había desnudado
y ninguna como aquella ocasión. Me tumbé junto a su cuerpo, la
abracé y nos besamos con ternura, como los enamorados. Yo sabía
de las mil ideas que en aquel momento pasaban por su mente, demasiadas para
que pudieras ser asimiladas por una joven virgen en todos los aspectos de la
vida. Me limité a susurrarle al oído que confiara en mí,
y aquello nos tranquilizó a ambos, porque yo sabía que ella confiaría
y ella sabía que yo por nada del mundo la haría daño.


Acaricié su cuerpo, que parecía fundirse bajo el calor de mis
dedos. Mi sobrina se retorcía desbordada por el placer como siempre imaginé
lo haría una ninfomana. Apretaba un pecho entre mis manos y la maniobra
provocaba dulces jadeos entremezclados de grititos entrecortados, fieles como
el tono de un diapasón. Al poco recorría el pequeño trecho
de suave piel que lo separaba de sus muslos y yo tampoco podía reprimir
los jadeos cuando Eva, obedeciendo al ancestral instinto que todas las mujeres
de cualquier edad llevan marcado entre los genes, abría lentamente sus
piernas, descubriendo su sexo indómito jamás depilado, invitándome
a su descubrimiento. Abandoné mi posición a su costado y me ubiqué
donde se acomodan los amantes, entre sus piernas, mirándola fijamente
a los ojos, entre preocupado y ciego por el abismo al que ambos nos asomábamos.
Eva se excitó al extremo y toda la boca abierta no le bastaba para recoger
tanto oxigeno como deseaba quemar. Su pecho se hinchaba convulso meciendo en
un rítmico vaivén sus senos dulces como la mermelada.


Pero sus ojos eran el trenzado imposible del deseo y el miedo. Dejé que
mi pene endurecido se asentara en su posición natural, a las puertas
de su vagina, acariciado por el cosquilleo de su vello púbico y mi sobrina
no pudo evitar presionar con sus manitas mi poderoso pecho, en un gesto de temor
y defensa. Mi sobrina, a la que había visto crecer, iba a perder la virginidad
bajo el sexo de su tío adorado, del que nada había imaginado en
sus fantasías de ardor sexual de la pubertad. Sin parar de mirarla a
los ojos y sin ayuda de ningún tipo por mi parte, permití que
la punta del miembro se deslizara entre sus labios vaginales lubricados infinitamente
por sus fluidos de mujer, horadando las profundidades de su abismo, penetrándola
al fin. Eva jadeó más rápido, casi como un perrillo fatigado,
y me vino a la memoria la joven que jadeaba de aquella forma en su tierna infancia
cuando algo la asustaba, algo quizá tan simple como alejarla demasiado
del suelo. Sus manos formaron puños contra mi pecho y no paramos de mirarnos
a los ojos, aunque no podía evitar que los míos se tornaran vidriosos.
Entonces sentí la firme defensa de su himen, alzado como un muro ante
el paso de mi pene avasallador y Eva, consciente también, detuvo durante
un segundo imperceptible su convulsa respiración, como el momento de
suspensión que provoca una copa de fino cristal que se desliza por el
borde de una mesa hacia el suelo, hacia su ruptura inevitable. Entonces, sin
dilación, apreté fuertemente con mis riñones, de donde
dicen que parte el daño en los toros, y rasqué la membrana certificando
la perdida de su virginidad.


Aunque traté de hacerlo todo con la máxima suavidad posible, con
extrema delicadeza, mi sobrina padeció no solo el daño moral ante
la pérdida de lo irreparable, sino también un intenso dolor físico.
Lanzó un grito que me partió el alma seguido de un quejido continuo.
"Me duele", decía entre sollozos y yo, que la penetraba, que
la mancillaba y la provocaba aquel sufrimiento, tampoco pude evitar el llanto
y derramé abundantes lágrimas que se escaparon formando regueros
entre las flores de sus senos. Confundido, derrotado, maldecido por mí
mismo, extraje mi pene y comprobé como manaba abundante sangre de su
vagina. Eva no podía detener su llantina descorazonada y ocultó
el rostro entre las manos mientras repetía "lo siento, lo siento"
una y otra vez. Yo quería consolarla y pedirle perdón y le daba
besitos tiernos en los párpados mientras poco a poco se alejaban los
hipos de su desesperanza. Mi sobrina a la que quería proteger de todo
mal, se sentía nuevamente frustrada y humillada y en la génesis
de aquellos padecimientos yo había firmado mi colaboración. Sus
dedos manchados de sangre le extendieron sin querer las rojas marcas de su derrota
por el rostro y cayó postrada como un herido de guerra, vapuleado y sangrante,
sin atreverse a mirarme a la cara.


En la intimidad de mis propios pensamientos, yo me juré que aquello no
quedaría así, que iba a llegar hasta el final, hasta el extremo
del mundo para que mi sobrina pudiera sentir un orgullo de sí misma tan
alto como el que sentía yo en esos momentos. La tomé entre mis
brazos y la conduje al baño. La deposité en la bañera,
enternecido por la fragilidad que despedía su imagen tiritando de frío,
y abrí la ducha de agua caliente para eliminar cualquier rastro de aquello
que injustamente la hacía sentir impura. La enjaboné y recorrí
con mis manos la suavidad de todo su cuerpo, dejando que mis dedos resbalaran
sobre la espuma y sus nalgas redondas y tímidas, por la cara interna
de sus muslos, por su vientre desaparecido, por sus pechos pequeños firmes
y puntiagudos hasta el dolor. Me metí con ella en la bañera y
dejé que ella me enjabonara a mí y tocara por primera vez mi pene
erecto, mis hombros anchos y mi pecho apenas inabarcable por sus delgados bracitos
de joven. Nos besamos ensordecidos por el chorro de agua y nuestras lenguas
sedientas nos recordaron que seguíamos siendo hombre y mujer. Le dije
que ahora le iba a compensar por todo, que iba a darle más placer del
que ninguna persona que conociera podría sentir en toda su vida y ella
me devolvió una mirada luminosa y confiada.


Yo tenía miedo de que una pronta eyaculación no me permitiera
cumplir mis propósitos y, aun no sé por que, le pedí que
me masturbara, porque quería correrme la primera vez fuera de ella. Se
lo pedía pensando que me tomaría el miembro y me daría
un masaje torpe e inseguro, pero sabía que, procediendo de ella, sería
suficiente para provocar un orgasmo inmediato.


Ella efectivamente tomó mi pene entre sus manos, pero ante mi sorpresa
se agachó y se lo introdujo en la boca. Yo no me había preparado
para ello y, aunque estaba tan erecto como jamás había estado,
sentí que mi pene crecía aún más en su interior.
Pensé que quizá Eva remedaba como podía las escenas de
alguna película porno que hubiera visto con sus amigas del colegio, pero
pronto comprendí que llegaba hasta allí de oídas, con el
único precedente de las charlas de adolescentes en los servicios del
colegio, entre clase y clase y pitillo compartido. Lo comprendí porque
ella realmente no sabía lo que hacía, se limitaba a mantener mi
glande dentro de su boca y amamantarlo como si de un gran chupete se tratara.
Ello sin embargo no impedía que la maniobra me despachara una inmensidad
de placer. La simple visión de mi sobrina con mi sexo introducido en
su boca hacía bullir mi sangre a borbotones. Me agarré a la mampara
de la bañera porque sentía que mis piernas realmente podían
desfallecer, mientras una oleada de satisfacción, como una onda expansiva
pero a la inversa, me recorría los muslos y el vientre para concentrarse
en la entrepierna.


Sabía que el orgasmo era inminente, quería avisar a Eva para que
acabara, para que dejara las cosas seguir su curso sin más intervención,
pero era demasiado tarde, no porque no hubiera posibilidad física de
evitarlo, sino porque el goce tan grande que sentía me hizo egoísta
hasta el infinito y quise correrme en su boca. Contemplé a mi sobrina
extasiado mientras derramaba mi semen sobre su garganta. Me recordó a
la Eva inmóvil que permitía mis exploraciones bajo su falda en
el cine, tragando saliva y dejándose hacer. Yo jadeaba y gritaba como
un endemoniado y mi sobrina recogía el jugo de mi eyaculación,
que se escapaba mínimamente por la comisura de sus labios. Cuando vertí
la última gota, ella se separó sin saber qué hacer, mientras
mantenía el semen en su boca sin atreverse a tragarlo ni escupirlo. "Pobrecita,
pensé, es solo una joven de diecisiete años". La tome por
los hombros obligándola a incorporarse, la mire a los ojos, acerque mis
labios a los suyos e introduje mi lengua en su boca, liberando el líquido
embalsado en su interior, que se derramó entre mis dientes inundando
cada recodo de nuestras bocas, desbordando las comisuras por la acción
de nuestras lenguas, que, ávidas la una de la otra, apenas reparaban
en su presencia. Jamás pensé que bebería mi propio semen
y lo haría de la boca de mi sobrina Eva, pero aquella secuencia de inusuales
acontecimientos me hacía pensar que todo estaba pactado por el destino,
que desde el primer llanto en mis brazos Eva llevaba esta escena marcada en
lo más hondo de su ser.


Tome su cuerpo menudo y empapado entre mis brazos y la lleve al dormitorio.
Un reguero inmenso de agua trazaba nuestro camino por el pasillo, pero no me
importó. Eva hundía su cara en mi cuello como desmayada. La deposite
chorreando sobre mi cama y ella me miró con eterna dulzura. Yo contemplaba
su cuerpo perlado de gotas de agua y su cabello húmedo que se le pegaba
a las sienes. Mi pene estaba erecto de nuevo y yo estaba cegado por la pasión.
Me gustaría poder decir que seguía siendo su tío protector
que solo quería lo mejor para ella, pero eso sería faltar a mi
conciencia.


Porque soy consciente de que yo, aquel día, follé a mi idolatrada
sobrina. El hecho de que Eva consintiera y disfrutara sólo es una anécdota,
porque mientras yacía con ella no pensaba en otra cosa que en poseerla,
en hacer mío su delgado cuerpo adolescente, en desposeerla de su virginidad
como los vampiros chupan la sangre.


Hundí mi lengua en la vagina de Eva y lamí su clítoris
como un perro hambriento, sin el más mínimo asomo de ternura.
No tengo duda de que si hubiera podido mantener la cordura en aquellos momentos
mi comportamiento hubiera sido muy diferente, pero a veces el destino te echa
una mano cuando no mereces nada y supongo que alguna suerte de providencia,
deseosa de compensar a mi sobrina por las injusticias que había padecido,
guió mi comportamiento por aquellos derroteros. Porque Eva, mi delicada
sobrina diecisiete añera, mi personita amada frágil como el cristal,
bullía encendida como una perra en celo y cualquier cosa que yo pudiera
hacerle en esos momentos le parecía demasiado poco, demasiado lento,
demasiado inocente. Las maniobras de mi lengua sobre su sexo eran recibidas
con verdaderos movimientos sísmicos en su cuerpo, que se arqueaba y sacudía
lanzando las gotas de su cuerpo húmedo a los alrededores como una lluvia.
Emitía unos jadeos quejumbrosos que ganaban en frecuencia y en intensidad.


Yo no pude soportarlo por mas tiempo. Había alcanzado una erección
de tal magnitud que comenzaba a ser dolorosa y pensé, si es que pensar
en aquellos momentos no suena a exageración, que si no utilizaba mi pene
al instante estallaría como un globo reventado. Abandonando la postura
en la que me encontraba, encaré a mi sobrina y, sin la más mínima
preparación, sin delicadeza, sin lentitud, hundí mi miembro en
ella, con la sensación de que si no hubiera acertado con su vagina a
la primera, le hubiera penetrado las tripas.


Eva lanzó un grito histérico y luego otro y otro, mientras sus
dedos, a pesar de sus cortas uñas, se clavaban en mis brazos dejando
marcas teñidas de sangre. Yo, incapaz de tener el más mínimo
sentimiento de compasión, hice caso omiso de lo que creí su dolor
y no me detuve, ni reduje mi presión, sino que empujaba mi cadera contra
la suya de forma despiadada, con un instinto pelágico cuyo único
deseo era pulverizar los huesos de su pelvis. Luego supe que en aquellos momentos
mi sobrina estaba teniendo el primer orgasmo de su vida y que lo sentía
como un desgarro, como si tiraran de sus entrañas hacia fuera provocándole
tal placer que deseaba que sus intestinos fueran infinitamente largos y aquella
extracción durase toda la eternidad.


Sentí sus manos engarfiadas relajarse por un segundo y un atisbo de decepción
afloró en mi mente porque comprendía que Eva había acabado
demasiado pronto; pero apenas un par de segundos más tarde, apenas dos
empujes contra las paredes de su vagina, y Eva dio un respingo avivándose
de nuevo como un incendio tenaz, retomando sus jadeos lastimeros e incorporándose
de una forma que casi rozaba la levitación, para quedar abrazada a mi.
Sentí como sus piernas se cerraban a mi espalda y Eva quedó colgada
de mi cuerpo, como una cría que se abrazara al vientre de su madre, pero
era tal la liviandad de su cuerpo adolescente que pude continuar mis maniobras
sin sentirme apenas entorpecido. Ella dislocaba la cabeza hacia atrás
y gritaba de placer, aferrada a mí.


Por un segundo retomé la conciencia y decidí posponer mi satisfacción
para prolongar la suya hasta el límite. Haciendo un increíble
esfuerzo mental traté de evadirme de aquella situación poniendo
mis ideas en blanco, pensando en cosas triviales, en la liga de baloncesto de
este año, en los balances de mi empresa, en aquella anciana profesora
de química del colegio que ya entonces hacía medio siglo que no
inspiraba deseo sexual. Cerré los ojos y ensordecí mis oídos,
alejándome del lecho para sentir los gemidos de mi sobrina como ruidos
lejanos que se colaran por la ventana, como simples maullidos de un gato callejero.
Pero a la vez no cejaba en mi frenético movimiento e intentaba acrecentarlo,
haciendo un esfuerzo descomunal. Consideré que todos los sacrificios
hechos en el gimnasio para desarrollar mi poderosa musculatura no habían
tenido otra razón de ser que la de responder en aquel momento sin desfallecer.


Eva gritaba fuera de sí. Hundió sus dedos en mi piel como si deseara
arrancarme los músculos a tiras. Le faltaban cosas que aprisionar entre
sus manos. Tuvo un nuevo orgasmo y sin poder evitarlo me arrancó un grueso
mechón de pelo, provocándome un intenso dolor, pero yo no me detuve
ni permití que decayera el ritmo de mi demoledora penetración.
Mantenía mis pensamientos en un mundo irreal donde no había adolescentes
de cuerpos ligeros como plumas que se derritieran bajo el placer que yo las
provocaba. Mi sobrina hundió el rostro en mi cuello y comenzó
a morderme el hombro, en un falso intento de ahogar sus gritos descontrolados.
Yo sentía como su cuerpo amenazaba salir despedido con cada una de mis
acometidas, para luego rebotar e introducirse mi pene hasta las últimas
profundidades de mi cuerpo, sin poder reprimir un chillido cada vez.


Nuevamente comenzó a subir el tono de sus gemidos, síntoma de
que sentía aproximarse un nuevo orgasmo; pero esta vez sonaban más
abandonados, como los de un torturado que estuviera llegando al límite
de sus fuerzas y estuviera pronto a confesar. Sentí sus mandíbulas
cerrarse desesperadas en un profundo mordisco sobre mi hombro. Daba la sensación
de ser un animal atrapado que pugnara por liberarse de su captor, pero ello
no consiguió que yo no cejara en mi empeño y la dureza de mis
embestidas hicieron que se corriese por tercera vez, hundiendo sus dientes en
mi piel con tanta intensidad que temí que me arrancara el hombro de un
bocado. Emitió un grito ronco, como el último estertor de quien
expira la vida y se desplomó inerte sobre la cama, haciéndome
temer que hubiera sufrido un desmayo.


Me detuve y por primera vez desde que ocupáramos el lecho cruzamos nuestras
miradas. Ella estaba extenuada y feliz. Contemplé el cuadro que formaba
yaciendo empapada con los brazos en cruz y comprendí que ya no podía
evadirme más y que iba a comenzar a hacer el amor a mi sobrina Eva, con
las inevitables consecuencias que ello iba a acarrear. Reanude los movimientos
de cópula, atento ahora a sus pechos juveniles que subían y bajaban
al ritmo de su acelerada respiración y temblaban como gelatinas con la
percusión de cada uno de mis empujones. Elevé su trasero y agarré
sus juveniles nalgas entre mis manos, arqueando su cintura mínima que
aparentaba estar llena solo de aire y me abandoné al increíble
gozo de penetrar a mi idolatrada sobrina diecisiete añera. Ella volvió
a sentir, como si rindiera un último servicio patriótico a su
cuerpo fatigado y emitió unos débiles gemidos de satisfacción
que fueron transformados en placer con el avance de mi última maniobra.
Nos miramos a los ojos y aceleré el ritmo abandonándome al placer
que ella me provocaba. Ambos nos sentíamos caer por una pendiente sin
asideros, cuyo final era la culminación de nuestro placer. Cuando llegó
nuestro primer orgasmo simultáneo, el primero en el que ambos escrutábamos
la profundidad de nuestras miradas, lo sentimos como viejos conocidos, como
hemisferios de un mismo ser, como los mayores enamorados que son aquellos que
suman el amor de amantes al amor filial. Eva se dejaba eyacular exhausta, recibiendo
mi semen como un bálsamo que calmase su sexo dolorido. Ya todo había
acabado.


Una hora permanecimos inmóviles sobre la cama, como a la escucha del
ruido minúsculo de un ratón que no existía, impresionado
cada uno ante la magnitud de la ofrenda que el otro le acababa de entregar.


Luego llegó el descenso a la realidad, la ingesta simultánea de
cinco píldoras para prevenir el embarazo, el regreso de Eva a la casa
paterna y la reanudación de una relación familiar entre tío
y sobrina que ya nunca volveríamos a romper, conscientes ambos de que
hay leyes que sólo conviene transgredir una vez en la vida, si no se
quiere sucumbir aplastado por el peso de la conciencia culpable.


Sin embargo, cada vez que nos saludamos en las reuniones familiares, sé
que ella está recordando, al igual que yo, y me enorgullezco de haber
compartido aquella inigualable experiencia con ella, consciente de que aquella
filiación que la propició fue la que nos debía separar
para siempre. Pero no me arrepiento.



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Relato: Mi sobrina Eva
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