Relato: Ulises (3: la partida de Ogigia)





Relato: Ulises (3: la partida de Ogigia)

Los primeros a�os de Ulises en la isla de Ogigia fueron muy
felices para �l y las ninfas. Calipso y sus servidoras no dejaban de ofrecer
placeres nuevos al h�roe y Ulises disfrutaba tanto como ellas. Su desinhibici�n
era tan excitante como sorprendente para �l y se acostumbr� sin dificultad a sus
costumbres. Sin embargo, el recuerdo de una amada esposa muy lejos de all� no
estaba desaparecido sino tan solo dormido, y Calipso no podr�a retenerle para
siempre, ni siquiera con sus lazos de placer .



Escenas como �sta servir�an para dar cuenta de c�mo viv�a
Ulises en Ogigia.


Un d�a, estando dormido Ulises a la sombra de algunos pinos,
despert� sobresaltado. Una ninfa se hab�a acercado furtivamente para rozar sus
labios con la lengua y echarse a correr, seguida de una compa�era y riendo las
dos traviesas. Se sinti� Ulises algo indignado por la broma de la ninfa pero no
mucho, porque las ninfas siempre quer�an divertirle y excitarle con sus juegos;
y lo consegu�an. As� pues, �l tambi�n se uni� al juego y corri� tras ellas. Las
piernas de las ninfas eran largas y sus pies ligeros pero Ulises era fuerte y no
le dejaron atr�s cuando llegaron a la playa. All�, entraron en el mar y jugaron
a salpicarse. Ulises ped�a compasi�n entre risas y cubri�ndose el rostro porque
ellas eran dos y �l s�lo uno... Calipso segu�a el juego desde la orilla y se
sent�a divertida y tambi�n excitada porque sab�a que habr�a de ocurrir de manera
inevitable.


No se equivocaba porque nada dispone al placer como el
entretenimiento y la risa. Hombres y mujeres se abandonan entonces a los
sentidos y a las emociones m�s simples, y ya no es posible rechazar al deseo.
Ulises dej� de salpicarlas para perseguirlas en la playa y no le cost� mucho
alcanzar a una de ellas porque no se esforzaban mucho realmente. Los tres
estaban desnudos, porque era ley en esa isla, y ahora era Ulises el que las
hac�a rabiar, aunque no muy seriamente, pellizcando sus nalgas.


Excitaba mucho ver a Ulises y a las ninfas con sus melenas
rubia y morena a Calipso, que no dejaba de acariciar su entrepierna con sus
dedos; y deb�a interesar tambi�n a una de las ninfas, que espiaba a Ulises no
muy lejos de donde estaba Calipso. Ella la vio y le orden� acercarse, para que
se encargar� de estimular su sexo con sus dedos mientras no perd�a detalle de lo
que suced�a entre Ulises y las dos ninfas.


En cuesti�n de muy pocos minutos las risas se acallaron
porque el juego de Ulises y las ninfas se tornaba menos inocente mientras surg�a
el deseo. Ahora no se contentaba con pellizcarlas sino que manoseaba sus cuerpos
y quer�a retenerlos en sus manos. Su pene derecho le evidenciaba y si �l jugaba
a manosear sus nalgas y sus pechos, ellas disputaban caricias a su miembro y lo
tocaban con mucho agrado, deseando probar pronto su dureza dentro de sus
cuerpos.


Ulises atrajo hacia �l a la ninfa de pelo oscuro y sinti�
entonces sus pezones y su pene rozaba el muslo de la ninfa. Su compa�era
desesperaba por ser abrazada tambi�n y no dejaba de acariciar y besar el cuello
y los hombros de Ulises desde detr�s de �l, para que la prefiriese a ella.
Cuando Ulises y su m�s afortunada compa�era se besaron ella entr� en el beso y
los tres mezclaron sus lenguas, pero no pudo disputarle el privilegio de ser
penetrada la primera por Ulises, que entr� en ella despu�s de colocarla sobre la
arena.


Al tiempo que esto ocurr�a, crec�a por momentos la excitaci�n
de Calipso, y su co�o estaba ya h�medo. Los dedos de la ninfa no eran
suficientes para motivarla y llev� su cabeza suavemente hasta su entrepierna
donde necesitaba de los servicios de su lengua, que recoger�a la humedad que
empezaba a desbordarla.


No pudo ver as� la pobre ninfa, ocupada en estimular el sexo
de su due�a, c�mo Ulises trotaba sobre las caderas de la afortunada que se
encontraba debajo de �l, mientras su compa�era acariciaba envidiosa los
test�culos del hombre y besaba aquel culo que sub�a y bajaba sobre las caderas
de la ninfa. Sin embargo, Ulises no se corri� r�pidamente en ella sino que se
retir� a tiempo para penetrar luego a su rubia compa�era. Era un juego excitante
penetrar a una y otra hasta que llegara el inevitable momento final. Ya no re�an
las ninfas sino que gem�an y abrazaban a Ulises para animarle a que se corriera
sobre ellas y vencer as� a la otra.


Calipso dej� reposar su espalda sobre el matorral en que se
apoyaba, porque sent�a que las fuerzas la abandonaban, y trat� de adivinar qui�n
ser�a la dichosa que recoger�a el semen de Ulises. Sus piernas estaban ya
agarrotadas y la arena que hab�a debajo de su sexo se encharcaba a pesar de los
intentos de su leal ninfa por recoger todo el l�quido con su lengua.


Finalmente fue la primera que hab�a cabalgado Ulises, la de
los cabellos oscuros, la afortunada en correrse bajo el empuje final del pene de
Ulises. No resistiendo m�s la necesidad, el h�roe se corr�a en ella y soltaba en
su co�o todo el semen que no pod�a ser por m�s tiempo retenido. La ninfa gimi�
sinti�ndose feliz. Sin embargo no era ego�sta y se ocup� con manos y boca de que
su rubia compa�era tambi�n disfrutase de un digno final. El deseo de las ninfas
era insaciable y Ulises las mir� sorprendido mientras segu�an consol�ndose entre
ellas.


Las dej� as� ocupadas y complacido, y se acerc� a Calipso,
que le miraba con ansiedad. �Le am� tanto mientras se acercaba a ella en ese
momento! Retir� a la ninfa que la atend�a porque quer�a que fuera su amado
Ulises quien concluyera la placentera tarea. Entonces acabaron de brotar los
l�quidos de su sexo entre los dedos de su amado y gimi� m�s que ninguna de sus
servidoras antes de dejarse caer con los ojos cerrados y dichosa.


No le importaba que su semen fuera para sus ninfas porque el
privilegio de arroparle entre sus senos y su sexo todas las noches sigui� siendo
solo suyo.



A medida que el tiempo pasaba, porque incluso en la isla de
Ogigia el tiempo transcurr�a, Ulises busc� con creciente y desesperada urgencia
el placer, tratando de ahogar su tristeza en la lujuria. Dej� as� de entregarse
al deseo dulce y espont�neo, para buscarlo �vida y salvajemente, hasta que cay�
finalmente en la apat�a y prefiri� la soledad a la compa��a de Calipso y sus
ninfas, cuyos ofrecimientos le resultaban ahora indiferentes.


Pasaba los d�as en soledad y disfrutando ahora de la
melanc�lica dicha de gozar de los recuerdos que no pueden volver a ser. Miraba
la l�nea horizontal del mar y recordaba que muy lejos y en ese mar, amado y
odiado a la vez, estaba su isla y en ella sus recuerdos y sobre todo su esposa
Pen�lope, cuya memoria se hab�a impuesto pese a los intentos de Calipso.


Jam�s un hombre la hab�a rechazado y Calipso se sinti�
profundamente humillada. Sus ninfas no se atrev�an a acercarse a ella y evitaban
su furibunda mirada, tan dulce y sensual antes. Se prometi� a s� misma vengarse
de aquel desagradecido: lo hundir�a en el mar como a los otros. Mas no pudo
hacerlo porque le amaba y se consum�a tambi�n en el dolor.


Para aumentar el sufrimiento de la desdichada ninfa, lleg� a
su isla el mensajero de los dioses para comunicarle las nuevas del Olimpo. En
ausencia de Poseid�n, Atenea, la protectora de Ulises frente a aquel rencoroso
dios, hab�a convencido a Zeus de que Ulises merec�a el perd�n de los dioses y la
ninfa Calipso no pod�a retenerle contra su voluntad. Zeus hab�a decidido
enviarle a �l, Hermes, el de los pies alados, a avisarle de que no s�lo habr�a
de dejar marchar a Ulises, si era �sa su voluntad, sino proporcionarle ayuda
tambi�n.


Calipso se sinti� furiosa contra el dios mensajero y se
atrevi� a protestar y a criticar las decisiones de los dioses. No hizo mucho
caso Hermes de aquellas amenazas porque sab�a muy bien que s�lo los insensatos
no se guardar�an de obedecer las �rdenes del dios de los cielos. Sus protestas
eran in�tiles y la ninfa asumi� la voluntad indiscutible del soberano del
Olimpo. Fue a la playa y all� encontr� a Ulises regando las arenas con sus
l�grimas. Desaparecieron en cuanto supo que pod�a marchar y su alegr�a fue dolor
para Calipso, que se sinti� mortificada. Todav�a le quedaba un recurso, sin
embargo. Ofreci� a Ulises la inmortalidad en su isla, el placer y la dicha sin
fin... y su amor, cosas que no hab�a ofrecido, ni volver�a a ofrecer, a ninguno
de los mortales llegados a su isla y su amor no era lo no menos valioso de ella.


- No puedo aceptarlo. Pen�lope es mi esposa.


- �Acaso es ella m�s bella que yo? � le pregunt� suplicante.


- Ninguna mujer nacida de mortales podr�a decir que es m�s
bella, y tu belleza es adem�s inmortal y no perecedera como yo y aqu�lla a la
que amo � contest� Ulises, que a�adi�:


- Pero no nos es dado elegir a qui�n debemos amar y yo amo a
la mujer que es mi esposa.


�sta respuesta fue suficiente para Calipso porque ella
tampoco hab�a elegido amar tanto a aquel mortal, y ahora que comprend�a lo que
sent�a por �l no pod�a oponerse a su felicidad. Ayud� a su amado a construir una
balsa y prometi� utilizar su magia para guiarla.


Se sinti� apenado Ulises cuando ella se refugi� en una gruta
y no quiso salir a despedirle, pero cuando estaba ya en el mar record� que en
alg�n lugar de �l estaba su isla y se sinti� mejor. De todas formas mir� atr�s,
por �ltima vez, a la isla de Ogigia y vio la silueta de Calipso. �l pudo ver
c�mo agitaba sus brazos para despedirle pero no sus l�grimas, que abundantes
regaban la isla que no podr�a olvidar.


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