All� estaba mi peque�a y dulce sobrina, respirando agitada
luego de sus dos intensos orgasmos, frutos sabrosos de una intensa sesi�n de
sexo oral.
He aprendido �con los a�os- que el verdadero placer est� en
el placer del otro; que hacer gozar, que ver y sentir gozar a mi pareja es la
m�s pura y verdadera raz�n del sexo. Estaba anhelante, expectante por lo que
faltaba que viniera, pero feliz de haber hecho que la peque�a llegara a las
cimas m�s altas o se hundiera en las fosas m�s profundas del placer.
Lam� con deleite las perlitas de sudor que brillaban entre
los pechos, le alc� los brazos por encima de la cabeza y volv� a besarla
despacio, sabiendo que no tardar�a en calentarse nuevamente.
Cuando le mordisqueaba los l�bulos de las orejas, le besaba
el cuello o le pasaba la lengua por los hoyuelos de los hombros, se retorc�a
suavemente mientras que de la boca entreabierta renac�an los gemiditos de gato,
como quedaron bautizados desde aquel d�a.
Cuando le solt� los brazos, la mano derecha baj� directamente
a su sexo.
Poco faltaba para que aquello fuera el cl�max total. "Dale
�le dije en un susurro, la boca en su oreja-, reg�lame una paja�"
La bes�? No. La com� a besos, mientras sus deditos jugaban
con La Llave Maestra del Placer Femenino. Cuello, pecho, pezones, boca, ojos,
nariz eran mis puntos de encuentro con su sensualidad mientras la mano (su mano)
adquir�a un ritmo cada vez m�s fren�tico, la respiraci�n se le hac�a m�s y m�s
agitada, los gemidos de gato eran cada vez m�s fuertes y yo trataba como pod�a
de contener mi propio orgasmo, producto sin dudas de la tremenda irradiaci�n de
sensualidad que me transmit�a aquella cosita tan dulce, tan peque�a y tan
deliciosamente puta que me hab�a regalado la vida.
No pudo morderse lo suficiente los labios para ahogar el
grito que le brot� al un�sono de un orgasmo brutal� y fue una maravilla poder
verlo.
Los pies estirados casi en l�nea recta con la tibia, con los
dedos arqueados con fuerza incre�ble. Las piernas tan apretadas que dejaban ver
cada m�sculo de los tensos muslos. La mano derecha sujet�ndose el sexo como si
por all� pudiera escap�rsele la vida. El vientre hundido, los senos con pezones
de piedra, el pecho y el cuello escarlata por el goce y el esfuerzo, la boca
anhelando aire y el pelo sudoroso adherido a la frente y las sienes.
Me sent�a estallar. La violencia de su polvo me hab�a
contagiado y era incapaz, absolutamente, de seguir conteni�ndome. No le di
respiro. Inmediatamente sent� la lasitud de su cuerpo sin otro gesto ni palabra
le cog� los tobillos, alc� y abr� sus piernas, me maravill� otro instante ante
el coral de su vagina y me sumerg� en ella suavemente.
Era incre�ble. A medida que la iba penetrando sent�a el calor
intenso de ese sexo tan joven, la humedad del interior y su estrechez. Era un
tubo mojado y caliente que se acomodaba con sabidur�a a cada pliegue, cada vena,
cada arruga de aquel, mi pene, que olvid� de golpe su agitado pasado para
recibir una raci�n de juventud inigualable, como nunca antes le hab�a ocurrido.
Yo no era uno, sino varios. Estaban en m� el hombre-pene, que
entraba y sal�a con la extrema delicadeza del m�s dulce sexo de una vagina
ardorosa. El hombre-sentidos, que gozaba del olor de templo pagano que tiene el
hacer el amor, del roce de los muslos sobre sus nalgas de melocot�n, de la
tersura de sus piernas en el pecho. El hombre-voyeur, que miraba todo y cada
cosa que ve�a era una parte m�s y tan importante como la otra del placer que
sent�a. Pero, veterano al fin y sabedor que aquel ser�a uno de los m�s gloriosos
actos sexuales de mi vida, desprendido de todo pero ajeno a nada, estaba el
Enano Maligno de mi conciencia viendo y sumando todo lo mirable y lo gozable,
separado de mi cuerpo y quiz�s, hasta ri�ndose de aquel cuarent�n con panza
prominente que se sent�a un ni�o inexperto en un rinc�n del alma.
Las caderas de Pato comenzaron a oscilar. Ayud� el movimiento
desde lo tobillos que no hab�a soltado. Su vagina ani�ada se contra�a y dilataba
como si fuera una boca que mamara. Le dej� los pies en los hombros y la aplast�
con todo el cuerpo, bes�ndola con una intensidad que dol�a. Cuando volvi� a
gritar yo lanc� un rugido y sent� la dulce muerte del polvo infinito. Uno, dos,
tres chorros violentos de esperma se estrellaron contra su �tero, dej�ndome
vac�o y nuevo. Maravillado, sent� cada una de las venas dilatadas, cada canal
abri�ndose dentro m�o para dar paso al g�nesis. Lo confieso: el Enano Maligno
bailaba de alegr�a.
Varios minutos despu�s, procurando calmar los tambores del
pecho, encend� un cigarrillo y me fui relajando mirando las figuras de ambos que
nos miraban a su vez desde el espejo grandote del techo.
No hubo palabras. No hac�an falta. Cualquier cosa que
dij�ramos hubiera sido faltar el respeto al momento vivido.
No pod�a creer que aquella cosita tan peque�a y tan
dulcemente puta me hubiera tomado de aquella manera (decir que yo la pose� ser�a
pedanter�a).
Cuando se inclin� para robarme una calada, el espejo me
advirti� lo que faltaba.
Fui al lavabo y, mientras meaba, ella entr� con su desparpajo
�ntegro a buscar una ducha (qu� extra�o: ahora que lo cuento recuerdo que
tampoco en ese momento nos dijimos una palabra). No pude ni quise evitarlo. La
enjabon� toda y me fregu� contra ella buscando m�s placer. Nos besamos bajo el
agua, pero ahora de una manera distinta: sabiamente. Hund� los dedos en la
almeja peque�a y sent� los resabios del esperma a�n caliente. Cuando s�lo dej�
escapar un gemido al meterle un dedo en el ano, el pene me rebot� en la ingle
como acto reflejo.
La sequ� apenas, le di otros besos y qued� boca abajo en la
cama, mostr�ndole al espejo la desfachatada redondez de su culo perfecto.
A �l me dediqu� con adoraci�n los pr�ximos diez minutos.
No quiero redundar. Fue un sexto de hora amando de todas las
formas posibles, con manos y boca, aquellas protuberancias que me hab�an tenido
loco tanto tiempo. Dej� all� saliva suficiente para que no hubieras dudas� y no
las hubo, tampoco rechazo.
Fui subiendo despacio por la espalda, rebesando todo,
marcando huellas con la lengua.
Amarr� sus piernas con las m�a y dej� entreabierto el camino.
Le apoy� el pene en el culo y le susurr� al o�do que quer�a estar dentro suyo.
Ya lo dije, no? La maravillosa experiencia intuitiva de las
mujeres, su absoluta sabidur�a de g�nero. Meti� la mano entre los dos, me tom� y
me dej� en la puerta del infierno.
Fui haciendo presi�n, poco a poco. Ella se afirm� en hombros,
cabeza y rodillas para alzar la ofrenda. Gimi� de nuevo cuando la mitad de mi no
muy destacada existencia era una llama en ese averno. Un sonido gutural sali� de
su boca cuando, de un empuj�n, me clav� entero.
A�n la veo. El sabio Enano Maligno no permite que borre el
recuerdo: la cabeza de lado, la boca entreabierta, el pu�o apretado, los ojos
neg�ndolo todo.
Yo sent�a. Joder, c�mo sent�a. A�n lo siento, pese al tiempo
transcurrido.
El culo ardoroso, las pieles pegadas, los brazos r�gidos
apoyando las manos a cada lado de sus hombros, subiendo y bajando, bajando y
subiendo, entrando y saliendo. El gemido, el golpe de un cuerpo contra el otro,
la punta del pene hecha fuego, entrando y saliendo, queriendo entrar m�s y m�s y
no pudiendo y aquella experiencia intuitiva que le llevaba las caderas cada vez
m�s arriba, el ritmo cada vez m�s violento, el pu�o m�s cerrado, los brazos m�s
tiesos, las piernas m�s firmes, entrando y saliendo�
De repente, la nada.
Seguro que hubo gemidos, gritos, suspiros� siempre los hay.
S�lo recuerdo la nada, aunque Jung me reprochar�a si me leyera, porque la nada
es eso y no puede ser recordada pues anonada. Pero fue como empezar a hundirme
en un vac�o profundo, ir girando y girando hacia un infinito de instantes. Y el
brillo. Y la luz. Y las estrellas. Y la muerte. Y la vida�
Lo dem�s es una sucesi�n de an�cdotas que no alteran esta
historia.