Para algunos en palacio no era ya un secreto, pero nadie
hablaba abiertamente de ello.
El emperador, a sus 45 a�os, inmensamente poderoso y rapaz,
todav�a en pleno uso de sus facultades f�sicas, empezaba apenas a experimentar
un insignificante deterioro, propio de su edad. En verdad se trataba de muy poca
cosa, algo de cansancio a alguna hora de la tarde, unas peque�as l�neas en el
contorno de los ojos, verdes y atigrados. Todav�a nada que le impidiese lucir
con orgullo el manto real sobre su ancha espalda, o que empa�ase su estampa
imponente de hombre.
Pero aquel orgulloso personaje, interpretando estas peque�as
se�ales del paso del tiempo como el inicio de una vejes indetenible, se sum�a en
la m�s profunda de las preocupaciones. Conociendo la causa de sus tribulaciones,
uno de los mas poderosos doctores del imperio, un extra�o personaje oriental
llegado a palacio desde las fronteras m�s lejanas del reino, le ofreci� una
f�rmula para detener el paso del tiempo. Se trataba de algo que en otros lugares
podr�a haber sonado inveros�mil o grotesco, pero que en una ciudad degenerada
hasta extremos inimaginables, en el mismo centro de todos los vicios del
planeta, resultaba no s�lo posible sino incluso, divertido.
El emperador deb�a alimentarse diariamente, al caer la noche,
con el semen fresco de hombres j�venes y fuertes, bebiendo directamente de sus
�rganos viriles. No servir�a de nada el licor de adolescentes ni de imberbes.
Tampoco se lograr�a el efecto con aquellos otros que prefieren el amor de un
hombre al de una mujer.
Para satisfacer su apetito y sus ans�as de juventud, su
asistente tendr�a que conseguirle machos j�venes y fuertes, con no m�s de 30
a�os, pero no menos de 25, robustos, sanos y en la plenitud de sus poderes
masculinos. Afortunadamente, la guardia pretoriana y la cuadrilla de gladiadores
del Coliseo constitu�an un verdadero establo para conseguir el codiciado
alimento.
Movimientos extra�os por partes de la soldadesca, veladas
secretas en las habitaciones de su majestad, cuchicheos de los sirvientes,
delataban que algo inusual estaba ocurriendo. Sobre todo la guardia, fiel al
gobernante, manten�a un espeso velo sobre aquel secreto a voces.
***
Aquel joven capit�n no pod�a creer su suerte. Haber sido
invitado a aquel extraordinario fest�n en palacio no era algo que le ocurr�a
todos los d�as a alguien de su rango. Cerca del div�n donde estaba reclinado,
inmensas bandejas servidas con los m�s exquisitos manjares deleitaban sus
sentidos, mientras 2 hermosas esclavas le rodeaban, acerc�ndole comida y bebida
hasta los labios, mientras le acariciaban de forma perturbadora e inquietante.
No fue sino despu�s de la segunda copa, cuando sinti� que los
p�rpados se le cerraban y que le fallaba el entendimiento. En pocos minutos,
dorm�a ah�to y descompuesto, perturbadoramente hermoso, con los ensortijados y
oscuros cabellos revueltos sobre los almohadones.
Bast� una peque�a se�al, un breve sonido detr�s de las
gruesas cortinas para que las esclavas se levantaran presurosas y abandonaran el
sal�n. Apareci� de la sombras el oscuro doctor acompa�ado de algunos ayudantes,
acerc�ndose al imponente cuerpo que ex�nime, m�s all� de sus sentidos,
descansaba sobre los cojines.
La visi�n resultaba arrebatadora sin lugar a dudas. Se
trataba de un espl�ndido ejemplar. Criado en una granja probablemente bajo los
efectos saludables del sol y del trabajo, traspirando salud por cada poro de su
cuerpo, aquel capit�n, que a la saz�n contar�a unos 27 a�os, era un fornido
romano, alto, robusto, con hombros amplios y brazos fuertes. Bajo el breve
peplum que cubr�a su cuerpo se dejaban ver dos piernas s�lidas y potentes,
cubiertas con un vello oscuro y liso, que al igual que en sus brazos,
contrastaba con la piel blanca, algo curtida por el sol y el aire. La sombra
gris de la barba, toscamente rasurada sobre el cuadrado ment�n, hac�a tambi�n
contraste con unas facciones armoniosas y viriles, de expresi�n incluso algo
ani�ada por lo hermosas y por los labios coloreados que destacaban sobre la piel
clara y perfecta.
Con un gesto del galeno, los asistentes reclinaron, no sin
dificultad, el cuerpo del durmiente, mientras las manos �vidas del doctor abr�an
la t�nica que le cubr�a, mostrando poco a poco la imponente desnudes del hombre,
recostado y a merced de los ojos inquisidores que le rodeaban. De los pliegues
de lino blanco apareci� el pecho, cubierto de oscuro vello en perfecta simetr�a
sobre los pectorales musculosos, coronados con dos pezones rozados grandes como
monedas, los brazos fuertes como robles, las axilas de vello negr�simo, m�s
abajo se vi� el plano abdomen, tambi�n cubierto de vellos que descend�an en
l�nea recta rumbo a un pubis frondoso, de pelos fuertes y negros que asomaba
entre la tela.
Con mano rapaz, el doctor aparto el pedazo de tela que a�n
cubr�a los genitales del joven soldado, contempl�ndolo con ojos l�bricos, ahora
si completamente desnudo y a merced de sus manos exploradoras. Dispuesto a
disfrutar del momento, el doctor acerc� la cara para ver mejor aquel perfecto
pedazo de masculinidad que se le ofrec�a. Sobre una mata de pelos tan oscura y
tupida que no dejaba ver la piel, descansaba un magn�fico falo sin circuncidar,
de proporciones perfectas, grueso, no muy largo ni tampoco peque�o, de piel
blanca como la del resto del cuerpo, con el prepucio levemente retra�do
mostrando entre sus pliegues la punta del glande, de color rozado intenso. Unos
pelos largos rodeaban la base misma del pene rode�ndolo con gracia. Se ve�a
imponente, deliciosamente reclinado sobre los test�culos gordos y masculinos,
tambi�n cubiertos de oscuro pelo. En definitiva, se trataba de una hermosa verga
de macho humano, digna de su due�o.
La tensi�n sexual se pod�a percibir en el aire. Los
asistentes conten�an la respiraci�n y miraban, con erecciones evidentes bajo sus
t�nicas y con ojos nublados de deseo, al hermoso soldado, dormido y expuesto a
las manipulaciones del galeno. El doctor, dio instrucciones de que separaran un
poco las piernas del joven. Acerc� su mano y le acarici� suavemente los vellos
del pecho, el vientre, el rostro, las piernas.
Despu�s, evidentemente excitado, pero con mirada aguda y
profesional, tomo el pene entre sus manos y lo sopes�, le acarici� los
test�culos, primero pasando las manos sobre ellos y tom�ndolos en su mano como
si fuesen una bolsa de monedas de oro y luego tomando con delicadeza cada uno
por separado, rode�ndolos con las puntas de los dedos. Meti� los dedos entre los
pelos del pubis, agarrando un poco entre los dedos y jal�ndolos, como si
comprobase su resistencia. Coloc� sus dedos debajo de los test�culos y presion�
all� donde estos se unen al ano.
Finalmente, volvi� a tomar el pene entre sus manos,
rode�ndolo por completo con los dedos. Acerc� aun m�s el rostro, y lo contempl�
con expresi�n de joyero. Retrajo la piel del prepucio y acerc� el glande, rozado
y ago h�medo a su nariz, aspirando intensamente varias veces, percibiendo,
estudiando el olor de la intimidad del joven.
Con todas aquellas manipulaciones, la verga del soldado
empezaba a crecer de forma evidente.
El soldado, a�n profundamente dormido y con una expresi�n
algo risue�a que delataba placer, so�aba a lo mejor con las esclavas que le
acariciaban hac�a unos minutos, durante la comida.
El galeno contemplaba el falo de joven crecer, erguirse y
engrosarse, entre sus manos que le acariciaban, hasta alcanzar la proporci�n de
una espl�ndida erecci�n, fuerte y robusta, con el brillante y ahora rojo glande
totalmente afuera, las venas marcadas, los pelos erizados, y las gruesas bolas
pegadas al tronco. Del meato, empez� a aparecer, como una perla, una gota de
l�quido cristalino y algo espeso, que pronto se reg� por todo el glande, como
resultado de las caricias del galeno, quien masturbaba al joven de forma lenta y
lujuriosa.
Con las dos manos dedicadas a aquella faena, el doctor le
acariciaba el ahora muy h�medo glande, el pubis, el tronco del pene, su base,
los test�culos, mientras la respiraci�n del joven se volv�a turbulenta y
entrecortada. As� lo hizo, con evidente placer por alg�n tiempo.
A los pocos minutos, aquellas manos expertas lograron su
objetivo. En medio de dulces convulsiones, sin haber despertado del pesado sue�o
en que la sumiese la potente droga que le suministraron en el vino, el soldado
lleg� al climax, eyaculando con fuerza, gruesos chorros de semen, uno tras otro,
seis veces, cayendo sobre su abdomen, sobre su pubis, sobre las manos del
m�dico, quien detuvo el movimiento para no perturbar el momento del joven.
El doctor, una vez pasado el momento, se levant�. Con
expresi�n aguda, se llev� la mano hasta la boca, y con la punta de la lengua
prob� uno de los goterones de semen que all� hab�a ca�do.
Con mirada vidriada, y una expresi�n indefinible en el
rostro, se dio la vuelta y emprendi� la retirada mientras dec�a: "si sirve...,
b��enlo, v�stanlo y ll�venlo a su habitaci�n. Ah!, y av�senme cuando despierte".
Fin de la primera parte.
Continuara...
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