Relato: El goce me vuelve loca
Si bien por su car�cter de hija �nica de un matrimonio de posici�n desahogada que no les hab�a sido dada, sino como resultado de su esfuerzo personal; ella, afamada arquitecta y �l, hombre h�bil en eso de moverse c�modamente en el tortuoso mundo de las finanzas, Emilia siempre hab�a sido mucho m�s que reservada, casi ermita�amente austera de modales y facilidad para socializar, ya que la intensa vida social y profesional de sus progenitores la confinaban a la soledad de esa casa que, si bien confortable, carec�a del elemento b�sico; no era un hogar.
Estudiante aplicada o por lo menos no provocadora de quejas por las autoridades del colegio, conformaba las expectativas de sus padres que con ese s�lo trato superficial cre�an estar benefici�ndola al otorgarle una total independencia.
Due�a absoluta de los tiempos y conocedora de hasta el �ltimo recoveco de la antigua casona que anta�o acogiera a una numerosa familia aristocr�tica, adquirida por sus padres para darse el tono conveniente a sus negocios, sol�a vagabundear en los penumbrosos pasillos a horas en que nadie siquiera sospechaba de su presencia.
Su condici�n de adolescente y los primeros llamados hormonales que la hac�an buscar instintivamente informaci�n sobre aquello que comenzaba a bullir en sus entra�as y que soliviantaba su esp�ritu, la hicieron presumir que la observaci�n de las actividades nocturnas de sus padres podr�an proveerla de lo que se preguntaba y con ese fin conceb�a intrincados juegos de ausencias y sue�os que le permitieran convertirse en una activa voyeurista sexual, aunque ella misma ignorara que lo fuera.
Infructuosas noches de vela dieron al fin sus frutos cuando consigui�, escuchar primero y ver despu�s el primer acople entre un hombre y una mujer. Aquello no fue precisamente lo m�s indicado para la pureza del discernimiento de una ni�a de trece a�os. Y no lo fue porque sus padres, ocasionales practicantes del sexo por falta de tiempo y coincidencia, no s�lo lo ejecutaban con vehemencia anhelante cuando consegu�an hacerlo, sino que volcaban en esos actos los m�s oscuros demonios que sus mentes les mandaban.
At�nita, asisti� al espect�culo de ver como su madre era denigrada con infamante vileza por su padre, pero la sorpresa termin� de anonadarla al ver como ella incentivaba lujuriosamente a esa bestia que cre�a su padre para agredirlo y agredirse con sa�a hasta conseguir que aquel diera culminaci�n al acto con una violenta sodom�a.
Temblando de miedo y asco, pas� esa primera noche en vela, recordando con precisi�n fotogr�fica cada uno de aquellos coitos salvajes y as�, con el correr de los d�as, una especie de fiebre comenz� a habitarla. Encerr�ndose m�s en s� misma, avergonzada por el hecho de ser mujer y sentir en su cuerpo reclamos extra�os a los que, acertadamente, confiri� la misma naturaleza que los que llevaban a su madre a cometer tan ignominiosos actos, viv�a recluida en las sombras de su cuarto, al que s�lo abandonaba para asistir al colegio.
Preocupados solamente por satisfacer sus ambiciones profesionales y personales, la actitud de esa chica que no les ocasionaba problemas ni interfer�a en sus vidas, complac�a al matrimonio. Poco a poco, la chiquilina fue haci�ndose ducha en descifrar en qu� oportunidades sus padres se entregaban a esas batallas sexuales y, sin propon�rselo, convirti� a esa costumbre en un acto de envenenamiento que perturbaba la fragilidad de su mente juvenil.
Sus enfebrecidos pensamientos dieron cauce a la angustia que colocaba en su imaginaci�n y cuerpo semejante aprendizaje e imitando a su madre, ferviente practicante de la masturbaci�n pre y post coito, consigui� evacuar el peso que convulsionaba al vientre y arrebolaba sus mejillas de pasi�n contenida.
Ese descubrimiento fue crucial para la ni�a, quien comprob� cuanta satisfacci�n obten�a por esa pr�ctica, pudiendo prescindir de las observaciones para encontrar placer en cualquier momento del d�a o la noche con s�lo recordar algunas de las infames vilezas que comet�an sus padres. Sin embargo, el resultado de sus profusas eyaculaciones - que no eran orgasmos solamente por su falta de pericia o porque, en definitiva, aun no era el momento de experimentarlos - no s�lo no la dejaban satisfecha sino que cada d�a m�s desarrollaba una especie de aversi�n hacia todo lo genital, sinti�ndose sucia y menoscabada, lo que no evitaba que cuando sus entra�as experimentaban los secretos reclamos hormonales, se entregara a la masturbaci�n con una dedicaci�n que la dejaba laxamente agotada.
Esa situaci�n se extendi� por cerca de un a�o, hasta que su madre, a quien adoraba a pesar de su distante indiferencia, le asest� un golpe del cual no conseguir�a recuperarse.
Cierta noche en que su padre se encontraba fuera del pa�s y su madre acudiera a una fiesta de beneficencia, perdida en los peores ensue�os en que puede pasar la noche una jovencita cuya mente ha sido contaminada de la peor manera, escuch� ruidos y comprob� que era su madre quien regresaba a la casa acompa�ada por un matrimonio.
Haciendo gala de su felina agilidad para moverse en la casa sin siquiera ser percibida, se las arregl� para espiar desde el rellano de la escalera y lo que aparentaba ser un ocasional brindis con amigos en el living, se convirti� en la m�s feroz org�a que pudieran sostener dos mujeres con un hombre. Emilia conoc�a sobradamente no s�lo las virtudes amatorias de su madre sino su predisposici�n f�sica para alcanzar los movimientos m�s ins�litos que el sexo le exigiera, pero esa noche le demostr� que su comportamiento pod�a superar al del animal m�s salvaje; indecente y jubilosamente, se prest� y someti� tanto al hombre como a la mujer a los m�s asquerosos actos, recurriendo a monstruosos artefactos que simulaban penes para penetrar y ser penetrada tanto por el sexo como por el ano y hasta simult�neamente por ambos.
Si lo que hab�a descubierto de sus padres la hab�a conmovido para encerrarla en un mutismo inapropiado para una chiquilina como ella, la impresi�n de descubrir que su madre practicaba ese sexo desenfrenado, loco y sucio tanto con un hombre como con una mujer y hasta satisfaci�ndose al someter a aquella como si fuera un hombre, termin� por construir el caparaz�n bajo el cual se sumergi� en el mundo siniestro de sus pensamientos m�s alocados.
A esa circunstancia se agreg� el per�odo de vacaciones escolares y estando todo el d�a sola, sus fantas�as primaron por sobre la cordura. El calor sofocante de la casa cerrada, la empujaba a dejarse estar tendida laxamente en la cama y all�, como en una proyecci�n inagotable de im�genes disociadas, las m�s espeluznantes escenas de bocas, sexos, anos y miembros bombardeaban su pensamiento y acurrucada en posici�n fetal, se dejaba estar por horas en tanto sus manos estregaban y acariciaban incansablemente su sexo y ano.
Aun sin penetraci�n, hab�a descubierto la sensibilidad de cada una de las partes de la entrepierna, la excitabilidad de esos pliegues internos de la vulva que se frunc�an arrepollados m�s el placer sin fin que obten�a macerando aquel tubito que presid�a la vulva y que a su contacto, adquir�a una er�ctil consistencia. El deambular de los dedos fue ense��ndole que ese peque�o tramo que separaba al sexo del ano era poseedor de una sensibilidad s�lo comparada con la de los esf�nteres anales al ser estimulados con las yemas de los dedos embebidas en saliva.
Pr�cticamente sin comer m�s que lo que su est�mago hambriento le exig�a, viv�a inmersa en ese mareante mundo en que las fantas�as superaban a la realidad y esa perturbaci�n la llev� a imaginarse sosteniendo sexo con su madre y padre simult�neamente.
Y entonces, sucedi�; en una de esas alocadas org�as en se sum�a su madre cuando el marido no estaba, no s�lo abus� al dejarse someter salvajemente por dos hombres a la vez, sino que se excedi� con la droga y esa sobredosis la llev� a la muerte.
Reci�n en la madrugada, su padre las descubri� y la imagen de la pobre ni�a reclam�ndole a la mujer desnuda espatarrada en un sill�n del living que despertara mientras la acunaba en sus brazos, le hizo comprender cuan lejos los hab�an llevado sus licenciosas costumbres.
Su nombre e influencias hicieron pasar la muerte como natural y el mundo pareci� seguir su marcha. Sin embargo, pasados los primeros d�as de duelo, descubri� que la actitud de la muchachita no se correspond�a s�lo a la pena y a la impresi�n de haber perdido a su madre de esa forma.
Sus ojos ya no lloraban sino que su mirada se perd�a en la nada mientras permanec�a acurrucada y, con una semi sonrisa bobalicona en los labios, se mec�a al tiempo que sus manos se perd�an en las profundidades de la entrepierna. Sin tener cabal conocimiento de lo que la chica sab�a, el hombre asoci� su actitud a alg�n desarreglo psicol�gico producido por haber sorprendido a su madre sosteniendo sexo mientras se drogaba -que era lo que �l hab�a llegado a suponer - y el golpe devastador de su muerte.
A pesar de su perturbaci�n, Emilia manten�a la conciencia y cuando �l le dijo que se vistiera porque iban a ir a ver a un m�dico, le obedeci� como un manso gatito.
Informado por el padre de las circunstancias de la muerte de su esposa y las consecuencias que eso parec�a haber tenido en la muchacha, Gabriel los recibi� esperando hallar a la chica en un estado desastroso, pero el s�lo conversar con ella durante la presentaci�n le dijo a las claras que otra causa, un algo inasible que �l se tendr�a que tratar de descifrar, hab�a hecho eclosi�n al ser gatillado por la tr�gica muerte.
Obviamente, le pidi� a Armando que los dejara solos mientras duraba la entrevista y aquello pareci� tranquilizar de manera ostensible a Emilia. Tratando de conducirla hacia su verdadero objetivo y sin necesidad de aislarla en el refugio acostumbrado del sill�n, plante� la conversaci�n como una charla entre amigos para sorprenderse por la facilidad con que la ni�a se prest� a ello.
Plante�ndole la necesidad de saber hasta donde ella ten�a conciencia de aquel desarreglo, le pidi� que hiciera cuenta de que estaba en presencia de un sacerdote, en la seguridad que de todo cuanto pudiera contarle, la palabra quedar�a muerta en �l, reforzado por el secreto m�dico-paciente de su especialidad.
Con su voz clara y educada pero manteniendo un tono monocorde m�s adecuado para una letan�a que para un relato y como si hubiera abierto un grifo, la ni�a inici� su relato desde el mismo d�a en que sintiera un pinchazo, un escozor extra�o en el fondo de su vientre y las hormonas iniciaran su tortuoso derrotero por todas las fibras de su ser.
No hab�a recato pero tampoco indecencia en esas palabras que expresaba con la crudeza literal que otorga el lenguaje cotidiano, sin eufemismos ni falsos pudores establecidos por la sociedad. Se notaba que la chiquilina se hab�a informado en libros de anatom�a o seguramente en la Internet de todo lo relativo a la genitalidad tanto femenina como masculina que describ�a con una propiedad y precisi�n asombrosa, adjudic�ndole toda la inmensa variedad de sin�nimos que pose�an.
As� supo que de esos primeros ardores pas� sin transici�n a su b�squeda nocturna y a como la hab�a satisfecho con la observaci�n a sus padres y, sin remilgo alguno, le confes� el inmenso placer que obten�a de sus largas manipulaciones que nunca fueran tan profundas como para causar la p�rdida de su virginidad y finalmente, aqu� s�, con mucho de resentimiento y un claro ofuscamiento, la participaci�n visual en las desenfrenadas org�as de su madre.
Sincera y abiertamente, le dijo que ella ten�a plena conciencia de que el sexo la obsesionaba y que en su mente rebull�an ideas encontradas sobre su pr�ctica pero que, seguramente a causa de la forma en que esa informaci�n hab�a llegado a ella, sus sentimientos y emociones eran ambivalentes; tanto lo deseaba como lo despreciaba; se regodeaba hasta el delirio observ�ndolo pero se asqueaba al menor pensamiento de que fuera ella quien lo practicara y si a todo eso se sumaba la incontinencia de su madre practicando todo cuanto fuera l�sbico, su confusi�n la llevaba a un plano en el que su s�lo deseo era aislarse de todo para vivir en la burbuja de su fantas�a.
Complacido agradablemente por la valent�a de la jovencita y contento porque ella le hubiera ahorrado horas de esfuerzo tratando de desentra�ar sus angustias con su desenfadado y acertado auto examen, le propuso que se dejara someter a un tratamiento en el que se mezclar�a lo te�rico con lo real y la observaci�n con la pr�ctica, hasta los l�mites que ella misma se fijara.
El ya hab�a detectado las emociones subyacentes de Emilia y no se sorprendi� cuando esta asinti� enf�ticamente a la propuesta, impaciente por comenzar esa terapia inductiva que le permitir�a soltar las amarras de lo que imaginaba y deseaba.
Haciendo pasar al padre, le dijo que la primera aproximaci�n le hab�a permitido hacer un diagn�stico a priori que recomendaba un tratamiento personal que su hija hab�a aceptado y que s� �l estaba de acuerdo, el pr�ximo viernes se realizar�a una internaci�n cuya primera etapa demandar�a todo el fin de semana hasta la ma�ana del lunes.
Contento por haber tenido el tino de llevarla a aquel psiquiatra y viendo como eso parec�a haber influido en su hija haci�ndole recuperar los colores y hasta un poco de arrebol que sonrosaba sus mejillas, dio su consentimiento y de esa manera convinieron que el viernes a las siete de la ma�ana, Emilia ingresar�a a la cl�nica.
Haci�ndola pasar a un sector al que el silencio otorgaba una secreta seguridad, la condujo hacia un peque�o consultorio en el que le indic� que, cuando �l se retirara, se desnudara totalmente para colocarse alguna de las batas que colgaban de un perchero.
A pesar de su sempiterna costumbre de masturbarse por horas, jam�s se hab�a desnudado totalmente fuera de la ducha y mucho menos contemplado su cuerpo por entero reflejado en un espejo tan grande. Ella sab�a que para sus quince a�os se hab�a desarrollado con plenitud en los �ltimos seis meses, aunque sin llegar a tener todav�a la esbelta madurez de una mujer adulta; abruptamente, sus senos adquir�an una m�rbida solidez que no s�lo los hac�a sobresalir m�s all� de lo deseable sino que formaban una comba que, por el peso, descansaba sobre la parte alta del abdomen. Aunque las conoc�a sobradamente por el tacto, la asombraba la extensi�n de las aureolas que, de un ros�ceo amarronado, se ve�an pobladas por infinidad de diminutas excrecencias seb�ceas que, en los bordes, formaban una especie de corona de mayor tama�o. Erguidos y largos, los pezones se proyectaban insolentes, dejando ver las fin�simas arrugas que cubr�an sus lados y en la punta, chata, se vislumbraba ostensiblemente el cr�ter mamario.
Prosiguiendo ese examen inaugural, vio como las costillas, apenas marcadas, formaban arco para que el abdomen se hundiera en la musculatura natural del vientre e interrumpiendo esa canaleta, el hoyo del ombligo propon�a el ingreso a la medialuna del bajo vientre que, imprevistamente, se sum�a para que emergiera la robustez del huesudo Monte de Venus al que cubr�a una inculta y abundante mata velluda de renegrida y ensortijada trama. En derredor, las caderas se ensanchaban para demarcar con las profundas canaletas de las ingles el nacimiento de los largos muslos que sosten�an la contundencia de unas nalgas perfectamente redondeadas.
Satisfecha con su propia imagen, tom� una de aquellas cortas batas hospitalarias de tela suavemente sedosa abiertas por atr�s y se la coloc� anudando solamente las cintas que la un�an a la nuca, dejando libremente expuesta su espalda y gl�teos. Al salir del recinto, Gabriel la condujo hac�a una sala casi en penumbras en la cual se ve�a una pared totalmente acristalada y ante la que se encontraba un sill�n anat�mico sobre el que le pidi� que se recostara relajadamente y, advirti�ndole que el vidrio era en realidad un espejo hacia la otra habitaci�n, le asegur� que su presencia no ser�a detectada por quienes ocuparan del cuarto.
Coloc�ndole una serie de sensores adheridos a las sienes, le dijo que �l se retirar�a y que ella se dejara llevar por lo que viera suceder en el otro cuarto, pero que no hiciera un esfuerzo voluntario en reprimir o estimular sus reacciones, sino que se dejara llevar por lo que el inconsciente le dictara.
En realidad, su salida fue una ficci�n que Gabriel represent� haciendo ruido con la puerta, pero permaneciendo en la profunda oscuridad del fondo del cuarto. En la otra habitaci�n, se fueron encendiendo las luces paulatinamente y en ese momento Emilia descubri� que enfrente de ella, a no m�s de dos metros de distancia, un sill�n similar al suyo estaba ocupado por una mujer.
Teatralmente recostada, la joven que no deb�a ser mucho mayor que ella, estaba cubierta por un lujoso camisol�n cuyo profundo color escarlata desped�a reflejos que iluminaban la tersura rosada de la piel y, casi imperceptiblemente, fue saliendo de su quietud para ir realizando movimientos muy suaves. Al tiempo que sus pies se entrecruzaban para que los dedos y las plantas ejercieran suaves presiones acariciantes sobre los empeines, las piernas estregaban las pieles una contra la otra en tanto encog�a las rodillas para hacerlas girar juntas hacia un lado y el otro. Mientras los dedos de una mano se hund�an con lujuria en la espesa y corta melenita rojiza, los de la otra, delineaban su rostro muy levemente, acariciando minuciosamente sus sienes y los p�rpados, se deslizaban curiosos por el cuello hasta arribar a la sedosidad detr�s de los l�bulos para luego retornar hacia el ment�n en lentas elipses que los llevaban a las comisuras de los labios.
Esos contactos deb�an conllevar secretos mandatos, porque a su influjo, los labios se iban separando delicadamente para que las peque�as yemas abrevaran en la comisura para recoger restos de brillosa saliva y utiliz�ndola como un fino lubricante, recorrieron meticulosamente toda la superficie que la excitaci�n iba inflamando morbidamente.
En el silencio sepulcral y casi tan inaudible como una brisa, un sonido inidentificable comenz� a percibirse y era el aliento sibilante que iba surgiendo entre los dientes y labios de la mujer que, en la medida que las piernas acrecentaban el ritmo de los roces y la lengua sal�a al auxilio de los dedos en eso de mojar los labios ardientes, fue convirti�ndose en un gemido angustioso que casi adquir�a categor�a de l�gubre.
Los dedos siguieron su recorrida a lo largo del cuello, inspeccionando los intersticios que formaba la uni�n de este con las clav�culas al tiempo que se internaban en la parte superior del pecho ya cubierta de fina sudoraci�n y una sonrosada erupci�n producto de la excitaci�n. Al tropezar con el obst�culo que supon�a el escote del camis�n, desprendieron h�bilmente los dos peque�os botones que lo cerraban y eso le permiti� deslizarlo hacia abajo, dejando paulatinamente los senos al descubierto.
Estos no eran significativos pero se alzaban erguidos con una curiosa forma de pera en cuya punta y en oposici�n al tama�o, sobresal�an como otro seno las pulidas laderas de las aureolas, exhibiendo en el v�rtice dos puntiagudos y rosados pezones.
Descendiendo por esa pendiente curva, exploraron cuidadosamente todos los flancos, se hundieron en la arruga que formaba la comba sobre el abdomen y ascendiendo por ella, arribaron al promontorio de las aureolas donde exploraron la rosada punta de las mamas y luego las manos se abrieron con repentina rigidez para que las palmas se acercaran a los enhiestos pezones hasta establecer un m�nimo contacto, ante el cual la muchacha se estremeci� toda.
Al parecer la sensibilidad de las mamas era superlativa y despaciosamente las palmas establecieron un movimiento circular para que la joven curvara ansiosamente el cuerpo y de su boca surgiera un audible ronquido de ansiedad. Ante los ojos �vidos de Emilia, los roces hicieron adquirir a los senos un arrebolado aspecto que reforzaba la evidente hinchaz�n de las carnes y entonces, los dedos �ndice y pulgar de ambas manos formaron unas tenazas con las que rodearon a los pezones para comenzar a fregarlos delicadamente entre ellos.
En la medida en que acentuaba el ritmo de la fricci�n con una evidente mayor presi�n, de la boca de la mujer surg�an complacidas exclamaciones de gusto y los dientes se ensa�aban contra los labios que lubricaba permanentemente con la lengua.
Inconscientemente, los dedos de Emilia hab�an desanudado el mo�o en la nuca y la tela sedosamente m�rbida de la bata se desliz� hasta su cintura. Replicando los movimientos de la otra mujer, sus yemas deambularon sobre la piel y entonces s� tom� conciencia de que inexplicablemente, una ansiedad que le carcom�a las entra�as la llevaba a imitar a la joven.
Seca de pronto, su boca dejaba escapar el aliento en sorda ronquera y al encerrar sus pezones entre los dedos, comprendi� el grado de excitaci�n a que eso la conduc�a. Reproduciendo el estreg�n, se percat� que ese sufrimiento incrementaba aun m�s su angustia, colocando un fino estilete que, entre doloroso y placentero, se hund�a en la columna para ir ascendiendo hasta clav�rsele en la nuca.
Absorta, con la mirada fijamente clavada en la entrepierna de la mujer que ahora exhib�a imp�dicamente el sexo con las piernas abiertas aleteando espasm�dicamente, reprodujo su acci�n para clavar casi con ves�nica sa�a los finos bordes de sus u�as en la inflamada excrecencia y reaccionando tal como aquella, dej� que el suplicio la impulsara a apoyar los pies sobre el asiento, dejando que su cuerpo se arqueara como a la b�squeda de un algo inasible.
Aunque no era la primera vez que se masturbaba, el hacerlo casi p�blicamente y replicando lo que hac�a otra mujer, le daba una inquietud distinta a sus emociones. La imagen de su mentora visual la hizo conducir una mano hac�a la olorosa alfombra del vello p�bico y all�, combinando el estregar a los senos con una pertinaz caricia al sexo, fue introduciendo los dedos a la vulva; separando los h�medos labios e iniciando un meneo que fue increment�ndose, elevaba la pelvis espasm�dicamente en tanto sus dedos hac�an estragos con los pellejos de los labios y fustigaban despiadadamente al cl�toris hasta que, casi al un�sono, ambas mujeres parecieron haber alcanzado el alivio de la eyaculaci�n y hamac�ndose suavemente, fueron culminando con la masturbaci�n, utilizando los fragantes jugos para refrescar y lubricar las carnes ardorosas.
Recostada desma�adamente en el amplio sill�n e inmersa en ese sopor en que la sum�an sus eyaculaciones, se dejaba estar blandamente cuando Gabriel se hizo ver con una discreta tosecita para que tuviera tiempo de arreglar la bata.
Con esa franqueza que parec�a aflorar al influjo bienhechor del psiquiatra y a su pregunta de c�mo hab�a recibido la presencia de Catalina - la muchacha del sill�n - admiti� desenfadadamente c�mo se excitara ante su exhibici�n y la manera en que disfrutara de la emulaci�n masturbatoria para conseguir una de sus mejores eyaculaciones.
El m�dico y haciendo hincapi� en aquello, le explic� la diferencia que existe entre una eyaculaci�n y un orgasmo, porque mientras la primera es una respuesta natural del cuerpo a los est�mulos a que se lo somete, el segundo, aparentando las mismas manifestaciones en cuanto a humores y flujos, es mucho m�s profundo, ya que en �l intervienen no s�lo las partes ven�reas sino tiene una gran participaci�n el cerebro que, elaborando una serie de intrincadas operaciones, relaciona estrechamente los sentimientos con las reacciones ps�quicas y hormonales y su manifestaci�n cabal provoca lo que los franceses llaman �peque�a muerte�, ya que los ahogos, el ritmo card�aco, las fuertes convulsiones espasm�dicas por las contracciones uterinas y la profundidad del embotamiento, sumen a la mujer en sensaciones parecidas a lo ag�nico.
Dici�ndole que el segundo paso ser�a la prueba de que ella estaba en condiciones de obtener esos orgasmos y no simples eyaculaciones, tambi�n le exigir�a borrar de su mente una de las aprensiones que la habitaban por la transferencia involuntaria de su madre, ya que el sexo entre mujeres no era la cosa asquerosa y pervertida que ella supusiera por verla haci�ndolo, sino una de las relaciones m�s tiernas, dulces y sin violencia que una adolescente como ella pod�a sostener, sin la rudeza brutal y traum�tica con que los hombres sojuzgan a las mujeres.
A su pesar y seguramente por los recuerdos a los que hac�a referencia el m�dico, sinti� y as� se lo manifest�, una honda repulsa ante la propuesta, pero Gabriel le dijo que se tranquilizara, ya que Catalina era una experta en aquello de despertar sensaciones desconocidas en las mujeres y que, en todo caso, siempre ten�a la autoridad de suspender el tratamiento en el momento que lo deseara.
Ayud�ndole a levantarse, la condujo hacia otro cuarto que estaba desierto. Pidi�ndole que se quitara la bata, le dijo que se acostara en una especie de gran butac�n y mientras se retiraba, las luces fueron languideciendo hasta dejar la habitaci�n en una tenue penumbra ros�cea.
La temperatura del cuarto era agradablemente tibia y cuando Emilia se preguntaba c�mo y de qu� manera se producir�a el encuentro con la otra muchacha, fue d�ndose cuenta que el calor aumentaba paulatinamente, sumi�ndola en un estado de leve modorra similar a cuando tomaba sol en la playa. Con los ojos cerrados por esa pesadez de cabeza que la relajaba para introducirla a un entresue�o en el que se confund�an lo on�rico con la realidad, experiment� unas cosquillas similares a las de diminutas ara�itas desliz�ndose por su piel.
Sin distinguir aun si eran producto de la somnolencia o la realidad, exhal� un instintivo suspiro de satisfacci�n que pareci� hacer que los contactos de las intangibles mariposas multiplicaran su deambular por zonas de su cuerpo que cre�a desprovistas de sensibilidad y que, a ese mero contacto, enviaban se�ales inequ�vocas a lo m�s profundo de su genitalidad.
El placer termin� por despejar su mente y entendiendo que el contacto l�sbico estaba produci�ndose, abri� los ojos para ver como Catalina se encontraba acuclillada a su lado y sus dedos eran los et�reos portadores de las exquisitas caricias. Al observar la turbada confusi�n de su mirada, la muchacha le sonri� con p�cara dulzura al tiempo que le hac�a se�as de guardar silencio.
Incapaz de hacer otra cosa, sinti� como la chica suplantaba paulatinamente los filos de las u�as conque la acariciaba por la tersa superficie de las yemas de los dedos pero sin tomar contacto definitivo con la piel, manteniendo una distancia infinitesimal entre ambas superficies, estableciendo una especie de corriente el�ctrica est�tica de una tensi�n imposible de mensurar que hac�a elevar a su paso ese vello sutil que cubre la piel de las mujeres, provoc�ndole movimientos epid�rmicos parecidos a los de ciertos animales cuando espantan a insectos de su cuerpo.
Las manos que circulaban morosas sobre el vientre, se encaminaron hacia arriba para encontrar la comba que evidenciaba el peso de los pechos, treparon por su cuesta en lerdos c�rculos y el escozor cobr� notoriedad al rozar la superficie de las aureolas, que se convirti� en chispazo cuando estableci� contacto con la punta de los pezones; realmente parec�a que las mamas poseyeran una conexi�n directa con el fondo de la vagina y que hac�a a las descargas el�ctricas estallar como min�sculos rayos en sus entra�as.
Imposibilitada ya de guardar m�s la compostura, dej� que esa cosquilla de inconfundible placer sexual se expresara en satisfacci�n a trav�s de su boca y en la forma de susurrados gemidos que evidenciaban su goce, incre�blemente obtenido a trav�s de una mujer. Su hasta ahora silente aquiescencia, hizo que los dedos no se contentaran con ese intangible contacto sino que los filos de las u�as recorrieron en leves ara�azos la granulada corona de las aureolas, llegando a rascar inquisitivamente los arrugados flancos de los largos pezones.
Sin haber obtenido placer de ninguna otra persona, a Emilia se le hac�a imposible mensurar la hondura del goce, pero este era tan profundo, tan maravillosamente delicioso que se dej� ir y contra sus prevenciones ante el sexo l�sbico, le rog�, le suplic� a Catalina que no cesara de darle ese placer hasta hacerla sentir cabalmente satisfecha.
S�bitamente, las manos descendieron juguetonamente ligeras a trav�s del vientre y frenaron su carrera ante la alfombrita del vello p�bico; hurgando diligentes entre el pelo ensortijado, los dedos se abrieron paso hasta arribar al sitio en que su frote la hac�a experimentar las mayores sensaciones sexuales y, con tanta suavidad como en el comienzo, dejaron al descubierto el nacimiento de la raja hasta que el arrugado capuch�n del cl�toris se destac� limpiamente.
Nuevamente los filos de las u�as se convirtieron en gentiles embajadores que rascaron deliciosamente el tejido superficial del prepucio, haciendo que el pene femenino fuera cobrando mayor volumen y erecci�n. En tanto que aquello suced�a, los dedos de la otra mano escurrieron a lo largo de la rendija para dilatar los labios mayores de la vulva y comprobar la consistencia coralina de los labios menores, ya humedecida por los jugos hormonales. Continuando el periplo hacia abajo, circundaron los pliegues de la abertura vaginal y cuando Emilia, ya crispada por la tensi�n del deseo, cre�a que concretar�an algo, huyeron a lo largo de las piernas hasta arribar a los pies y all�, haciendo cebo de los empeines, se deslizaron sutiles sobre ellos para, finalmente, hundirse en los huecos entre los dedos, en un cosquilleo que Emilia no hubiera imaginado jam�s pudiera excitarla tanto.
Catalina se hab�a desplazado junto con las manos y ahora, arrodillada en el extremo inferior del largo canap�, as�a los pies entre las manos, dejando que la lengua, a imitaci�n de la de un reptil, tremolara �gilmente contra la planta que se encog�a ante el contacto, ascendiendo luego para ubicarse debajo de los dedos. Separ�ndolos, hizo a la lengua trepidar ligera entre ellos y cuando termin� el lento recorrido, los fue encerrando uno a uno entre sus labios para realizar hondas succiones que combinaba con intensas succiones, hasta que, al parecer satisfecha, dej� deslizar la boca a lo largo del empeine para explorar los salientes bultos de los tobillos y luego ascender por la pantorrilla en un juego ves�nico en el que combinaba el chupeteo de los labios con mojados viboreos de la lengua.
Las sensaciones maravillosas que aquello provocaba en Emilia, la hac�an prorrumpir en hondos suspiros que terminaban con la exhalaci�n de gemidos en los que expresaba palabras ininteligibles pero que adquirieron car�cter de ronquidos cuando boca y lengua llegaron al hueco detr�s de la rodilla en tanto las u�as, sutiles, recorr�an la superficie sensibil�sima de aquella.
El cuerpo de la muchacha se agitaba inquieto en instintivos remedos a incipientes coitos y entonces fue cuando Catalina consider� que ya estaba pronta; con urgente voracidad, boca y lengua treparon a lo largo del terso interior del muslo y all�, sin tener que separar las piernas que Emilia hab�a encogido y abierto con intuitivo conocimiento de lo que ansiaba, se encontr� frente al sexo de la muchacha.
Cubierta con el oscuro vello que se adher�a a la piel, la vulva se mostraba apenas hinchada y la raja se insinuaba como la cicatriz de una herida. Aspirando fuertemente, Catalina pudo comprobar que el cuerpo de la chica hab�a respondido a los est�mulos por los efluvios fragantes que el sexo desped�a en ignoradas flatulencias y que se evidenciaba en la delgada capa de humores que barnizaba la vulva.
Acerc�ndose a ella, extendi� la lengua para dejarla deslizarse de abajo arriba por la rendija, verificando la respuesta primitiva de Emilia al sexo por su gusto a salvajina y el hondo suspiro enronquecido de la chica. Al llegar a la cima, encontr� al cl�toris ligeramente alzado y entonces s�, separ�ndole m�s las piernas, se hizo lugar para poder apartar con pulgar e �ndice los labios mayores del sexo y dejar que la lengua tremolante se alojara en el hueco existente debajo del capuch�n epid�rmico.
Fue como si hubiera aplicado una picana el�ctrica, ya que a su fricci�n Emilia de estremeci� galvanizada y de su pecho surgi� un audible s� de ansiedad. Una d�bil membrana cubr�a casi por compromiso la punta ovalada como una bala del cl�toris, ya que la blanca cabecita se ve�a perfectamente y el roce con la lengua permit�a contactarlo como si aquella no existiera.
El organismo respond�a perfectamente a los est�mulos y los tejidos de la vulva se distend�an favorablemente con una hinchaz�n por el aflujo de sangre que facilitaba la funci�n de la lengua, que no s�lo se limit� a escarbar en el hueco sino que se aventur� por la pulida superficie del �valo. Aunque todav�a no totalmente desarrollada, la vulva era larga y estrecha, por lo que el nacarado fondo se presentaba limpio de obst�culo alguno, salvo la presencia del agujero de la uretra, ins�litamente amplio y en el cual la punta escarce� con minuciosa insistencia.
Seguramente, el reiterado manipuleo de la chica en esas masturbaciones en las que evitaba penetrar la vagina, hab�an convertido al orificio urinario casi en otro �rgano sexual por su sensibilidad y que ahora se dilataba placenteramente para dejar que el afilado v�rtice se adentrara en �l remedando a una penetraci�n vaginal.
Emilia clavaba sus dedos engarfiados en el suave tapizado del div�n al tiempo que el cuerpo se tensaba y de su boca surg�a el repetido s� como un sonsonete suplicante que enardeci� a Catalina, quien no s�lo multiplic� los roces sino que los labios se convirtieron en succionantes c�mplices en tanto los dedos estimulaban entre ellos los labios menores.
Estos incitar�an las fantas�as del m�s pacato, ya que, partiendo del sombrerete que proteg�a al cl�toris, se extend�an como fruncidas l�neas en cuyos v�rtices ostentaban carnosidades semejantes a intrincados corales. De un delicado ros�ceo blancuzco en la base, iban mutando a un fuerte rosado que en las puntas adquir�an tonalidades viol�ceas o negruzcas, mostrando en la parte inferior dos carnosos l�bulos que se afinaban para formar una delicada corona que rodeaba la cerrada entrada a la vagina.
Roncando de gula ante ese maravilloso espect�culo y con la certeza dada por Gabriel de que enfrentaba a una virgen, envi� a lengua y labios para que se dieran un fest�n en aquellos tejidos, casi masticando los pliegues en sonoras combinaciones de lambidas, chupeteos y hasta leves mordisqueos en tanto que con �ndice y pulgar restregaba masturbatoriamente al ahora erecto cl�toris.
Superando los ayes gozosos de la otra muchacha, sus rugidos daban cuenta de la calentura que el sometimiento de Emilia le produc�a y, sacudiendo en�rgicamente la cabeza, se desliz� hasta encontrar la entrada vaginal a la que atac� fieramente con labios y lengua. Distendi�ndose mansamente a la caricia, los esf�nteres permitieron a la lengua penetrar al interior para enjugar las mucosas y h�bilmente llevarlas hasta la boca donde fueron saboreadas con avidez por Catalina.
Consciente de que deb�a interpretar el rol por el que le pagaban pero a la vez admitiendo que aquella iniciaci�n sexual de una virgen a la que pod�a someter a sus m�s perversos deseos la excitaba m�s all� de lo acostumbrado con mujeres m�s bellas, alz� las nalgas de la muchacha para dejar que la lengua se escurriera serpenteante a lo largo del extra�amente extenso perineo hasta arribar al rosado frunce del ano; la punta tremolante portaba la abundancia de su saliva tibia y a poco de que insistiera sobre �l, involuntariamente la tripa fue cediendo para que la lengua se introdujera apenas lo suficiente como para provocar en la chiquilina gemidos de lastimera negativa en los que se evidenciaba al temor acompa�ando al goce.
El pulgar que excitaba al cl�toris hab�a bajado para ir penetrando lenta pero irremisiblemente la vagina y luego de avasallar el el�stico tegumento del himen que su due�a respetara todo ese tiempo, tras su hondo sollozo y la evidencia sanguinolenta escurriendo por el dedo, busc� en la cara anterior la almendrada callosidad del punto G y d�ndose cuenta cuanto plac�a a Emilia esa masturbaci�n, se aplic� con empe�o en ella durante unos momentos para luego y simult�neamente, hacer que la punta del �ndice se alternara con la lengua en penetrar al ano, haci�ndola proferir ardorosos gemidos de placer acompa�ados por fervientes reclamos por llegar a la satisfacci�n.
Decidida a complacerla complaci�ndose, Catalina cambi� de posici�n para colocarse ahorcajada invertida sobre la muchacha y mientras le dec�a que ella tambi�n deb�a convertirse en activa, fue bajando la pelvis hasta que su sexo tom� contacto con la boca de Emilia e indic�ndole que repitiera en ella todo cuando le hiciera, se inclin� para tomar contacto con la veladura oscura del pubis.
Aun sintiendo como esa mujer hab�a modificado su manera de pensar con respecto al sexo l�sbico y que entend�a finalmente por qu� su madre se dedicara a �l con tanto apasionamiento, �l tener que tomar parte activa en la relaci�n le provocaba un rechazo instintivo. Sin embargo, el cuerpo de Catalina era tan perfecto que sus formas llamaban a admirarlas y las s�lidas nalgas rozando su cara le hicieron contemplar por primera vez un sexo femenino a tan corta distancia.
Acostumbrada a las friegas a la suya, la vulva ten�a un tama�o m�s que respetable y la superficie pulida por la eliminaci�n del vello le caus� un poco de repulsa. Pese a ello, acicateada por lo que la boca de la otra chica estaba realizando en su Monte de Venus y fragantes tufaradas vaginales que, lejos de repugnarle la atrajeron, estir� medrosamente la lengua y al sentir en su boca los sabores dulcemente picantes, todo cambi�; m�gicamente, sinti� al vientre contraerse por la desesperaci�n de la gula sexual y sus narinas se dilataron como las de una bestia ante la llamada ancestral del celo al tiempo que su boca se abr�a para pegarse como una ventosa sobre aquel sexo humedecido.
Verdaderamente, era una respuesta primitivamente instintiva, ya que del sexo l�sbico no conoc�a m�s que lo que viera hacer a su madre con aquellas mujeres, pero una sapiencia natural la hizo chupar fuertemente la vulva, tal como sol�a hacerlo con las naranjas para saciarse con su jugo. La succi�n tuvo su correlato por los sabores que invadieron su boca y por la maleable apertura de la raja.
Eso y lo que la lengua experimentada de Catalina realizaba dentro del sexo la hicieron imitarla y la lengua tremolante se desliz� dentro de la rendija hasta tropezar con los recios colgajos que eran los labios menores; a diferencia de los suyos, se manifestaban como ardientes carnosidades a semejanza con gruesas barbas de gallo y su coloraci�n casi negra la atrajo como un im�n.
Al tiempo que expresaba su satisfacci�n por los leng�eteos y chupones de la muchacha con mimosos gimoteos, sus labios envolvieron los frunces y altern�ndolo con vibrantes leng�etazos, se hundi� en una vehemente actividad bucal mientras con sus manos envolv�a las caderas al tiempo que rastrillaba con sus cortas u�as las nalgas poderosas de Catalina.
Esta estaba satisfecha por la respuesta activa de Emilia y entonces decidi� profundizar el acto, metiendo en la vagina dos de sus finos y largos dedos para explorar no lo que ya hiciera el pulgar, sino relevar la contextura musculosa del canal de parto y resbalando en las mucosas con aun rastros rosados por la anterior desgarro, comprob� que la chica pose�a esa virtud de contraer y dilatar ese interior con la misma consistencia de una mano.
Agregando otro dedo para formar una especie de cu�a, empuj� firmemente contra la oposici�n muscular y sinti� se resist�an hasta que su empe�o los hizo aflojarse para dejar paso a los dedos. Naturalmente, Emilia hab�a reaccionado a la agresi�n, percibiendo como algo se hund�a en su sexo pero sin causarle otra molestia que el frotar contra la piel y suponiendo acertadamente que se trataba de su verdadera y primera penetraci�n que no se atreviera realizar con sus propias manos, se dio envi�n con la pelvis para poder sentir mejor la penetraci�n.
Rec�procamente y en vista de los br�os de la chica, Catalina penetr� tanto como pudo para luego encoger y estirar los dedos, rascando con distintos movimientos las mucosas. A Emilia aquello le parec�a maravilloso, experimentando las sensaciones m�s exquisitas que jam�s sus masturbaciones le procuraran; por eso, se aferr� aun m�s a los gl�teos de Catalina, hundiendo la boca en su sexo al tiempo que meneaba las caderas como para manifestar su deseo exacerbado.
La �mentora� hab�a encogido y encerrado bajo sus axilas las piernas de la muchacha para dejar totalmente al descubierto toda la zona y orden�ndole a Emilia que le hiciera lo mismo a ella, encerr� entre sus labios todo el cl�toris para chuparlo con vehemencia voraz en tanto los dedos buscaban la callosidad del Punto G en la parte anterior de la vagina y su dedo mayor se hund�a totalmente en el ano.
Aquello hab�a sacado de quicio a la muchacha que, en una mezcla de sufrimiento con goce, sent�a como su cuerpo era agredido de todas las formas posibles, envolvi�ndola en una nube en la que la sangre, golpeteando en la sienes, la conduc�a por una regi�n sobrenatural en la que el dolor y el placer eran la misma cosa, fundi�ndose uno en el otro y haciendo miscibles las carnes con las sensaciones m�s excelsas.
El no tener pr�ctica la confund�a, pero la naturaleza pudo m�s e hizo que dos dedos suyos fueran penetrando aut�nomamente la vagina y en tanto sent�a como las carnes afiebradas ced�an maleables a su paso, los encogi� tal como sintiera dentro suyo e imprimi� a la mu�eca un leve vaiv�n, adelante y atr�s. Ella no hab�a imaginado la satisfacci�n que le proporcionar�a someter a otra mujer y el contacto con los tejidos ardientes cubiertos de una espesa capa de mucosas la alucin�; en tanto jugueteaba en el canal vaginal, moj� el pulgar en los fluidos que exced�an al sexo y a tientas busc� el agujero del ano.
Sensibilizado por la habitualidad, el �rgano de Catalina se dilat� mansamente a la presi�n y cuando todo el dedo estuvo dentro de �l, la boca de Emilia se concentr� en macerar el gran cl�toris de su gu�a.
Para Gabriel, el espect�culo era fant�sticamente er�tico y as�, contempl� como las dos mujeres parec�an fundirse una en la otra, chupeteando y penetr�ndose mutuamente en una danza del placer en la que s�lo se escuchaban los chasquidos de las bocas y los gemidos de ambas en medio de exclamaciones gozosas en las que se promet�an y exig�an mutuamente mayores goces, hasta que, casi al un�sono, proclamaron entre risas y sollozos el advenimiento de sus orgasmos e, imbricadas como un mecanismo humano, se dejaron estar en la modorra que saben procurar las eyaculaciones violentamente apasionadas.
Emilia no conoc�a de esas cosas y todav�a sumida en el desasosiego en que la sumieran esas sensaciones desconocidas de sentirse caer en un abismo sin fondo mientras experimentaba los ahogos ag�nicos junto a maravillosos ramalazos de dulce placer que inundaban sus sentidos y aun con los p�rpados cerrados por el sopor, percibi� como el cuerpo de Catalina era quitado de encima suyo para que algo m�s pesado lo suplantara.
Aun le resultaba dif�cil respirar y de su boca surg�an jadeos entrecortados por los sollozos pero, cuando trat� de abrir los ojos, un velo de l�grimas le impidi� enfocarlos. Parpadeando fuertemente, aclar� la mirada, s�lo para ver que era Gabriel quien estaba sobre su pecho con una rodilla a cada lado del cuerpo y que, conduci�ndola con una mano, hac�a a la verga rozar levemente sus labios entreabiertos.
Aunque nunca hab�a visto uno tan de cerca, ella sab�a como eran los miembros masculinos de los hombres de su madre y observ� con repugnancia como esa cosa amorfa y fl�ccida pretend�a introducirse en su boca. Su primera reacci�n hab�a sido cerrar los labios para impedirlo, pero un algo desconocido que gobernaba sus sentidos m�s primarios, al s�lo influjo de la fragante salvajina del falo, la hizo abrirlos m�s y aceptar que �l lo introdujera un poco.
Eso fue suficiente como para que el instinto le dijera que se esperaba de ella y envolviendo la monda cabeza con los labios, inici� un t�mido chupeteo. Verdaderamente, pose�a los �ntimos mandatos de toda hembra y tan s�lo sentir la tierna carne en su boca, bast� para desatar en ella toda la lascivia que su subconsciente escond�a.
La verga era suave y su tierna inconsistencia hac�a que fuera acomod�ndola dentro de la boca para macerarla con labios y lengua en tanto sus manos acud�an a la entrepierna del hombre para acariciar el pubis velludo y la base del falo.
Emilia se daba cuenta que hacer aquello no s�lo la excitaba sexualmente sino que le procuraba un placer desconocido que la impuls� a incrementar el ritmo con que estrujaba la verga, hasta que esta, naturalmente, comenz� a cambiar de tama�o y con ello a endurecerse. Estaba deviniendo en un verdadero falo e imposibilitada ya de contenerla dentro de la boca, la tom� con una mano y extray�ndola, hizo que sus labios rodearan al glande para chuparlo hasta hundirse en ese surco de la base que protege el prepucio.
Con sabidur�a instintiva y al tiempo que iniciaba un chupeteo repetidamente intenso por el que sacaba al miembro de la boca para volver a succionarlo apretadamente en tanto lo introduc�a, sus dedos comenzaron maquinalmente a acariciar al tronco siguiendo el ritmo de la cabeza.
D�ndose cuenta de la predisposici�n de la muchacha a ese sexo al que la hab�an condicionado sus padres, Gabriel alab� esa habilidad mientras le suger�a que la introdujera m�s en la boca. Por la mente de Emilia cruzaron en una s�bita proyecci�n las ocasiones en que participara visualmente de las org�as de su madre y, como gui�ndola, las felaciones que aquella hac�a tanto a su padre como a los otros hombres.
Distendiendo la boca en voraz apertura, introdujo la verga hasta sentirla rozando la glotis y ante el atisbo de una arcada, comenz� a retirarla lentamente mientras sus labios ce��an la tersa piel del miembro. Simult�neamente, sinti� como lo que no pod�a ser otra cosa que la boca de Catalina se asentaba sobre su vulva para reiniciar aquella exquisita mamada.
El placer que le procuraban labios y lengua, sumado a lo que experimentaba al chupar aquel falo portentoso, terminaron por enardecerla y entonces, imprimi� a la cabeza un r�tmico ir y venir que la inund� de un goce in�dito. En actitud refleja, hab�a comenzado a menear sus caderas, proyectando la pelvis contra la boca de quien la satisfac�a y, considerando que ya estaba tan lista como �l, el psiquiatra la tom� por la cabeza con ambas manos al tiempo que la exhortaba a chupar la verga hasta conseguir su leche.
La hembra primitiva hab�a dominado la mente y el cuerpo adolescente e incrementando la actividad de la boca, suplement�ndola con la de los dedos masturbando reciamente al pene, se someti� a la penetraci�n del hombre a su boca como si fuera una vagina, hasta que de pronto, entre sus gemidos ansiosos y los bramidos de Gabriel, su boca se inund� de una melosa cremosidad a la que tuvo que tragar a riesgo de ahogarse si no lo hac�a.
Decenas de veces hab�a visto a su madre en similar situaci�n y, como aquella, recogi� con los dedos los �ltimos goterones que �l derramara espasm�dicamente en su cara, para llevarlos a la boca y paladear aquel espeso jugo con reminiscencias a almendras dulces como si de un exquisito postre se tratara.
Agitada por el esfuerzo pero aun excitada, sintiendo como la actividad de Catalina en el sexo avivada el caldero que bull�a en su vientre, vio a Gabriel saliendo de encima de ella y c�mo, la otra muchacha le abr�a las piernas para hac�rselas encoger. S�bitamente, Catalina hab�a adquirido un aspecto varonil, seguramente a causa de su corto cabello y a que en su entrepierna luc�a un arn�s parecido a los que sol�a utilizar su madre.
El falo artificial que se ergu�a ante ella no parec�a mucho m�s grande que el de Gabriel y todo en �l semejaba ser verdadero, desde su color carne hasta las anfractuosidades y venas que cubr�an al tronco en tanto la ovalada cabeza aparec�a desprovista de prepucio alguno; aproxim�ndola a ella por los muslos, Catalina condujo al consolador con una mano para hacerlo deslizarse sobre los labios de la vulva y, una vez lubricado con sus jugos y saliva, lo presion� contra la apertura de la vagina.
A pesar de los dedos que destruyeran su himen y que luego la hab�an hecho conocer las delicias de ser penetrada, Emilia sinti� un s�bito temor a ser penetrada por semejante artefacto e, irreflexivamente, hizo un intento de juntar las piernas; calm�ndola dulcemente con tiernas palabras, la otra muchacha le pidi� que confiara en ella y que se aprestara a sentir una de las m�s hermosas sensaciones que puede experimentar una mujer.
Aquietada pero no tranquila, Emilia busc� con sus ojos los de la muchacha mientras le ped�a gimoteante que no la hiciera sufrir. Con una magn�fica sonrisa en sus labios, Catalina fue incrementando la presi�n y de esa manera, mil�metro a mil�metro, cent�metro a cent�metro, el poderoso falo fue entrando a la vagina.
Ciertamente, Catalina llevaba raz�n, ya que, aun sintiendo como sus m�sculos vaginales se expand�an por el grosor de la verga, aquella se deslizaba dentro suyo como en un conducto natural. El continente poderoso del pene no la lastimaba pero s� le hac�a sentir algo muy parecido al sufrimiento que se manifestaba en una molestia que lentamente iba convirti�ndose en placentera.
Acezando sordamente y en tanto su vientre se agitaba en espasm�dicos movimientos, sinti� como la verga llegaba a tocar el fondo de la vagina para, desde all�, iniciar una retirada tan lenta como el ingreso. Un inmenso alivio la alcanz� cuando la sinti� salir pero solamente para volver a introducirse, esta vez ya no con lentitud, desliz�ndose suavemente a favor de las abundantes mucosas que cubr�an el conducto.
Pidi�ndole que sostuviera sus piernas encogidas con las manos detr�s de las rodillas para que sus �rganos quedaran m�s expuestos, Catalina fue imprimi�ndole a la c�pula un ritmo que hac�a gemir a la muchacha de placer en tanto asent�a fervorosamente para que la penetrara m�s y mejor. Es que Emilia jam�s hab�a imaginado que el tr�nsito de un falo artificial en su sexo pudiera procurarle tal diversidad de sentimientos y sensaciones.
Ahog�ndose con la saliva que se acumulaba en su boca, entre risas y sollozos de goce, acompa�aba con todo su cuerpo los enviones con que era penetrada en tanto reclamaba de la otra muchacha que intensificara la penetraci�n hasta hacerla acabar. Y tal caso sucedi� cuando una inmensa oleada de calor pareci� quemarle las entra�as y con el vientre sacudido por convulsivas contracciones, dio rienda suelta a la satisfacci�n hasta evacuar totalmente los abundantes los jugos uterinos.
Mojada de transpiraci�n y con el cuerpo aun sacudido por los espasmos, trataba de salir del desfallecimiento del orgasmo, cuando sinti� como Gabriel quien instalaba entre sus piernas. Enderez�ndoselas para colocarlas contra su pecho y sin contemplaci�n alguna, el hombre la penetr� sin el cuidado que hab�a puesto Catalina.
Aunque no ten�a la dureza de la artificial, la verga era tan poderosa como la recordaba y, aunque m�s suave en su rigidez, parec�a llenar cada cent�metro de la vagina. Despu�s de tres o cuatro empellones, Gabriel hizo descender a una de sus piernas y as�, coloc�ndola de lado en tremenda apertura, le hizo sentir el verdadero rigor del sexo.
Ella no daba cr�dito a que esa posici�n por la que el pr�apo la recorr�a desde distintos �ngulos pudiera procurarle tanto placer y cuando as� se lo hizo conocer al hombre, este aceler� el ritmo de la penetraci�n hasta que, en un momento dado, comenz� a hacerla girar para que quedara arrodillada sobre el div�n.
En esa posici�n, su grupa elevada hac�a que el sexo se mostrara totalmente expuesto y eso pareci� enardecer al psiquiatra quien, acomod�ndole las piernas m�s abiertas aun y oblig�ndola a achatar el torso contra el asiento, volvi� a penetrarla con tales br�os que, a poco, era Emilia quien bramaba de placer, vociferando su goce.
Devenida r�pidamente en mujer plena, con los senos raspando contra el tapizado, la jovencita disfrutaba de esa c�pula como nunca imaginara llegar a hacerlo y en una salvaje manifestaci�n de goce, extendi� una de sus manos hacia abajo para que los dedos estimularan al cl�toris restreg�ndolo en apretados c�rculos, hasta que sucedi� algo que ella no esperaba.
Sacando la verga saturada por las mucosas y sin hesitar, Gabriel la apoy� sobre el agujero anal expuesto casi provocativamente y empuj�. Lo �nico que soportara el ano, adem�s de sus cotidianas evacuaciones, hab�a sido el delgado dedo de Catalina, que le procurara un placer tan exquisitamente distinto, pero el falo exced�a largamente ese grosor.
Cuando la cabeza ovalada desplaz� brutalmente los esf�nteres para invadir al recto, el grito horr�sono la aturdi� a ella misma. Era que nunca hab�a experimentado tanto dolor y de los sollozos pas� sin transici�n al llanto desesperado, pero, la duraci�n de la verga sodomiz�ndola hizo que sus sensaciones fuera cambiando, pasando del dolor infinito al placer m�s sublime.
Ni las penetraciones por la vagina ni el sexo oral la hab�an elevado a tales niveles de gozoso sufrimiento y se sorprendi� a s� misma al balancear el cuerpo para proyectarlo contra el del hombre y experimentar aun m�s adentro el roce de la verga.
Aprovechando que ella hab�a alzado el torso y se encontraba apoyada en los brazos extendidos para darse impulso, Catalina se col� invertida entre ellos por debajo de ella y comenz� a juguetear con sus senos. Los dedos y la boca de la muchacha se complementaban perfectamente con la sodom�a y obedeciendo la incitaci�n de Catalina a hacerlo, baj� la cabeza para besar y lamer esos pechos hermosos.
Tener entre sus labios los duros pezones la sac� de quicio y en tanto los besaba, chupaba y ro�a levemente con los dientes, sus manos estrujaban reciamente las mamas que, aun achatadas por el peso, manten�an todo su volumen.
Asi�ndola por las caderas, Gabriel hab�a encontrado una cadencia y ahora que ya no hab�a urgencias, el falo se deslizaba placenteramente por la tripa, entreg�ndole una satisfacci�n inconmensurable. Como contagiada por ese fervor, Catalina abandon� sus senos para deslizarse hasta la entrepierna y, all�, estimular al cl�toris con la lengua.
Parec�a que ella aguardaba esa decisi�n de su mentora, porque, casi con voracidad, se apresur� a separar las piernas de la chica para abalanzarse sobre ese sexo que ahora le apetec�a. Como una flor ex�tica, la vulva se abr�a para dejarle ver las distintas tonalidades rojizas que iban desde el ros�ceo casi blanco del fondo del �valo hasta el viol�ceo negruzco de los bordes. Alucinada por los coralinos meandros de los labios menores, hundi� en ellos la lengua tremolante en tanto sus dedos buscaban la carnosidad del cl�toris para someterlo a rudos restregones.
Por su parte, Catalina no se conformaba con lamer y chupar al cl�toris, sino que hizo ascender la boca hasta sentir los golpes de los test�culos del hombre. La lengua experta enjugaba los fluidos que cubr�an al tronco masculino y descendiendo por el perineo, sorb�a tremolante los que manaban de la vagina para luego buscar los inflamados tejidos de los labios menores a los que estrujaba sa�udamente entre los labios.
Emilia no pod�a creer en tanta bienaventuranza y ella tambi�n se solaz� macerando entre sus labios las barbas colgantes del sexo, en tanto una mano comenz� a escarbar con parsimonia dentro de la vagina y el dedo mayor de la otra, busc� a tientas el agujero anal para hundirse en �l en limitada sodom�a.
Aquel acople animal se extendi� por unos momentos, hasta que Gabriel la tom� por los hombros para arrastrarla consigo hacia atr�s. H�bilmente, se dio ma�a para ir quedando arrodillado y luego recostarse sobre sus espaldas sin que el falo abandonara un instante al ano. Sigui�ndolo intuitivamente, ella hab�a quedado primero arrodillada y luego acuclillada por el �ngulo de la penetraci�n.
Aquello era lo que buscaba el hombre, quien fue indic�ndole como hacerlo y a poco, Emilia se encontraba cabalgando al falo como una diestra jinete. En esa posici�n, la verga raspaba la tripa desde distintas direcciones, pero eso, lejos de disgustarle, signific� una nueva escalada de placer para la jovencita, quien flexionaba en�rgicamente las piernas para acrecentar la profundidad de la sodom�a y cuando Catalina se coloc� frente suyo para buscar con su boca los senos levitantes y una mano baj� para estimular en apretados c�rculos al cl�toris, sinti� que la felicidad la exced�a.
Acariciando a la otra mujer y en tanto sent�a al psiquiatra manoseando sus nalgas, se daba impulso para experimentar aun mejor la culeada magistral mientras profer�a roncamente la dicha que le hac�an sentir. Lentamente, Gabriel fue haci�ndola reclinar y, con los brazos estirados hacia atr�s para equilibrarse, comenz� a macerar entre sus manos los senos que Catalina excitara previamente y esta se acomod� entre las piernas de ambos para, diestramente, con esa destreza que da la habitualidad, buscar con la punta del consolador que hab�a vuelto a colocarse, la oferente apertura de la vagina.
Con una suavidad que no utilizara antes, la muchacha hizo a la verga artificial adentrarse lentamente al sexo mientras sus manos colaboraban son las de Gabriel estruj�ndole los senos. Aquello supon�a para Emilia estar alcanzando el ep�tome del placer y esas dos vergas estreg�ndose s�lo separadas por los delgados tejidos del recto y la vagina la enajenaban de tal manera que su cuerpo cimbraba y se agitaba para complacer a la pareja complaci�ndose.
Ya s�lo se apoyaba en los codos a cada lado del cuerpo del hombre y flexionaba el cuerpo en un arco que proyectaba la pelvis hacia el consolador en tanto las manos de Gabriel concentraban sus dedos en zaherir con las u�as la carne de los pezones.
El vientre y la mente de Emilia eran una sola revoluci�n de emociones y sensaciones jam�s experimentadas y trallazos el�ctricos parec�an recorrerle el cuerpo entero al tiempo que esos ahogos caracter�sticos de los orgasmos comenzaban a invadirla, cuando Catalina se inclin� sobre ella, tomando posesi�n de los pechos con lengua, manos y dientes.
Al un�sono, el hombre y la mujer intensificaron el vigor de las penetraciones hasta que, simult�neamente, fundidos en una amalgama de sexo puro, los tres alcanzaron sus orgasmos en medio de gritos, bramidos y ronquidos de placer.