Relato: Volviendo a casa MARIELA
Los avatares de la edad la ten�an a mal traer, ya que, tan pronto sus menstruaciones apuraban los tiempos para aparecer con frecuencias de pocos d�as o desaprecian repentinamente por m�s de dos largos meses y otro tanto suced�a con el deseo sexual, que tan pronto la exced�a por su urgente necesidad o la hac�a indiferente tal si no existiera. Y que decir en lo f�sico, donde los bochornos y sudores la pon�an en evidencia, las nauseas la hac�an parecer embarazada y las repentinas incontinencias urinarias o las cada vez m�s frecuentes sequedades del sexo con sus picores e irritaciones la manten�an en una crispaci�n constante.
Cotidianamente, ese climaterio la hac�a malhumorar y con la vecindad del fin de a�o, los asuntos empresariales hac�an que su marido tuviera que asistir a fiestas y reuniones donde los hombres se desbocaban y sol�a volver en horas de la madrugada, lo que la hac�a buscar distracciones que la sacaran de su encierro donde la mente se pon�a a trabajar; aquel viernes y ya con la confirmaci�n de que Ernesto saldr�a de copas luego de la reuni�n, aprovech� la proximidad de un teatro que funcionaba nada m�s que los fines de semana.
Terminada la funci�n poco despu�s de las once y como el tiempo ya comenzaba a ser caluroso, decidi� volver caminando las siete cuadras que la separaban de su casa, cortando camino por un peque�o parque que le gustaba por la frescura que brindaba su frondosa arboleda y los espesos arbustos florales que perfumaban el aire de la noche; a su edad, no la preocupaba la cacareada inseguridad y por eso, distra�da por la fragante brisa que agitaba la suelta pollera contra sus piernas, no percibi� la presencia del hombre hasta que este, sujet�ndola fuertemente con un brazo por la cintura desde atr�s, le tapaba la boca con la otra mano para empujarla r�pidamente hasta detr�s de un grueso �rbol al que rodeaban arbustos de casi dos metros.
Im�genes de violaciones se cruzaron inmediatamente por su cabeza y trat� de ofrecer una tan d�bil como in�til resistencia ya que el hombre la amedrentaba con su corpulencia y, aplast�ndola sin miramientos contra el rugoso tronco, le tap� h�bilmente la boca con un trozo de cinta pl�stica para inmediatamente sacarle la remera por sobre la cabeza y pegarle con esa misma cinta los brazos fuertemente contra la cintura; separ�ndole las piernas con sus pies para que no siguiera pataleando y, en medio de sus gritos sofocados por la mordaza hasta convertirlos en d�biles ga�idos inaudibles, le quit� el corpi�o que qued� colgando de los breteles y prestamente le baj� la falda junto con la bombacha hasta los tobillos.
Mariela no pod�a creer que tan s�lo en esos segundos en que no atinara a reaccionar, hubiera quedado totalmente desnuda y a merced de lo que el hombre quisiera hacerle; pronto se dio cuenta de lo vulnerable que era, cuando �l la abraz� desde atr�s para buscar con sus manos los senos que el roce brutal contra la corteza hab�a enrojecido y, tras arrancar de un tir�n los breteles que le estorbaban para que el sost�n cayera definitivamente al suelo, sus manazas se apoderaron brutalmente de las tetas.
Los a�os de pr�ctica y el continuo manoseo, hab�an a�adido a su apreciable tama�o natural una s�lida carnadura de la que �l hombre hizo presa pero, asombrosamente, no existi� da�o alguno y las manazas ten�an la peculiaridad de que, siendo fuertes y poderosas, apretaban sin lastimar en un sobamiento que, si no fuera por la circunstancia, no s�lo le resultar�a agradable sino rogar�a por disfrutarlo.
El hombre pareci� presentirlo e increment� el sobamiento hasta convertirlo en estrujones que la hicieron estremecer por la profundidad con que los dedos se hund�an en la carne y para rematar aquella delicia, con los �ndices y pulgares de ambas manos, encerr� los pezones que comenz� a pellizcar y ante su conmoci�n, fue convirtiendo en un suave rotar que se transform� en un intenso retorcimiento al tiempo que los estiraba como para comprobar el l�mite de los senos; Mariela siempre hab�a presentido que en lo m�s hondo de su subconsciente era un poco masoquista por la forma en que, de los sufrimientos sexuales m�s intensos, obten�a el provecho de sus goces m�s profundos, convirtiendo lo espantoso en sublime y, aunque maquinalmente continuaba ofreci�ndole resistencia, recibi� con alborozo cuando �l baj� una de las manos hacia el bajo vientre y desde all� se dirigi� por la ingle al inevitable encuentro con su sexo.
Ante el desigual pataleo de las piernas que le manten�a separadas, como castig�ndola por esa rebeld�a, comenz� a golpear reciamente la mano toda contra la vulva y m�s por la sorpresa que por el dolor mene� la grupa para comprobar que en alg�n momento el hombre se hab�a despojado de los pantalones y una verga medianamente dura rozaba sus nalgas; arrepentida, proyect� la pelvis hacia delante con lo que el castigo se hizo pleno y recio, provoc�ndole un ardor que, sin poder comprobarlo visualmente, conjetur� que su sexo ten�a que estar inflamado por la afluencia de sangre. Sacudi�ndose instintivamente, disfrutaba de una manera distinta con aquel sexo perverso, cuando �l introdujo bruscamente el dedo mayor a la raja para presionar fuertemente su interior al tiempo que descend�a en b�squeda del agujero vaginal.
A sus cuarentaitantos y tras una trajinada actividad sexual con su marido y algunos deslices que se permitiera de vez en cuando, esa falta de continencia se evidenciaba en lo f�sico y por eso, el agujero vaginal no puso resistencia a la introducci�n del mayor a quien ahora acompa�aba el �ndice; hacia tiempo no recib�a ese tipo de estimulaciones que no le disgustaban en absoluto pero, aunque temblaba por la excitaci�n de qu� quien lo hac�a fuera un desconocido que, ciertamente, la estaba violando de la forma m�s vil, la hicieron agitarse convulsionada contra el �rbol al tiempo que sus ronquidos supuestamente enfurecidos no llegaron a perturbar la noche con sus graznidos.
En lucha consigo misma, segu�a mene�ndose verdaderamente enfurecida mientras trataba vanamente de desasirse para evitar que el hombre concretara totalmente su prop�sito y por otro lado, despertados los duendes malignos que alimentaban su lubricidad, le hac�a anhelar que el hombre la doblegara de una vez para sentir la dicha de ser sometida bestialmente; ya eran tres los dedos que el mov�a en cuidadoso rotar hasta que finalmente se detuvieron en esa zona rugosa del punto G y frot�ndola con sapiencia consiguieron que ella prorrumpiera en gemidos que por suerte �l debi� interpretar como de protesta, porque, asiendo con la otra mano la verga que ya era una cosa que sent�a r�gida entre las nalgas, flexion� las piernas para que las rodillas apretaran la parte trasera de las suyas contra el �rbol y as� acuclillado, busc� con la punta en la parte baja para, muy lentamente, ir metiendo un miembro de inesperado grosor en la vagina.
Los gritos sofocados por la cinta ahora eran aut�nticos, porque ella no recordaba haber soportado un falo de semejante grosor, tal vez exagerado por la situaci�n, pero con los senos y la mejilla raspando fuertemente contra la rugosa corteza, sent�a como si aquello la fuera hendiendo y en medio de sollozos y l�grimas que flu�an por su cara, sinti� como �l utilizaba esa misma mano para tomarla por el cuello y casi estrangul�ndola tiraba de �l hacia atr�s separ�ndole el torso del �rbol e indic�ndole que se inclinara hacia delante, en esa actitud oferente, termin� de introducir la enorme verga que, adem�s, era tan larga que su punta roz� al cuello uterino.
As�, ella no pod�a patear y adem�s, el sufrimiento colocaba eso en segundo t�rmino, por lo que el hombre, oblig�ndola a inclinarse m�s con el simple procedimiento de tirar hacia debajo de las tetas con sus manazas, la hizo quedar acuclillada y ah� s�, aferr�ndola por las ingles, comenz� un vaiv�n copulatorio que la hizo sufrir como s�lo los partos lo hicieran; Mariela no pod�a hacer otra cosa que tratar de mantener el equilibrio con las piernas abiertas y dobladas, ya que son los brazos pegados a los costados, si llegaba a perderlo, se estrellar�a de cara contra el suelo.
El hombre la sosten�a por los senos, utiliz�ndolos como riendas para tirar de ella, haciendo que sus nalgas se estrellaran ruidosas contra la pelvis desnuda y con ese persistente martilleo, consigui� que la verga fuera m�s all� del cuello uterino para raspar el endometrio y en esa consecuente cadencia, lo que era un martirio infinito, fue otorg�ndole al balanceo una dimensi�n distinta del goce e inconscientemente, contando con el auxilio de las manos en los pechos, ella misma fue emprendiendo un hamacarse al tiempo que flexionaba las piernas acompasada al ritmo copulatorio.
Parec�a que su violador, sin conocer su edad ni condici�n civil, intu�a que a Mariela aquel sexo brusco pero no violento la satisfac�a y dici�ndole que se portara tan bien como hasta ahora, fue agach�ndose aun con la verga dentro suyo y arrastr�ndola con �l, se sent� primero en el mullido cesped para, luego de hacerle colocar las piernas abiertas y encogidas sobre el parque, sosteni�ndola por la cintura, ordenarle que lo montara; aunque ella era muy ducha en esa posici�n, el hecho de no manejar los brazos la inhabilitaba para hacer los movimientos necesarios y cuando �l vio sus denodadas pero infructuosas tentativas de alzar la grupa haciendo fuerza s�lo con las piernas, considerando que ya estaba entregada o por lo menos resignada, la hizo quedar quieta.
Extra�ada por esa orden, vio con sorpresa c�mo �l comenzaba a despegar la cinta de los brazos al tiempo que le expresaba su confianza en que seguir�a siendo buenita; la sensaci�n de libertad y el tama�o incomparable de la verga dentro de su vagina, parecieron infundirle fuerzas y confianza en s� misma y dici�ndose por qu� no hacer de aquel acto humillante una oportunidad de darse un gusto superlativo que adem�s contribuyera a calmar un poco su situaci�n ginecol�gica, apoyando las manos en las rodillas alzadas del hombre, busc� la posici�n ideal del cuerpo para iniciar movimientos p�lvicos adelante y atr�s que hac�an mover deliciosamente al falo en su interior.
Verdaderamente ella muy h�bil en aquello de sacudir las caderas como si fuera un perro independientemente del resto del cuerpo y admirando esa virtud pero domin�ndola asida por la cintura, �l le indic� que pod�a sacarse la mordaza; sin detenerse un segundo en aquella fren�tica c�pula, Mariela arranc� de un tir�n la cinta para, recuperando el aliento, murmurarle jadeante a su captor que la llevara a concretar aquel sue�o largamente anhelado; reforzando la palabra, encogi� bien las piernas y as�, acuclillada, aferrada a sus propias piernas, enderezando el torso, inici� un lento galope en el que se alzaba hasta sentir que la verga casi sal�a de la vagina para entonces descender con vigor hasta que su punta rozaba el �tero y la vulva de estrellaba contra la aspereza del vello p�bico.
El hombre estaba maravillado por la lubricidad de esa mujer y con las manos sosteni�ndola por las s�lidas nalgas, no s�lo alababa sus prostibularias aptitudes sino que a la vez, proyectaba el cuerpo hacia arriba cuando ella descend�a, por lo que el acople se hac�a perfecto para Mariela quien, conseguido el ritmo, comenz� a acariciar sus senos levitantes y de sobarlos con vehemencia, fue increment�ndolo hasta convertirlo en verdaderos estrujamientos a los que complement� con balbucientes expresiones de pasi�n.
A los azulados rayos de luz que se filtraban entre las hojas, �l apreci� por primera vez la figura de Mariela en toda su plenitud f�sica y calculando la median�a de su edad, se dijo que esa mujer tan plenamente conservada como desenfrenadamente sexual, no s�lo lo satisfar�a mucho m�s de lo que hubiera conseguido viol�ndola sino que ser�a recompensada por el m�s alucinante de los acoples sexuales que hubiera vivido; ella ya se mov�a con la soltura que podr�a hacerlo en una cama y cuando �l apoy� una mano sobre la rendija entre las nalgas para buscar con el pulgar la negrura del ano, desliz� un susurrado s� y mientras �l introduc�a el dedo enteramente en la tripa en ralentada sodom�a, volvi� a apoyarse en sus rodillas e inclin� el torso entre las piernas para que la grupa, al elevarse, propiciara la mini sodom�a del dedo mientras la portentosa verga la agred�a mucho mejor desde ese �ngulo.
Totalmente obnubilada por el placer y reprimiendo voluntariamente los bramidos que la c�pula le provocaba, ya cubierta por una fina p�tina de sudor, se empe�� en inmolarse sobre el enorme pr�apo por unos minutos, hasta que �l, irgui�ndose, la hizo enderezarse para arrastrarla hacia atr�s; Mariela comprendi� su prop�sito y sostenida por sus manos, se recost� hasta poder apoyar las manos junto a sus hombros y manteniendo las piernas flexionadas, las utiliz� para darse impulso adelante y atr�s, con lo que la verga roz� reciamente la zona ahora inflamada del punto G y el hombre contribuy� a su felicidad al asir entre sus dedos los pezones para continuar la tarea iniciada por ella, m�s ocasionales pellizcos de las u�as.
Realmente, Mariela estaba gozando de ese sexo como hac�a a�os no lo sent�a y era todo un espect�culo verla suspendida en el aire con el s�lo prop�sito de montar esa verga que la hac�a tan feliz; con la cabeza echada hacia atr�s, roncaba y resollaba por el esfuerzo, cuando �l la hizo acostarse de lado para continuar la fant�stica c�pula, a la que ella contribuy� encogiendo la pierna superior, haciendo el contacto aun m�s estrecho al tiempo que giraba el torso para que �l pudiera estrujar entre sus manazas los senos oscilantes.
Ambos parec�an haberse tomado un momento de relax y en tanto �l besuqueaba su hombro y espalda, el manoseo altern� entre ambos pechos se hizo alternativo y el mismo coito tom� un ritmo ralentado pero a poco, las mutuas ansias de encontrar la satisfacci�n total fue in crescendo hasta encontrar a Mariela suplic�ndole al hombre porque la hiciera alcanzar su orgasmo de una buena vez y la respuesta de aquel no se hizo esperar; saliendo de ella, la acomod� para que quedara nuevamente arrodillada y ahora fue Mariela quien en plena conciencia de lo que iba a hacer y dese�ndolo desde lo m�s hondo de sus entra�as, depar� las piernas tanto como pudo para luego asentar los pechos sobre la rusticidad del c�sped y quebrando la cintura provocativamente, ofreci� a su captor la maravilla de las ancas empinadas.
A imitaci�n de un mitol�gico fauno, �l se acuclill� y emboc� el portentoso falo en la vagina con tal vigor que arranc� un dolorido gemido a esa mujer que anhelaba gozar en esa, seguramente su �ltima aventura, que r�pidamente se convirti� en un ruego para que �l la rompiera toda; a juzgar por los primeros remezones que la sacud�an toda, ese deseo se concretar�a prontamente pero no contaba con la decisi�n del hombre a sacarle el m�ximo provecho a la violaci�n y de pronto sinti� con espanto como la verga abandonaba la vagina y recorr�a el par de cent�metros que la separaban del ano para ir presion�ndolo lentamente.
No era que las sodom�as le fueran extra�as, por el contrario, durante a�os antes de casarse, hab�a sido una entusiasta practicante de ellas para que su sexo no llegara tan traqueteado al matrimonio y m�s tarde, las hab�a utilizado para conseguir favores especiales de Ernesto, primero con la fingida entrega tras mantenerlo por meses rogando y haci�ndole creer que era su desfloraci�n anal, para m�s tarde convertirla en su arma preferida en la obtenci�n de cosas que �l no le conceder�a sin esa recompensa; sin embargo, aparte de que hac�a ya a�os desde su �ltimo goce anal, el tama�o formidable de la verga la asustaba, ya que la falta de pr�ctica hab�a constre�ido los esf�nteres casi a su estado original.
Sin embargo, lo gratificante de todo cuanto le hiciera el hombre la hab�a hecho olvidar quien era y apoy�ndose con la cara de costado y los hombros sobre el pasto, llev� sus manos a asir los cantos de las nalgas para separarlas al tiempo que le rogaba que la poseyera; la ovalada testa cubierta por las espesas mucosas vaginales que seguramente servir�an como lubricante, se vieron reforzadas por una cantidad abundante de saliva que �l dej� caer en la hendidura, pero a pesar de ello, no pudo evitar emitir doloridos ayes al comenzar a entrar al ano.
Como siempre, el sufrimiento despertaba a su vez fogonazos de placer en su cuerpo y mente, por lo qu�, aun sollozando del dolor, la anim� con roncos bramidos a penetrarla aun m�s y con ese aliento. la sinti� entrando hasta que la pelvis del hombre se estrell� contra los esf�nteres por la manera en que ella hund�a los dedos separando los gl�teos; a su mente desquiciada por el deseo y ese masoquismo que la dominaba en esas circunstancias, el dolor le resultaba una cosa magn�fica que iba despertando esos demonios que habitaban lo oscuridad de su mente y que al momento del orgasmo, la recorrer�an toda, rasgando sus m�sculos y tendones con los afilados colmillos para luego arrastrarlos hacia la hoguera de sus entra�as y que ella s�lo conseguir�a apagar con la vertiente de sus jugos.
Mordi�ndose los labios para evitar los alaridos que representar�an cabalmente esa ambivalencia entre el sufrimiento y el goce, meneaba la grupa enloquecida y al llegar al m�ximo de su excitaci�n, us� las manos para apoyarlas contra el cesped e irguiendo el cuerpo, flexion� los brazos en un lento hamacar que con el transcurrir fue convirti�ndose en vehemente y cuando ya sent�a las riadas de sus jugos fluyendo hacia la vagina, �l la dio vuelta para hacerla quedar a su frente y poniendo la verga chorreante contra su boca, le exigi� que la chupara; ahogada por la falta de aliento y el rostro mojado por el llanto que ignoraba haber derramado, abri� golosa la boca para recibir esa bendici�n y en tanto lo masturbaba resbalando en sus propias mucosas intestinales, ejerci� profundas succiones que hund�an sus mejillas, hasta que el ronquido de �l le anunci� el advenimiento de la eyaculaci�n que Mariela recibi� con la boca abierta, deglutiendo con fruici�n cada descarga espasm�dica de aquella melosa leche que sabore� y limpi� con la lengua para no desaprovechar nada del delicioso semen.
Como si con la acabada hubiera concretado un simple tr�mite, el hombre se calz� r�pidamente los pantalones y con la remera en la mano, se alej� en la oscuridad mientras ella continuaba sentada sobre el pasto, regode�ndose en las sensaciones reverdecidas que volv�an j�venes a sus m�sculos y entra�as y al tiempo que vest�a despaciosamente la falda y la remera, recogiendo la ropa interior para guardarla en la cartera, se dio cuenta de que una mujer pod�a resolver sus problemas f�sicos y matrimoniales con s�lo propon�rselo y sin compromisos in�tiles; arregl�ndose el cabello en la penumbra, sacudi� su falda para salir al sendero con la esperanza de llegar a tiempo para recibir a su marido con la efusividad que merec�a y, por qu� no, inducirlo a una buena noche de sexo.
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Relato: Volviendo a casa
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