Relato: Pasiones en la Patagonia: La oveja araucana



Relato: Pasiones en la Patagonia: La oveja araucana

Una calurosísima mañana de
enero -y de esto ya hace un montón de años- el
director del diario de Buenos Aires donde trabajo como fotógrafo me llamó
a
su oficina.


--Para que no te quejes más del calor y para que tengas la oportunidad
de
conocer el Lago Musters y el Bosque Petrificado, te mando a la Patagonia.


Los indios mapuches preparan su ceremonia anual, el nguillatún y queremos
tener buenas imágenes de ese rito. Así que agarra tu equipo, pasa
por la
Administración a buscar el pasaje y esta misma tarde te quiero volando
para
allá.


De nada valieron mis argumentos de que ya no estaba en edad de hacer esas
expediciones, de que por allá hace mucho frío, de que soy delicado
de
estómago y en la desolada Patagonia sólo se come carne de oveja,
etc.


-¡Te vas ya! Y si te mueres indigestado comiendo ovejas, el viento
patagónico te enterrará gratis en la arena.


Esa misma tarde estaba sentado en un avión volando rumbo a Comodoro
Rivadavia, ciudad ubicada a más de 1.800 Km. al sur de Buenos Aires.
Desde
esa ciudad atlántica todavía debería recorrer otros 200
Km. por un camino
pedregoso y desértico para poder llegar a la microscópica localidad
de Buen
Pasto, donde Curinao, jefe mapuche del lugar, me esperaba en un sulky.


Luego de una legua de trote recién llegué a la dispersa aldeíta,
escenario
del nguillatún.


Si alguien cree que los indígenas mapuches andan desnudos, con la cara
pintada y con una lanza en las manos está equivocado. Los mapuches se
visten
como los demás habitantes de nuestros campos, viven en casas bien revocadas
y con estufas, mandan sus hijos al colegio y producen y comercian como
cualquier otro argentino. Es imposible diferenciar a un mapuche de un
criollo. Ellos dicen que son más argentinos que nosotros los huincas
(hombres blancos), porque son descendientes de los milenarios ocupantes de
estos territorios mientras que los huincas somos descendientes de los barcos
llegados de Europa.


Sólo se los distingue durante estas ceremonias, porque entonces se visten
con sus adornos rituales: vinchas, ponchos tejidos por ellos para la
ocasión, medallones de plata repujada y largas lanzas de caña
coihue que
enarbolan amenazantes desde sus briosos caballitos pampeanos.


Como la fiesta duraría tres días, con sus bailes, cantos, sacrificios
de
toros -y mucho vino de Río Negro para poder digerir tantos pasteles
horneados y empanadas fritas en grasa de oveja- , el jefe Curinao me
propuso alojarme en la casa de la abuela más anciana de la tribu, doña
Lancuyén (Eclipse lunar, en idioma araucano) advirtiéndome que
si yo
rechazaba su ofrecimiento le causaría una gran tristeza a la abuela,
la que
además ya me había preparado un regalo de bienvenida.


La viejita escuchaba todo, parada a pocos pasos de nosotros con una sonrisa
tímida en su boca casi sin dientes. Extremadamente flaca y petiza, arrugada
hasta la exageración y con un rodete de pelo blanco sobre la nuca,
denunciaba no menos de noventa años. Aunque con los indios nunca se sabe
y
tal vez fueran más. Cuando vio que la mirábamos se acercó
y después de
presentarse me entregó algo que al principio me pareció una simple
piedrita
pero que luego comprendí asombrado que era una primitiva punta de flecha,
hecha en obsidiana negrísima, con los bordes finamente aserrados.


Era una joya de deslumbrante belleza.


- La hicieron mis antepasados-me dijo con suavidad-, la encontré en un
pedregal junto al arroyo.


Fue tanta mi emoción que desechando la idea de alojarme en la posada
de Buen
Pasto acepté ir a la casa de la abuela.


Cuando oscureció, la anciana me guió hasta la vivienda. La luz
de una
lámpara a gas envasado me dejó ver una casa de dos habitaciones
en una de
las cuales estaba la cama de dos plazas donde ella dormía con su biznieto
Pulqui (flecha), chico de diecisiete años que ahora estaba en Sarmiento
comprando vacunas para las ovejas y recién volvería mañana.


En la cocina me habían instalado una cama chica de hierro, en la que
me
tiré de inmediato quedándome dormido como un tronco hasta el día
siguiente,
cuando el sol me despertó cayendo sobre mis ojos.


Al levantarme encontré sobre la mesa de tablas de araucaria, un tazón
de
mate cocido y un plato lleno de rodajas de pan con manteca. Mientras
devoraba todo eso la viejita me miraba complacida.


Después me llevó a conocer su finca, sus cultivos, sus cerdos
y sus ovejas
pastando tranquilas al lado de un arroyo de aguas muy frías.


Todo era normal, casi idílico, hasta que al entrar a un enorme galpón
donde
se guardaban las herramientas y los aperos del caballo, una oveja blanca con
manchas marrones se metió tras nuestro y apretó su cabeza contra
mi pierna.


Me sobre-salté porque como hombre de la ciudad nunca había estado
tan cerca
de una oveja. La abuela se dio cuenta de la situación y la espantó,
pero al
minuto la insistente oveja volvió a la carga.


-Está alzada (en celo)-me explicó con naturalidad doña
Lancuyén- y esta
oveja está habituada a que siempre la usen los peones que vienen a hacer
trabajos en esta chacra.


-¿Quiere decir que usan a la oveja como si fueran las esposas?
-Sí. Es la hembra de los peones. A veces vienen a trabajar desde muy
lejos y
entonces se arreglan con la oveja. Por eso está tan mal acostumbrada.
Si
usted también quiere, agárrela y dese el gusto.


-Pero señora, ¿cómo voy a hacer eso en una casa donde estoy
de visita?
Además no sabría ni como acercarme a la oveja. Nunca tuve una
tan cerca.


--Si es por eso no se haga problemas, yo se la tengo.- y con una rara
habilidad la tomó de las orejas, la obligó a ponerse inmóvil
y con sus
genitales apuntando hacía mí- Dele que yo la sujeto.


Por supuesto que ni intenté obedecerla. Lo inesperado de la situación,
mi
falta de vigor sexual - ya comenzaba a entrar en la declinación senil
que
hoy me abruma-, y sobre todo la vergüenza que me daría copular frente
a la
anciana, me paralizaron.


-¡Pero, abuela protesté-, cómo voy a hacer eso delante suyo!
Me moriría de
vergüenza.


-¿Vergüenza de qué? Si muchas veces al entrar al galpón
encuentro a algún
peón sacudiendo a la oveja. Hace unos días entré porque
la oí balar y era mi
biznieto Pulqui que se estaba sacando el gusto. Y cuando éramos chicos
y
vivíamos en Tecka, yo ayudaba a sujetar las ovejas para que mis hermanos
se
la metieran. ¿Sabe cómo nos reíamos cuando alguno se la
metía por el otro
agujero y la sacaba llena de bosta? Un día, un chico huinca (de raza
blanca) que estaba de visita en un campo vecino y se había hecho amigo
nuestro, se empecinó en metérsela al carnero. Tuvimos que sujetarlo
entre
todos y atarlo a un poste porque el bicho se resistía. Cuando el carnero
no
pudo moverse más, el chico huinca le puso grasa para freír en
el agujero,
por adentro y por afuera. Después embadurnó de grasa su propio
pito, que era
un poco más grande que el de mis hermanos, y se lo fue metiendo despacito.


El carnero bufaba, temblando de rabia y de impotencia. Pero cuanto más
furioso se ponía, más le entraba la pistola del huinca. Y cuando
ya estaba
medio rendido, se le empezó a parar el pito a él.


-¡Miren, miren- gritó mi finado hermano Felipe-, se le está
parando la pija!
¡Seguro que le gusta la del huinca! ¡Es un carnero...........!
Cuando el huinca terminó de darse el gusto, la sacó más
despacito que cuando
la había metido porque la tenía dolorida de tanto que se la había
apretado
el macho, y además estaba toda enmendada. Yo lo guié hasta el
bebedero de
los chanchos para que se la lavara, pero cuando estábamos allí
me agarró la
mano y me pidió que se la lavara yo ya que a él le daba asco tocar
esa caca.


Me asusté un poco. Yo tenía diecisiete años, él
también y además nunca le había
tocado el miembro a nadie. Pero a pesar del susto lo hice. Cuando se la dejé
limpita, se la sequé con el borde de mi vestido y, al volver, nos
encontramos con que mis hermanos estaban entretenidos masturbando al
carnero.


-¡Está por acabar, está por acabar!- gritaba el finado Felipe
que siempre
fue muy revoltoso-¡Esperen.... que lo haga acabar Lancuyén!
Me hicieron arrodillar junto al carnero para que le agarrara el miembro. Lo
tomé y empecé a subirle y bajarle despacio el pellejito que le
cubría la
cabeza. Por momentos se lo dejaba y pasaba a tocarle los huevos. Después,
con un poco de la grasa que había usado el huinca, le unté el
miembro y
comencé a deslizarle la mano despacito de arriba abajo. El carnero rezongaba
más que cuando el huinca se la metía por atrás. Al final,
sintiendo que el
pobre bicho se sacudía desesperado, se la apreté más y
lo masturbé como él
quería. Acabó a los empujones, como si tuviera a una oveja bajo
su panza.


Cada vez que el miembro se sacudía, sentía en mi mano la oleada
de semen que
pasaba por el cañito yendo a parar como a un metro de distancia. Otra
sacudida, otra oleada, otra hinchazón del cañito. Al final al
bicho se le
aflojaron las patas y cayó medio sentado en el piso. Entonces todos
aplaudieron.


Pero después de esa aventura el carnero se me venía encima cada
vez que me
veía. Mi papá no entendía el porqué de tanta simpatía
del carnero hacía mí,
y temiendo que el animal me rompiera una pierna, se lo vendió a un turco
de
Alto Río Senguerr. No lo vi más.


Yo no podía salir de mi asombro escuchando
esas historias de la abuela,
historias que además de asombrarme, no lo niego, me excitaron a tal punto
que empecé a mirar a la oveja acosadora con más interés
que un rato antes.


Y entonces recordé cuando Borges, justificando las relaciones
sexuales con ovinos, dijo con su voz temblorosa: "Y...es que la oveja está
hecha a la medida del hombre."
-¿Y alguna vez volvió a masturbar a un carnero?
-Cuando era joven, sí. También masturbé perros y hasta
un caballo.


-¿Y como hace para que el animal se caliente y se le ponga dura?
-Bueno, generalmente los pajeaba cuando ya la tenían parada porque
olfateaban a una hembra alzada. ¿Quiere que hagamos la prueba con el
macho
viejo que está en corral?
Sin esperar respuesta, la arrugada viejita salió caminando rumbo al corral
con sus patitas tan flacas que parecían que se quebrarían no bien
pisara mal
una piedra.


Al rato volvió a entrar al galpón con un robusto carnero sujeto
por el
cuello con un lazo de cuero trenzado. Cuando la oveja vio al carnero, perdió
súbitamente su interés por mí. Y el carnero se puso como
loco.


Inexplicablemente, la frágil abuela dominaba a la bestia como si se tratara
de un perrito faldero. Le pedí que antes de masturbarlo me dejara ver
como
el carnero se montaba a la oveja.


-Pero un poco, nada más, porque no conviene que la preñe. Ya está
vieja para
arriesgarla a una parición y si se me muere voy a tener menos peones
interesa-dos en venir a trabajar en mi campo.


El carnero, pareciendo echar fuego por los ojos, se puso sobre la hembra que
se quedó quietita esperando la embestida. El miembro del macho tanteó
varias
veces en el aire y en uno de esos nerviosos intentos, encontró el húmedo
orificio de la vulva y se escurrió hacia adentro de la vagina. Me pareció
oír un suspiro de la oveja. El carnero comenzó su trabajo de bomba
haciendo
un ruido que nunca me hubiese imaginado que se produjeran durante esos
coitos silvestres.


Pero cuando el bicho estaba en lo mejor, doña Lancuyén tiró
del lazo y lo
desmontó. Sentí lástima por ambos animales, por tanta frustración
zoológica.


A esa altura yo ya tenía la pija dura. O por lo menos tan dura como podía
tenerla para mis cincuenta y cinco años. Me rendí a la tentación.


-Señora, acepto su oferta de darle a la oveja. Pero si usted me la domina.


La abuela pasó el lazo del carnero alrededor de un poste donde el pobre
diablo quedó sujeto y con su miembro completamente estirado y balanceándose
de un lado para otro, como buscando la ardiente vagina donde se había
sentido tan feliz unos momentos antes.


Después, la anciana tomó a la oveja por las orejas, acomodándola
para que yo
quedara frente a la vulva del bicho de la que salía una baba un poco
espumosa. Se notaba que la oveja estaba muy desesperada. Cuando le toqué
la
vulva se estremeció. Le pasé con suavidad los dedos buscando su
clítoris,
porque siempre quise saber si las vacas, las perras y las ovejas, tienen
clítoris como las mujeres. No pude satisfacer mi curiosidad porque tanta
mucosidad fruto de su calentura me dificultó la exploración. Pero
lo que
estoy seguro es de que cuando la toqué y le metí los dedos, la
oveja gozó
como gozan las mujeres y empezó a recular buscando el contacto con mi
miembro.


-Sé que la voy a decepcionar- pensé-, pero haré lo que
pueda, y
desabrochándome los pantalones saqué al aire lo mío.


Si al ver mis escasos atributos doña Lancuyén opinó que
con tan poca cosa la
oveja quedaría frustrada, no me lo dijo: la cortesía india no
le permitiría
lanzar una opinión semejante.


Apoyé el glande en la puerta de la vulva ovina y antes de que pudiera
empujarlo, la vulva lo absorbió para adentro, haciéndome descubrir
que
tenía la vagina mucho más musculosa de lo esperado. Alternativamente
me
apretaba el pene y me lo soltaba como si me lo masajease con una mano
caliente.


Rápidamente me vino la primera señal: un tirón suave dentro
del miembro
avisó que mi orgasmo se acercaba, pero el momento era tan agradable que
para
prolongarlo un rato más saqué el pene de su estuche ovino. Mientras
trataba
de calmarme, miré mi miembro todo chorreado por las mucosidades vaginales
de mi amante. Doña Lancuyen soltó a la oveja y vino a ver que
era lo que yo
estaba mirando.


-Se ensució todo- comentó observando mi verga-, espere un momento.


Salió del galpón para volver enseguida con una toalla y un balde
con agua
del arroyo. Mojó la toalla, la escurrió un poco y tomando el miembro
con una
de sus manos nudosas deformadas por la artritis, con la otra le pasó

suavemente la toalla hasta dejarlo limpio. Pero viéndolo tan erguido
comprendió que no había eyaculado.


-Quise reservarme un poco-le expliqué-. Mientras me calmo, ¿no
se animaría
a mostrarme como se masturba al carnero?
Siempre bien dispuesta, la abuela buscó unas correas con la que ató
las
patas del animal para poder acostarlo de lado sin que pudiera volver a
levantarse. Después mojó otra vez la toalla en el balde de agua
fresca y
arrodillada a su lado comenzó a lavarle el miembro que seguía
tan parado
como antes.


Cuando ya lo había higienizado con esa pulcritud propia de los indios
mapuches, empezó a ejecutarle el lento trabajo de masturbación.
La mano
subía y bajaba, deslizándose a lo largo del pene favorecida por
la
lubricante baba que brotaba de su punta.


La bestia bramaba de la calentura. La abuela seguía imperturbable,
pasándole la mano izquierda por la pija y con la derecha cosquilleándole
alternativamente un huevo y luego el otro.


-¿Quiere hacerle usted, para ver como es?- me preguntó, soltando
la larga
verga y poniéndose a un costado para hacerme lugar.


Yo nunca había tocado otro pene que el mío, pero estimé
que a mis cincuenta
y cinco años ya era hora de probar. Y le tomé la verga al pobre
bicho que no
veía la hora de acabar, tal vez pensando en la oveja. Primero se lo apreté
para ir probando su consistencia. Después se lo acaricié con suavidad
para
apreciar su textura, su calor, su humedad. Doña Lancuyén supervisaba
mi
tarea con gesto de aprobación.


Yo seguí dándole suavemente al miembro de la bestia hasta que
este empezó a
sacudirse más de lo normal. En ese momento la abuela determinó
que la
conclusión del acto se acercaba.


-Pero espere un momento-me dijo-, va a ver como se sacude.


Enseguida le pasó otra vez la toalla mojada por el glande y una vez que
lo
hubo limpiado, se inclinó sobre la larga verga tanto como sus reumáticos
huesos se lo permitieron, y se metió la punta en la boca. El bicho tembló
y
brincó a pesar de estar atado. Creo que sus gruñidos se escucharon
desde
Comodoro Rivadavia.


La abuela levantó la cara arrugadísima y me miró con cierta
melancolía.


-Ahora no puedo hacerle una demostración por la artritis, pero cuando
era
muy joven y ágil muchas veces me metía sin bombacha debajo de
algún carnero
caliente, colgada con manos y piernas de su lomo. La verga entraba sola.


Yo lo único que hacía era controlar que no entrara demasiado adentro
y me
lastimara, porque como usted ve, los carneros no la tienen muy gruesa pero
sí un poco larga.


Volvió su atención al pene del carnero dándole varias chupadas
más en la
turgente cabeza. Después me miró para consultarme:
-El pobre ya está que se revienta...¿quiere hacerlo acabar?
Acepté entusiasmado. Haciéndole de arriba para abajo el bicho
se aprontó
para el desahogo que ya presentíamos y cercano. El miembro se iba como
endureciéndose cada vez más y engrosándose a medida que
se acercaba el
orgasmo. Sentí a lo largo de la parte inferior de la verga la hinchazón
del conducto espermático. No pude contenerme e inclinando mi cuerpo sobre
la
verga, le chupé la punta. Enseguida me aparté avergonzado, espiando
de
reojo la expresión de la abuela. Pero ella, a los noventa y tantos años

parecía no asombrarse ya de nada.


La eyaculación vino como un torrente. Explosiva, hizo saltar el semen
a
bastante distancia mientras la bestia se retorcía de alivio y placer.
Cada
chorro de esa leche pegajosa se me anunciaba previamente por la dilatación
del conducto espermático que mi mano percibía placenteramente.
Recién
entonces comprendí a esa sirvienta de mi casa que cuando yo era adolescente,
esperaba a que mi mamá saliera a hacer algún trámite para
desabrocharme la
bragueta, sacarme la pija afuera y masturbarme. Era una obsesión para
ella.


A mi pedido me la chupaba o aceptaba que yo me la cogiera sobre la alfombra,
bien abierta de piernas y con las tetas fuera del corpiño. Pero lo que
a
ella más le gustaba era hacerme acabar con la mano. Una vez se metió
en el
baño cuando yo estaba sentado en el inodoro con los calzoncillos por
los
tobillos. Sin preocuparse por el olor a caca me la hizo parar dándole
chupaditas y cuando consiguió endurecérmela, se sacó las
tetas afuera
refregándoselas con la punta de mi pija. Y así me masturbó.


Cincuenta años después, sintiendo eyacular a un carnero en ese
remoto
cobertizo de la Patagonia, comprendí que el placer de ella consistía
en
percibir en su mano el paso del esperma liberado. Sin embargo a mí me
pareció que aunque la sensación era placentera, no era tanto como
para
posponer las demás formas de genitalidad.


Cuando el carnero quedó relajado y como pidiendo un wiskhy y un cigarrillo,
me levanté y fui a meter la mano en el balde para sacarle el olor a pija
de
carnero. Aunque en la Patagonia todas las cosas y todas las personas huelen
a oveja, oler a pija ya sería una exageración.


Doña Lancuyén miró mi verguita parada y sin decir nada
fue a buscarme la
hembra de los peones para que pudiera acabar yo también.


-No, abuela. No quiero acabar con la oveja sintiendo esa lana sucia contra
mi barriga. ¿Usted no me haría el favor de bajarse la bombacha
y dejarme
acabar adentro suyo?
Esta vez la asombrada fue la vieja.


-¡Pero don Jorge..., yo tengo 97 años! ¿Qué placer
va a tener conmigo si
soy piel y hueso? Vea, cerca de acá, vive una chica joven, una huinca
hija
de italianos a la que estas cosas le gustan. Si la voy a buscar seguro que
viene enseguida.


-Abuela, yo quiero hacerlo con usted.


Resignada, la anciana volvió hasta el cercano arroyo a buscar más
agua en el
balde.


Se sacó la bombacha tratando de yo no vea lo flaca y arrugada que era,
y se
sentó en el balde para lavarse la vulva pudorosamente tapada por la falda
del vestido.


-Me bañé ayer a la tarde, pero usted sabe que estas partes toman
mal olor
enseguida.


Se secó con otra toalla y poniendo un poncho en el suelo se tendió
boca
arriba.


Arrodillado a su lado comencé a subirle lentamente el vestido dejando
a la
vista las piernas delgadísimas en las que la piel totalmente arrugada
pero
muy suave parecía una fina capa que cubría los huesos. Le fui
acariciando
las piernas desde las rodillas a las ingles. Al notar que estaba un tanto
incómoda porque yo iba descubriendo su flacura y sus arrugas comprobé
que
una mujer de 97 años puede ser tan coqueta y melindrosa como una de 20.


Evidentemente ella esperaba que mis manos llegaran nada más que hasta
su
vulva, dejando el resto sin explorar. Pero yo decidí cortar de tajo tantos
pudores y tomando el vestido por su borde inferior lo levanté totalmente
hasta la altura de su cabeza.


-Por favor, abuela, sáqueselo.-le rogué al oído.


La pobre anciana, ya sin nada que ocultar, terminó de sacárselo
quedando
completamente desnuda. Realmente era un esqueleto.


Enseguida me desnudé yo y me acosté a su lado. Empecé a
acariciarla
suavemente con las yemas de los dedos. Tomé con las manos sus pequeñas
tetas, que de tan flácidas parecían ser unas arrugas más
de las tantas que
tenía. Sólo podía aseverarse que eran tetas por los pezones
sobresalientes y
oscuros, como los de las mujeres de su raza. Al rozar con los dedos esos
pezones casi negros, percibí que se endurecían delatando que la
anciana aún
no había perdido totalmente la capacidad de sentir placer. Me puse arriba
de
ella cuidando de no oprimirla con mi peso y la mordí suavemente en el
cuello. Se le erizó la piel poniéndosele como la de una gallina.
Luego de
besuquearla un rato en la garganta y en las mejillas, comencé a besarle
el
pecho y más tarde las diminutas tetas. Tomando un pezón entre
los labios se
lo chupé con ganas. Doña Lancuyén acusó la caricia
estremeciéndose un
poquito. Después fui bajando por ese campo arado de arrugas, con mucho
cuidado para no fracturarle el quebradizo esqueleto. Por fin, entre besos y
lambidas llegué abajo.


Tenía muchísima curiosidad por saber como era la vulva de una
viejita y
esta oportunidad era única e irrepetible. Por eso le hice flexionar y
abrir
las piernas lo más que fuera posible. Entonces pude ver aquella conchita
inolvidable, casi totalmente carente de pelos, como si estuviera afeitada
pero habiendo quedado como de muestra de lo que fue, uno que otro pendejo
blanquísimo.


La vulva propiamente dicha era como una cicatriz, como un manojito de
arrugas del color levemente oscuro propio de los amerindios. Era como si los
labios de la vulva se hubieran cerrado herméticamente para impedir las
miradas de un huinca atrevido. Después de un rato de mirar la clausurada
abertura, comencé a olfatearla y a cosquillearla suavemente con la punta
de
la lengua. Cada tanto me retiraba para ver en perspectiva el agujerito que
desde hacía un rato había comenzado a desear imperiosamente. Volví
a
acercarme y con los dedos fui apartando los labios vulvares que se abrieron
como las tapas de una ostra dejando ver un panorama promisorio: el
clítoris, los labios menores y la abertura propiamente dicha estaban
brillantes de humedad. Sin pensarlo mucho apoyé mis labios en ese agujerito
refrescado hacía apenas unos minutos con el agua del arroyo y que ahora
estaba caliente como la puerta de un horno. Al hacer entrar la lengua por el
comienzo de la vagina, la abuela se estremeció, pero no dijo nada.


"Seguramente nunca va a decir nada, pensé, los indios son muy reservados
en
sus sentimientos tal vez por no con-fiar en los blancos. O tal vez sean
expresivos a su manera y los huincas no los entendemos." De todas maneras,
la esquelética viejita y demostró con su temblor que aún
le quedaba un resto
de hormonas.


Con el extremo de la lengua rocé casi imperceptiblemente el clítoris
húmedo
e hinchado. La abuela volvió a estremecerse. Insistí con la lengüeteadas,
para arriba y para abajo, sobre el clítoris y sobre la entrada de la
vagina.


La abuela musitó algo en lengua araucana. Algo que no entendí
pero que
supuse una aprobación a mis caricias. Apuré los lengüetazos
y aunque la
anciana no me decía nada, sus temblores me confirmaban que íbamos
por el
buen camino. De pronto las retorcidas manos de la abuela aferraron mis
cabellos, apretándome la cabeza contra la excitada vagina. Me di cuenta
que
ya estaba por acabar. Susurrando una especie de letanía en araucano también
apretó mi cabeza con sus piernas y tiró de mis cabellos sacudiendo
varias
veces su esquelético cuerpito como si le hubieran descargado electricidad.


Luego de un rato, apartó lentamente mi cabeza de la vulva, en señal
de que
había alcanzado el orgasmo. Quedó callada esperando que yo la
montara. No
pude saber si lo deseaba, aunque más no sea un poquito, o si su quietud
era
solamente resignación ante la cogida que presentía inevitable.


Me imaginé cuando, allá por 1880 el ejército argentino
venció a los
salvajes, les ocupó las tolderías y los redujo a obediencia. Pensé
a cuantas
mujeres indias, a cuantas indiecitas de siete u ocho años los soldados
habrían penetrado por la fuerzas en los campamentos o en sus propios
toldos. El sometimiento sexual, la violación de esas indígenas
debe haber
sido cruel y humillante. Tan cruel y humillante como lo era para los blancos
cuando los indios les cautivaban a sus mujeres y se las cogían en grupo
en
las tolderías del Carué.


Y ahora yo, clavándome a la anciana indígena, en cierta forma
volvería a
revivir la saga de mis antepasados, sometiendo con violaciones a estos
hijos del desierto.


Pero ya no aguantaba más. Me monté sobre la anciana, le separé
las piernas
y, por simular alguna urbanidad, le pregunté si me dejaba penetrarla.


¿Qué me podía decir la pobre india, si ya estaba entregada
y con mi glande
en la puerta de la vagina? Apenas asintió con la cabeza, y con los ojos
cerrados como para no tener que ver el rostro del huinca profanador.


Y en el momento se la enterré.


Cuando comenzó el vaivén de la cogida, la viejita consiguió
levantar sus
raquíticas piernas y cruzarlas sobre mis riñones. Este movimiento
hizo que
mi pene le entrara lo más adentro posible. No puedo negar que me sentí
como
un soldado del coronel Villegas gozando a una india del cacique Pincén.
Me
puse en el lugar del soldado y empujé mi modesta verga bien adentro de
la
abertura de la vieja. Sacudí y sacudí hasta que sentí que
venía la explosión
de esperma. Y me dejé ir.


Acabé con un placer y una violencia propia de quién se coje a
la puta más
linda del hemisferio sur, mientras la abuela me apretaba contra ella con sus
frágiles piernas alrededor de mi cintura como para alentarme a largar
en su
concha la última gota de leche que pudiera quedarme en los testículos.


Después me quedé un largo rato en silencio, cansado y avergonzado
por lo que
había hecho, con ganas de arrodillarme frente a la viejita para pedirle
perdón. Ella, también silenciosa, se levantó ya sin ninguna
vergüenza por
su raquítico cuerpo y fue a sentarse desnuda en el balde de agua fresca.


Con la mano derecha se fue refrescando la vulva y luego se quedó un tiempo
más sentada en el balde, esperando a que terminara de chorrear toda la
leche
que yo le había metido adentro.


Nos vestimos sin apuro. Yo evitaba mirarla en los ojos.


Yendo para el nguillatúm, pasamos por debajo de un miche, uno de los
pocos
árboles que existen en la región, y recuerdo que justo en momento
la anciana
la anciana me detuvo y tomándome una mano me dijo con dulzura:
-Don Jorge, me gustaría poder devolverle con mi boca todo el placer que
usted me dio con la suya. Si esta noche no viene mi nieto Pulqui, y si usted
tiene ganas, véngase a mi cama. Le demostraré que las indias,
aunque seamos
viejas, sabemos como acariciar a un huinca. Y si mi nieto viene, esperaré
a
que se duerma y entonces iré a visitarlo a usted.


Recogí mi equipo fotográfico y fui al nguillatum a realizar el
trabajo que
me habían encomendado en Buenos Aires. Entre sacar fotos, comer tortas
fritas y beber vino de Río Negro se me pasó el día. Había
indias muy lindas;
también lindas huincas vecinas invitadas a la fiesta, entre ellas la
putita
hija de italianos de la que me hablara doña Lancuyén. Pero mi
mente estaba
ocupada solamente en imaginar la boca sin dientes de la abuela chupándome
la
verga en medio de la oscuridad. Y luego, cuando fantaseando ser un soldado
del coronel Villegas derribando a una india prisionera, le separara decidido
las piernas y le metiera sin piedad la pija bien adentro de la concha,
sacudiéndosela hasta acabar bramando como el carnero.


Lamentablemente la llegada del biznieto al anochecer, nubló un poco mis
ilusiones. Pulqui era un chico de baja estatura para sus diecisiete años,
con
rostro un tanto ingenuo. Parecía algo retraído pues no
participaba de las diversiones de los demás y pronto se fue para la casa.


Cuando cerró la noche, también nos fuimos nosotros y en el camino
doña
Lancuyén me dijo que su oferta seguía en pie. Pero que en vez
de ir yo a su
cama, en cuanto se durmiera el nieto iría ella a la mía. Que quería
que
cuando volviera a Buenos Aires pudiera decir que los indios me había
tratado muy bien y que ellos ya habían olvidado los sufrimientos que
los
huincas les causamos cien años atrás, durante la Campaña
del Desierto.


Cuando se apagaron las pocas luces de la casa, comencé a esperar la visita
de la abuela, totalmente desnudo y con una semierección. Pasó
un rato largo
sin ninguna novedad cuando, de pronto, oí algunos murmullos. Para escuchar
mejor me bajé de la cama y me acerqué silencioso a la puerta de
la otra
pieza. Entonces claramente pude oír la voz de Pulqui:
-¿Porqué hoy no, abuelita? Si siempre me dejas.


-Hoy no puedo, no estoy bien.


-¡Pero abuelita, estoy muy caliente!
- No hables fuerte que nos va escuchar el huinca. Si quieres, hoy te hago así
con la mano, y mañana te dejo que me la metas como te gusta a vos.


No alcancé a distinguir que siguieron discutiendo, pero luego de unos
minutos se hizo el silencio. Volví a mi cama donde me revolvía
inquieto
esperando la visita prometida. Me ponía boca abajo, enseguida boca arriba.


Al rato de costado.


Estaba terriblemente ansioso y caliente imaginando la boca tibia de doña
Lancuyén chupándome suavemente para después apretármela
con su estrecha
vagina hasta vaciarme la última gotita de leche. Era increíble
que una
vieja de 97 años pudiera hacerme calentar así.


Pero finalmente, con la cara apoyada contra la almohada de plumas de
avestruz, comencé a quedarme dormido. Y cuando estaba en ese mundo confuso
que fluctúa entre el sueño y la realidad, sentí pasos adormecidos.
Una mano
corrió la manta con la que protegía mi desnudez, y un cuerpo tibio,
se
apoyó contra mi espalda. Me gustó sentir ese calorcito, esas manos
suaves
acariciando mis hombros. Pero todo se alteró cuando percibí algo
que me
hurgaba en la puerta del ano. Me extraño que la abuela quisiera meterme
un
dedo y busqué su mano para detenerla. Pero en vez de mano me encontré
con
una verga. Intenté darme vuelta pero Pulqui me retuvo con suavidad.


-Déjeme, don Jorge- imploró-, ya no aguanto más.


En una fracción de segundo me imaginé cuantos soldados habrían
sufrido esta
violencia al caer heridos o prisioneros de los indios. A cuantos gauchos los
habrían quitado el chiripá a la sombra de un ombú para
hacerle sufrir la
ordalía de la cojida india. Mientras el indio capitanejo lo desculaba
sin
piedad, el pobre gaucho miraría angustiado la larga fila de indios que
esperaban ordenadamente su turno.


Pensé que también mis antepasados hicieron cosas parecidas o peores.
Que las
heridas y los odios aún no estaban saldados y que Pulqui era como un
mensajero del pasado trayendo al presente la venganza de una raza vencida.


Determiné que su venganza era justa, que tenía mandato divino.


Entonces me di cuenta que mi mano todavía seguía empuñando
la
pija de Pulqui. La dejé en libertad, hundí mi cara en la almohada
y
aferrándome de los barrotes de la cama me entregué al castigo
con el cuerpo
relajado.


Noté como el odio del pasado me rozaba los glúteos, como el aliento
del
chico me entibiaba el cuello. Luego sentí un poco de dolor cuando la
venganza del indiecito comenzó a abrirse camino.


Resignado, me dije como aquel personaje de Borges: "al fin me encuentro
con
mi destino sudamericano."



Buenos Aires, 11 de enero de 2002


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Relato: Pasiones en la Patagonia: La oveja araucana
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