Mia estaba contenta con sus estudios pero, habiendo recibido su licenciatura en biolog�a con honores, no pod�a decir lo mismo de su vida y de s� misma.
Hija de padres que hab�an hecho de la pol�tica no el desarrollo de una ideolog�a sino un oficio por el que, en m�s de veinte a�os, hab�an ocupado distintos cargos gubernamentales, no pod�a quejarse de la vida regalada que le hab�an proporcionado, pero junto con esta se emparejaba su actitud indiferente para con ella como persona.
Siempre estaba primero la actividad partidaria y todo aquello que los mantuviera en la escena era prioritario, por lo que, si no estaban absorbidos por sus funciones, lo estaban viajando por todo el pa�s e inclusive integrando comitivas presidenciales.
Otra adolescente hubiera recibido con alegr�a esa libertad que le otorgaban los padres pero en su caso ya llegaba al extremo de que ni se dieron por enterados de sus primeras salidas nocturnas ni ella tuvo a quien confiar al momento de su primera relaci�n sexual.
No era que esta hubiera sido excepcionalmente especial; adem�s de perder dolorosamente su virginidad, lo dem�s le hab�a parecido ego�sta y asquerosamente sucio por parte del muchacho. La verdad era que no hab�a experimentando la menor sensaci�n de placer y ni siquiera obtenido esas eyaculaciones que encontraba en sus masturbaciones.
Aunque estas contribu�an a calmar esas extra�as manifestaciones de su bajo vientre, no hubiera accedido a ellas sino por el consejo de una compa�era de estudios, la misma a la que acudiera para hacerla confidente de esa relaci�n sexual con un hombre y que, con sabio criterio, la hab�a convencido de la conveniencia de prescindir de los hombres a una edad en que aun no tenia definida su personalidad como mujer y s� confiar en otras mujeres con las que sostener relaciones que contentaran a ambas sin la exigencia de compromiso alguno, la difamaci�n y l�gicamente, un enojoso embarazo.
La consecuencia natural hab�a sido el inicio de unas relaciones sexuales con su amiga que, si bien calmaban las urgencias de su vientre, tampoco la dejaban del todo satisfecha por aquello de lo inmoral del sexo entre mujeres. Como si los �ntimos secretos que sab�an la una de la otra pesaran sobre ellas como una frazada demasiado pesada, termin� esas relaciones y comprob� con alivio que esa libertad le permit�a moverse c�modamente en una posici�n ambigua que no la compromet�a.
De esa forma, cuando su vientre le reclamaba ser satisfecho y si alguna muchacha la atra�a especialmente, no dudaba al tiempo de encararla y conseguido el objetivo primario, dejaba de verla. Esa actitud se correspond�a con la opini�n que ten�a de los hombres y as� como ella usaba a otras mujeres solamente para satisfacerse, confirmaba su prop�sito de no ser jam�s utilizada como un alivio higi�nico por ning�n hombre.
Con todo, aun no se defin�a como lesbiana y terminados sus estudios, sorprendi� a sus padres con el anuncio de que hab�a sido aceptada como voluntaria de las Naciones Unidas en el Africa. M�s all� de la hip�crita protesta de c�mo una chica de su nivel convivir�a con los negros m�s pobres de la tierra, estos se alegraban de sacarse de encima a esa chica de extra�o comportamiento que era blanco de rumores en el c�rculo social en que se mov�an y que no los beneficiaban en sus ambiciones.
Arribada a Rwanda, emprendi� desde Kigali un largo camino en cami�n hasta el borde de la frontera con el Congo, en un poblado llamado Gisenyi, en cuyas afueras se hab�a instalado un campamento para refugiados de las eternas guerras intestinas entre hutus y tutsis.
Los m�dicos de los Cascos Blancos ocupaban tiendas especiales en un reducto que rodeaba al hospital de campa�a y a ellos le hab�an destinado una casa ruinosa que resultaba casi incongruente en esa soledad. En realidad, eran los restos de un antiguo almac�n de ramos generales que funcionaba antiguamente con las caravanas que pasaban de un pa�s al otro.
Una larga habitaci�n de unos nueve metros de largo por cuatro de ancho daba albergue a las mesas y el instrumental necesario para que ella trabajara en la detecci�n de enfermedades, virus y bacterias que afectaban a esa poblaci�n m�vil que se renovaba constantemente. El laboratorio daba a una galer�a en cuyos extremos se levantaban dos habitaciones; una era el almac�n de suministros t�cnicos y drogas y estaba manejada por un ingl�s que ten�a la particularidad de ser negro.
En realidad, difer�a totalmente de las etnias locales, ya que, alto y de cuerpo vigoroso, su cutis era apenas oscuro y sus rasgos m�s cauc�sicos que negroides. Aunque amable, se mostr� parco y distante con las reci�n llegadas.
La otra muchacha era una francesa a quien reci�n hab�a conocido al subir al cami�n que, aun con todo ese acento castizo que adquieren los europeos al aprender espa�ol, fue un alivio para Mia que lo hablara. Nathalie era una joven de aproximadamente su misma edad y para ambas fue una sorpresa el mobiliario del cuarto que les hab�an destinado.
La amplia habitaci�n que s�lo ten�a una estrecha y alta ventana protegida con rejas y postigos, exhib�a una mesa redonda con tres sillas, una antigua c�moda un tanto desvencijada y la estrella la constitu�a una enorme cama de bronce sobre la que colgaba un fino mosquitero. Encantadas por no tener que dormir en inc�modos catres de campa�a como esperaban, se apresuraron a correr el tul y la blanca colcha en cuya cabecera descansaban dos grandes almohadones con fundas de fina tela, las hicieron prorrumpir en entusiastas grititos de contento mientras se arrojaban sobre el muelle colch�n para comprobar su elasticidad.
En alegre ch�chara, desempacaron su ropa y acomodaron las prendas en los profundos cajones de la c�moda. Al terminar y s�bitamente seria, como para poner las cosas en su lugar, Mia le dijo francamente a Nathalie que sol�a sentir un fuerte atracci�n hacia otras mujeres y que si a ella le molestaba compartir el lecho, lo entender�a.
Con ojos de brillante picard�a, la francesa le dijo que hac�a m�s de cuatro a�os que estaba en las fuerzas de paz y se hab�a acostumbrado a tomar las cosas como mandaba la ocasi�n, ya fuera con la comida, el vestido o el sexo y como el cuerpo era amo y se�or, aunque no fuera homosexual, no ser�a la primera ni la �ltima vez que estar�a con una mujer.
En ese entendimiento, transcurri� el primer d�a en el que Mia acomod� el instrumental que hab�an tra�do como refuerzo al existente y, cuando luego de cenar los tres juntos en la mesa de la habitaci�n, Edward les dio cort�smente las buenas noches para retirarse al almac�n donde dorm�a, ellas lavaron los enseres y tras darse una ducha en el improvisado ba�o que hab�an construido junto al cuarto para ellas, se dispusieron a dormir.
Quit�ndose la bata, Mia se puso una trusa de algod�n y como camis�n utiliz� una fresca camiseta tipo musculosa. Al acercarse a la cama, comprob� que Nathalie tambi�n s�lo usaba la bombacha y que cubr�a su torso con una holgada camisa masculina. Un poco embarazadas por ocupar el mismo lecho y como si ambas quisieran poner distancia entre ellas, se dieron las buenas noches para darse vuelta mirando hacia el exterior.
Aunque simulaba dormir, a Mia se le hac�a insoslayable la presencia de la francesa junto a ella y a pesar de que las separaba m�s de medio metro, le parec�a sentir contra su espalda el calor que emanaba ese cuerpo al que apenas vislumbrara mientras la muchacha se secaba y vest�a pero que la atra�a como un im�n.
Cerrando los ojos se perdi� en la fantas�a de contemplar al desnudo la figura de Nathalie; ninguna de las dos ten�a formas espectaculares, eran m�s bien enjutas pero no fr�giles y tanto sus pechos como sus grupas ten�an esa s�lida consistencia de las atletas. La imaginaci�n hizo el resto y especulando con lo poco que hab�a visto, idealiz� que la piel habitualmente cubierta por la ropa se condec�a con la rosada albura de las rubias verdaderas como lo era Nathalie y entonces, ilusion� con que los senos lechosos estaban coronados por aureolas rosadas y puntiagudos pezones.
Hundi�ndose en una dulce modorra, divag� con que sus manos y boca recorr�an el abdomen, bajando por el vientre y sumi�ndose en una mata de rubio vello para terminar solaz�ndose en la vulva ardorosa de la muchacha. No supo cuanto hab�a dormido pero aun sent�a casi palpablemente en su boca el conocido agridulce de un sexo femenino, cuando sinti� que finos dedos se asentaban leves sobre la zona lumbar y adentr�ndose en el ca�ad�n en el que apenas se distingu�an las v�rtebras, ascend�a suavemente hasta donde se arrollaba el borde de la camiseta.
Era la primera vez que otra mujer tomaba el papel activo en la seducci�n y eso la excitaba. Fingiendo que no sent�a nada, dej� que los dedos siguieran su camino ascendente mientras la otra mano iba levantando la prenda para facilitarle el camino. Agudos como hojas de afeitar, los bordes de las u�as marcaban un sendero que llevaba a su bajo vientre un delicioso cosquilleo y cuando el borde de la camiseta no pudo ascender m�s por el obst�culo de senos y las axilas, los dedos fueron reemplazados por el tremolante vibrar de una lengua, depositando hilos de saliva que luego enjugaban tiernamente los labios.
A Mia ya se le hac�a imposible reprimir su placer y mientras ronroneaba mimosamente ante las caricias y besos de la francesa, esta la dio vuelta suavemente para hacer que la boca recorriera remolona en nacimiento del vientre. Al quedar boca arriba, comprob� que Nathalie se hab�a desnudado totalmente y acaball�ndose sobre su pelvis, restregaba lujuriosamente la suya contra el tejido de la trusa en la entrepierna.
Sintiendo como la muchacha corr�a la camisera hasta su cuello para apoderarse con manos y boca de sus senos y someterlos a agradabil�simos chupones y estrujamientos, se sac� la prenda por sobre los hombros y viendo esa actitud complaciente de ella, la francesa ascendi� para que la lengua jugueteara caprichosamente contra sus labios.
En ninguna de las dos amantes parec�a existir apuro alguno y as�, asi�ndose mutuamente las caras, se aplicaron con meticuloso cuidado a darse largos, lentos y profundos besos en los que parec�an dejar el alma, de acuerdo a los suspirados murmullos con que se alentaban ininteligiblemente. Hac�a meses que Mia no ten�a sexo y al sentir la dureza de los pezones rozando sus senos y la pelvis ensayando un simulado coito, abri� y alz� sus piernas para enlazarlas en las nalgas de Nathalie
Las bocas sedientas finalmente se hab�an abierto para dejar que la gula de las lenguas solitarias las trabara en deliciosas batalles en las que se alternaban para vencer y ser vencidas, epilogando cada escaramuza con un loco chupeteo de los labios. Los dedos se hund�an entre los cortos mechones que la geograf�a aconsejaba y las yemas de Mia encontraban gusto en acariciar la rubia mata lacia de la francesa como aquella parec�a hallarlo en la negrura de sus ensortijadas mechas.
Lentamente y como si resbalara, Nathalie, desliz� la boca hacia su ment�n, baj� a lo largo del cuello y escarceo en los huecos que formaban las clav�culas para luego recorrer insinuante el rubicundo valle que precede a los senos. Las manos rodeaban la base de los pechos en apretada tenaza y la lengua viboreante se desliz� morosamente sobre cada una de esas copas invertidas, alternando sus roces con el de los labios que depositaban tan menudas como hondas succiones a la piel.
Tan deliciosa caricia sacaba de quicio a la muchacha que manoseaba con insistencia la cabeza de esa nueva amante y, d�ndose envi�n con los talones en la otra grupa, meneaba la pelvis como estuviera protagonizando un verdadero coito.
Esa reacci�n parec�a ser la esperada por la francesa ya que modific� totalmente su actitud. Ya no era la suavidad y la delicadeza las que guiaban sus manos y boca, sino que estaba dominada por las m�s desenfrenadas ansias y en tanto una mano restregaba y retorc�a reciamente al pez�n de un pecho, lengua, labios y dientes compet�an en azotar, fustigar, chupar y mordisquear a la otra mama.
La desesperaci�n por obtener un alivio a tanta crispaci�n, hac�a que Mia ondulara su cuerpo al tiempo que le ped�a a la mujer que bajara a su entrepierna y ratificaba su pedido por la presi�n de sus manos a la rubia testa hacia abajo.
Finalmente y tal vez obedeciendo a sus propias ansias, Nathalie, descendi� exploratoriamente a lo largo del abdomen, y en tanto sus labios y lengua enjugaban los sudores que se acumulaban en el surco y el ombligo, las manos continuaron laboriosamente rascando los gr�nulos de las aureolas y pellizcando los pezones.
Ya la boca arribaba a los arrabales de la mata de recortado vello negro que no se animaba a afeitar totalmente por temor a no poder conseguir luego con qu� hacerlo y la boca buscaba establecer contacto con el nacimiento de la vulva, all� donde se ergu�a la masa carnosa del cl�toris, cuando las manos abandonaron los pechos para acariciar a lo largo del sexo, mientras la francesa se acomodaba arrodillada entre las piernas abiertas de la joven.
Los dedos separaron los labios oscurecidos de la vulva para que la lengua se abatiera sobre el manojo de fruncidos pliegues que rodeaban al �valo y en tanto Mia susurraba su complacencia, la lengua escarb� aun m�s para hurgar en la perlada superficie del �valo, excitando primero el agujero de la uretra para luego descender hasta la corona de tejidos que rodeaba a la vagina y all�, extendi�ndose como la de un reptil, penetrar vibrante hasta que los labios hicieron contacto con la carne para que se entretuvieran, la una escarbando dentro de la vagina y los otros succionando como una ventosa el introito, succionando los jugos que vert�a la excitaci�n.
Luego de unos momentos, la boca ascendi� por el interior de la vulva hasta tropezar con el obst�culo que significaba el erecto cl�toris y en tanto el dedo pulgar excitaba en c�rculos el lomo del capuch�n, le lengua ahond� sa�udamente en el glande oculto del pene femenino y cuando ya la muchacha gem�a por el goce que le estaba proporcionando, tom� ese punto como un eje, para hacer girar su cuerpo y quedar acaballada e invertida sobre ella.
Alborozada por ese sesenta y nueve, Mia comprendi� que desde ese momento iba a ser parte activa del acople y acomodando su cuerpo, extendi� las manos para asir las caderas de la otra mujer e inclinar su grupa para que la boca pudiera tomar contacto con el sexo. En la semipenumbra del cuarto, adem�s de aspirar con delectaci�n los fragantes aromas que emanaba el sexo de Nathalie, pudo comprobar que este estaba totalmente depilado y la vulva mostraba un tenue brillo que destacaba su tama�o.
Grande, mucho m�s grande que cualquiera de las que tuviera en su boca, la vulva se alzaba carnosa, rojizamente inflamada y la rendija s�lo mostraba un color m�s oscurecido en sus bordes. Bajando voluntariosa la grupa, la francesa le indic� silente qu� esperaba de ella en tanto que una de sus manos se perd�a por debajo de sus nalgas para que los dedos tomaran contacto con la vagina y la otra colaboraba con la boca en la maceraci�n de sus labios menores y el cl�toris.
Un ensamble perfecto acompa�aba la pasi�n de las mujeres y cuando Mia hizo que su boca imitara a la de su amante como parte esencial de un mecanismo endiablado, se dedicaron a satisfacer a la otra satisfaci�ndose a si mismas. Boca, labios, lenguas, dientes y dedos eran las herramientas que activaban el placer y, cuando ella sinti� como dos dedos de la francesa escudri�aban en la rendija en la b�squeda del ano mientras los de la otra mano se introduc�an a la vagina en un coito alienante, hizo lo propio con su amante y entre ayes, gemidos, alabanzas y maldiciones sofocados, penetr�ndose con sa�a diab�lica al tiempo que las bocas mordisqueaban flagelantes los cl�toris, alcanzaron el placer inefable de sus orgasmos y degustando los sabores uterinos de la otra, cayeron en un let�rgico sopor que no las abandonar�a hasta la ma�ana siguiente.
Como si el hecho de vivir en una regi�n casi fuera del mundo civilizado con reglas primitivas de convivencia justificara la actitud asumida la noche anterior, sin darse ni pedir explicaciones a pesar de no haber hablado ni una palabra durante la c�pula, asumieron que esa ser�a su vida a partir de ese momento y en tanto Nathalie se iba a sacar muestras entre la poblaci�n, ella se sumergi� en la tarea absorbente de los an�lisis.
Llevaba m�s de dos horas inclinada sobre el microscopio, cuando sinti� entrar al ingl�s quien, acomod�ndose en un viejo asiento de mimbre a sus espaldas, se interes� en porque una joven latinoamericana hab�a tomado semejante decisi�n, exponiendo su vida, no s�lo por las enfermedades y peligros del territorio, sino adem�s por las actividades de verdadero bandolerismo que ejerc�an ambas facciones involucrados en la lucha por el poder.
No tuvo ning�n reparo en contarle a Edward c�mo la actividad de sus padres influyera negativamente en sus relaciones y por qu� hab�a decidido que al servir a otros se estar�a sirviendo a s� misma. El ingles le cont� como �l tambi�n hab�a sido criado en un �mbito privilegiado pero que sus padres, diplom�ticos ambos, su madre inglesa y �l congole�o, pr�cticamente lo empujaron para que sirviera a sus semejantes aunque no fueran de las mismas etnias.
Y as�, de confidencia en confidencia, pasaron largo rato hasta que en un momento determinado en que Mia se encontraba parada e inclinada sobre el microscopio, sinti� en las caderas las manos poderosas del ingl�s y la vigorosa prominencia de su sexo presionando contra las nalgas.
Teniendo en cuenta que permanecer�a todo el d�a dentro del laboratorio y que la desnudez en el torso de las mujeres era natural en el lugar, solo llevaba una liviana musculosa que dejaba en evidencia no solo el volumen de los pechos sino tambi�n el tama�o de sus largos pezones que empujaban la tela como si quisieran escapar de ella. Por otro lado, calzaba sandalias y un cort�simo short completaba su indumentaria.
Acostumbrada a no usar ropa interior nada m�s que cuando dorm�a o menstruaba, no calculaba que la exhibici�n casi imp�dica de su cuerpo pudiera haber excitado al negro. Iba a reaccionar airadamente cuando el hombre se lo impidi� con la imposici�n de su corpulencia. Empuj�ndola fuertemente contra el borde de la mesa, le tap� la boca con una de sus manos mientras la otra se met�a decididamente por debajo de la camiseta para estrujar reciamente los pechos conmovidos.
Desde aquella primera y �nica relaci�n sexual con un hombre, no s�lo no hab�a pensado en ellos como un veh�culo de placer sino que despreciaba a cualquiera que hiciera un intento en ese sentido, pero ahora el peso de Edward y la manaza que le imped�a no s�lo gritar sino que hasta le cortaba la respiraci�n, la aterraron e intent� una vana lucha para desasirse.
La diferencia f�sica realmente hac�a in�tiles esos esfuerzos y el hombre se regode� amasando sus pechos, comprobando la solidez de los erectos pezones para luego escurrir a lo largo del vientre, forzar la l�bil resistencia del short, escarbar sobre el vello p�bico y finalmente estregar dolorosamente el interior de la vulva hasta introducir un grueso dedo a la vagina.
Lo desagradable de la situaci�n y la humillaci�n de sentirse tratada como una cosa que satisfar�a la concupiscencia del hombre, no hicieron sino desesperarla m�s y a pesar de la mordaza carnea, lograba emitir agudos chillidos y menear sus hombros al tiempo que sus manos se clavaban vanamente en los antebrazos masculinos.
Como si el manoseo al sexo hubiera sido una comprobaci�n t�cnica, la mano del negro desliz� el cierre del pantaloncito para luego bajarlo hasta sus rodillas. Despu�s de correr el microscopio, le quit� de un tir�n la camiseta sobre la cabeza y la empuj� para que su torso se inclinara sobre el tablero al tiempo que la mano que sellaba la boca se asent� firmemente en la nuca para presionar su cara contra la madera.
En medio de quejidos y maldiciones trataba de zafar de esa situaci�n, presintiendo que el hombre la poseer�a desde atr�s pero esa presunci�n se hab�a quedado corta; Edward hab�a asido entre sus dedos la fuerte carnadura del miembro y cuando Mia la sinti� deslizarse contra el sexo sobre el flujo que este rezumara a pesar suyo, esper� resignada aquel reencuentro con un sexo masculino pero esa resignaci�n se transform� en espanto al comprobar que el glande se asentaba contra el agujero del ano y sobre �l presionaba duramente.
Aunque la sodomizaci�n anal con dedos figuraba entre sus actos sexuales l�sbicos y encontraba placer en ello porque formaba parte de un todo donde interven�a la actividad de una boca u otros dedos en su sexo, nunca hab�a pasado por su imaginaci�n el hecho de ser penetrada analmente por un objeto f�lico y mucho menos una verga.
El miedo o una instintiva defensa, contrajeron prietamente sus esf�nteres y entonces, el hombre dej� caer una importante cantidad de saliva en la hendidura que escurri� al ano para que la ovalada cabeza del glande la utilizara como lubricaci�n y, lenta, muy lentamente, fue penetrando a la tripa.
Como si la saliva hubiera actuado de ben�fico b�lsamo, los esf�nteres accedieron a la dilataci�n que les impon�a el falo y Mia sinti� como si una espada flam�gera la atravesara de arriba abajo para estallar en su cabeza. Junto con el grito estridente, todo el enorme falo se introdujo hasta que los test�culos golpearon oscilantes contra su sexo.
Nunca algo de ese tama�o hab�a habitado regi�n alguna de su cuerpo y el sufrimiento arranc� l�grimas de sus ojos que deslizaron por las mejillas para unirse a los mocos que el convulsivo llanto hac�a brotar de su nariz. Las maldiciones se hab�an trasformado en suplicantes ruegos al hombre para que no la hiciera sufrir tanto pero cuando aquel inici� un lento hamacar de su cuerpo y la verga se desliz� como en una vaina natural dentro del recto, unas sensaciones placenteras como jam�s experimentara parec�an gratificarla desde rincones ignaros de sensibilidad hasta ese momento.
Aun en medio del desconcierto provocado por la dolorosa penetraci�n, no pod�a dar cr�dito al placer tan inmenso que la invad�a. Instintivamente, sus piernas se flexionaron y el cuerpo adquiri� una ondulaci�n que acompa�aba el ir y venir del falo en la tripa.
La transformaci�n de sus ayes y llanto en farfullados asentimientos hipantes y la respuesta corporal, dijeron al ingl�s que la muchacha ya estaba lista; liber�ndola de la mano que presionaba la cabeza contra el tablero, la hizo apoyarse en sus codos y en tanto �l incrementaba el ritmo de la sodom�a, sus manos aferraron los senos bamboleantes para sobarlos con m�s ternura que reciedumbre.
Nunca, jam�s, ni en sus m�s alocadas fantas�as, hab�a imaginado que se pudiera llegar a gozar de tal manera y que ser�a un hombre quien se lo hiciera experimentar. Voluntariamente y haciendo que el short terminara por deslizarse hacia sus pies y desasi�ndose de �l, abriendo las piernas cuanto pudo, se equilibr� mejor y de esa manera se asoci� a la cadenciosa c�pula al tiempo que le expresaba sin ambages todo el placer que le estaba proporcionando.
Una euf�rica alegr�a como no sintiera en toda su vida la embargaba y, tal vez bas�ndose en el encendido pedido para que no cesara jam�s de darle tanto placer, el hombre le alz� una de sus piernas y coloc�ndole la rodilla sobre el borde la mesa, obtuvo una dilataci�n oferente de su entrepierna.
Sacando la verga del ano, la introdujo en el sexo para que la muchacha volviera a prorrumpir en doloridos ayes ante el grosor inusitado que llenaba su vagina hasta m�s all� del cuello uterino. Con excepci�n del momento de transponer los esf�nteres anales, este era un nuevo sufrimiento que parec�a no ser tan ef�mero como aquel, toda vez que las irregularidades de la verga iban destrozando los tejidos vaginales, v�rgenes de esas refriegas.
Indudablemente m�s delicados que la tripa, sent�a como fuego los desgarros y laceraciones pero aun estaba inmersa en la exaltaci�n de la sodom�a y al iniciar el ingl�s un acompasado vaiv�n, no pudo menos que manifestarle de viva voz el nivel de goce al cual la estaba introduciendo. Como para gratificarla aun m�s, �l sac� la verga portentosa del sexo para mirar como el dilatado agujero palpitaba en un lascivo beso dejando ver parte del rosado interior y al recuperar su tama�o, volvi� a introducirla en el ano.
Seguramente por falta de costumbre, los esf�nteres hab�an recuperado su estrechez y otra vez el sufrimiento la sacudi�, pero ahora sab�a a que atenerse y recibi� complacida el placer masoquista que le proporcionaba. Meneando entusiasta sus caderas, colaboraba con el negro en la penetraci�n y hasta una de sus manos acudi� a la entrepierna para estregar reciamente al cl�toris.
Cuando Edward comenz� a alternar las penetraciones, crey� desmayar de dicha, ya que cada una de esas alternancias era como la primera y ten�a la repetida sensaci�n de una placentera violaci�n a su virginidad. Luego de unos momentos de salvaje acople al cabo de los cuales Mia le dijo que deseaba alcanzar su satisfacci�n, el ingl�s se tom� un respiro y haci�ndola dar vuelta, la alz� para acostarla de espaldas sobre la mesa con la grupa sobre el borde.
Agitados por la intensa actividad de la c�pula, los senos de la chica, si bien no eran voluminosos ni pesados, oscilaron gelatinosamente sobre el pecho y el negro se apresur� a meterse entre las piernas abiertas para que su boca se apoderara de los pechos temblorosos. La lengua poderosa empal� los senos en vibrante lambetazos al tiempo que los dedos palpaban insistentemente las carnes que ellos mismos hab�an hecho inflamar con sus anteriores estrujamientos.
Despu�s de tanta violencia, Mia disfrutaba con el frescor que la lengua llevaba a su piel y aquello realmente increment� su felicidad cuando la boca de Edward, se abri� para encerrar entre los labios la protuberante mama e iniciar una serie de succiones que, cada vez m�s intensas, acrecentaban el escozor que en la zona lumbar le indicaba el grado superlativo de su excitaci�n.
Aunque complacido con la textura y sabor de los senos, aquel no era el objetivo del ingl�s y alz�ndole las piernas encogidas, llev� la lengua a excitar tremolante al erguido cl�toris. Acuclillado frente a ella, alcanzaba c�modamente hasta m�s all� del Monte de Venus y la lengua hurg� curiosa en la alfombrita cuidadosamente recortada que velaba oscuramente al sexo.
Aquello estaba verdaderamente cerca de lo que la muchacha estaba acostumbrada y ella misma tom� entre sus manos las corvas de las piernas para mantenerlas adecuadamente abiertas y encogidas y facilitarle al hombre una buena minetta.
Una vez excitado, el cl�toris de Mia era verdaderamente respetable y eso ratific� la idea que �l se hiciera con respecto a su sexualidad con s�lo verla comportarse desde que hab�a arribado. En Inglaterra era un habitu� a locales de bisexuales y gays, habiendo encontrado que someter sexualmente a una lesbiana era una de las m�ximas satisfacciones que obten�a.
Mia y la francesita entraban dentro de los c�nones que �l hab�a establecido para detectarlas y ese semestre en la soledad de la salvaje Africa le promet�a un sinn�mero de satisfacciones.
Asiendo delicadamente el pene femenino entre �ndice y pulgar, lo sostuvo levantado mientras la lengua lo fustigaba con su punta hasta obtener un cierto endurecimiento y entonces los dedos realizaron una fricci�n masturbatoria que hizo estremecer a la muchacha. Manteniendo el ritmo de los dedos, con los de la otra mano abri� los labios mayores de la vulva para acceder a los rosados pliegues fruncidos del interior y atrap�ndolos entre sus labios y dientes, comenz� a succionarlos y mordisquearlos al tiempo que tiraba de ellos como queriendo devorarlos.
Aquello hab�a conducido a la joven a la antesala urticante del orgasmo y en tanto le suplicaba que no la hiciera demorar en obtenerlo, estrujaba sus pechos con verdadera pasi�n.
Decidido a dar cumplimiento a su objetivo de llevar a la lesbiana al paroxismo del placer para luego medrar con la situaci�n a su favor, sin cesar de satisfacerla y satisfacerse con la boca, llev� dos dedos a introducirse en la vagina para rascar impiadosamente el interior en un movimiento alucinante que daba a su mu�eca, haciendo que los dedos engarfiados se movieran en un semic�rculo infinitamente placentero.
Realmente eso superaba todo cuanto ella esperaba recibir de un hombre y sintiendo ya las primeras oleadas de su satisfacci�n inund�ndola, proclam� su advenimiento al tiempo que le suplicaba y exig�a a la vez que no cesara con aquello hasta haberla hecho acabar.
Multiplicando el accionar sobre el cl�toris, ya no masturb�ndolo sino retorci�ndolo entre los dedos y haciendo un verdadero estrago con lengua, labios y dientes en los congestionados pliegues internos, agreg� al movimiento de la mano el empuje de un ariete hasta que, en medio de alborozadas exclamaciones de contento, la muchacha expuls� su satisfacci�n que escurri� jugosa entre los dedos.
Mia aun balbuceaba su alegr�a por tan exquisita c�pula, cuando el negro volvi� a introducir el falo en la vagina y chapoteando en el caldoso jugo que la inundaba, reinici� el coito hasta que la verga se transform� en un r�gido falo y entonces se inclin� sobre ella.
Mia todav�a no pod�a creer cuanto hab�a disfrutado con aquel acople y todav�a estaba inmersa en el confuso torpor en que la sum�an los orgasmos, cuando sinti� como el negro, sin salir de ella, la alzaba ensartada para caminar dos pasos hacia el sill�n de mimbre y, sent�ndose en �l, la acaballaba entre sus piernas.
Con esa sabidur�a innata que, como todas las hembras, tienen las mujeres para el sexo, por aquello de la supervivencia de la especie y ese mandato de dadoras de vida, Mia entendi� lo que pretend�a el hombre y acomod�ndose como �l le ped�a, esto era, con los pies apoyados en el asiento y las piernas flexionadas, inici� un moroso subir y bajar que hac�a a la verga golpear en el fondo de sus entra�as.
Esa posici�n extra�a pero no inc�moda, le daba a ella tanta satisfacci�n como no esperaba despu�s de tan intenso orgasmo pero, pensando que tal vez hab�a prejuzgado indebidamente a los hombres y por eso obten�a a sus manos tanto placer como nunca hubiera imaginado, no s�lo se esmer� en darse nuevos impulsos con mayor flexi�n de las piernas, sino que se aferr� al respaldar del asiento para pedirle a Edward que utilizara sus manos en acariciar sus pechos.
Los senos oscilaban frente a la cara del hombre y aquel, obteniendo tanto satisfacci�n como no esperaba que la chica le diera voluntariamente, no s�lo los aferr� entre sus dedos sino que la boca toda se puso a la tarea de chuparlos y lamerlos con una intensidad que hizo gemir a la muchacha.
Durante un rato se debatieron en fragorosa batalla hasta que el ingl�s la hizo descender del asiento y acuclill�ndola a su frente, le pidi� que lo hiciera acabar con sus manos y boca.
Si algo hab�a quedado como grato recuerdo de su primera y �nica relaci�n con un hombre, era la consistencia melosa y el agradable sabor almendrado del semen que aquel hab�a derramado en su boca y que ella relacionara siempre con un postre.
Despu�s del tiempo sin medida que durara el acople con el ingl�s, era la primera vez que pod�a ver al miembro y se estremeci� al pensar como su cuerpo hab�a podido soportar semejante monstruosidad; con m�s de veinticinco cent�metros de largo, la negra verga parec�a una gruesa morcilla que sus dedos no alcanzar�an a rodear.
Empapada por las mucosas de sus entra�as, brillaba tentadoramente y, asi�ndola delicadamente por la base, comprob� que su especulaci�n era cierta y la tenaza formada por �ndice y pulgar no consegu�a abarcarla. Sin embargo, su textura le agrad� y el tronco cubierto de desigualdades y venas hinchadas se le antoj� irresistible.
Acercando la boca, el aroma de sus propios jugos la excit� y la lengua sali� con �vida timidez del encierro de los labios para rozar con la punta el pringue oloroso de la vagina que estaba acostumbrada a disfrutar. Hacerlo provoc� en su bajo vientre una reacci�n espont�nea que se tradujo en que los labios, separ�ndose cuanto pod�an, abrazaron al tronco de costado para chuparlo con fruici�n desliz�ndose arriba y abajo sobre el glande al tiempo que la mano colaboraba con recios apretujones.
Viendo su voluntariosa entrega, el hombre fue conduciendo su cabeza hacia arriba al tiempo que le ped�a que la introdujera en su boca. Llegada a un profundo surco que, por debajo del glande luc�a sin prepucio alguno, dej� a la lengua tremolar en su interior para degustar los jugos all� acumulados y entonces s�, estrechando entre sus dos manos la verga portentosa, hizo a la lengua realizar un lerdo periplo sobre la monda cabeza del glande y cuando este estuvo limpio, fue introduci�ndolo tentativamente entre los labios.
A ella le parec�a imposible que semejante brutalidad pudiera caber en su boca, pero, en la medida en que los labios chupeteaban, llen�ndolo de saliva, tal y como hab�a sucedido con sus esf�nteres anales, iba adapt�ndose a la dilataci�n y hasta sus mand�bulas parecieron dislocarse para dar paso al enorme pr�apo.
Aunque no entraba m�s all� de unos cent�metros, esos siete u ocho eran suficientes para que ella ejerciera unas intensas succiones por las que el falo desaparec�a un poco dentro de la boca y luego ella lo retiraba para acompasar la respiraci�n y en ese �nterin, eran las manos las que masturbaban casi con sa�a las carnes en un sube y baja mientras rotaban en sentidos inversos.
Entusiasmado por su fervorosa felaci�n, el hombre ped�a que acelerara el tr�mite para poder eyacular r�pidamente y entonces ella, en una perturbadora conjunci�n de boca y manos, lo masturb� y chup� simult�neamente hasta que, junto al envaramiento del negro, recibi� con dichosa satisfacci�n una catarata de aquel jugo que la obsesionaba desde hac�a tanto tiempo y del cual ahora podr�a disponer a discreci�n.
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Relato: Cascos Blancos
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