Acero y placer
Marcia baja del taxi, y se apresura hacia la casa. Quiere
encontrarse con �l, hace d�as que lo desea. Son viejos conocidos y ella ya sabe
lo que a �l le gusta. Cuando Alfredo entra en la habitaci�n, ella est� a cuatro
patas sobre la alfombra negra. Las piernas bien separadas, as� sus orificios
est�n bien abiertos y disponibles. En general hay una larga serie de
preliminares, a Alfredo le gusta recorrer con los labios la piel de Marcia,
suave y c�lida, y ella disfruta cuando �l la toca. Pero ese d�a est�n los dos
muy excitados, hace tiempo que no se ven. Ella tiene la concha hinchada, y bien
mojada, y �l estoy muy duro. Se arrodilla detr�s de ella, la toma por la
cintura, con las dos manos, y la penetra.
"MMmmm", gime Marcia suavemente mientras se introduce en
ella.
El se sale y le da una palmada en las nalgas.
"Sab�s bien cuales son tus obligaciones", le recuerda.
Una esclava est� obligada a bramar casi como un animal cuando
su amo la penetra, para que quede claro como goza cuando �l la est� haciendo
suya.
La penetra otra vez, pero Marcia se queda casi en silencio.
Parece que anda con �nimo rebelde.
Alfredo no puede permitir tama�a ofensa. Se para, y le ordena
que se arrodille, en el medio de la habitaci�n. Una larga cadena, gruesa y
resistente, cuelga desde un gancho en el techo. La toma, y usando un candado,
grande y fuerte, la encadena por la cintura. Ahora Marcia est� prisionera,
obligada a permanecer all�, encadenada y desnuda, mientras Alfredo lo disponga.
Alfredo se retira de la habitaci�n, por unos momentos, y
mientras tanto, Marcia se queda all� inm�vil, para no ofender m�s a su amo. Cada
tanto, no puede evitara moverse un poco, y entonces las cadenas tintinean. El
coraz�n le late a mil, porque imagina lo que le espera, sabe que su amo la va a
castigar por su insolencia, y cada chasquido de la cadena se le hace tan fuerte
como el gong de una campana.
Alfredo vuelve, con un falo de acero en una mano, y dos
candados en la otra. Usa uno de los candados para unir el consolador met�lico a
la cadena. Marcia levanta la cabeza un momento, y lo mira con odio.
Alfredo le ordena separar las piernas. Enseguida, sin
contemplaci�n, le mete el consolador hasta el fondo. Ella grita cuando siente
como ese objeto, duro y helado, la llena.
"Viste, puta, as� tendr�as que haber gritado antes", le dice.
Despu�s, le pasa la cadena entre las piernas, bien metida en
la ranura del culo, y con el otro candado, la fija a la porci�n de cadena que
rodea la cintura de Marcia. Verifica que la cadena haya quedado bien tensa,
sujetando el falo de acero bien adentro de la concha.
"Ahora sentate, con las piernas bien abiertas", ordena
Alfredo
Marcia, sumisa, obedece, no quiere hacer enojar m�s a su amo.
Y aunque el objeto de acero que tiene adentro la molesta, lo hace r�pidamente, y
abre las piernas lo m�s que puede.
Alfredo pasa unos minutos asegur�ndose que sea imposible
retirar el consolador de la vagina de Marcia. La manosea descaradamente,
mientras trata de retirar el objeto del sexo de su compa�era. Marcia gime de
dolor varias veces, pero, a�n as�, al final, debe morderse los labios para no
acabar, de tan excitada que est�. Pero sabe que una esclava no tiene derecho a
gozar, salvo que su amo se lo permita.
Alfredo trae un banquito, y se sienta entre las piernas
abiertas de Marcia. Apenas si necesita hacerle una se�a. Marcia, siempre con las
piernas bien abiertas y el consolador bien adentro de la concha, le sujeta la
pija y se la mete en la boca.
La chupa y la acaricia con los labios, mientras su lengua
juega con la punta del glande de Alfredo. Cuida de no tocar con los dientes el
sexo de su amo.
Cuando siente que Alfredo est� por terminar, se asegura que
el miembro de �l est� bien dentro de su boca, para tragarse todo. Es otra de las
obligaciones de una esclava. Ser�a una falta de respeto desperdiciar el semen,
permitiendo que caiga al suelo.
Alfredo se estremece unos instantes, y suspira antes de
pararse.
"Lo hiciste bien, tu castigo no va a ser tan severo. Adem�s,
si quer�s, podes terminar", le dice mientras le acaricia el cabello.
Le ordena pararse, y con un par de esposas, le sujeta las
manos bien por encima de la cabeza. Adem�s, la envuelve con la cadena, y para
asegurarse de que Marcia solo pueda permanecer parada, la pasa alrededor de su
cuello, sujet�ndola en su nuca con otro candado.
Alfredo se retira de la habitaci�n, demor�ndose varios
minutos.
Marcia prueba sus ataduras, y se da cuenta que lo �nico que
puede hacer, es dar apenas un paso, antes que la cadena se tense y le impida
moverse. Debe permanecer all�, encadenada y desnuda, parada en el medio de la
habitaci�n, con los brazos en alto.
Sus manos, atrapadas por las esposas, le son in�tiles. No
puede cubrirse, ni protegerse. Est� a merced de su amo. La cadena, bien metida
entre sus nalgas, le molesta. Y es bien consciente de ese pedazo de metal dentro
de su vagina. Bailotea unos instantes, para ver si con el movimiento consigue
expulsarlo, pero de ninguna manera. La cadena entre sus piernas est� demasiado
tensa. Va a tener que soportar la indignidad de ese objeto dentro de su concha
mientras Alfredo lo desee.
Su �nico consuelo es que si cierra las piernas, y se frota
los muslos entre s�, puede estimularse f�cilmente. Prueba unos instantes, pero
antes de terminar, se detiene. Es que s�lo puede gozar en presencia de su amo,
es el privilegio de Alfredo observarla si es que ella tiene placer.
Alfredo vuelve a la habitaci�n, con una vara de madera en sus
manos. Mientras �l se ubica a su espalda, ella baja la cabeza. Su respiraci�n se
hace profunda, y un suave temblor recorre su cuerpo.
Se escucha el siseo de la vara cortando el aire, primero, y
el impacto sobre su piel desnuda, despu�s. Y mientras una marca roja se dibuja
sobre las nalgas de Marcia, ella grita, y se retuerce.
Trata de alejarse, pero la cadena en su cuello se lo impide.
Trata de cubrirse con los brazos, pero las esposas en sus mu�ecas no se lo
permiten. Solo puede permanecer all�, parada, desnuda e indefensa, esperando el
pr�ximo golpe.
Al cuarto golpe, todo se junta. La cadena contra su piel; el
ardor casi intolerable en sus nalgas, por los azotes; la sensaci�n del falo de
acero, movi�ndose en sus entra�as. Y su cuerpo explota, en un orgasmo salvaje
que la hace estremecerse descontroladamente. Mientras sus grandes pechos se
bambolean alocadamente, un sonido salvaje sale de su garganta, al comp�s de cada
espasmo de placer. Y no es por obligaci�n.
Autor: Master Zero
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