Relato: Encuentro con entidades





Relato: Encuentro con entidades


Encuentro con entidades, por Karlof el Vampiro



Me complazco en presentarme como Karlof, nac� en Mosc� en
1777 y desde 1802 soy una criatura de la noche, un vampiro.



Todos vosotros habr�is le�do o conocer�is algo sobre los
vampiros, olvidarlo todo. Si, es cierto que nos alimentamos de sangre, es cierto
que vivimos de noche y es cierto que no envejecemos, pero tambi�n existen mil
historias que nos relacionan con los crucifijos, los ajos y las estacas en el
pecho, todas absolutamente absurdas.



Desde luego, la mentira m�s grande sobre los vampiros y es
aqu� d�nde quer�a llegar es la relacionada con el sexo: �qui�n puede afirmar que
los vampiros no son seres pasionales y lujuriosos? Yo en cambio puedo afirmar
todo lo contrario: somos las criaturas m�s golosas y caprichosas de la tierra y
por supuesto nuestro comportamiento tambi�n se traslada al sexo, d�nde podemos
saciar nuestros m�s bajos instintos, la sangre y el placer.



En esta primera historia me remontar� a esa fr�a noche de
1802 d�nde dej� de ser humano a manos de una vampiresa de lo m�s insaciable.



Mientras que en Europa se produc�a gradualmente un cambio de
mentalidad provocado por las ideas de la ilustraci�n y de la Revoluci�n
francesa, en Rusia, a diario mor�an campesinos y siervos, por el fr�o o por
inanici�n, el caso es que a nadie le importaba y mucho menos al zar y a su
familia afincados en San Petersburgo.



Para ser sinceros a mi tampoco me preocupaba en demas�a pues
mi posici�n como consejero de la corte desplazado en Mosc� me permit�a vivir
holgadamente. A la muerte de Catalina II en 1796 las peque�as reformas en la
administraci�n se frenaron y los nobles volvieron a aferrarse a sus privilegios
y a someter la corte a sus exigencias.



Eran tiempos de penurias y motines, de censuras y de poderes
en la sombra. La historia de Rusia estuvo determinada por su condici�n de
imperio aislado y atrasado respecto al resto de potencias europeas lo que
aprovechaban los nobles para enga�ar a un pueblo totalmente inepto e inculto.



Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. Era febrero y por
las calles del centro de Mosc� los pedig�e�os y los pordioseros se calentaban
como pod�an para poder vivir un d�a m�s, mientras yo, absorto a todo esto, me
dirig�a raudo hacia los aposentos de un joven sobrino del zar para complacerle
en cuanto pudiera, al igual que a su misteriosa esposa, reci�n llegada de
Ucrania, una chica joven de unos 17 a�os a la que hab�a desposado recientemente.



Se hospedaban en uno de los palacios del desocupado Kremlin y
su llegada se hab�a retrasado una noche seg�n lo esperado. Cruc� el puente sobre
el Moscova y, observando las carrozas doradas de los zares, con sus ruedas
ricamente incrustadas de diamantes detenidas en la nieve, y a su lado, en un
contrasentido brutal, unos pocos mendigos vagando por la plaza, el paseo se me
hizo interminable.



Alcanc� la entrada y llam�.



All� parec�a que no hab�a nadie.


Llam� otra vez, esta vez m�s fuerte y pegu� la oreja a la
puerta.


Nada.


Empec� a desesperarme.



Hab�a recibido un aviso hac�a ya dos horas y era imposible
que los j�venes reci�n casados hubieran abandonado su refugio: fuera la
temperatura era de menos veinticuatro grados y Mosc� no era precisamente la
ciudad m�s segura del mundo.


Mientras cavilaba las razones de su ausencia escuch� como el
cerrojo de dos vueltas empezaba a abrirse con un sonido hueco, casi presuntuoso
que me estremeci� de pies a cabeza.



Lo que apareci� ante m� acab� con mi cordura desde el primer
momento. Envuelta en una seda tan gris como la niebla la figura se ech� a un
lado invit�ndome a pasar.


Ten�a el cabello rubio, suelto en bucles dorados se
bamboleaba por su espalda dejando al descubierto su cuello y un generoso escote
por donde se afanaban por salir sus turgentes senos.



Su piel era totalmente blanca y pulida como si estuviera
esculpida en piedra, ten�a una nariz fina casi invisible del todo felina, sus
�speros ojos verdes me miraron tan lujuriosamente como una leona observa a su
presa y cuando sonri�, casi anhelante, yo la vi como una criatura dulce,
palpable, relumbrante, preciosa, alguien que no pod�a perder su belleza sin
dejar de irradiar a la vez tanta crueldad.



Ella se gir� casi sin que yo lo percibiera y con un gesto
suave de la mano me orden� que la siguiera.



Su espalda estaba totalmente al descubierto mostrandome sus
innumerables curvas y pliegues. Sus piernas, largas y tersas caminaban con paso
gr�cil, casi ingr�vido pero constante.



Apenas me llegaba sangre a la cabeza, mis piernas la
siguieron autom�ticamente sin que yo pudiera evitarlo. Pens� en atacarla ah�
mismo, en el pasillo, poseerla por detr�s, satisfacer mis s�rdidos instintos con
aquella misteriosa joven que no pod�a tener m�s de veinte a�os.



Nunca en mi vida mortal hab�a deseado algo con tanta fuerza y
pureza como a aquella chica que no pod�a ser otra que la sobrina del zar.
Pudieron ser tres las puertas que ella abri� antes de llegar a un cuarto de
peque�as dimensiones pero muy acogedor, presidido por una


chimenea y una formidable cama nupcial.



El resto del cuarto estaba vac�o por completo, a excepci�n de
ella y yo.


Manteniendo esa sonrisa p�cara se volvi� y se acerc� a m�,
anhelante, ansiosa, sin quitar su penetrante mirada de la m�a. Fren� su avance a
unos dos metros, pod�a o�r su respiraci�n, su apetito envolv�a toda la
habitaci�n y mi deseo no dejaba de crecer.



Por fin ella habl� y dijo:


-Todo momento debe conocerse para entonces ser saboreado
inmediatamente- seguido esto se despojo de su t�nica dejando al descubierto toda
su figura como si de una diosa se tratara.



Entonces ya no sent� el calor en la cara que daba el fuego,
ni la humedad de mis zapatos, ni el ruido de los carruajes que llegaban del
exterior. Me envolvi� en una trampa invisible de sensualidad y carnalidad, si,
sobre todo era una atadura carnal.



Ella emprendi� otra vez su acercamiento y me estrech� en sus
delgados brazos. Su rostro estaba a la altura de mi pecho y subiendose de
puntillas en los pies comenz� a besarme el cuello, luego el l�bulo de la oreja,
la mejilla.



El placer era sencillamente inexplicable y su cutis estaba
helado, como la escarcha, era fr�a como Mosc�. Baj� de nuevo al cuello a la vez
que una mano se adentraba en mi entrepierna que a estas alturas ya estaba
bastante hinchada.



Ella no paraba de re�r, se mostraba sin ning�n pudor y yo en
cambio no pod�a apenas abrir los ojos de lo aterrado que estaba. Empez� a jadear
en mi oreja y me pidi� que me desnudara, que llevaba esperandome mucho tiempo y
estaba �vida de mi sexo.



Se separ� de mi demasiado r�pido para que yo lo viera y se
tumb� en el lecho. Sus piernas se deslizaron gr�ciles entre las s�banas y sus
manos me indicaron el lugar donde yo deb�a ponerme. Me desnude y le hice caso,
me tumb� a su lado e intent� montarla.



Ella me evit� sin ning�n problema y se coloc� boca abajo con
la cabeza en mi entrepierna introduciendose mi falo en su boca. Comenz�
bes�ndolo, lo succion� salvajemente de arriba a abajo, un vaiv�n sin igual que a
m� me estaba dejando sin sentido.



Estaba sumido en una ola de placer que me transportaba como a
un alga desde el fondo del mar hasta la orilla para luego recogerme de nuevo sin
darme tiempo siquiera a respirar.



Adem�s, el solo sonido de su respiraci�n, su jadeo constante
me ten�a tan extasiado que no pod�a pensar en nada m�s.


Irremediablemente eyacul� brutalmente en su boca.



Aparentemente no le molest� tragarse mi semen pues
inmediatamente se incorpor� dejando sus senos a la altura de mi boca. No eran
excesivamente grandes pero si estaban bien puestos, eran los senos de una chica
que no alcanzaba los dieciocho.



Con las manos le oprim�a los pechos mientras al mismo tiempo
mi boca se iba turnando a cada cual m�s sabroso. Ella no paraba de jadear y con
la voz entrecortada me ped�a que le mordiera, que le apretara mas fuerte que le
azotara.



En poco tiempo yo ya estuve preparado para penetrarla y como
si me hubiera le�do la mente se coloc� encima m�a y empez� a cabalgarme. Coloqu�
mis manos en su culo resping�n y empece a tirar de ella hacia m�. Yo ya estaba
fuera de mis cabales y no me importaba hacerle da�o, sin saber que esto le
produc�a a�n m�s placer.



Al principio un gemido cortado, breve, fue creciendo en
intensidad progresivamente a la vez que ella me rodeaba el cuello con los brazos
y me clavaba sus ojos en los m�os. No paraba de pedirme m�s y m�s y en su cara
se distingu�a un placer celestial.



Pensar en lo guarra que era me embruteci� aun m�s y sin
sac�rsela la levant�, la tumb� boca abajo en un movimiento un tanto violento y
la penetre por detr�s.


Ella sin embargo empez� a re�r alegremente hasta que no pudo
articular palabra debido a mis embestidas. Solamente me ped�a m�s br�o, m�s
fuerza, m�s hondo, m�s violento. Empec� a pegarle y ella respondi� con unos
quejidos de puta que s�lo me pusieron m�s cachondo.



Segu� d�ndole tortazos hasta que su piel blanca se torno
completamente roja. Ella tuvo un orgasmo como el que nunca hab�a visto. De su
garganta sali� el grito m�s desgarrador que he escuchado en toda mi existencia y
sus m�sculos se contrajeron de tal forma que incluso me caus� dolor.



Me asust� y me apart� de ella. Fue cuesti�n de que volviera a
pedirmelo, entonces me coloqu� encima de ella, en la posici�n del misionero y
levantandole las piernas volv� a hundirme dentro de ella.



Sus u�as que hasta ahora me hab�an pasado inadvertidas se
clavaron en mi espalda al tiempo que yo le levantaba el trasero para hacer la
penetraci�n mas profunda.



Su boca se desmarc� por mi cuello y empez� a morderlo,
primero juguetonamente, luego con m�s �nfasis y finalmente de manera salvaje
hasta que la sangre empez� a brotar y ella a alimentarse.



Nuestros gemidos se confundieron en uno solo cuando ella
lleg� a su segundo orgasmo y yo ni siquiera sab�a que estaba pasando, solo que
su piel ahora ard�a debajo m�a. Esta vez su grito fue a�n m�s s�rdido que el
anterior y lo �ltimo que recuerdo es su boca empapada de sangre y esa misma
sonrisa impura en sus labios de escayola.


Me desplom�.


Recobr� la consciencia chupando de su mu�eca, codicioso,
igual de inmundo que ella, la misma respiraci�n y las mismas ansias de sangre.


Por supuesto tambi�n con las mismas ganas de sexo que ella me
demostr�.


Ahora, desgraciadamente, yo tambi�n sorprendo a personas, yo
tambi�n me divierto con ellas y evidentemente tambi�n las mato.


Tendr�is noticias m�as.





La desgracia es plural. La desventura, en este mundo, es
multiforme. Abarcando el ancho horizonte como el arco iris, sus matices son tan
varios como los matices de ese arco...


Edgar A. Poe - Berenice (1833)



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