Relato: Mensajes subliminales (IV)





Relato: Mensajes subliminales (IV)

Ya no era un fracasado.



Después de pasar media vida
teniendo que aguantar las críticas y las risitas crueles a sus espaldas,
al final había conseguido todo lo que necesitaba y con lo que había
estado soñado cada día de su hasta entonces aburrida vida.



Gracias a su descubrimiento era
el hombre mejor pagado de la universidad, y también el que menos
horas pasaba allí trabajando. Gracias al dinero que le cedía
amablemente el rector y a que la propia Universidad se encargaba de financiar
completamente todos los gastos que podía tener, el problema financiero
había desaparecido por completo, así como el estrés
por el trabajo, al que acudía un par de veces por semana simplemente
para no aburrirse en casa.



En el terreno personal no podía
pedir más: su esposa era virtualmente su esclava sexual, con un
carácter indómito y salvaje en la cama y al mismo tiempo,
una sumisión total en el resto de los aspectos de su vida. Y ella
era completamente feliz sirviéndole a él, sin dudas, sin
complejos, sin temores. Cualquier cosa que él hiciera, cualquier
decisión que él tomara, eran totalmente correctas y ella
le ayudaría a llevarlas a termino con toda su fuerza de voluntad,
sin celos ni egoísmo, tan solo por el puro placer bruto que le proporcionaba
sentir la felicidad de su esposo, e incluso, simplemente, ver una sola
sonrisa en sus labios.



Cada día, cuando volvía
del trabajo, lo primero que hacía era meterse directamente en la
ducha, para, inmediatamente después, vestirse con las más
excitantes y sensuales piezas de las que disponía su siempre creciente
ajuar. En su mente brillaba la idea obsesiva de que su marido debía
verla siempre hermosa y atractiva, sin sentir en lo más mínimo
ningún ápice del recato o del pudor que presidió su
vida durante muchos años. Ninguna prenda de lencería era
lo suficientemente atrevida como para no llevarla puesta en casa cuando
estaban solos. No tenían hijos, y gracias a la generosidad de la
Universidad, los nuevos cristales de las ventanas impedían que nadie
del exterior pudiera ver a través de ellos, ni siquiera de noche
con las luces encendidas.



Los juegos sexuales eran su pasatiempo
preferido, y el tema al que más horas dedicaba sus pensamientos.
Estuviera donde estuviera, siempre estaba inventando nuevas formas de proporcionar
placer a su esposo. Porque mientras su esposo disfrutara, ella también
disfrutaba.



Desde cubrir todo su cuerpo con
miel, rematando los pezones y el sexo con nata montada, y tumbarse sobre
la alfombra, presentándose a ella misma como el original postre
de una romántica cena, hasta acostarse completamente desnuda sobre
la mesa y colocar los platos en su vientre, ofreciendo a su marido una
espectacular vista de sus pechos y sexo mientras comía, pasando
por los frecuentes bailes de strip-tease, incluyendo exóticas variaciones
orientales al estilo de la danza de los siete velos y otros sensuales bailes
extraídos del cine y la literatura eróticas a las que se
había aficionado durante los últimos meses, nada era poco
para seducir día a día a su esposo, al que amaba por encima
de cualquier otra cosa en el mundo.



Pero lo más extraño
de todo era que jamás se cansaba de escuchar las estupendas cintas
de música que le regalaba David. Había veces que una misma
cinta la escuchaba durante semanas enteras, hasta que su esposo le traía
otra mejor que escuchaba con la misma, o incluso mayor intensidad.



Su pequeño castillo del placer
estuvo a punto de derrumbarse cuando abrió la puerta de su casa
contestando a una frenética llamada del timbre y se encontró
a su hermana María llorando desconsoladamente mientras sostenía
una pequeña maleta en su mano.



- ¡María! ¿Que
te pasa?



Entre sollozos, palabras entrecortadas
y un par de frustrados intentos de histerismo, Sonia llegó a entender
que su hermana había descubierto que su marido tenía una
amante. Después de una acalorada discusión a tres bandas,
su marido, la zorrita de apenas veinte años de edad, y ella misma,
y de haber destrozado varios de los más horribles jarrones que decoraban
su casa (María mencionó que por muy histérica que
estuviera no iba a romper nada valioso de su propia casa), había
metido lo imprescindible en una maleta y había dejado su casa. Tentada
de ir a casa de sus padres, olvidó la idea para no causarles un
disgusto demasiado grande, y eligió a su hermana para llorarle sus
desgracias.



David llegó a casa justo
cuando las últimas lágrimas de María acababan de ahogarse
en el tercer o cuarto pañuelo de papel y le preguntaba a Sonia si
podía quedarse con ellos durante unos días. Lo necesario
para decidir lo que iba a hacer con su vida.



El instinto fraternal era muy fuerte
en Sonia. Su primera idea fue la de responder que sí inmediatamente,
pero antes de poder dar su respuesta las ideas implantadas subliminalmente
en su cerebro tomaron el control. Si María vivía con ellos,
todos los juegos sexuales con su marido se irían al traste. No podrían
volver a disfrutar de las gloriosas noches de placer que endulzaban sus
vidas durante las últimas semanas.



Indecisa, miró a David mientras
María, ya menos histérica, le contaba una versión
mucho más reducida de sus desgracias a su cuñado. Estaba
claro que la decisión debía de tomarla él. Por mucho
que ella quisiera a su hermana, David era el principal pensamiento en su
vida.



Consciente de su control sobre Sonia,
David entendió perfectamente su interrogante mirada. Tras unos momentos
de duda, comprendió que no podía dejar a su cuñada
sola en aquella situación. De toda la familia de su esposa, María
era la única a la que podía soportar, porque jamás
se había metido directamente con él ni había intentado
envenenar a Sonia con la idea de que le dejara. Por tanto, con un casi
imperceptible asentimiento de su cabeza, dio su permiso a Sonia para que
llevara a su hermana a la habitación de invitados.



Aquello podía llegar a cambiar
todos los planes que David había preparado cuidadosamente para la
reunión del Sábado siguiente.



Cuando Sonia dejó a su hermana
durmiendo, casi una hora después, la primera instrucción
que le dio fue la de no escuchar ninguna de las cintas que tenía
mientras María pudiera oírlas. Aunque no acabó de
comprender el motivo, Sonia acató inmediatamente los deseos de su
marido.



David no quería que por equivocación
María escuchara unas cintas que no estuvieran preparadas para ella
y se enamorara perdidamente de él. Debía de modificar las
órdenes subliminales de todas sus cintas indicando claramente a
quién iban dirigidas, si a Sonia o a María.



María no debía de
enamorarse de él.



Solo debía de convertirse
en su nuevo juguete sexual.



La mañana siguiente, después
de haber pasado la primera noche en varias semanas sin juegos sexuales
en el salón de la casa, David se dirigió a la Universidad
con la intención de crear nuevas cintas con mensajes para su mujer
y su cuñada.



Al entrar en el departamento de
investigación, del que era el jefe indiscutible desde su descubrimiento,
encontró a varias de sus ayudantes, alumnas en prácticas
en su mayoría, hablando y riendo alrededor de una revista que habían
encontrado en uno de los cajones de David. Era un catálogo de lencería
erótica que Sonia le había dejado para que eligiera la ropa
más excitante para ella.



Al verle entrar tan temprano en
el laboratorio, todas las ayudantes se sorprendieron y volvieron rápidamente
a sus puestos, algunas de ellas sin dejar de sonreír mientras le
miraban con el rabillo del ojo.



David se sonrojó durante
unos momentos cuando comprobó el motivo de la juerga general, pero
recobró rápidamente la compostura y comenzó la preparación
de las cintas para poder llevarlas a su casa a la hora de comer.



Para tener intimidad había
hecho habilitar una habitación que anteriormente era un aula y que
gracias a su ascendencia sobre el rector, había conseguido incluir
en el laboratorio derribando unas paredes y abriendo puertas en otras.
Ese era su despacho particular y, de hecho, era más grande incluso
que el resto del laboratorio. Lo había hecho insonorizar y los cristales
eran del mismo tipo que los que tenía en su casa, que le permitían
ver el laboratorio sin que nadie de fuera pudiera ver lo que ocurría
dentro.



Mientras preparaba las nuevas cintas,
colocó en el equipo de música una de sus más recientes
creaciones, eliminando el sonido interior y dejando que la música
fluyera libremente por el hilo musical del resto del laboratorio. Antes
de su descubrimiento, en el laboratorio apenas había ayudantes,
la enorme mayoría de ellos jóvenes alumnos que se apuntaban
a las prácticas únicamente para aumentar puntuación
al final del curso. Solo había dos mujeres que apenas se acercaban
por el laboratorio, y además ninguna de ellas podía considerarse
descendiente directa de Venus. Los mensajes subliminales que liberaba la
cinta que ahora sonaba tenían dos partes diferenciadas. Una iba
dirigida a los hombres, y les llenaba la cabeza con desagradables experiencias
que podían sufrir en las prácticas del laboratorio, lo que
hacía que cada día que pasaba la presencia masculina menguara.
La otra parte de los mensajes iba dirigido a las mujeres, haciéndolas
disfrutar de cada segundo de su estancia en el laboratorio e impulsándolas
a aconsejar a sus amigas que se apuntaran a las prácticas. De esta
forma, varias docenas de atractivas alumnas intentaban diariamente hacerse
un hueco en la creciente lista de voluntarios para el laboratorio. Una
vez apuntadas, para conseguir un puesto semiestable debían de pasar
un examen dirigido por una rata de laboratorio con cierta fama de libidinoso,
que no era otro que el propio director del laboratorio: David. Y para impresionar
a una rata de laboratorio, nada mejor que unas minifaldas tan exiguas como
sus conocimientos de física y química, y profundos y reveladores
escotes. Ni que decir tiene que los conocimientos científicos de
sus futuras ayudantes no era el condicionante de las decisiones finales
de David, sino que más bien la decisión estaba muy influenciada
por la física, es decir, por los atributos físicos de sus
alumnas.



De este modo, su futuro harén
personal iba creciendo, a pesar de que ellas lo ignoraran por completo.
Cuando todas las ayudantes fueran mujeres, tal vez el tamaño de
su despacho y las dos camas plegables que se había hecho instalar
allí no fuera suficiente para darles cabida a todas.



Perdido en la creación de
ese libidinoso futuro, comenzó a grabar los mensajes destinados
a su mujer y a su cuñada.



Respecto a la primera, además
de la profundización en su ya total y absoluta dependencia de su
esposo, una nueva amplitud de miras centrada en buscar compañía
para sus experiencias conyugales. Por pura lógica (la nueva lógica
de Sonia, se entiende) una sola mujer no basta para satisfacer los deseos
sexuales de un hombre, y por ello la necesidad de buscar a otra u otras
mujeres y convencerlas para practicar con ella y con su esposo determinadas
experiencias sexuales que harían ruborizarse a más de una
prostituta se hacía totalmente imprescindible. No importaba quién
fuera la compañera elegida, excepto por la imperiosa necesidad de
que tuviera un cuerpo de diosa.



La cinta para su cuñada debía
de ser más sutil. Ella todavía no había no había
escuchado nunca ninguna cinta con mensajes subliminales y un abordamiento
sexual demasiado rápido de su cuñado podría no resultar
efectivo. Por ello su adoctrinación debía de ser más
pausada. Para que funcionara correctamente debía de explotar algunos
de sus más fuertes sentimientos. Por ello comenzó utilizando
el sentimiento de venganza que albergaba en esos momentos hacia su marido.
Él la había engañado con una mocosa veinteañera
de grandes tetas y culo firme. A sus casi treinta años su propio
cuerpo todavía no había comenzado a decaer, y los mensajes
iban destinados a hacer resurgir con fuerza el sentimiento de que nadie
lo había aprovechado en su totalidad, al tiempo que incrementaban
su libido y su sexualidad haciéndola permanecer en un estado de
semiexcitación permanente que probablemente acabaría con
más de una masturbación al día. David calculó
un par de días para que esta primera cinta hiciera efecto, y preparó
una segunda en la que el supuestamente ya imparable deseo de su cuñada
se centrara en el hombre que más cerca tenía en esos momentos:
David.



En esa segunda cinta también
incluyó mensajes para silenciar el pudor y el sentimiento de culpa
hacia su hermana por albergar deseos sexuales hacia su marido. Ella no
debía de pretender quitarle el marido a su hermana, sino simplemente
necesitaba un hombre para apagar su creciente ardor sexual, y estaba dispuesta
a compartir al hombre de Sonia, si ella se lo permitía. Por alguna
extraña razón María no iba a preguntarse el motivo
por el que creía que su hermana le "prestaría"
a su marido como si de un vestido viejo se tratara. Según su lógica
(su "nueva" lógica, claro), mejor que la cosa quedara
entre familia.



A pesar de que María conocía
perfectamente las preferencias sexuales de su marido, David se encargó
de añadir algunas inmorales ideas acerca de las nuevas posibilidades
que ofrecían dos mujeres en la cama, dirigidas a las dos hermanas
que iban a escuchar las cintas.



Pocas horas después dejó
el laboratorio para volver a su casa, con dos recién grabadas cintas
de música guardadas en su bolsillo. Llegar a casa y encontrarse
a su mujer vestida púdicamente era toda una novedad, aunque por
el momento necesaria. Su cuñada se encontraba mejor y un poco más
animada. Al menos ya no lloraba. Probablemente todas las lágrimas
que era capaz de generar habían sido secadas por la almohada la
noche anterior. Ahora se limitaba a insultar a su marido y a su amante
unas cien veces por hora.



Una perversa sonrisa se dibujó
en los labios de David cuando colocó la primera cinta en el equipo
de música.


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Relato: Mensajes subliminales (IV)
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