Relato: El amigo de mi hijo



Relato: El amigo de mi hijo


Rosaura acaba de salir del ba�o en donde ha refrescado su cuerpo en la t�rrida tarde de febrero y mientras termina de secarse en el dormitorio, escucha la voz de su marido en conversaci�n con Leo, el muchacho que lo provee de los videos condicionados a los que es tan afecto desde hace unos a�os.
Mientras cuida que su entrepierna quede bien seca, comprueba en el espejo la apariencia de la alfombrita de vello p�bico que acaba de recortar a tientas bajo la ducha. Nunca ha pose�do esas matas ensortijadas propias de la mayor�a de las mujeres y los cortos pelos lacios, ahora entrecanos, convergen hacia el sexo pegados a la piel.
Saliendo de esa moment�nea abstracci�n, nota que la conversaci�n entre los hombres ha cambiado; claramente han disminuido el nivel de las voces y esa mezcla de discusi�n en sordina con repetidos asentimientos del muchacho, adquiere un nivel de complicidad en el cual percibe como su nombre es reiteradamente pronunciado por su marido en medio de evidentes reparos por parte del muchacho.
En realidad, lo de muchacho es una subjetividad que le ha dado la habitualidad, ya que Leonardo tiene la edad de su hijo y desde los ocho a�os es un cotidiano visitante que, aunque ya haga mucho que su hijo no vive con ellos, se ha convertido en proveedor de aquellas cosas que su marido enfermo, ya no puede salir a comprar.
Extra�ada por el tono subrepticio de la conversaci�n, cubre r�pidamente su cuerpo desnudo con un fresco vestido portafolio y at�ndolo a la cadera, se encamina descalza al comedor diario. Aireando el corto cabello casi blanco con los dedos, saluda con un beso en la mejilla al alto muchachote mientras pregunta con un dejo de amistosa severidad�

- �De qu� se trata esa conversaci�n en la yo soy tan importante?

Como de costumbre, Leandro muestra esa frialdad que lo caracteriza ante ciertas situaciones y le explica francamente.

- Le estaba contando a Leo por qu� nos hemos aficionado tanto a los videos porno� El comprende que yo, por mi enfermedad y la edad, haga m�s de cinco a�os que no te toco ni un pelo y que por eso calmamos nuestra calentura contemplado como cogen otros, pero no entiende como vos acept�s esa situaci�n cuando todav�a sos joven y podr�as gozar de un buen sexo.

- A mis cincuenta y cinco ya no soy una pendeja para desesperarme en busca de un macho, pero �No les parece que esa es una cuesti�n que hace a mi intimidad y que no tengo que andar dando explicaciones de mi sexualidad?

- No te las tomes conmigo Rosaura, pero ten�s que admitir que a m�, que te conozco desde chico y veo que tu apariencia no ha cambiado salvo por dejar de te�irte el pelo y no represent�s los a�os que ten�s, me extra�a como no te permitas alguna �alegr�a�, ahora que sab�s que, definitivamente, Leandro no podr� hacerlo jam�s�

Entre divertida e indignada porque su marido haya puesto en el tapete un tema que la desasosiega pero trata de soslayar y que la obligue a discutirlo con Leo, mientras se dedica con innecesaria diligencia a acomodar las cosas que hay sobre la mesa, los increpa.

- �Los hombres se creen que las mujeres actuamos como ustedes� Que no tenemos sentimientos ni dignidad o que nos gusta coger por coger, sin importarnos con qui�n? S�, tengo mis a�os y me matan las ganas de hacerlo, pero��acaso un tipo joven me va a dar esa �alegr�a que dec�s vos o tendr�a que contentarme con un viejo oloroso que quien sabe que enfermedades o costumbres viciosas tiene, eh?

- Bueno�no exageres Rosaura, no es tan as�; a mi me parece que vos estar�as dispuesta a hacerlo con cualquiera te lo propusiera pero no te anim�s a admitirlo y te aferr�s al �qu� dir�n� como si fuera cosa de inter�s p�blico� con un poco de ma�a y picard�a podr�as encontrar lo que necesit�s�

Ofuscada por esa intromisi�n en el tema que hace tiempo no la deja dormir tranquilamente, se aplica a la inutilidad de lo que est� haciendo y le retruca con rabia contenida.

- Ah s�? Y ese cualquiera que podr�a d�rmelo, sos vos�no?

- Justamente de eso habl�bamos con Leandro; aunque lo hagas a escondidas, �l sabe que s�lo te calma el pajearte cuando te ba��s. El quiere que vos seas feliz y como yo soy un tipo que entra y sale continuamente de la casa, nadie pensar�a jam�s que soy tu amante, �No te parece una buena idea?

Uniendo la acci�n a la palabra, estruja entre los dedos de su manaza una de las todav�a firmes nalgas de Rosaura y cuando esta se da vuelta furiosa, la estrecha entre sus brazos busc�ndole la boca. Con la instintiva repulsa de una mujer que en casi treinta a�os ha conocido s�lo a un hombre, se defiende con pies y manos, lo que provoca que Leo la aparte de s� para sacudirla violentamente por los hombros y tras darle una fuerte cachetada, la empuje.
Ni el golpe ni el empell�n han sido tan fuertes pero ella comprende repentinamente que en defensa aparente de su honor debe sumarse a la ficci�n y dej�ndose caer boca abajo en el piso sacudida por sollozos de indignaci�n, espera apoyada en los brazos y con las piernas encogidas que el hombre contin�e la farsa.

El ve que Leandro apenas ha levantado la vista por sobre sus anteojos bifocales y mir�ndolo inquisitivamente como pregunt�ndole que hacer, s�lo recibe un movimiento de su mano izquierda indic�ndole que siga adelante.
Por su parte, Rosaura sigue anhelosa los acontecimientos que, sin hab�rselo propuesto con anterioridad se han desarrollado de una manera inesperada pero prevista alguna vez por el matrimonio si se diera una ocasi�n como esta.
Es totalmente cierto que a lo largo de los a�os han transitado satisfactoriamente todas las formas posibles de acoplamiento y en un momento de desenfreno sexual mutuo, aceptara hasta ser minetteada y servida por un poderoso pastor alem�n con verdadero benepl�cito. Claro que el transcurrir de los a�os fue apagando las llamas de esa vor�gine a la que se entregaba plenamente por ser un acto privado con el �nico hombre que conociera en su vida, pero siempre hab�a contado con la denodada entrega de su marido para satisfacerla.
Aun a su edad, cinco a�os de abstinencia han colocado locas fantas�as no s�lo en la mente sino en el cuerpo de quien ha sido castamente fiel. Y sexualmente, ella no es una excepci�n; cada vez m�s y como nunca antes, se conmueve por la apostura de hombres j�venes en el cine, la televisi�n o las pel�culas porno y cuando en esa confianza fraternal que da una vida transcurrida junto al otro, le confesara abiertamente a Leandro de esas revoluciones hormonales, aquel la ha liberado para que desahogara sus necesidades sin comprometer p�blicamente el buen nombre y honor de la familia.
Por alguna raz�n, nunca se ha dado esa oportunidad, pero ahora s�, y justamente con alguien afectivamente tan cercano a ese hijo por el que mantiene desde siempre un secreto complejo de Yocasta, siente un repentino impulso de ser pose�da con el aditamento perverso de que su marido est� presente.

Ante la autorizaci�n del esposo, Leo se deja caer al suelo y levant�ndole la suelta falda, ve su trasero expuesto libre de ropa interior y la levanta por las caderas para hacerla quedar arrodillada. Rosaura va acompa�ando con todo el cuerpo lo que �l realiza y eleva voluntariosamente sus ancas.
Abalanz�ndose sobre esas nalgas que, si bien con estr�as y leves pocitos de celulitis aun se muestras plenas, besuquea y lame la piel que aun huele a los suaves perfumes del jab�n mientras desliza su mano sobre la vulva que aparece cubierta por una fina patina de fluidos hormonales y los dedos se deslizan resbalando sobre ellos para masturbarla suavemente mientras con la otra mano desprende el jean y acuclill�ndose detr�s suyo, estimula su miembro aun no del todo erecto.
Con la cabeza apoyada en su antebrazo, Rosaura recibe la primera caricia al sexo que ning�n hombre fuera de Leandro le hiciera y entrecierra so�adoramente los ojos mientras proclama su complacencia a media voz. El cuerpo que est� a la vista de Leo parece contradecir esa aseveraci�n en cuanto a la vejez, ya que las nalgas rotundas s�lo muestran una cierta flaccidez pero las carnes se sostienen firmes, en tanto que las piernas, delgadas y torneadas, son su s�lido apoyo. Buscando satisfacerla y en tanto se masturba suavemente para obtener la m�xima rigidez de la verga, hunde dos dedos en esa vagina que, efectivamente, muestra que el paso del tiempo ha resecado y constre�ido sus tejidos y m�sculos, aun no lubricados por los jugos vaginales que provoca la excitaci�n.
Como olvidada de la presencia de su esposo, proclama su fervorosa complacencia al tiempo que menea las caderas para sentir mejor como esos dedos van penetr�ndola, separando sus carnes desiertas tras cinco a�os de abstinencia total con la misma sensaci�n de ser desvirgada. Rosaura siente que al conjuro de esos dedos extra�os pero diestramente d�ctiles, en su cuerpo renacen como si fueran archivos de una computadora, viejas sensaciones y con cada una de ellas, las circunstancias f�sicas que las provocaran. Su mente se puebla de recuerdos que no hacen m�s que avivar los rescoldos de aquellos viejos placeres y regode�ndose en ellos, le reclama suplicante al hombre que la penetre de una vez.
Ante la desesperaci�n que contienen sus desgarradoras palabras, denunci�ndole la hondura del deseo subyacente en su mujer, Leandro se regodea en la contemplaci�n largamente imaginada pero nunca confesada por Rosaura de ser pose�da por otro hombre. Siempre hab�a tenido curiosidad por saber si su mujer tendr�a las mismas respuestas salvajes y a veces lujuriosamente pervertidas al ser sometida por otra verga que no fuera la suya; dando respuesta a ambos pero aun sorprendido por lo ins�lito de la situaci�n, Leo vuelve a mirarlo en silenciosa pregunta a la que �l responde con un expl�cito asentimiento surgiendo de su boca sonriente.
Entonces, el hombre apoya la punta de su verga en la reci�n dilatada abertura y presiona firmemente, sintiendo como el falo va introduci�ndose a una caverna musculosa cuyos tejidos se ci�en firmemente contra su piel, evidenciando la falta de tr�nsito sexual del anillado y rugoso conducto.
Similar y sin embargo distinta es la sensaci�n de Rosaura, ya que la verga, bastante m�s grande que lo que fuera la de su marido, semeja ir destroz�ndole las carnes como no lo hiciera Leandro cuando la desvirgara, all�, en sus lejanos dieciocho a�os.
Avanzando como un ariete, el escabroso y grueso tronco va lacerando y destrozando sus tejidos faltos de lubricaci�n, ocasion�ndole un sufrimiento que la crispa pero que ella sabe terminar� por conducirla a experimentar las exquisitas sensaciones de un buen coito y apoy�ndose en sus brazos extendidos, inicia el movimiento oscilatorio del cuerpo para sentir al falo deslizarse reciamente en su interior.
Fren�tica por la hondura de la penetraci�n, ondula su cuerpo para acoplarse al ritmo con que el hombre la somete y matiza sus exclamaciones de agradecimiento con hondos ayes, gemidos y bramidos que expresan mucho m�s que las palabras. Cuando Leo, en sus ansias por poseer totalmente a esa mujer que se le entrega tan fervorosamente y cuyo cuerpo responde con una fortaleza impropia de su edad, desata el lazo que sujeta el vestido a su cintura, ella colabora con �l y en segundos su cuerpo totalmente desnudo fascina la vista del hombre.
No es que sus formas sean exquisitas; tienen esa pesadez propia de la mujer madura, pero a pesar de la edad el todo es arm�nico. No hay rollos o flaccidez notable y la prominencia de las nalgas se hunde en la comba que marca una cintura relativamente estrecha para luego ascender por una l�mpida espalda en la que el surco deja de manifiesto el vigor del torso.
Solo el gris casi blanco del corto cabello deja sospechar su edad e incrementando el hamacar de su cuerpo, el hombre tiende sus manos a la b�squeda de esos pechos que aun le son invisibles; como el prev�, estos no son abundantes sino peque�os pero s�lidos a pesar de la blandura propia de los a�os. Tante�ndolos suavemente, confirma que esas copas apenas oscilantes, caben c�modamente en sus manos y con los dedos busca sus v�rtices para comprobar que, junto a una peque�a pero carnosa aureola, se yerguen dos pezones ins�litamente largos y gruesos.
Al golpeteo del entrechocar de las nalgas contra la pelvis del hombre, se suma ahora la maravilla de esos dedos fuertes explorando sus senos y casi como si supieran instintivamente de sus disfrutes masoquistas, los dedos �ndice y pulgar de ambas manos se apoderan de la excrecencia anormal de las mamas para estregarlas duramente entre ellos, provocando que de un respingo de dolor al que ratifica con el sordo bramido de sus exclamaciones.
Entusiasmado por las ins�litas perversiones a la que pareciera afecta esa mujer de calmoso aspecto y serenos ojos verdes, �l hunde como ella se lo pide sus u�as en el tierno pez�n mientras acelera el ritmo de la c�pula, sintiendo como debajo suyo Rosaura se estremece no s�lo por la intensidad de los rempujones sino por lo que sus propios espasmos le provocan.
Resignada hace tiempo a no volver a experimentar las sensaciones �nicas, singulares e inefables de un orgasmo verdadero, Rosaura siente como su vientre se convulsiona por las contracciones uterinas y en su pecho se inflama un caliginoso volc�n que parece subir por la garganta hasta asfixiarla, cort�ndole el aliento hasta hacerla jadear a la b�squeda de aire mientras en su cabeza estallan multitud de luces multicolores. Ahogada por su propio placer y hundi�ndose en el abismo insondable de esa peque�a muerte que es el verdadero orgasmo, proclama la fant�stica acabada a voz en grito por primera vez en a�os.
Leandro asiste al espect�culo que es su mujer copulando con otro hombre con un poco de celos por saber que aquello est� haci�ndola disfrutar como desde hace mucho �l no puede hacerlo pero a la vez satisfecho al comprobar que toda la incontinencia concupiscente que su mujer demostrara en esos a�os, surge ahora para convertirla en un verdadera puta que goza por el s�lo premio de una buena cogida.
Rosaura todav�a aceza sumida en hondos suspiros para salir del ahogo y sollozos de alegre agradecimiento la sacuden, cuando el hombre saca la verga de su sexo y levant�ndola por los cortos cabellos blancos, la hace dar vuelta y arrodillarse para poner entre sus labios convulsos la recia carnadura del glande chorreante de mucosas vaginales.
Uno de los mayores premios sexuales a lo largo de su vida ha sido la degustaci�n insaciable de lo que es para ella el elixir fragantemente almendrado del semen y cuando comprende que Leo quiere acabar en su boca, todav�a inmersa en la mareante satisfacci�n, extiende la lengua para acariciar con su punta viboreante la tersa superficie del glande.
El sabor de sus propios jugos vaginales y uterinos que ha probado s�lo en ocasiones y circunstancias especiales de las cuales hoy se averg�enza, la conmueven profundamente y asiendo el recio tronco de la verga con los dedos, inclina la cabeza para llevar su boca a la base que nace en los test�culos.
La abundancia de sus fluidos ha excedido la vagina a favor del entrar y salir del miembro para luego escurrir a lo largo del sexo y as� mojar los genitales masculinos en su insistente golpeteo. Avariciosa, la lengua tremola sobre las anfractuosidades del escroto y en tanto sorbe con fruici�n esa mezcla de sudores, saliva y flujo, la mano se encarga de acariciar envolvente la monda superficie del glande.
M�s de treinta a�os de experiencia se condensan en aquella mamada que tal vez sea la �ltima y con mal�vola sa�a, succiona, chupa y juguetea con labios y dientes sobre la piel mientras ya la mano establece un suave vaiv�n que, del reducido tramo entre la cabeza y el prepucio, va abarcando poco a poco mayor espacio masturbatorio.
Cuando la boca golosa llega a tomar contacto con la base de aquel pr�apo prodigioso, la mano ha tomado todo el falo en una exquisita masturbaci�n a favor de la lubricaci�n de sus fluidos e inicia una competencia de habilidades entre labios, lengua y dientes contra la reciedumbre de los dedos.
Finalmente, la boca se considera vencedora de la lid cuando alcanza la punta del ovalado glande para abrirse como la de una boa e introduci�ndolo entre los labios, comienza con un lerdo ir y venir succionante que cada vez la hunde un poco m�s hasta que el roce de la punta en su garganta le produce un atisbo de arcada.
Rosaura sabe que ese es su punto l�mite y cuando observa de reojo como Leandro contempla fascinado a su pupila de toda una vida poniendo en pr�ctica todo el bagaje de sus ense�anzas en esa verga que minimiza a la cual ella ha hecho su fetiche, el fervor excede a la prudencia y su cabeza es como un martinete subiendo y bajando en un complicada combinaci�n con las manos hasta que, en medio de los bramidos de Leo, espasm�dicos chorros de un espeso y meloso semen estallan dentro de su boca.
Exaltada hasta la histeria por la intensidad del sabor del anhelado esperma y trag�ndolo despaciosamente mientras las manos masturban fren�ticas el portento de la verga, saborea con delectaci�n al semen que termina por exceder sus labios para chorrear espeso hasta su ment�n.
Cuando siente que hasta la �ltima gota ha brotado de la uretra y el hombre afloja la presi�n de sus manos en el cenizo cabello, retira la verga de la boca para lamerla morosamente a la b�squeda de cualquier vestigio seminal y luego, ya m�s calmada, limpia con los dedos los restos que cubren su ment�n para sorberlos golosamente.
Todav�a est� absorta en la succi�n de sus dedos, cuando Leo, prosiguiendo con la farsa de la violaci�n, la alza por las axilas y manteni�ndola parada frente de �l, la abraza estrechamente para acariciarla con ternura mientras le hace dar los dos pasos que los separan de la punta de la mesa y, aup�ndola, la deposita sobre el tablero para luego ayudarla a recostarse. En esa s�lida mesa ha tenido varias experiencias sexuales con Leandro y ahora, acomodada con la espalda sobre las gruesas maderas, confirma que este, participar� casi f�sicamente del acto, ya que se encuentra sentado tan s�lo a cent�metros de su cabeza.
Mientras el hombre termina de desvestirse, echa la cabeza hacia atr�s para que sus ojos busquen y encuentren los de su marido quien, con una p�cara sonrisa en los labios le comenta quedamente al o�do que por fin despu�s de tantos a�os van confirmar que lo que �l siempre le ha dicho; es tan buena cogiendo que ser�a una puta extraordinaria, la m�s puta de todas las putas y le pide que no lo defraude.
Sin hacer caso al murmullo, Leo se acerca a la mesa y alz�ndole las piernas que cuelgan flojamente, las encoge para hacerle apoyar los pies en las puntas del tablero y luego, acuclill�ndose frente a su entrepierna, contempla embelesado el espect�culo de ese sexo maduro; aparte del delicado vello entrecano que ella mantiene prolijamente recortado, no hay nada que indique su vejez.
La comba de la vulva no manifiesta flojedad alguna y, por el contrario, se alza prominente, recia y la prieta estrechez de la raja parece la de una jovencita. Tal vez a causa del reciente coito o porque ese sea su aspecto habitual, la cubre una profunda rubicundez que hacia los bordes de los labios va adquiriendo un tinte entre morado y negruzco.
La que resulta insoslayable es la s�lida apariencia del cl�toris, cuyo arrugado capuch�n se yergue desafiante surgiendo de la hendidura y hacia all� dirige su boca. Todo el sexo est� brillantemente barnizado por los jugos hormonales y �l se detiene un momento a aspirar esa mezcla maravillosa de sudores y exudaciones glandulares que han expelido la vagina y el �tero pero, ante la demora de lo que est� esperando, es la misma Rosaura quien lo alienta a minettearla.
La perentoria exigencia de la mujer saca de su abstracci�n al hombre y acercando la lengua tremolante a la excrecencia carnea del cl�toris, la explora primero cuidadosamente y cuando comprueba la solidez, comienza a fustigarlo con tal r�tmica insistencia que arranca primero suspiros y luego palabras de encendida pasi�n en la mujer mayor.
Leo abre con los dedos los labios mayores y de ellos surge casi groseramente una avalancha de pliegues y colgajos que dejan expuesta la tersa y perlada superficie del �valo, en cuyo centro se abre una expandida uretra y debajo, festoneada por numerosos pliegues carneos, la dilatada caverna de la vagina. La abundancia de esos arrepollados festones ciega al hombre y entonces, en una combinaci�n casi mec�nica, lengua, labios y dientes se abaten sobre los tejidos al tiempo que un grueso dedo pulgar presiona y restriega vigorosamente al ya erecto cl�toris.
La respuesta inmediata de Rosaura es la elevaci�n de la pelvis para que, en un movimiento ascendente y descendente, remedando a un coito, se estrelle contra esa boca que le da tanto placer.
Verdaderamente, el sexo de esa mujer a la que desea desde que era un ni�o, parece haber desquiciado a Leo y sin dejar de chupar y tironear de esos pliegues que lo obnubilan, hunde dos dedos de la otra mano en la vagina para buscar ese bultito que las ciega de placer y encontr�ndolo prontamente en la cara anterior, comprueba la prominencia de esa media nuez para luego restregarla reciamente con las yemas.
El trabajo excelso del hombre retrotrae a Rosaura a la �nica vez que alguien la hiciera gozar de una manera �nica en esa forma y que guarda en su memoria como un recuerdo imperecedero de quien fuera su mejor amiga.
Ahora, dedos y boca de quien podr�a ser su hijo, no s�lo equiparan la belleza de aquel acto �nico e �ntimamente secreto sino que lo superan, haci�ndole alcanzar niveles de goce jam�s experimentados. Aun sin propon�rselo y al tiempo que arquea su cuerpo, sus manos buscan la m�rbida sensibilidad de los senos para estrujarlos reciamente en tanto que ya no s�lo alienta a Leo sino que lo apremia sin recato alguno con groseras palabras impropias de una anciana.
El se da cuenta de que esa mujer desatada es un verdadero demonio sexual e incorpor�ndose, le coloca las piernas levantadas sobre sus hombros y embocando la verga en la vagina, la penetra sin contemplaci�n alguna.
El tremendo falo le parece a Rosaura aun m�s grande que la primera vez y pronto siente la cabeza golpeando rudamente sus entra�as. Lentamente, el hombre va inclin�ndose sobre ella y ese cambio de �ngulo hacer aun m�s recio el restregar en las carnes inflamadas. Aminorando el movimiento a un lerdo vaiv�n que la satisface aun m�s que la dureza anterior, ve como la boca del hombre busca golosa sus peque�os senos.
Premiosos, los labios encierran alternativamente los pezones para succionarlos en hondas chupadas a las que refuerza con el mosdisqueo de los dientes. La combinaci�n de la c�pula con ese verdadero martirio a los pechos va elevando el nivel de su calentura y pronto se la oye exclamar que no cese en la penetraci�n en medio de hondos suspiros y gemidos.
Ante ese reclamo angustioso, el hombre se endereza para salir de ella y poni�ndola de pie, la hace girar violentamente sobre s� misma para empujarla luego contra la mesa. Haci�ndole inclinar el torso hasta que los senos se aplastan contra el tablero, le pide a Leandro que la sujete por las manos y acomod�ndole la grupa un tanto separada del mueble, le abre las piernas con sus pies para luego introducir la verga hondamente en el sexo.
Asida firmemente con los dedos entrecruzados a los de su marido, realmente sufre esa nueva penetraci�n, ya que el hombre no la mantiene adentro sino que la saca totalmente para volver a introducirla y cada vez es como la primera.
Ya esa nueva penetraci�n no le place tanto y si bien el roce del falo en sus carnes pone en su cuerpo aquellas sensaciones inefables que la acercan a un nuevo orgasmo, de su boca surgen m�s ayes y gemidos que enreda con murmullos agradecidos.
Ocho�nueve� diez de esos remezones portentosos desencajan su cara, cuando en medio de su terror m�s profundo, en vez de volver a introducir la verga en su sexo, Leo la apoya en el ano para empujar fuertemente.
Nunca, jam�s, ni en sus noches mas desaforadas de sexo, Leandro hab�a podido doblegar su voluntad y el ano aun permanece virgen. Vanamente intenta rebelarse pero el hombre la ha inmovilizado totalmente. Los pies mantienen los suyos tan separados como para que no pueda levantarlos y con una mano presiona su espalda para mantenerla aplastada contra la mesa. Tambi�n se da cuenta de que Leandro colabora activamente al mantenerla sujeta por las manos casi quebrando sus mu�ecas tan fuertemente que le impide movimiento alguno.
M�s all� de la sodom�a en s� misma, lo que la aterra es la hemorroides que sufre desde los partos de sus hijos y que, aunque es morigerada y casi no le causa problemas, la introducci�n de la verga terminar� por reventarle la tripa. Espantada ante la posibilidad de ese sufrimiento, lo que fuera una verborr�gica expansi�n de sus placeres se convierte de pronto en el llanto m�s desesperado y eso parece motivar aun m�s al hombre.
Dejando caer una importante cantidad de saliva en la hendidura entre las nalgas, la utiliza como lubricante y tras esparcirla con la cabeza del falo, apoya este contra la prieta negrura del ano y empuja. Al principio esa presi�n parece in�til, pues los esf�nteres se mantienen unidos pero cuando el hombre refuerza la rigidez del miembro con su dedo pulgar, lenta e inexorablemente, los m�sculos van cediendo hasta que, de pronto, como una compuerta que se abre, se aflojan por entero para que la larga y gruesa verga se hunda enteramente en el recto.
El grito estridente que surge espont�neamente de su boca se ve apagado por la intensidad de los sollozos que la sacuden pero cuando Leo inicia un lento hamacar de su cuerpo y el miembro va desliz�ndose adentro y afuera en la tripa, cae en cuenta que no existe dolor�que todo es tan dulce y placentero como por el sexo.
Aun estremecida por la impresi�n de un preconcepto at�vico que hasta le ha hecho suponer el dolor y clavar las u�as en las manos de Leandro, va transformando su rostro lloroso en una m�scara de felicidad y cuando Leo encuentra una cadencia que convierte la sodom�a en el placer m�s grande que experimentara jam�s, su marido une sus bocas para juntos, en una cadena inacabable de besos, hundirse en el tiovivo del placer m�s hondo hasta que ella misma se siente ir en un extraordinario orgasmo simult�neo con la simiente del hombre volc�ndose en la tripa.















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Relato: El amigo de mi hijo
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