MUSEO DE LA CARNE 2
Continuaci�n del relato del mismo nombre, publicado el 21 de junio.
Todo fue como realmente Francisco esperaba. Finalmente,
gracias a lo complaciente que hab�a sido con Ernesto, el reclutador, fue
seleccionado para el Gran Museo de la Carne, que se realizar�a en Atenas ese
mismo a�o. No fue dif�cil conseguir la autorizaci�n de su madre, que pensaba que
hab�a ganado una beca de estudios y hasta lo fue a despedir a Valpara�so.
El buque en el que estaba era plenamente confortable. Su
habitaci�n era amplia y bien decorada. Adem�s, contaba con jacuzzis, piscina y
buenos comedores gratis. A medida que la nave iba recalando en puertos cada vez
m�s al Norte, m�s muchachos hermosos iban repletando el barco. Y a medida que el
clima se hac�a m�s tropical, la ropa, facilitada por la empresa que los llevaba,
iba siendo m�s insinuadora: poleras caladas sin mangas, deliciosos zungas rojos
o negros. Cada d�a, un mulato repart�a la ropa que deb�an usar.
Al cruzar el Canal de Panam�, ya el barco estaba lleno, con
la carga humana de los dos hemisferios. Aquellos que ven�an de m�s al Norte
fueron reembarcados en el Apolo, que era el nombre del barco. Y as� fue como
Francisco tuvo que compartir su habitaci�n con un costarricense de ascendencia
noreuropea. Se trataba de un muchacho de unos diecisiete a�os, amplio de t�rax y
delgado de cintura, con un par de piernas torneadas en el Olimpo y una cara que
si bien de perfil era angelical, de frente se notaban ciertos rasgos maliciosos,
como un ment�n recto y una nariz aguile�a. Sus ojos eran de un celeste claro y
sus cabellos, amarrados en una coleta, rubios casi blancos y lizos. En fin, un
esp�cimen como pocos se han visto en el orbe.
Francisco quiso entablar conversaci�n con �l, pero era de
respuestas fr�as y cortantes. Sin embargo, nada le cost� hacer amistades entre
el resto de la muchachada. Ya dijimos anteriormente que �l, por su belleza y
buen trato, sab�a conquistar a quienes se le acercaban, que era casi todo aqu�l
que le ve�a.
Ya adentrados en el Oc�ano Atl�ntico, se les avis� a todos
los pasajeros que deb�an reunirse en el Sal�n del buque para recibir
instrucciones del trabajo que deb�an realizar al arribar a Atenas. Francisco
pens� que s�lo ser�a algo m�s de rutina, aunque tambi�n le hab�an dicho que
estar�a el se�or Rojas Mc Alister, el millonario que financiaba esta empresa.
Pero lo primero diferente fue que, en lugar de la ropa informal que hab�a
vestido hasta ese momento, ahora le hab�an pasado una especie de extra�o smokin.
Y digo extra�o porque no ten�a mangas ni pantal�n. En lugar de �ste, el mulato
le hab�a entregado un soutien negro. Se vio en el espejo vestido as�, con el
mech�n rubio cayendo sobre un ojo, mostrando sus amplios b�ceps, y se calent�
con su propia imagen.
Todos los modelos vest�an igual. Hab�a de diferentes razas y
tipos, igualados s�lo en la espl�ndida belleza. Donde uno posara los ojos se
quedar�an pegados. Pero igualmente destacaban Joe, un norteamericano mezcla de
apache e irland�s, de larga cabellera brillante y ojos pardos, piel clara y un
porte cercano a los dos metros, a pesar de tener s�lo diecisiete a�os. Tambi�n
estaba Manuel, un agradable mexicano con una sonrisa llena de dientes, hoyuelo
en la barbilla y un encanto de conversaci�n y presencia que daban ganas de
abrazarlo. Luizinho era un brasile�o del color del �bano, rapado y depilado en
todo su cuerpo. Adem�s de nuestro protagonista, llamaba la atenci�n sobre todos
los otros tambi�n su compa�ero de cuarto, Eric, el costarricense de ascendencia
eslava, tan rubio como el sol.
Se serv�an canap�s y se beb�a champa�a, cuando la fanfarria
anunci� que entrar�a Rojas Mc Alister. Francisco se lo imaginaba como un sapo
gordo y pelado. Pero en lugar de ello entr� un hombre fornido, de unos cuarenta
a�os bien conservados, de pelo corto. Era como uno de esos galanes de cine
viejo, tipo Sean Connery, vestido en su smokin completo. Pero lo m�s llamativo
eran sus ojos amarillos que le daban un aire felino y de superioridad. Por eso,
los veinte muchachos, tan despiertos y buenos para el hueveo (jarana, marcha),
enmudecieron cuando �l habl�.
-Les doy, de todo coraz�n, la m�s calurosa bienvenida a este
crucero del placer.
Se escucharon aplausos y v�tores.
-Pero tambi�n quiero que sepan cu�l ser� su rol en esta
empresa, en la cual ustedes tienen tanto que ganar como yo. Pronto llegaremos a
Atenas, donde se nos reunir�n hombres y muchachos de los cinco continentes,
agraciados, como ustedes, por la m�s espl�ndida belleza. Montaremos un museo,
donde ustedes podr�n ser admirados. Pero eso no es todo. Ustedes aprender�n a
montar cuadros pl�sticos admirables, que provoquen el deseo en los hombres.
Se�ores, les estoy hablando del m�s grande y mejor prost�bulo gay del mundo.
Los muchachos se miraron entre s�. Francisco, sin duda,
deseaba putear como loco, pero no hab�a pensado en convertirse en un puto.
Cobrar por sexo no estaba entre sus expectativas. Pero un tir�n en su miembro
viril le dijo que la idea no le desagradaba del todo. Nadie se atrevi� a
protestar. La mirada amarilla de Rojas Mc Alister los dominaba. Varios trempaban
y se acariciaban el pene cubierto con la fina lycra.
-Por eso �continu� el millonario- nos hemos reunido. Para
comenzar este aprendizaje que les llevar� a conocer dimensiones inexploradas del
placer, sin necesidad de drogas ni pomadas, �nicamente con el ensue�o que trae
una buena verga o un dulce culo.
Francisco mir� a sus compa�eros y sinti� c�mo una mano le
acariciaba el trasero.
-Comenzaremos con ustedes dos �dijo el hombre maduro
se�alando a Francisco y Eric, el rubio costarricense.
Ambos fueron subidos a un escenario y comenzaron a seguir las
instrucciones del millonario proxeneta. La primera orden fue que Eric lamiera
enteramente el cuerpo de Francisco, sin dejar un solo mil�metro sin mojar con su
lengua. Nuestro protagonista sinti� sobre s� la humedad de la lengua de su nuevo
amante, que lo iba desnudando casi sin darse cuenta. �l sab�a que una de sus
principales zonas er�genas eran los l�bulos de las orejas. Por eso, cuando
sinti� que le besaban all�, su miembro se enderez� hasta el m�ximo, estirando la
lycra como una carpa. �l pod�a ver como Luizinho, el negro brasile�o, masturbaba
su grandioso miembro mir�ndolo. La boca de Eric sobre los dedos de los pies casi
le hizo irse cortado, pero supo detenerse a tiempo, con un suspiro ahogado. El
p�blico, sensible a sus reacciones, le aplaudi�. Parec�a que lo que �l sent�a se
comunicaba por el aire a la piel de los otros j�venes. La lengua prodigiosa
recorri� entonces sus nalgas, inyect�ndoles calor (llevaban algunas horas a la
intemperie). Pero la m�xima lamida fue sobre su miembro, a�n cubierto por el
soutien negro. Cuando el rubio baj� la prenda, su verga, como un resorte,
reaccion� al movimiento, mostrando todo su esplendor de pija sin circuncidar.
Las luces de colores del ambiente se hicieron tenues, como si adquirieran el
sudor de los cuerpos que alumbraba. El descubrimiento luminoso del glande
palpit� en el coraz�n de todos los espectadores.
-Quiero que me destroces �dijo el costarricense con el acento
caliente del Caribe.
Entonces los dedos de Francisco comenzaron a actuar como
pose�dos. Sac� a tirones la ropa del muchacho, desgarr�ndola, y sin pre�mbulos
ni dilataciones lo dio vuelta e introdujo su tranca en las entra�as de Eric. La
audiencia aplaudi�. Ya todos se hab�an desnudado y cada qui�n le corr�a la paja
al que ten�a m�s cerca. Desde lo alto, Rojas Mc Alister s�lo miraba ya sin dar
instrucciones, aunque lo hinchado de su pantal�n denunciaba cu�nto lo excitaba
la escena.
Eric, al sentir c�mo le entraba un cohete un su cuerpo, no
pudo evitar gritar fuertemente; pero luego, con el movimiento de vaiv�n que le
dio Francisco, los masajes y golpecitos en la pr�stata, y los dedos de su amante
apretando fuertemente sus pezones y pene, comenz� a jadear como un gatito en
celo. De pronto, ech�ndose hacia atr�s, eyacul� en un nuevo alarido. El semen
cay� sobre los comensales, algunos metros m�s all�, y pronto se lam�an unos a
otros sin dejar rastro de esperma. Entonces Francisco, violentamente desinund�
el culo del costarricense y, metiendo la verga en su boca, dej� que los espasmos
de la eyaculaci�n le corrieran como si fuera una descarga el�ctrica. El
rubiecito, sin poder contener todo el l�quido, dejaba que se escurriera por las
comisuras de sus labios. Pronto los veinte muchachos recibieron la satisfacci�n
del placer supremo y aplaudieron el cuadro que hab�an visto.
-T� �dijo Rojas Mc Alister apuntando con el �ndice a
Francisco-, t� te acordar�s de m� y ser�s premiado como los h�roes de las
antiguas olimpiadas.
Tercera parte y final, en un mes m�s aproximadamente.
Francisco conoce los encantos de Atenas y de los hombres del Museo de la Carne.