Relato: La aldea gala





Relato: La aldea gala

- �Por Tutatis, druida!. �Os hab�is dado cuenta de que los
romanos cada vez nos atacan con m�s frecuencia?.


- Paciencia, mi peque�o Frontadornadix. Ya no pueden resistir
mucho m�s, que d�a a d�a se les ve m�s flacos y desmejorados. �D�jales que
vengan, incluso m�s de una vez en cada jornada, que en poco tiempo la victoria
ser� nuestra!.


- No, si dejarles, ya les dejamos. Pero es que mi esposa
Absencedevirtudix�


- Tu esposa, peque�o guerrero, es el alma de nuestra fiera
resistencia al invasor �interrumpe el druida.




Suena el cuerno de guerra del centinela desde lo alto de la
empalizada, anunciando la inminencia de un nuevo ataque, pero todos los galos
contin�an con sus quehaceres, como si no lo hubieran escuchado.




Sentados alrededor de una manta, cuatro de ellos juegan a los
dados:


- XIII, que ganan a tus VII, Calzonacix.


- Si al menos no tuvi�ramos que contar los puntos en n�meros
romanos, esto ser�a m�s llevadero�


- �Qu� culpa tendr� nadie de que no se haya inventado a�n la
numeraci�n �rabe?.




M�s all�, el herrero golpea con un mazo una l�mina
enrojecida, que dentro de poco se convertir� en la hoja de una espada. Otros dos
hombres, con sus copas de hidromiel en la mano, se dedican a contemplarle.


- Si esto sigue as�, tendr� que emigrar a Lugdunum �exclama
el forjador con voz quejosa-. Los negocios van cada vez peor, ya nadie compra
armas.


- Pues a m�, la situaci�n me parece infinitamente mejor que
al principio �interviene el segundo-. Antes era un asco, todo lleno de sangre y
v�sceras. �Puaggghhh!.


- �Claro, Mariposix!. A ti todo lo que suene a viril te hace
fruncir la nariz.


- Adem�s, t� est�s soltero, y no tienes derecho a opinar
sobre este asunto �sentencia el herrero.




Cerca de la puerta abierta de la empalizada, dos galos m�s
contemplan imp�vidos el avance de las legiones romanas:


- Lo que m�s me jode, es que ya ni siquiera tratan de guardar
al menos las apariencias. Mira, ni forman el testudo.


- Pero, �c�mo van a formarlo?. �Si la mayor parte de ellos
dejan los escudos en su campamento!.


- Tienes raz�n, es que saben el fin que les aguarda.
Entonces, �a qu� molestarse en cargar con tanto hierro?.




- Pero, �d�nde est�n nuestras huestes? �grita el centinela-.
Esta vez, los romanos se est�n acercando m�s de lo que ser�a conveniente.


- Vaya, �por fin! �responde uno de los jugadores. Ah� vienen�




Son cuatro quienes portan el escudo sobre el que se yergue la
imponente figura que conduce a las tropas galas a una nueva victoria sobre el
Imperio Romano.


(Nota del narrador: �Eh?, pero si son� �Y no se ve arma
alguna!. �C�mo pensar�n combatir?).


El druida se acerca al grupo encargado de defender la
libertad, igualdad y fraternidad de la aldea, provisto de la t�pica hoz de oro y
la consabida rama de mu�rdago.


- Yo os saludo, mis valientes �proclama con voz tonante-. Id
al fiero combate, que la victoria ser� nuestra una vez m�s.


- �Claro!, la victoria ser� "nuestra" �susurra alguien de
entre las aguerridas filas galas-. Pero �l aqu�, tan ricamente, mirando como le
sacamos las casta�as del fuego.


- Tienes raz�n �le responde otro susurro-. Ah� le querr�a yo
ver, encarg�ndose de dos o tres romanos como cada qui�n�


- No podr�a, est� muy flaco para eso �r�e una tercera voz.




La vanguardia de la resistencia gala se aproxima al
signifer
de la LXIX Legi�n, cuyo estandarte no parece muy erguido, sin duda
anticipando lo que se le avecina.


(Nota del narrador: LXIX. �Joder con el numerito!).


El legado Ciruelis Claudio vacila, contemplando la
majestuosa figura que se alza sobre las cabezas de los portadores, que le est�
haciendo gestos con el dedo �ndice doblado:


- Ven, ac�rcate Claudillo, que ya eres m�o.


- Al menos, baja de ah� �gime el pobre legado-. La
�ltima vez me ca� del escudo y casi me esco�o.


- �����Desnuden armas!!!!! �grita quien lidera a las
aguerridas fuerzas galas, mientras desciende de su elevada posici�n, sin duda
compadeci�ndose del desdichado Ciruelis.


(Nota del narrador: �Desnuden armas?. Pero si no llevaban
ninguna� Ya veo. �Oh!. �Ah!. �No lo puedo creer!).


Efectivamente, una vez puesto pie a tierra, Bigsenix, la
esposa del jefe de la aldea, ha levantado su sayo, mostrando sus armas de
seducci�n masiva. �Y que armas!. Dos generosos pechos desnudos se yerguen cual
afilados pu�ales amenazantes ante el rostro de Claudio. Dos muslos como las
Columnas de H�rcules se separan para atrapar entre ellos al infortunado. Y el
tupido vello oscuro de su pubis se adelanta, buscando el cuerpo a cuerpo.


Las manos de la gala aferran la cota de malla del legionario,
extray�ndola por su cabeza, sin que �l pueda oponer resistencia alguna. La
t�nica de lino corre la misma suerte, dejando al descubierto la daga, que pende
flojamente.


Bigsenix toma el acero del romano, cuyo rostro refleja la
rendici�n m�s absoluta.


- Mmmmm, veamos �exclama-. Tu arma no est� afilada, pero
tengo un remedio para ello.


Los dedos de la mujer se cierran en torno al pu�al,
desliz�ndose arriba y abajo por �l. Poco a poco, la hoja se va templando, pero
a�n falta mucho hasta que est� dispuesta para la lid. La introduce en su boca,
lami�ndola como si de un helado se tratara.


(Nota del narrador: Los helados italianos ya exist�an en
aquella �poca, porque lo digo yo. �Pasa algo?).


Finalmente, la daga se convierte en una afilada espada,
gracias a los esfuerzos de la l�der gala. El romano es obligado a tenderse en el
suelo. Su rostro muestra la rendici�n m�s absoluta mientras ella, despreciando
el peligro, se ensarta en el arma, y comienza a cabalgarle vigorosamente. Sus
grandes senos se bambolean a impulsos de sus acometidas.


A su alrededor, el combate se ha generalizado:


La sensual Jolievaginix, completamente desnuda, se dirige
intr�pidamente al encuentro de dos legionarios, que la esperan con los ojos
desorbitados, probablemente de pavor.


Absencedevirtudix, haciendo honor a la confianza en ella
depositada por el druida, se est� encargando ella solita de cinco: dos de ellos,
con sus armas atrapadas en los dos orificios inferiores de la mujer, aguantan
como pueden sus embates. Otro m�s soporta estoicamente el ataque de sus labios,
cerrados en torno a su acero, y las manos de la gala sujetan firmemente los
atributos militares de los otros dos, que gimen ante el castigo infligido.


S�curit�socialix ha formado una ordenada lista de espera.
Mientras ella atiende a uno de los asaltantes, que est� recibiendo un ejemplar
castigo tendido entre sus piernas, diez m�s hacen fila, esperando pacientemente
su turno. Algunos de los m�s veteranos leen la revista "Holus", mientras
aguardan para entrar en combate.


Chaudeculix ha saltado sobre un centuri�n, aferr�ndose a �l
con brazos y piernas. Los ojos en blanco del romano y su rostro desencajado, son
la mejor prueba de que est� recibiendo su merecido. Incluso tiembla (seguramente
de miedo) mientras la brava mujer pelea encarnizadamente, embisti�ndole
r�tmicamente con su pelvis.




Ante la puerta de la empalizada, uno de los galos de antes
escarba su dentadura con un mondadientes, mientras contempla la desigual batalla
que se libra ante sus ojos:


- �T� crees que de esta los romanos se dar�n finalmente por
vencidos? �pregunta al segundo.


- No s�. Deben ser un poco masoquistas, porque vuelven una y
otra vez.




Pero no todas las galas llevan la mejor parte de la pelea.
Truncus Magnus, un milite de casi 2 m. de estatura, pecho como un barril
de hidromiel, y brazos gruesos como menhires, ha derribado a Labiosardentix, la
ha puesto en cuatro, y la acomete fieramente por detr�s con su arma �cuyo tama�o
hace honor a su nombre- mientras la sujeta por las caderas. En el �ltimo
momento, la mujer introduce la mano entre sus propias piernas y aferra los
test�culos del romano, que exhala una especie de rugido, espaciando sus
arremetidas con los ojos extraviados.


Menos de media hora despu�s, la victoria se decanta
claramente del lado de las mujeres de la aldea gala. La mayor parte de los
legionarios yacen sobre el campo de batalla, rendidos y exhaustos. Los otrora
orgullosos l�baros imperiales, penden ahora flojamente.


Finalmente, los romanos huyen en desbandada, arrastrando los
pies, presa sin duda del des�nimo. Muchos de ellos remolcan tras de s� sus ropas
y arreos, sin fuerza siquiera para vestirse de nuevo. Las galas se burlan de
ellos haci�ndoles gestos de desaf�o con las manos en las ingles, mientras les
muestran los instrumentos guerreros que les han derrotado.




Anochece en la aldea gala, y sus irreductibles defensores se
aprestan a celebrar una nueva victoria. Sobre la mesa, los consabidos jabal�es
asados despiden un rico aroma, y jarras y m�s jarras de hidromiel est�n
dispuestas para refrescar la sed de las aguerridas galas, que han humillado de
nuevo a las legiones romanas, incapaces de resistir ni dos asaltos.


- Precisamente, acabo de componer una oda a nuestra feroz
resistencia�


- No "odas", Liradeplomix, otra vez no, por Belenos�


Ocho rostros iracundos miran al trovador. Diecis�is manos con
los dedos engarfiados le sujetan por todas partes menos por una, que la lira
protege por si acaso. Finalmente, el vate se encoge de hombros con gesto
resignado, y extrae un lienzo blanco de su faltriquera:


- Al menos, amordazadme con esto, que llev�is siempre los
pa�uelos hechos un asquito�




Es noche cerrada. Los ah�tos galos apuran el fondo de sus
copas. Sobre las mesas, solo los esqueletos pelados de los jabal�es, dando fe de
su voraz apetito.


Bigsenix, la esposa del jefe, se vuelve hacia el herrero, que
se ha sentado a su lado:


- Que digo yo de entrenar un poco, no vaya a ser que perdamos
nuestra forma y ma�ana nos venzan los romanos �propone, mientras se quita la
saya por la cabeza.


El herrero no se hace rogar, y se amorra a uno de los grandes
pechos de la mujer, mientras esta le baja los calzones para desenfundar el arma
del forjador.


Jolievaginix se despoja lentamente de su falda, mostrando a
todos los atributos marciales de los que procede su nombre. Se acerca a
Grandevergix, que comienza inmediatamente a "entrenarla" con entusiasmo,
mientras la mujer ensaya sus caracter�sticos gemidos de combate.


Senectudix �cuya arma est� mellada e inservible desde hace ya
mucho tiempo- tambi�n aporta su granito de arena en la �nica forma que le es
posible, todo sea por mantener a las bravas galas en buena forma: su lengua
recorre arriba y abajo el artefacto castrense de Petitecoquillix, cuyas caderas
se contonean para agradecer el adiestramiento.




Dos guerreras est�n tendidas costado con costado sobre una
mesa, bien abiertas de piernas. Mientras sendos galos las acometen fieramente,
una de ellas se vuelve a su compa�era de pelea:


- Donde est� un buen garrote galo, que se quiten las
mariconadas de las armas romanas, nada que ver. �No opinas igual, querida?.




Desde lo alto de un �rbol, el vate amordazado emite tambi�n
estent�reos sonidos beligerantes:


- ���Yffooo dambi�n dferooooo endrenaaaar!!!.


Pero nadie le hace caso, como de costumbre.




Ya es noche cerrada, y todo el mundo se ha retirado a sus
chozas. Una vez m�s, los irreductibles galos han derrotado completamente al
enemigo. Ma�ana habr� un nuevo ataque, y otra vez, las armas de las mujeres de
la Galia escarnecer�n a los orgullosos romanos, que finalmente no tendr�n m�s
remedio que rendirse. Muy a su pesar. (�O no?).


F I N




Toca pedir perd�n. Ante todo, a Uderzo y Goscinny, que conf�o
me disculpen desde donde quiera que se encuentren. Despu�s, a los lectores y
lectoras, que de seguro esperaban otra cosa de m�. Tambi�n, a mis del
Foro de Autores, confiando en que no me corran a patadas de all�.


En mi descargo, dir� que hay veces que el cuerpo te pide otra
cosa, que no todo va a ser intercambios. Aunque bien mirado�



Si te ha gustado, no me opondr� a que lo valores con un
"excelente". Tampoco a que dejes un comentario, que siempre se agradece. Pero si
por una rara casualidad te ha gustado MUCHO, no te prives de dec�rmelo, que
prometo responderte. Esta es mi direcci�n de correo electr�nico:



lach laii nn com


(Los espacios en blanco constituyen una protecci�n contra
virus y spam. Si vais a dirigirme un e-mail, eliminarlos previamente).


A. V. - Junio de 2005


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