Relato: Il Bambino





Relato: Il Bambino


IL BAMBINO (I): URBINO



EN CONMEMORACI�N DEL QUINTO CENTENARIO DEL DAVID DE MIGUEL
�NGEL



Sin pensarlo demasiado, Miguel �ngel tom� el Lungarno, en
aquella hora pr�xima al mediod�a repleto de gente de toda condici�n. Se paraba
aqu� y all�, sin prestar demasiada atenci�n al gran espect�culo de los sentidos
que lo rodeaba: perfumes ex�ticos mezclados con los fuertes olores de las
especias, colores intensos de las telas orientales junto a la suavidad crom�tica
de los velos florentinos, chillidos exagerados de los vendedores que llamaban la
atenci�n del viandante paralelos a susurros de las j�venes damas que paseaban
simulando discreci�n al c�lido sol de la primavera. El joven artista recordaba
los amables a�os transcurridos en esta ciudad, Florencia, que de nuevo visitaba
despu�s de un corto peregrinaje por la Emilia Romagna y por la ciudad de los
Papas.


No hab�a cumplido los 19 cuando abandon� la capital de la Toscana, junto
a los M�dicis, sus protectores, en el momento en que la poderosa familia cay� en
desgracia. Ahora, cumplidos ya los 25, regresaba m�s evolucionado como artista,
mas maduro y, sobretodo, m�s famoso. Media Roma se rend�a desde hac�a meses ante
esa belleza serena y abandonada de su Piet�, esa virgen pulcra y excesivamente
joven que quer�a parecer m�s una cortesana resignada que una madre desconsolada
por la p�rdida de su hijo. La turba se dirig�a al Ponte Vecchio, o proced�a de
all�, como si toda la fuerza creadora de la ciudad se encontrara alrededor del
original puente.


A su derecha, dos ciegos ped�an limosna. Se apart� de ellos
casi sin darse cuenta. Andaba distra�do entre la masa, ajeno a los movimientos
de la multitud, como forastero en su propia ciudad. Su vista se posaba
maquinalmente en alguna tienda de vez en cuando, o en el cuello esbelto de
alguna dama, atrevidamente divulgado ahora que el buen tiempo lo permit�a. Un
mozo transportaba una carretilla repleta de hortalizas. Se fij� en el sudor de
su testuz, que descend�a hacia su espinazo, empapando sus ropas miserables. �Se
podr�a expresar el esfuerzo y el sudor? Se propuso estudiarlo m�s tarde, cuando
el crep�sculo lo recluyera en la casa de su padre, donde dispon�a de papel y
grafito. Pens� que no ser�a muy dif�cil trasladar el esfuerzo al papel, pero
dud� cuando imagin� una escultura.


No dejaba de ser una propuesta interesante,
pero la vulgaridad de un mozo no le parec�a digna de su arte. Cuando ya llegaba
al puente, un bello joven le llam� la atenci�n. Vest�a pobres ropas de
campesino, pero la mirada las olvidaba pronto en cuanto uno se fijaba en su
rostro equilibrado, templado, perfecto. Unos labios sensuales, perfectamente
recortados, encuadraban una sonrisa t�mida. Los dientes, demasiado blancos para
pertenecer a un campesino, contrastaban brillantes con la morenez de su piel.
Sus ojos, negros como el carb�n, se posaban aqu� y all�, mostrando indecisi�n o
tal vez admiraci�n por un espect�culo al que no estaba habituado. El pelo, tan
negro como sus ojos y caprichosamente rizado, le brillaba bajo los rayos de ese
sol insolente. Las cejas eran delicadas, pero sin signos de feminidad, y no tan
oscuras como el pelo. P�mulos marcados, frente ancha y viril, y un cuello
poderoso que indicaba una fortaleza envidiable. Pens� abordarlo y charlar con
�l, pero en cuanto se acerc�, y sin que su presencia tuviera nada que ver, el
muchacho se baj� de la baranda que le hac�a de pedestal y avanz� hacia la plaza.


Temi� perderlo, as� que se dispuso a seguirlo. Observ�, entre las gentes que los
separaban, que sus hombros eran fornidos y vigorosos, y que terminaban en unos
brazos cuyos m�sculos denotaban la lucha por la supervivencia. Se cruz� una
mujer, vestida con la t�pica presunci�n de las clases medias florentinas, y
durante un trecho le impidi� estudiar mejor ese cuerpo que tanto le llamaba la
atenci�n. Al fin se separ�, y quedaron ante sus ojos admirados las partes a�n
desconocidas. Vest�a unos pantalones de pa�o envejecidos y de color
indescriptible, muy pegados a la piel, que destacaban m�s que escond�an las
suaves y atractivas formas del chico. Unas nalgas firmes, muy juntas pero con
una frontera muy definida, se mov�an al paso dudoso del campesino. M�s abajo,
unos muslos en�rgicos se adaptaban a la tela.


El crecimiento r�pido forzaba el
abandono de sus pantorrillas, descubiertas por completo, que unos pantalones
demasiado cortos no pod�an cubrir. Tambi�n su camisa era precaria, por ello sus
apetitosas nalgas quedaban a la vista, pero as� daba m�s realce a unas espaldas
anchas y fuertes, muy parecidas a las de los atletas que los griegos hab�an
inmortalizado y que tanto hab�a estudiado en Roma. Lo pens� bien, y lleg� a la
conclusi�n de que era la primera vez que ve�a a alguien que pudiera competir en
belleza con esas estatuas cl�sicas.


Pero su mirada no era s�lo la del artista que admira a un
modelo. Lo demostraba un bulto que aparec�a en sus ingles, y que el fald�n de su
rica camisa ocultaba. Hac�a a�os que deseaba perpetuar la belleza en sus
esculturas. Copiarla e inmortalizarla era una forma de poseerla. Pero tambi�n
hab�a otras maneras. De repente, el muchacho se detuvo y regres� hacia la
esquina donde lo hab�a visto por primera vez. Cuando lleg�, se encaram� para
mirar a lo lejos, buscando algo entre la masa. Miguel �ngel qued� maravillado
por el vientre plano y definido del mancebo, y por las redondeces mal escondidas
de su sexo, m�s grande de lo previsible. Tendr�a el chico unos trece a�os, pero
una vida transcurrida entre rigores e inclemencias le hac�a parecer mayor. Sin
embargo, ni un ligero vello insinuaba, en su rostro, su pertenencia a la
pubertad. El artista se acerc� al portal que serv�a de podio a semejante figura.
El paquete del chico quedaba justo a la altura de su boca, detalle que, desde
luego, no le pas� desapercibido.


-�Buscas a alguien?


La dignidad de su interlocutor deber�a haber provocado el
descenso a su nivel. El chico, en cambio, permaneci� en su atalaya y baj� la
vista para responder.


-A Tomaso, mi vecino. �Y vos, busc�is a la mula que os ha
pegado esa coz?


Miguel �ngel no se ofendi� por el descaro del muchacho.
Tambi�n �l proced�a del campo y sabia de los modales de los mozalbetes. Adem�s,
llevaba a�os justificando la deformidad de su nariz. No le gustaba que se rieran
de ello, pero ten�a asumido a�os ha que era el �nico ingrediente que produc�a la
fealdad de su rostro. Precisamente por ello, en Roma, era reconocido por las
calles, incluso antes de que su efigie fuera divulgada como la de un importante
creador.


-�De d�nde eres?


-De San Luciano.


-�Trabajas en el campo?


-Cuido cerdos.


-No me lo creo. Tus ropas estar�an impregnadas de su olor.


-Bueno, hace dos meses que ya no lo hago. A la cerda la mat�
un rayo y mi padre vendi� los cerditos. Ahora acompa�o a Tomaso, que me deja
ayudarlo.


-�Y buscas trabajo, aqu� en Florencia?


-Ojal� pudiera dejar el campo. La ciudad me encanta.


Se baj� del pedestal sin dejar de hablar.


-Vos parec�is un hombre acomodado. �Tendr�ais trabajo para
m�?


-�Sabes preparar pigmentos?


-Puedo aprender cualquier cosa. Soy bastante listo. Y fuerte.
Mirad.


Dobl� su brazo para que su b�ceps se abultara. Miguel �ngel
sinti� un escalofr�o. Se qued� un rato callado, estudiando sin reparo las formas
del chaval. El gesto de exhibici�n provoc� que la camisa se alzara y qued� al
descubierto una d�bil mata de vello que se insinuaba en el bajo vientre. El
chico not� que su interlocutor se percataba de esa tenue presencia y se baj� un
poco la cintura del calz�n.


-�Cu�ntos a�os tienes?


-Doce. Pero ya tengo pelos, aqu�.


-Est� bien, puedes trabajar conmigo, pero no voy a pagarte.
Vivir�s conmigo y, cuando haya comprobado tus habilidades, pactaremos un sueldo.
�Qu� te parece?


-�Fant�stico! Mi madre se alegrar� de perderme de vista.


-�Y tu padre?


-Nunca lo conoc�.


-�Pero no hab�as dicho que vendi� los cerdos?


-Podr�a ser.


-Imaginaba que ment�as. Nos vamos.


-Disculpad, amo, debo esperar a Tomaso.


Tomaso apareci� al poco rato. Era un chico de unos 16 a�os,
de pelo alborotado y mirada triste. No era feo, pero tampoco llamaba la
atenci�n. Y al andar se le notaba una leve cojera. Se comprometi� a explicarle
los detalles a un tal Beppe, que por lo visto era hermano del muchacho, y se
larg�.


-Tampoco tienes madre, �verdad?


-No.


Lejos de enojarse por las continuas mentiras del chico,
Miguel �ngel sonri�.


-�Me dir�s tu nombre verdadero?


-Me llamo Urbino.


-Pues yo te llamar�a David.


-Como gust�is, amo.


-No, no. Urbino me parece bien.


Llegado a casa, llam� a Pancracia, la amable ama de llaves de
su padre que era quien verdaderamente lo hab�a criado, para que preparara algo
de comida. El chico se qued� en la cocina y Miguel �ngel se dispuso a estudiar
los trazos del cuerpo de un guerrero sobre el papel que le acababa de llegar de
Venecia. Cuando le entraba el ansia por el estudio perd�a el hambre. Por la
tarde sigui� paseando por la ciudad, m�s que nada para dejarse ver. Algunos de
sus antiguos amigos lo saludaron efusivamente, regocijados por el �xito
conseguido durante su estancia en Roma. Fue Luchino, un joven rubio que conoci�
cuando viv�a con los M�dicis, quien le comunic�, con un punto de provocaci�n,
que Leonardo estaba en la ciudad y que le hab�a sido encargado un mural en el
Palazzo Vecchio. Se abstuvo de comentar nada, conocedor de la rivalidad que la
gente supon�a entre el maestro da Vinci, que se hab�a prodigado poco en
Florencia, y �l, artista joven pero completo y, sobretodo, prometedor. Regres�
pronto a casa, pasando antes por San Lorenzo. Pregunt� por el joven Urbino, y el
ama le dijo que se hab�a pasado la tarde yaciendo entre los caballos. Lo llam�,
y el chico acudi� envuelto en polvo y con aroma a heno. En cuanto entr� en las
estancias privadas del artista, se qued� de pie mirando a su nuevo due�o sin
ninguna timidez.


-Urbino, no quiero que duermas con los animales.


-Lo que vos mand�is, amo. �Duermo en la calle?


-Ni en la calle. Te mandar� preparar un lecho en esta
estancia, cerca de mi alcoba. Si te necesito, te llamar�. Y ahora vamos a
buscarte unas ropas m�s adecuadas al rango que ocupar�s.


-Se�or, mis ropas me parecen adecuadas.


-No me discutas. Debes vestirte mejor, con ropajes m�s ricos.
Aunque seas un criado, tu imagen habla de tu due�o. Ahora te vas a dar un ba�o.


-�Un ba�o? �Tengo que bajar al r�o?


-No te hagas el inocente. Pancracia te ayudar�.


La vieja ama de llaves volvi� un poco escandalizada por la
impudicia del chaval. No s�lo no hab�a sentido ning�n recato por desnudarse
delante de una vieja, sino que le hab�a mostrado su miembro erecto como prueba
de lo caldeada que estaba el agua. Seg�n dec�a, no sab�a que existiera agua
caliente y la novedad le produc�a excitaci�n.


Pancracia hab�a revuelto algunos ba�les y se present� con una
buena cantidad de pantalones y camisas para que el nuevo se las probara. Miguel
�ngel reconoci� parte de su biograf�a entre aquella indumentaria, y una cascada
de recuerdos lo llev� a un estado de melancol�a. Urbino se percat� del cambio de
humor y tom� buena nota de las prendas que hab�an afectado la sensibilidad de su
patr�n. Se prob� unos calzones morados y una camisa del mismo color. La camisa
era ancha y abierta. Los pantalones, sin embargo, se ajustaban delicadamente a
la firmeza de sus extremidades.


-�Qu� os parezco? �pregunt� el zagal, dando un par de vueltas
sobre si.


-Mucho mejor.


Cuando Urbino se volvi� a mirarlo lo pill� observando las
l�neas de su trasero. No se inmut�.


-Ahora te vas a la cocina a cenar. No te manches esta ropa. A
partir de ahora debes huir del fango de las calles y de los animales.


-Pero...


-Cuando termines me traes la cena a esta estancia. Yo voy a
dibujar durante un rato. Te quedar�s aqu� sentado, en silencio. Si te aburres
puedes leer un rato.


-Como mand�is, pero...


Miguel �ngel retom� la tarea dejada a media tarde. Le
encantaban los cuerpos en plena acci�n, mostrando la fuerza y el movimiento.
Trabaj� un buen rato y luego cen�, ante la mirada atenta de Urbino.


Despu�s sigui� dibujando, pero sin darse cuenta se encontr�
ante un rostro conocido: estaba reproduciendo el busto de su nuevo criado,
atractivo, potente, en�rgico. El chico se sab�a observado, pero disimulaba
leyendo.


-Urbino.


-�Que?


-Debes decir: mandad, se�or.


-Pues eso.


-Tienes el libro al rev�s.


-Es que no s� leer, eminencia, para m� esto no son m�s que
signos raros. Dejadme ver lo que dibuj�is.


-No te muevas. Y no me llames eminencia, que no soy un cura.


Sigui� estudiando el f�sico del chico un buen rato, despu�s
ley� un poco a Virgilio y mand� al muchacho a su lecho. �l ocup� la cama que
hab�a sido de su padre, situada en medio de una espaciosa alcoba, justo al lado
del sal�n. Tard� un poco en conciliar el sue�o. Urbino lo trastornaba. Se sent�a
atra�do por su vulgaridad, m�s que por su belleza, absolutamente inmerecida dada
su condici�n. Pens� si realmente hab�a cuidado cerdos, y por un momento temi�
que fuera peligroso introducir en casa un bribonzuelo que bien pod�a ser un
ladr�n. Pero se tranquiliz�. Lo escuchaba respirar en la estancia contigua.


De repente un rumor lo sorprendi�. Parec�a que una puerta se
hab�a abierto. Par� atenci�n y no escuch� nada, salvo el crujir del le�o de
alg�n mueble viejo. Intent� dormir, pero sinti� una respiraci�n pr�xima. Su
imaginaci�n se excit� e inmediatamente se figur� al campesino dirigi�ndose hacia
su cama con un cuchillo en la mano, presto a procurarle la muerte. Raudo,
prendi� una candela y se dispuso a defenderse. Pero no hab�a nadie, no era m�s
que su imaginaci�n. Sin embargo el sonido persist�a. Se trataba de un jadeo
curioso, una respiraci�n profunda que parec�a querer estallar en ronquido. Se
alz� y descendi� del lecho. All�, a sus pies, tendido en el fr�o suelo, estaba
Urbino durmiendo profundamente. Le enterneci� el gesto, y pens� que era m�s
propio de un mast�n que de un criado, pero se sinti� halagado. Lo despert�
suavemente, acariciando su cabello basto y enmara�ado, aunque limpio. El
muchacho se sobresalt� y se puso en pie inmediatamente. Vest�a la misma ropa que
le hab�an regalado por la tarde.


-Urbino, debes dormir en tu lecho.


-Yo quiero estar cerca de vos, para protegeros.


-Adem�s, Pancracia te ha entregado un camis�n. Debes
pon�rtelo.


-�Eso blanco? �Como vos?


-As� es.


-Bien, pero dejadme que me quede con vuestra excelencia.


Al decir esto se acerc� mucho al artista, rozando levemente
su cadera con la mano. El contacto fue electrizante para Miguel �ngel, que en
seguida lleg� a la conclusi�n de que, aunque estaban a las puertas del verano,
las noches eran frescas y ser�a interesante compartir cama.


-Bien, pero no en el suelo. Vistes el camis�n y te quedas en
un rinc�n de mi cama.


-Gracias, eminencia.


A Urbino se le escap� una sonrisa delatora. Hab�a conseguido
su prop�sito. Pero no sab�a muy bien como deb�a acostarse, as� que se esper� a
que lo hiciera su due�o y ocup� el otro lado. Pareci� quedarse dormido al
instante, ya que los suspiros comenzaron inmediatamente. El pintor estaba
desvelado, sobretodo porque no estaba acostumbrado a compartir cama con un
desconocido. O quiz� no, quiz� lo que lo desvelaba eran precisamente las
cualidades de ese desconocido. Hab�a pasado todo muy r�pido desde que lo hab�a
visto por primera vez. La fortaleza de su cuerpo, su rostro perfecto, su cuello
poderoso, el olor a limpio que desprend�a ahora... todas las sensaciones que
hab�a experimentado al contemplarlo le ven�an ahora a la mente. �Por qu� lo
hab�a llevado a su casa? �Para qu� lo hab�a contratado? Record� la firmeza de su
vientre, y la ligera l�nea de vello que asomaba de sus pantalones. Su
respiraci�n sonaba r�tmica, relajada. �Y si se atrev�a a acariciar ese vientre
tan s�lido? Alarg� la mano y la pos� delicadamente sobre el ombligo. Se
sorprendi� al notar que el tacto no era de la tela del camis�n. Era c�lido y
suave, como la piel de sus amigos adolescentes que tanto hab�a abrazado. Inici�
una caricia, que no pudo terminar. Una mano fuerte agarr� la suya para llevarla
a otro punto m�s candente. Sinti� el bulto enorme que le llenaba la mano. Y al
mismo tiempo una voz tierna que le dec�a al o�do:


-�Si que hab�is tardado!


Su pene creci� y creci� de excitaci�n. Su mano a penas
conten�a el sexo del chaval, que estaba completamente desnudo a su lado. Adem�s,
despu�s de susurrarle al o�do hab�a empezado a lamerle la oreja, sutilmente, con
la punta de la lengua, casi con maestr�a. Cientos de recuerdos cargados de
lubricidad se presentaron en su memoria: las masturbaciones colectivas de los
estudiantes del taller del maestro Ghirlandaio, muchos atardeceres veraniegos;
esa pr�ctica original de sorberse mutuamente que le ense�� Granicci, su amigo y
amante; la primera vez que visit� la cama del gran Lorenzo el Magn�fico, sin ser
requerido expl�citamente, pero dejando un recuerdo imborrable; el sabor del sexo
de sus compa�eros aprendices del Jard�n de San Marcos, cuando jugaban a dibujar
y esculpir penes empinados; sus correr�as con los M�dicis m�s j�venes, que no se
cansaban de dejarse penetrar por aqu�l muchacho de 16 a�os que los cautivaba con
sus dibujos; la relaci�n apasionada y casi dependiente con el futuro Papa Le�n
X, enamorado del escultor y follador incansable... No, no eran nuevas para �l
las sensaciones que se abr�an camino impetuosamente.


Alarg� el brazo para encender una candela. Su compa�ero se
sorprendi� y le lanz� una mirada inquisitiva.


-Quiero verte. Necesito verte. No quiero imaginar nada.


Hechas las explicaciones, su mano abraz� con experiencia la
polla del chaval. Era un miembro completamente recto, con un glande purp�reo y
definido y unos test�culos magnos, sabrosos y ros�ceos. No desentonaba en el
cuerpo impresionante del chico, lo que resultaba incre�ble era que esa
exhuberancia correspondiera a un zagal de tan solo trece a�os. As� como su
fortaleza denunciaba una vida dura, su piel era de una dulzura envidiable, lisa
y aterciopelada. Pos� su testa en el est�mago de Urbino, qued�ndose un rato
observando su sexo desde esa perspectiva y oliendo sus efluvios viriles. El
muchacho se carg� de paciencia, aunque sent�a su coraz�n latir con apremio, y
dej� que el artista tomara la iniciativa. Pronto acerc� su boca y trag� casi
completo el miembro del joven. Cerr� los ojos un rato, procurando que las
sensaciones placenteras inundaran su sentido del gusto. Despu�s jug� un rato con
el capullo hinchado y se separ� para contemplarlo y adorarlo.


Urbino suspiraba
suavemente mientras acariciaba los hombros de Miguel �ngel, y cuando crey� que
deb�a cesar la admiraci�n, empuj� decididamente la cabeza del pintor para sentir
de nuevo como su garganta engull�a ese pene que pocos, a�n, hab�an devorado.
Miguel �ngel quer�a concentrar en la polla toda la devoci�n que el joven le
inspiraba, silenciando las palabras que gustosas hubieran brotado para alabar la
belleza que la naturaleza hab�a depositado en aqu�l joven cuerpo. Por esa raz�n
desliz� la lengua por la amena superficie del tallo, brindando impresiones que
engendraban escalofr�os en el chico, y placeres indescriptibles en el hombre. Se
sinti� min�sculo cuando su mente comenz� a reflexionar entorno a la belleza
completa que el arte quer�a emular, sin llegar m�s all� de una imitaci�n. De
hecho Urbino no era para �l un joven para disfrutar la lujuria. M�s bien era la
belleza personificada, un concepto abstracto que hab�a tomado vida en un cuerpo.
El chico, ausente a todas las elucubraciones, se dejaba amar y suspiraba con
regocijo. Capt� inmediatamente la experiencia de su amo y se relaj� para que el
disfrute no presentara interrupci�n. Ten�a ganas de hablar, pero no dijo nada.
Prefiri� indicarle al artista sus preferencias mediante un gesto mudo: separ�
atrevidamente las piernas dejando al aire su culo.


El efecto fue inmediato. Un dedo primero, media mano despu�s,
tomaron posiciones a la entrada de su recto. Las caricias internas a�ad�an
impresiones a su sensibilidad, a�n por aleccionar. Sab�a que su patr�n pod�a ser
su maestro, pero tambi�n era consciente de su potencia juvenil, del poder
indiscutible de su edad, de la adoraci�n por la beldad que el humanismo hab�a
recuperado de los cl�sicos y el Renacimiento hab�a ensalzado que se concentraba
en sus formas sugerentes. Quiz� no lo acababa de comprender, pero intu�a que esa
belleza que hasta ahora le hab�a abierto tantas puertas era una arma que deb�a
explotar para su inter�s.


Miguel �ngel abandon� el cari�o que prodigaba al sexo del
mozo para buscar su boca. Ya sab�a lo que era besar a un adolescente: frescura y
calidez al mismo tiempo, atrevimiento, br�o y car�cter junto a gentileza,
suavidad y ternura. No lo decepcion� Urbino, que abri� sensualmente los labios
para devorar su garganta y su lengua, para poseer con lubricidad y energ�a una
de las puertas que controlan la voluntad y el deseo. Se sinti� el pintor
invadido por una fuerza obsesiva que lo ligaba al muchacho, que lo encadenaba a
un temperamento que derivaba de un concepto f�sico. Se sinti� vencido sin
ofrecer resistencia, y entonces intent� recuperarse para no perder la dignidad.
Le pareci� una torpeza enamorarse de un muchacho s�lo por su belleza, aunque
�sta fuera obsesiva. Urbino era un campesino, embustero e inculto. �Merec�a el
afecto que le estaba naciendo? �Era el hombre el que entregaba su amor o era el
artista? Sent�a ya ganas de enamorarse, de disponer de alguien a quien ofrecer
sus halagos, de entusiasmarse en un proyecto irracional y desaconsejado, de
liberarse de la rigidez del temperamento cl�sico y romper el equilibrio. La
sensatez se apoder� de �l mientras las lenguas luchaban por el dominio del
territorio ajeno. Deb�a contenerse, deb�a esperar hasta conocer mejor al chico,
deb�a tener las garant�as suficientes de que su amor no ser�a malbaratado por un
adolescente caprichoso y desagradecido como conoc�a su experiencia. �l nunca
hab�a sido un desagradecido. Su talento lo hab�a llevado a la fama, no las
influencias de los personajes con quien hab�a compartido lecho. Lorenzo se hab�a
fijado en su genialidad art�stica, no en su cuerpo; el Papa valoraba el arrojo
terrible de la expresi�n de sus esculturas, no los amables recuerdos de una
relaci�n de juventud que signific� revelaciones mutuas. Pero, aqu�l �ngel
devastador que Dios hab�a colocado en su camino, �ser�a tan perfecto por dentro
como lo era por fuera?


Se sinti� rid�culo. Saboreaba una boca deliciosa, manoseaba
un miembro elegante y atractivo, se introduc�a en un espacio que s�lo
proporcionaba delicias. �Para qu� recapacitar tanto? Se lanz� de nuevo a devorar
la polla, esta vez con urgencia y empe�o. Recorr�a toda la superficie, la
tragaba hasta la ra�z para escupirla acto seguido, rozando la lengua entera en
el tallo y envolviendo con lascivia el glande. Despu�s se lanz� a besar su
esf�nter, c�lido y h�medo, que se ofrec�a imp�dicamente para ser adorado por su
boca. Urbino lanzaba gemidos que sobrecog�an. Arrojaba exclamaciones que
indicaban su goce. Pero de pronto se qued� mudo. Con un peque�o movimiento
alarg� el cuello y engull� la polla de su amo. La encontr� enorme, gruesa,
ba�ada en una crema que confirmaba su excitaci�n. Se la tragaba triunfante,
conciente de ser el motivo de tanta profusi�n de carne hambrienta. La
cumpliment� como le hab�a ense�ado la vida, trabajando bien la punta pero sin
olvidar el tronco, jugando con los test�culos con las puntas de los dedos,
tirando del escroto para erizar la piel, buscando otros fragmentos de epidermis
para completar el simposio de los sentidos.


Pero atin� m�s la intensidad que el esparcimiento. Sent�a la
humedad en su trasero, estaba a punto. Y tambi�n el miembro considerable de su
amo, dispuesto a una brega sin tregua. Le apetec�a notar ya el sexo de Miguel
�ngel en su interior, por lo que se coloc� boca abajo, con las piernas muy
abiertas. Se relaj� y se prepar� pata recibir el homenaje. Pero se rezagaba. Su
amo buscaba algo en la mesilla. De pronto, se hizo nuevamente la luz. Una
candela prendida a un lado ilumin� el rostro hambriento del artista, que
concentraba su mirada meticulosa entre el env�s y las posaderas del muchacho. Se
impacient� un poco el zagal, pero ni siquiera una mueca lo delat�. Cerr� los
ojos y esper�. No tard� nada en notar un roce acuoso y algo rugoso en su
esf�nter, e instintivamente separ� m�s sus extremidades.


Luego, la estrechez se
repleg� y se agrand� su entrada, para recibir ardorosamente y casi sin desgarro
el acero penetrador. Resoplaba el artista por la embestida, hasta que not� que
no s�lo su ap�ndice, sino tambi�n todo su cuerpo se dejaba caer sobre ese marco
de pasi�n. Miguel �ngel se rindi� al placer del tacto, �l que era tan
radicalmente visual, gozando del roce conmovedor de su miembro en el canal del
chico, que lo recib�a con honrosa hospitalidad. S�, cerraba los ojos para no
interferir en la magnitud de sensaciones, pero su imaginaci�n continuaba
reflejando la anchura y suavidad de los hombros de Urbino, la redondez de sus
nalgas, la fortaleza de sus muslos. Su lengua se liber� de su cobijo y acudi� a
saborear las orejas del chaval, su cuello sedoso y viril, la textura de aquella
piel tersa y consistente. El muchacho gem�a, con compostura cultivada. Se
hubiera liberado al placer m�s tosco al que estaba acostumbrado, con gritos
desordenados y salvajes, pero la follada a que lo somet�a el pintor era dedicada
y sensual, prodigiosamente condensada, pr�diga en tonalidades, afable y gentil
en el trato, algo hasta entonces desconocido para �l. Pens� que la brutalidad
con que su hermano lo penetraba: lo llenaba de goce, pero insultaba su dignidad.
Prefiri� sin lugar a dudas esta suavidad casi c�ndida, esa posesi�n donde �l
contaba, ese respeto que captaba en el trato que recib�a del maestro. Miguel
�ngel, por su lado, besaba los om�platos de su compa�ero, alejado ya de toda
consideraci�n art�stica, concentrado en disfrutar de la perfecci�n de las formas
del chaval, como si su conocimiento profundo le llevara a la posesi�n exclusiva
de la belleza. Loco de placer e inconsciente de la profundidad de sus arrebatos,
el artista se vaci� en la sutileza de su recept�culo. Se sinti� invadido por una
felicidad extrema, y abraz� el cuerpo sereno de Urbino, como si poseerlo en esos
momentos de paroxismo fuera el escal�n postrero para alcanzar la gloria. El
joven resumi� en una sola palabra la intensidad del flujo de escalofr�os que
recorr�an su espinazo, al mismo tiempo que se ladeaba un poco para permitir que
su descarga fluyera sin encontrar el obst�culo del aplastamiento contra el
colch�n.


-�Dios!


Despu�s de bajar del pedestal exquisito, Miguel �ngel esper�,
sin decir nada. El muchacho respiraba profundamente, recuperando el aliento, a
su lado. No se atrev�a a moverse. Tem�a no haber complacido suficientemente a su
due�o, tem�a no estar a la altura del rango que ahora ostentaba. Esperaba un
signo acogedor, una se�al que le indicara que aqu�l hombre que tanto lo seduc�a
estaba a gusto a su lado. Mir� discretamente el perfil aplastado del artista.
Estaba boca arriba, con los ojos abiertos, fija la mirada en alg�n punto del
techo. Una ligera mueca le anunci� que se dispon�a a hablar.


-Eres perfecto. Humillantemente perfecto.


El comentario releg� todas las prevenciones. Urbino se abraz�
a su amo con todo el cari�o que era capaz de mostrar. Ser sinti� por fin
c�modamente albergado por alguien, admirado y considerado, protegido
paternalmente por primera vez en la vida. Pas� su brazo por el pecho del artista
y escuch�, algo sorprendido al principio, orgulloso de su atrevimiento m�s
tarde, su voz cambiante que afirmaba:


-Eminencia, os amo.


Miguel �ngel le devolvi� el abrazo tiernamente, sin cesar de
sonre�r:


-Puedes llamarme Michelangiolo.


-Como gust�is, mi amo.


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Relato: Il Bambino
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